8

Apenas se intercambiaba una palabra amable entre los policías de la comisaría de la calle Paradise los lunes por la mañana. Se percibía la atmósfera en cuanto se pasaba bajo la lámpara azul y se veía la siniestra expresión del policía de servicio en su mesa de trabajo. Desde el momento en que el primer relevo formaba temblando en el patio, a las seis menos cuarto, y el sargento de la comisaría los clasificaba y se los llevaba a sus rondas en fila de a uno marcando el paso, la lista de servicios era suficiente como para arrancar una lágrima de pena de los ojos de un convicto. Porque para las diez, cuando el relevo volvía quejándose de la acumulación de mondas de naranjas en los fines de semana (que cada policía tenía órdenes de recoger, «porque han ocurrido frecuentes accidentes a transeúntes al resbalar con ellas») los de servicio en la comisaría tenían que haber comprobado las hojas de cargo, sacado a los ocupantes de las celdas y haberlos llevado ante los magistrados, barrido el suelo de la comisaría, estudiado la Gaceta de la Policía, completado los informes matutinos de delitos a tiempo para el coche de los despachos, puesto al día sus diarios personales y tratado con un interminable flujo de triviales preguntas del público. Y era los lunes cuando los oficiales equivocados conocían que sus nombres habían sido inscritos en el libro de delincuentes de la División.

Fue por eso por lo que el sargento Cribb se sorprendió al oír el alegre tarareo de su ayudante cuando lo encontró en la sala de investigación criminal. Pronto puso fin a aquello.

– ¿Una ligera indigestión, agente?

Thackeray se sentó completamente inmóvil. En sus uñas aparecieron semicírculos blancos mientras apretaba su pluma con fuerza. ¿Por qué tenía que soportar insultos?

– No, mi sargento. Siento que mi canturreo le ofenda. Es la alegría, creo, una vez terminada la investigación y con mi informe escrito en sus tres cuartas partes. -Secó la plumilla con cuidado y miró a Cribb-, Si quiere usted que le diga la verdad, estaré contento de volver a un trabajo serio de detective.

Las cejas de Cribb se enarcaron de golpe por la sorpresa.

– ¡Cielo santo!, me ha cogido desprevenido. Thackeray, hay en usted una vena de malevolencia que yo no conocía. Aún le haremos sargento.

– No es que yo tenga la intención de ser ofensivo, sargento -explicó Thackeray, consciente de que su observación había herido más de lo que pretendía-, pero no puedo decirle lo descansado que me quedé cuando ayer encontramos a todas esas personas desaparecidas en Philbeach House. Yo ya pensaba que eran cadáveres. Usted sabe que estoy esperando encontrar un cadáver tanto como el que más, pero a veces te anima el descubrir que las cosas no eran lo que parecían. Quiero decir que aquel mensaje de Albert llegó como un rayo de dorado sol.

– En una cinta rosa -añadió Cribb.

Thackeray le dirigió una penetrante mirada.

– Una cosa como ésa, viniendo de forma tan inesperada, te devuelve la fe en tu prójimo, o eso creo yo, de todos modos, «Todo en perfecto orden». Voy a terminar mi informe con esas palabras. Serán un buen cambio frente a todos esos relatos de violencia y sangre que se envían a Scotland Yard.

– Debería alegrar los corazones de los de estadística, -murmuró Cribb. Pasó el dedo índice por el borde de la lámpara que había en la mesa de trabajo de Thackeray y miró si había polvo-. Así que tiene usted intención de volver al trabajo de rutina de detective. Por lo que a usted se refiere, la investigación de los teatros de variedades terminó ayer.

Thackeray apuntó con su pluma a Cribb.

– ¡Ah!, ya sé lo que me va a preguntar, sargento, que cómo me explico todos esos accidentes. Pensé mucho en eso antes de acostarme anoche. Repasé todo el caso mentalmente, un accidente tras otro. Fue cuando llegué a pensar en Albert cuando de repente todo cobró un sentido. Recordé aquella fea habitacioncita en la que vive, el gastado linóleo y el mobiliario. Y la deprimente vista al manicomio. Luego pensé en los candelabros de plata de Philbeach House y los blancos manteles y gruesas alfombras y vi por qué todo está ahora en perfecto orden para Albert y para los demás. Están muy bien allí en Kensington, sargento. ¡Nunca han conocido cosa igual en su vida!

– No lo dudo -admitió Cribb-, pero ¿explica eso los accidentes?

– ¿No se da usted cuenta? -preguntó Thackeray con los ojos relucientes-. ¡Ellos representaron sus propios accidentes para ser admitidos en Philbeach House! El mismo Albert cambió los perros, o quizás lo hizo su madre, y cambió una pierna dolorida por unas cuantas cómodas semanas en Kensington. ¿No es obvio cuando uno lo piensa? Se ha corrido la voz por las salas de que hay pensión y alojamiento gratuitos para cualquiera lo bastante listo como para caerse de narices en escena. Incluso los van a buscar en coche. Por eso es por lo que ha habido tal racha de accidentes. Cuando se piensa en ellos, fueron en su mayoría pequeñas lesiones…

– ¿Como la de Woolston clavando una espada en su ayudante? -preguntó Cribb.

– Bueno, siempre hay algún tipo que va demasiado lejos -continuó Thackeray frunciendo el entrecejo-. Estaba claro que la chica le importaba un comino. Al atravesarle la espada en la pierna él creyó que conseguiría un lugar en Philbeach House para los dos. En lugar de eso ha tenido que conformarse con Newgate. Pero si piensa usted en cualquiera de los demás, las hermanas Pinkus, Belloti, Sam Fagan, se aseguraron la pérdida de sus empleos sin causar un daño verdadero a sus personas. Y ahora están instalados entre candelabros de plata con la señora Body. Si fuese una casa para polis sin trabajo, yo también estaría tentado de caerme por las escaleras de la comisaría.

– Pues yo no -dijo Cribb con énfasis-. Me sentí terriblemente incómodo ayer, cuando estaba en la misma habitación que aquella mujer. Y eso que estaba usted allí de carabina.

Thackeray sonrió.

– Es que no ha sido nuestra clase de caso, sargento. Lo estuve presintiendo durante todo el tiempo. No estamos hechos para líos de teatro. Estaré muy contento de volver a algún sencillo trabajo de robo con violencia. Usted entiende el sentido de mi razonamiento, ¿verdad?

Cribb asintió gravemente.

– ¿Termina eso la investigación entonces, sargento?

Cribb se encogió de hombros.

– Si quiere usted retirarse…

– Bueno, puesto que no ha habido asesinato, sargento y los fraudes no son fáciles de probar…

– ¿Quisiera usted dejarme el resto a mí? Muy bien, Thackeray. -Cribb cogió el sombrero-. Siento haberle molestado. Tendría que haberme asegurado de que tenía un cadáver antes de interrumpir sus clases. No obstante, nos separaremos amistosamente. Recuerde usted pasados éxitos, ¿eh?

Thackeray se agarró la barba. ¡Cielos! ¡Las clases de gramática! ¿Qué había dicho?

– Sargento, ¡no estoy renunciando! Si hay más que investigar, lo investigaremos juntos. Sólo creí que mi teoría…

Cribb permaneció de pie mirando por la ventana. Antes de que hablase pasaron unos segundos angustiosos.

– También es una teoría atractiva. Sus deducciones han mejorado a través de los años. Incluso podría usted tener razón esta vez. -Se dio golpecitos en la nariz pensativamente. Thackeray esperaba, pálido-. Hay pequeñas cosas que todavía me preocupan. Preguntas que necesitan respuesta. ¿Quién nos puso sobre esta investigación enviándonos el cartel del Grampian con el mensaje marcado en él? Alguien quería que investigásemos. Y también, ¿por qué todos esos accidentes ocurren en teatros distintos en distintas noches y no hay dos víctimas que hagan números similares? ¿Por qué los huéspedes de Philbeach House no recogen sus cartas de los representantes? ¿Qué sucedía allí ayer, en la habitación contigua? Un ensayo, dijo la señora Body, pero ¿para qué? ¿Dónde estaba el humor en aquel poema? Pequeñas cuestiones todas ellas. Cosas tontas e insignificantes.

– Hay todavía un montón de cosas que desenmarañar, sargento -dijo Thackeray, aprovechando la primera ocasión que tuvo para afirmar su lealtad.

– Las suficientes para mantenerme ocupado un poco más… -dijo Cribb-. No obstante, no es preciso que siga usted en el caso. Es una cuestión personal, ¿comprende? Quedan algunos pequeños detalles irritantes, y no estaré contento hasta que estén todos explicados. Realmente, es como si tuviera que reunir un rebaño de ovejas.

Cribb como pastor era una concepción nueva, pero en espíritu, Thackeray ya estaba a su lado con polainas y blusón.

– No lo podría dejar ahora sargento, no mientras el trabajo esté por terminar. Porque la respuesta a sólo una de esas preguntas puede cambiarlo todo, como un movimiento en un juego de damas. ¿Cómo cree usted que me sentiría si usted encontrase algo que diera al traste con mis deducciones?

– No lo sé -dijo Cribb- pero si está usted equivocado y alguien más provocó esos accidentes, hay un hombre en Newgate a punto de ser juzgado por un delito que no cometió. Puedo imaginarme cómo se siente. Para él es un juego de salón, pobrecillo.

Thackeray, completamente apabullado, no hizo comentario alguno. En tales momentos había aprendido a esperar a que Cribb retomase de nuevo la conversación.

– Ayer noche hice algunas indagaciones por mi cuenta. Descubrí un par de cosas sobre sir Douglas Butterleigh, el propietario de Philbeach House.

– ¿El fabricante de ginebra?

– Sí. Un hombre muy rico. Amasó su fortuna cuando hacían furor los salones de ginebra. Ahora tiene noventa años, está postrado en cama y perdió la capacidad de hablar hace un año. Vive en una clínica privada de reposo en Eastbourne.

– No parece que pueda ayudarnos mucho, sargento. ¿Tiene familia?

– Un hijo. Misionero en Etiopía.

– Esperará heredar una gran fortuna.

– Tres fábricas -dijo Cribb-, dos grandes mansiones y más de cien tabernas. -Hizo una pausa-. Y un teatro de variedades.

Thackeray silbó.

– ¿Cuál, sargento?

– No creo que lo conozca. El Paragon, en Victoria. No es uno de los mayores.

Hervían teorías en el cerebro de Thackeray.

– ¡Un teatro de variedades! ¡Caray, sargento, deberíamos ir a verlo!

– Eso es lo que me proponía hacer -dijo Cribb-, Es decir, si esa frase final de su informe puede soportar un pequeño aplazamiento.


Tres caballeros maduros en calzoncillos azules de satén y céfiros, posaban, con las barbillas erguidas, cogidos del brazo y con los vientres hacia dentro, como para una fotografía. Ni un muslo se estremecía, ni un mostacho se movía mientras los dos hombres más jóvenes, vestidos de blanco, corrían, cogían impulso y saltaban sobre sus hombros desde atrás, uniendo sus propios brazos para tener estabilidad y se enderezaban con tiento hasta adoptar la misma elegante postura. Ni siquiera el inesperado ruido de alguien moviendo el trampolín en la parte de atrás causó la más mínima alteración en el edificio humano. Hubo simplemente una flexión simultánea de cinco pares de piernas, una carrera desde atrás, un resonante ruido sordo en la tabla y un sexto acróbata se puso irresistiblemente en pie en lo alto. Iba adecuadamente vestido de rojo. Los demás se tensaron, recobraron el equilibrio y se enderezaron formando una pirámide perfecta.

– ¡Eso es propio de feria! -gritó una voz desde la sala de espectadores-, Mejor se buscan ustedes una sala parroquial, amigos. No hay sitio para ustedes en mi escenario. -Mientras la pirámide se desmoronaba y se iban cabizbajos hacia los bastidores, la voz añadió-: Ya se han terminado las audiciones, gracias a Dios. ¿Y ahora, dónde está el maldito ballet? Convoqué un ensayo para las diez. ¿Es que no hay absolutamente nadie en la casa, maldita sea?

En la última fila de la platea, Cribb y Thackeray se hundieron más todavía en sus asientos. Desde delante sólo se veían las colinas de sus sombreros de hongo, como gatos en una carbonera. El Paragon estaba frío y olía a mondas de naranja y a puros pasados. Además del empresario, que estaba sentado con su jarra de cerveza a una de las mesas delante del público, había hasta una docena de otras figuras solitarias con abrigo, acurrucados en los asientos de atrás. Comparado con el Grampian, la sala era pequeña, para quinientos o seiscientos espectadores, pero tenía el mérito de haber sido diseñada para su fin, y no adaptada, como lo habían sido otros teatros, a partir de un restaurante o de una capilla o estación de ferrocarril. No había trazas de la calumniada escuela de arquitectura rococó en la ornamentación. Las molduras se basaban en majestuosas líneas y curvas color marfil, con relieve dorado. Se había utilizado felpa y terciopelo marrón para el tapizado de los asientos, cortinajes y cortinas de los palcos, y era fácil imaginarse la acogedora intimidad de un lleno en el Paragon, con el gas encendido y una capa de humo de puro manteniendo abajo los aromas menos agradables que se dan en las reuniones públicas.

– ¡Señor Plunkett, señor! -llamaba una voz desde los bastidores.

– ¿Qué pasa ahora?

– Hay tendencia a que haya corrientes de aire detrás del escenario. Las chicas van a salir con la carne de gallina. ¿Puedo atreverme a sugerirle que encendamos las candilejas? Creo que el baile mejorará con ello.

– Puede usted comunicar a sus señorías de mi parte -contestó el empresario-, que si no están en el escenario dentro de medio minuto, se podrán calentar andando hasta la calle York para encontrar un nuevo empleo. ¡Carne de gallina!

El pianista lanzó una serie de arpegios y el ballet divertissement ocupó el escenario. Una hilera de bailarinas vestidas de carmesí salió andando de puntillas desde la izquierda para encontrarse con otra fila vestida de negro que venía de la derecha. Cada chica tenía una mano en el hombro de su compañera, y con la otra cogía despreocupadamente una orilla del vestido para deslumbrar a la audiencia con los destellos de sus pantorrillas de seda en medio de una agitación de encajes.

– Es realmente de buen gusto, ¿no le parece, sargento? -musitó Thackeray-. Para ser variedades, quiero decir.

– Me reservo la opinión -dijo Cribb-, Pueden ocurrir cosas inesperadas.

Los ojos de Thackeray se abrieron un poco más y volvieron al escenario, pero las variaciones de la danza eran estrictamente convencionales, una serie de movimientos sencillos que producían agradables alternancias de rojo y negro.

– ¡Alto! -bramó el señor Plunkett-. ¿Dónde están las figurantes?

Las filas pararon y aparecieron tres pálidas caras por detrás de la cortina.

– ¿Qué significa eso? Han perdido la entrada, ¡maldita sea!

– Por favor, señor Plunkett -fue una lo bastante atrevida como para contestar-, la parte de aquí detrás está tan fría como el chocolate de un asilo y Kate tiene un calambre terrible.

– ¿Calambre? No me hablen de calambre. A mí me está dando apoplejía aquí abajo. Dígale a la señora que quiero que entre en el escenario cuando le den el pie, sea cual sea el estado en que se encuentre. Y ésa no es razón para las risitas del resto de ustedes. ¡Una figurante con calambre! ¡Nunca había oído tal embuste!

Thackeray dio un salto en su asiento. Alguien le había dado un codazo en el brazo izquierdo: un joven de uniforme, con una naranja en la mano.

– ¿Quiere usted una, hermano? Tengo otra en el bolsillo. El viejo Plunkett es un ogro, ¿verdad? Aunque perro ladrador, poco mordedor. No me importa el lenguaje que utiliza, considero que es su forma de ser. Yo soy del Ejército de Salvación. Nunca utilizo palabras malsonantes, aunque he oído más que la mayoría.

– ¿Qué está usted haciendo aquí? -preguntó Thackeray en voz baja.

– No hay ningún lugar al que no vaya el Ejército de Salvación, hermano. Estoy aquí cada función y en todos los ensayos que puedo. ¡Ah, las oportunidades que hay para un hombre de mi vocación! ¿Ve usted aquella chica de cabello negro, vestida de rojo, la tercera de la izquierda? Cuento con convertirla antes de Navidad. Es maravillosa, ¿verdad? No se puede ver a una criatura joven como ésa yendo hacia su perdición. ¿No será usted su padre?

– ¡Cielo santo, no! -dijo Thackeray.

– No me sorprendería. La mitad de esos tipos que se sientan a nuestro alrededor están emparentados con el corps de ballet. Esposos y padres, ¿sabe? Les gusta vigilar a Plunkett, pero él es inofensivo, se lo digo yo. Lo del Paragon es diversión para familias. Nada peor que lo que está usted viendo. Claro que la sala está en una zona de mejor clase que la mayoría. Las chicas de algunos teatros están más allá de toda esperanza de redención. Si me perdona usted la expresión, he visto chulos y alcahuetes, hombres de excesos, mirando el coro en sitios como el Alhambra. ¿Quién es el tipo de nariz afilada que se sienta a su derecha?

Thackeray se volvió para ver si Cribb estaba escuchando. Parecía estar absorto en la danza.

– Creo que sólo ha entrado para cobijarse del frío.

Una chispa misionera pasó por los ojos del joven.

– ¿Cree usted que querría un vale para sopa? Cuidamos a un montón de esos en nuestro albergue de la calle Blackfriars.

– Estoy seguro de que sí -dijo Thackeray, hablando por un lado de la boca-, pero no me parece que sea de los que van a tomar sopa. -Dio un codazo al sargento-. Este caballero me decía que ve todos los ensayos.

– ¿De veras? -dijo Cribb, tocándose el sombrero-. Dígame, ¿tienen en el cartel de aquí a uno que baila sobre barriles?

– ¿Que baile sobre barriles? -repitió el joven-. Nunca he visto uno en el Paragon.

– ¿Y tragasables?

– No recuerdo ni uno, hermano.

– ¿Artistas de trapecio?

– Sí, tuvimos uno. Se llamaba el Leotard inglés. Pero no era muy bueno.

– ¿No recuerda usted a ninguna mujer actuando sobre el trapecio?

Dirigió a Cribb una mirada de disgusto.

– No, gracias a Dios.

– A mí me gustan los cómicos -dijo Thackeray, cambiando de tema con inusitada destreza-. Particularmente los cantantes cómicos. ¡Sam Fagan en un tío divertidísimo!

– Nunca he visto a ese tipo aquí -dijo el joven-. Siempre hay un número cómico, pero ése es nuevo para mí.

La danza llegó a su punto culminante. Al son de un fortísimo, cada chica daba dos vueltas completas y acababa con una profunda reverencia, ayudando enormemente al efecto el corte de los corpiños. En un teatro abarrotado, las inclinaciones hacia delante hubieran sido hechas seguramente con estruendo de platillos y una sucesión de vítores. En lugar de eso, había sólo el enérgico aporrear de un piano. Con todo, el encanto del final cogió desprevenido al departamento de investigación criminal. Ambos detectives estaban demasiado arrobados por el espectáculo en escena como para ver que se acercaba el señor Plunkett. Les gritó desde el final de su fila:

– Quizás tendrían ustedes la amabilidad de volver a poner los ojos en sus órbitas y explicarme qué están haciendo en mi sala.

Thackeray se sonó. Las explicaciones eran trabajo de sargento.

Cribb se levantó.

– No le queríamos interrumpir, señor. Mi amigo y yo sólo deseábamos hablar con usted. Y por eso nos sentamos aquí esperando un momento adecuado para acercarnos.

– Por eso se sentaron en la última fila y echaron un vistazo a mis chicas -dijo el empresario, con más que una pizca de sarcasmo-. ¿Quisieran ustedes que interpretasen el baile de nuevo, o ya han visto lo suficiente? ¿Quizás quisieran darse una vuelta por los vestuarios?

La indignación de Thackeray creció como la espuma en un vaso.

Cribb respondió apresuradamente.

– Eso no será necesario. Hemos venido a por entradas.

– Entonces, ¿por qué no fueron ustedes a la taquilla del vestíbulo? -estalló Plunkett. Se volvió y dio una palmada-. Chicas, se pueden ir ya -gritó-. Preséntense mañana a las seis en punto.

Cribb se sacudió un rastro de ceniza de puro de su abrigo.

– Siempre me ha parecido -dijo con toda la dignidad que pudo reunir-, que es recomendable un contacto personal con el empresario. Siempre puede aconsejar en la cuestión de escoger entradas. No quisiéramos ver un programa que sea inferior al mejor de los que usted ofrece.

– Todas mis funciones son de primera -dijo Plunkett, en un tono más conciliador-. ¿Qué es lo que querían exactamente? -Tenía la envergadura de un peón caminero, pero la rapidez de sus respuestas sugería una inteligencia más despierta.

– Lo mejor que tenga -respondió Cribb-, Podemos pagar.

Los ojos de Plunkett fueron de Cribb a Thackeray. Las ofertas de pago, por lo visto, no eran suficiente en el Paragon.

Cribb habló de nuevo:

– Tiene usted una función mañana…

– ¿Quién le ha dicho eso? -preguntó Plunkett, otra vez agresivo.

– Usted lo dijo -contestó Cribb-, Acaba de decir a las bailarinas que se presenten mañana por la tarde a las seis. No me parece que eso sea para ensayar.

– ¿A las seis?, ¡ah, sí! La obertura comienza a las siete y media. Si ése es el programa para el que buscan entradas, mejor que vayan a ver a mi hija a la taquilla. Yo estoy muy ocupado.

– Gracias -dijo Cribb. Se quitó el sombrero-. Estaremos esperándolo. Son una bonita colección de bailarinas. Aquí mi amigo es un buen juez para las figurantes.

Thackeray no estaba seguro de la alusión, pero sospechaba que, en cierto modo, Cribb se estaba vengando por la referencia a la sopa del Ejército de Salvación. Plunkett sorbió por las narices, echó otra mirada especulativa a los intrusos y volvió a su mesa pisando fuerte. Los detectives saludaron con la cabeza al joven del Ejército de Salvación y se fueron hacia la taquilla del vestíbulo, donde les aguardaba una sorpresa. Su llamada fue respondida por una joven que ambos reconocieron, pero que momentáneamente no pudieron situar. Era extremadamente bonita. Su fino cabello, de color amarillo pálido, estaba peinado en alto, luciendo la línea de su cuello.

Cribb se dio una palmada en la frente.

– ¡Ya lo tengo! ¡La señorita Blake, del Grampian!

– Ustedes tienen una ventaja sobre mí… -empezó a decir-, Pero sí, ¡claro! ¡Son los valientes salvadores de Albert! ¿Qué hacen aquí?

– Buscamos a la hija del señor Plunkett, señorita. Esperamos poder comprar entradas. ¿Puedo hacerle la misma pregunta?

Ella se rió.

– Claro que puede. Samuel Plunkett es mi padre. Ustedes me buscaban a mí.

– ¿A usted, señorita? -Cribb frunció el entrecejo.

– ¿Están desconcertados por mi nombre? Es pura invención, lo confieso. Blake es mi nombre artístico. Incluso papá tuvo que reconocer que no tendría muchos contratos como Ellen Plunkett, vocalista romántica. Ahora, por favor, siéntense y díganme por qué vinieron realmente al Paragon.

– Muy bien, señorita. -Cribb se sentó con cuidado en una maltrecha silla que era evidentemente una silla estropeada de la sección de mesas de la sala. Habiéndose sentado la señorita Blake en la otra única silla, Thackeray tuvo que sentarse en un canasto de accesorios-. Pero quisiera dejar claro que fue a por entradas a por lo que vinimos.

Ellen Blake movió la cabeza.

– No me puede convencer, sargento. El Gran Scotland Yard y su funcionamiento son otro mundo para mí, pero estoy segura de que sus oficiales no pueden permitirse el tiempo de dar vueltas por los teatros de variedades de Londres sin que se estén investigando asuntos de gravedad.

Thackeray hubiera deseado compartir la seguridad de la señorita Blake. En la pared detrás de ella había un cartel con los espectáculos de la semana. No conocía ni un solo nombre. Ninguna de las actuaciones le sugería conexión alguna con los inquilinos de Philbeach House. Ni hermanas nacidas para el aire, ni bailarín sobre barriles, ni voz en un columpio, ni forzudo. Ni siquiera un perro.

Cribb se encogió de hombros.

– Tenemos dos días de permiso al mes en la Policía, señorita. Intentan que cada hombre tenga un domingo libre al mes, pero el otro es muy posible que sea en un día entre semana. Si se pasa el día comprando entradas para las variedades, es un tributo a la calidad de la diversión, digo.

– ¿No podría ser que sospechase otro accidente?, -dijo la señorita Blake.

Cribb dejó de lado su ironía.

– ¿Ha sabido usted de su hombre, señorita? Parece contento con su nuevo alojamiento.

– ¿Albert? -se puso roja-. ¿Qué quiere usted decir?

– Quizás no debería haberlo dicho, señorita. Creí que se lo habría dicho. Albert se mudó de Little Moors Place ayer por la mañana.

– ¿Se mudó? ¿Adónde?

– A Kensington, señorita. Un asilo para artistas de variedades. Quizás ha oído usted hablar de él. Es un sitio de lo mejor.

Ellen Blake cerró brevemente los ojos. Murmuró:

– Philbeach House.

– La misma, señorita -dijo Cribb sin darle importancia-. Seguro que hay una carta suya en camino.

– Pero yo creí que ustedes estaban…

– ¿Protegiéndole, señorita? Así es. Aquí Thackeray le siguió todo el camino hasta Kensington. Le visitamos para estar seguros de que estaba a gusto. Francamente, señorita Blake, está viviendo como un verdadero pez gordo. No sé si ha estado usted allí alguna vez pero… ¡Dios mío! ¡Thackeray, su pañuelo!

La señorita Blake había intentado contener sus lágrimas mordiéndose el labio, pero, con todo, salieron.

– Les ruego que me perdonen -dijo después de secarlas un poco con el pañuelo-. Ha sido tan inesperado. No me dijo nada de esto. Nada.

– Parece haber sido dispuesto muy rápidamente, señorita -dijo Cribb a modo de consuelo-, Albert no es de la clase de los que hieren los sentimientos de una señorita. Pero le prometo que no le sucederá nada en Philbeach House. Tiene a su madre y a su perro con él. Nadie en sus cabales pondría una mano sobre Albert estando por allí Beaconsfield, se lo aseguro.

Thackeray se movió, incómodo, en su cesto. Cribb debería haberlo hecho mejor. La posibilidad de que Beaconsfield saliese en defensa de alguien era remota. Costó una explosión que aquel animal levantara sus ancas.

– ¿Querían ustedes entradas? -dijo la señorita Blake, haciendo un esfuerzo por recobrar su compostura-. Hay función tres noches por semana, los martes, jueves y sábados.

– ¿Cambia el programa? -preguntó Cribb.

– Cambia muy poco, a menos que alguien se ponga enfermo. Las actuaciones son las anunciadas en este cartel, sea cual sea la noche que ustedes elijan.

– Entonces escogemos mañana -dijo Cribb con firmeza.

– ¿El martes? -titubeó-. ¿Por qué el martes?

– ¿Y por qué no? -dijo Cribb-. Es una noche en la que ambos podemos venir. ¿Pasa algo el martes?

La señorita Blake se levantó para abrir con llave una caja de metal.

– No, no. Cada noche es igual. ¿De qué precio quieren la entrada? Hay de todo, desde el gallinero a seis peniques hasta una mesa por una guinea. Los palcos son a cinco chelines.

¡Cinco chelines! Habían pagado dos en el Grampian.

– Tendrá que ser una butaca barata para nosotros, señorita -dijo Cribb-. ¿Tiene usted alguna de un chelín abajo?

– Eso es lo que cuesta estar de pie abajo. Pero les costará otro chelín una butaca en la platea.

– Estaremos de pie -afirmó el sargento, sacando un florín-. ¿La veremos actuar, señorita?

– En la sala de mi padre no. En el Paragon me dedico a la cuestión comercial. Mi carrera como cantante la ejerzo en otros teatros. Quiero labrarme mi camino, ¿sabe? Aquí están sus entradas de pie. Quizás les vea el martes. Les podría enseñar la zona entre bastidores si les gusta.

– Es extraordinariamente amable de su parte -dijo Cribb, levantándose-. Nos hace mucha ilusión, ¿no es así, Thackeray?

– Sí, sargento. -No hubo mucho entusiasmo en la respuesta de Thackeray. Se dio masaje en la parte de atrás de sus pantalones. El trenzado del canasto estaba firmemente impreso en su persona.

Cuando iban a salir, llamaron fuertemente a la puerta. La señorita Blake pidió a Cribb que abriera. Había dos hombres altos. Por segunda vez aquella mañana, Cribb y Thackeray experimentaron la sensación de reconocer un rostro familiar, pero sin ser temporalmente capaces de identificarlo. Sin embargo, había algo significativo en la ropa, los abrigos negros, las patentes botas de cuero y los guantes negros de cabritilla. Pero si a aquellos hombres sólo les faltaba una cinta de crepé en las chisteras para parecer… ¡lo que eran! No cabía duda alguna. La Funeraria, de Philbeach House.

Cribb se apartó para dejar que se dirigieran a la señorita Blake.

– Una entrega especial, señorita. El señor Plunkett dijo que usted lo firmaría.

– Por supuesto. ¿Qué han traído ustedes?

El primero de ellos señaló a su compañero. Se retiraron, y entraron de nuevo llevando entre ellos un objeto en forma de caja cubierto con una bandera pequeña del Reino Unido. No había duda de lo que era: el cesto de Beaconsfield.

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