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Los dos detectives, bien enfundados en sus largos abrigos y con sombreros de hongo, vieron cómo el autobús se alejaba en dirección a Cheapside. Luego cruzaron la calle Newgate hasta la esquina del Old Bailey, demasiado ocupados en buscar un camino entre los copiosos excrementos de caballo como para prestar atención al sombrío exterior de la prisión.

– ¿Ha estado usted dentro anteriormente, agente?

– No, mi sargento.

– Encontrará usted que estas paredes son como una sombrerera, todo para impresionar. Por dentro está construido como cualquiera de los hospitales londinenses. No es a los internos a los que se pretende impresionar, ¿sabe? Es a los semejantes de aquel pasante de abogado de allá, que tiembla con la sola mención de Newgate. Todo lo que ve es una fortaleza con muros de doce metros de altura. Es una forma fantástica de conseguir que un hombre siga siendo honrado.

Thackeray contempló la inexorable fachada de rústicos bloques de piedra y huecos y recordó un crudo lunes por la mañana, quince años antes, cuando el deber le llevó a esa misma calle. Había sido obstruida por una multitud de veinte mil personas y él había permanecido entre ellas desde las primeras luces del alba hasta que las campanas del Santo Sepulcro dieron las ocho en punto.

– ¡Descúbranse! ¡Abajo, de frente! -se había oído gritar mientras el condenado era escoltado hasta el patíbulo desde una puerta en la pared de la prisión.

Los tiempos habían cambiado, las ejecuciones públicas habían sido suspendidas desde hacía más de doce años y ahora Newgate era una sombrerera para el sargento Cribb. Pero aquella puerta seguía allí.

– Esto será una visita rutinaria -explicó Cribb según se acercaban a la casa del alcaide de la prisión-. Me he ofrecido voluntario por los dos para un servicio de identificación. Los únicos prisioneros de Newgate son ahora presos preventivos o en espera de juicio. Tenemos que reconocerlos por si han tenido condenas previas. En rigor, es un trabajo de sargento, pero no hay muchos sargentos con un ojo como el suyo para detectar presidiarios.

Thackeray se sintió halagado. Los sargentos se quejaban a menudo de lo pesadas que eran las tareas de identificación en Newgate y en Clerkenwell. Pero había que oír lo que fanfarroneaban cuando reconocían a un antiguo presidiario. A los de menor rango se les hacía creer que sólo los sargentos eran capaces de tales hazañas de reconocimiento.

– Necesitará usted su identificación -le advirtió Cribb mientras llamaba a la puerta de la oficina del alcaide.

Les abrió un uniformado oficial de prisiones, que echó un vistazo formal a sus papeles y les dejó pasar. Esperaron dentro con un funcionario que les miró con insistencia y luego volvió a su trabajo de cerrar sobres. Por encima de él había un reloj de pared de un modelo puesto en circulación y retirado por el Ministerio del Interior en la década anterior y que, de vez en cuando, hacía tictac con un cierto ruido.

A los pocos minutos volvió el oficial con dos ayudantes uniformados de negro.

– Los guardianes Rose y Whittle les acompañarán, señores. ¿Quieren firmar primero en el registro, por favor?

Después fueron escoltados a través de la entrada, que servía de macabro museo, con máscaras mortuorias de algunos de los huéspedes más tristemente célebres de Newgate y con una exposición mural de grilletes. Un carcelero abrió una puerta de roble tachonada y fueron conducidos por una escalera con peldaños de piedra hacia un pasadizo cavernoso que Thackeray estimó iba paralelo al Old Bailey. Delante de ellos se oía el eco de sus pasos.

Los guardianes, habituados a este ritual que tenía lugar con distintos policías y oficiales de prisiones tres veces por semana, eran poco propicios a hablar. Andaban unos cuantos pasos por delante de los detectives, abriendo puertas a intervalos frecuentes y cerrándolas de un portazo cuando el grupo ya había pasado. Una o dos veces encontraron en el muro izquierdo una ventana con rejas, a través de la cual Thackeray vio patios empedrados y, más allá, los grises muros del bloque principal de la prisión.

– Hace diez años se nos dijo que esta función podría terminar -explicó Cribb-, Acta para la Prevención del Crimen, 1871. ¡La fotografía!, dijeron. Esa es la forma de descubrir a un criminal. Se instala a todo maldito criminal en un estudio como un marajá y se le inmortaliza de medio perfil. ¡Bravo por la ciencia! ¿Y qué sucedió?

– Costaba demasiado -dijo Thackeray.

– Pues sí. En su entusiasmo, el Ministro del Interior no había hecho los cálculos. En nada, la fotografía se limitó a los convictos y criminales habituales, y ahora se necesita hacer una solicitud especial al alcaide para poder llevar una cámara a cualquier sitio que esté cerca de un presidiario. ¡Es el progreso, Thackeray! Por eso, tres veces por semana, los caballeros de Clerkenwell y de Newgate enseñan todavía sus preciosos alias a la ley, y la ley se rasca la cabeza y recorre su inventario de ojos, bocas y narices e intenta descubrir a sus viejos conocidos. Parece un juego de salón y no está tan lejos de serlo.

Un aburrido carcelero abrió otra puerta. Salieron parpadeando a la luz del día y cruzaron un patio de ejercicios desierto, en el que se veía una huella circular de pavimento pulido, gastado por generaciones de botas arrastradas. Los muros que rodeaban el patio parecían imponentes e imposibles de escalar, pero como precaución había púas de hierro que se proyectaban desde arriba hacia el interior.

Los guardianes se aproximaron al edificio por el final del patio, subieron los peldaños de piedra y llamaron a la puerta. Antes de unirse a ellos, Cribb llamó la atención de Thackeray hacia el gigantesco artilugio, parecido a un tambor, construido en la parte superior del bloque.

– Es un abanico giratorio, -explicó-. Lo puso ahí el señor Howard, el reformador. Ventila todo el interior de la prisión.

Sus ojos recorrieron la altura del edificio.

– No hay muchas ventanas, ya ve.

Una vez finalizado el desatrancar y abrir puertas, subieron por unos estrechos peldaños de piedra y fueron saludados inesperadamente desde arriba con un: «¡Maldita sea mi estampa!, ¡si es el sargento Cribb!», pronunciado por un guardia de uniforme con un estilo y una presencia que sólo necesitaban una hilera de medallas y un galón de oro para ser dignos del portero del Café Royal.

– ¡Cyril Blade! -exclamó Cribb-. ¿Dónde nos vimos por última vez? No me lo digas. -Chasqueó los dedos-, ¡Ya lo tengo! En Holloway, hace dos años.

Se volvió hacia Thackeray:

– Si cree usted que Irving tiene voz, escuche esto. ¿Qué inscribieron en la primera piedra de Holloway, Cyril?

El señor Blade inspiró profundamente:

– Que el Señor guarde a la ciudad de Londres y haga de este lugar el terror de los malhechores.

– Convincente, ¿eh? -dijo Cribb, gozando de la representación-. No hay rutina aquí, ¿eh Cyril?, pero tus cualidades vocales se desperdician.

El señor Blade no estuvo de acuerdo.

– Aún tengo en la cabeza el sonido de aquel condenado rasca-espinillas, sargento. Es desusadamente cruel el someter el oído de un hombre a ese ruido doce horas diarias. Finalmente pedí que me trasladaran al cobertizo de la estopa, pero me enviaron aquí. ¡Y la impresión que me llevé, sargento!

– ¿No es tan duro como Holloway? -preguntó Cribb.

El señor Blade apretó el puño elocuentemente.

– Éste es un hogar mejor que el que me dio mi madre, sargento. Aquí están en jauja. Se lo digo yo, en jauja.

– Deberían estarlo, Cyril. Todavía no están condenados. ¿Están ya en fila?

– ¡Como una guardia de honor!

– Bien. Veamos a quién tienes.

El señor Blade les condujo por una puerta abierta, hacia una habitación encalada del tamaño y de la forma de una sala de hospital. La diferencia estaba en la disposición de las camas: había literas en filas de a cinco distribuidas de la cabeza a los pies a lo largo de toda la pared que tenían delante. Una hilera de mesas de pino muy bien pulidas, con sus bancos, había sido empujada contra la pared paralela para dejar sitio para la inspección.

Thackeray se dio cuenta con recelo de que los ciento veinte prisioneros que formaban delante de ellos en tres inmóviles filas debían de haber oído todo lo que se había dicho. Estaban clasificados por tamaños y separados con precisión militar, pero el uniforme estropeaba el efecto: cada uno llevaba la ropa con la que había sido llevado a Newgate, de forma que un chaquetón estaba entre una grasienta chaqueta corta y otra de algodón basto, y bien calzados botines se alineaban con zuecos y pies descalzos. Sin embargo, había una cierta uniformidad en los ojos de los prisioneros, una vidriosa indiferencia, un sopor que los había brutalizado a todos, excepto a un puñado.

– Todos suyos, sargento -dijo Cyril ampulosamente. La mayor formación de pájaros de alivio en Londres, después de la del Lord Mayor. Ladrones de cajas fuertes, estafadores, carteristas, atracadores, asesinos y unos cuantos dudosos que tanto pueden ser honrados caballeros como rufianes. Échenles un buen vistazo, y si no pueden ustedes encontrar a dos o tres que conozcan, que el Señor les bendiga.

Mientras Cribb empezaba por la primera fila, el señor Blade confió a Thackeray:

– Es un tío muy entendido, ese sargento Cribb.

Thackeray fue detrás de Cribb, consciente de que la inspección no era el principal propósito de la visita. El sargento se paró brevemente tres veces, interrogando a los hombres a quienes conocía lo bastante como para nombrarlos. Satisfecho, completó la formalidad y le dio las gracias al señor Blade, añadiendo en voz baja:

– Hay que vigilar al cliente pelirrojo de la última fila. ¿Cómo dice que se llama?

– ¿El alto? Ése es Percy Crichton-Jones. Llegó esta mañana.

– ¿Se llama así ahora? Apostaría una guinea contra un chelín a que es Albert Figg, y si lo es, empleará el truco de las tres cartas antes de que se apague la luz esta noche. No hay un tipo más elegante en Londres. ¿Llegó alguien más esta semana?

El señor Blade examinó su pelotón con voz de revista:

– Esos dos de la primera fila, que vengan juntos: el carterista y su reclamo. El cuarto de la segunda fila es el asesino de Bethnal Green. El que mueve la cabeza… ¡quieto ahí…! es un condenado mago. Tenemos que vigilarle muy bien en el patio por si el maricón vuela por encima del muro.

– ¿Un mago?, ¿cómo se llama?, ¿Woolston?

– Creo que sí, sargento, aunque su nombre artístico…

– Quiero hablar con él.

– ¿Sí? -El señor Blade, aunque no había necesidad, levantó la voz-. ¡Woolston! ¡Dos pasos adelante, marche!

– En privado -dijo Cribb.

– Tendrán una celda para ustedes solos, sargento. ¡Woolston! Venga aquí en seguida y sígame. Y si alguien mueve un solo músculo…

Cribb siguió educadamente detrás de Woolston, y Thackeray detrás de Cribb, dejando a los guardianes Rose y Whittle frente a las filas. El cuarteto siguió a lo largo de la sala hasta un pasillo estrecho flanqueado por las puertas abiertas de una docena de celdas pequeñas.

– Ésta -indicó el señor Blade-, Siéntese aquí sargento. Iré a por otra silla para su compañero.

Cuando Thackeray se hubo sentado, el carcelero dirigió a Woolston una mirada amenazadora y añadió:

– Les dejaré con él, caballeros. Si diese algún problema, estaré cerca.

La potencial fuente de problemas estaba de pie delante de ellos vestido con frac y una corbata que una vez fue blanca, con una expresión de pacífica perplejidad en su rostro. Un hombre pequeño en todos los sentidos: era imposible imaginárselo haciendo milagros en el Royal, a pesar de su traje de ilusionista. Posiblemente la magia de la luz de calcio podría transformarle, pero con la violenta iluminación de una celda encalada aparecía pálido, con las mejillas aplastadas y tan misterioso como pueda serlo un suelo de asfalto.

– Levántese, Thackeray -ordenó Cribb-. El señor Woolston necesita la silla más que usted.

El prisionero dio las gracias a Thackeray con voz débil y se sentó frente a Cribb al otro lado de una pequeña mesa de bisagra sostenida, a la manera de un puente levadizo, por dos cadenas sujetas a la pared. La impedimenta de la vida carcelaria: la Biblia, el libro de oraciones y el libro de himnos, lámpara de gas, palangana, jarra, cuenco de hojalata y cuchara de madera, estaba colocada en los estantes a su alrededor. Con alguna dificultad, Thackeray consiguió una cómoda postura de pie, al final de la celda.

– ¡Tenga cuidado con el codo! -le advirtió Cribb-, si se desarregla la ropa de la cama, el señor Woolston tendrá que tomarse el trabajo de volverla a doblar.

Thackeray retiró bruscamente su brazo de un montón en el que estaban doblados el colchón, la estera y unas mantas. Las camas de las celdas en Newgate eran como hamacas suspendidas entre las anillas sujetas a las paredes. Los guardianes se preocupaban mucho de que las camas fuesen descolgadas cada mañana y dobladas de la única forma aceptable: cuadrada como los sellos de correos y con las correas y los ganchos dispuestos «al estilo de Newgate». Esta y otras indicaciones prácticas sobre la vida en la prisión estaban explicadas detrás de la puerta, en el Código de Disciplina del Oficial de Justicia.

– ¿Duerme usted aquí? -preguntó Cribb sin demasiado interés.

Desde luego, no se puede empezar una conversación con un prisionero hablándole del tiempo.

– No, en la sala. Pasé aquí la primera noche, pero cogí frío. Se está más caliente allí con los demás.

– Aquí en el Código pone que puede usted regular la temperatura de su celda.

– Sí -dijo Woolston-, Con el ventilador que está a su izquierda. Se consiguen tres tipos de temperatura: frío, muy frío y ¿quién se anima a patinar?

La jerga del music hall, sin alegría y sin expresión motivó en Cribb una oportuna sonrisa. Hubo un momentáneo parpadeo de agradecimiento en los ojos de Woolston.

– Ahora escúcheme -dijo Cribb una vez finalizadas las formalidades-. Soy un detective, aunque eso no debe preocuparle.

Woolston sacudió la cabeza.

– No sirve. Les he dado todo el dinero que traje a los carceleros.

– ¡Maldita sea, hombre!, no le estoy pidiendo que me soborne -exclamó Cribb-, Quiero que me diga usted lo que le trajo aquí.

– Una furgoneta de la policía.

Había respondido cruelmente de entrada y la conversación se estaba convirtiendo rápidamente en un doble acto.

– Muy bien -dijo Cribb-, Empecemos de nuevo. No creo que sea usted un pájaro de penitenciaría.

Woolston volvió sus ojos a la pared, como una vaca sin interés por las atenciones de su ordeñador.

– ¡Ponga las manos sobre la mesa! -le ordenó Cribb-, El prisionero obedeció, condicionado a responder cuando se le dirigían en aquel tono. Thackeray se quedó perplejo.

– Bonitas manos -continuó Cribb, manteniendo su genio bajo control-. Me atrevería a decir que hay pocos milagros que no pueda hacer usted manejándolas. ¿Cómo se llaman? Juegos de manos, ¿no? Me pregunto qué clase de juegos de manos hará usted en Wandsworth si le condenan. Se podría ver qué es capaz de hacer con una manivela, desde luego. La mayoría de los hombres consiguen unas cinco mil revoluciones por día, antes de que las ampollas les hagan reducir el ritmo. Después, les toca recoger estopa, para variar. ¡He ahí una ocupación para un hombre con dedos flexibles! Las ampollas que se le hagan en la sala de bombeo se curarán muy bien. Lo que se estropea en la barraca de la estopa son las uñas y las puntas de los dedos. Recuerdo un violinista que tocaba maravillosamente… recordaba a Paganini…

– ¿Qué quiere usted saber, por el amor de Dios? -saltó Woolston.

Cribb cambió de rumbo al momento.

– ¿Qué pasó con su truco en el Royal?

– Un puro y simple fallo mecánico -admitió Woolston-, ¿Lo ha visto usted alguna vez? Es una idea muy simple.

Como si se hubiera prendido una chispa, la vitalidad de Woolston se iba encendiendo según hablaba. Sus rasgos se animaron y su voz se volvió cálida y expresiva.

– La mujer de la caja, ya sabe. Se enseña a la audiencia una caja grande y vacía que se aguanta de pie, luego se invita a la bella ayudante a que se ponga de pie dentro de ella. En la caja hay aberturas arriba y abajo para su cuello y sus pies, de manera que los espectadores puedan estudiar sus reacciones. Se cierra la caja y se les enseña media docena de espadas afiladas o más. Sólo con verlas ya se estremecen. Después se hunden vigorosamente a través de una serie de pequeños agujeros que hay en la tapa de la caja. Parece imposible que no se haya hecho daño a la ayudante porque una espada parece haber penetrado por su pecho, otra por su cintura, otra por la parte superior de sus piernas y así sucesivamente. Pero ella ni chilla ni da muestras de dolor alguno. Entonces se sacan las espadas y se abre la caja y ella sale tan exquisita como cuando entró. -Casi hizo una reverencia en la celda.

– Creo que ya lo he visto, sargento -dijo Thackeray.

– Seguramente, mi querido amigo -dijo Woolston, casi efusivo en su locuacidad-. No es original. Se lo he visto hacer al famoso Doctor Lynn y a John Nevil Maskelyne, pero ellos no utilizan mi método. Y, desde luego, hay decenas de actores de provincias que utilizan espadas de goma o chicas contorsionistas.

– ¿De veras? -preguntó Cribb-. ¿Cuál es su método entonces? Tendrá que explicárselo al tribunal, así que también nos lo podría explicar a nosotros.

Woolston dudaba. A un ilusionista le gusta guardar para sí sus trucos, pero la lógica de Cribb era irresistible. Y tampoco se podía resistir a la invitación de exponer su genio.

– Bien, caballeros. El truco se hace de la siguiente manera: ustedes entienden que el público ve el rostro y los pies de mi ayudante y se imagina así que ésta ocupa la parte central de la caja, y también que su cuerpo está de frente y expuesto por tanto a las espadas que clavo por la parte delantera.

– Eso pensaría yo.

El prestidigitador se inclinó hacia adelante confidencialmente.

– Suponga ahora, sargento, que lo que usted piensa que son los pies de mi ayudante que sobresalen de la caja son solamente sus botas vacías. Ella ha sacado los pies de las botas, que son varios números mayores a propósito, y ahora puede mover su cuerpo libremente dentro de la caja. Sólo se trata de girar a la izquierda sin mover la cabeza, de forma que el cuerpo está de perfil, como si dijéramos, mientras la cabeza permanece de cara al público.

– ¡Ingenioso! -exclamó Cribb.

– Sin embargo, el truco no consiste solamente en eso, -sonrió Woolston-. Si aparta usted, por favor, los codos de la mesa… -Cribb obedeció, medio acordándose de la promesa de ayuda del señor Blade, en caso de dificultades-. Ahora se lo demostraré, caballeros. Ven ustedes que esta mesa no es más que una tabla fijada a la pared con unas bisagras. Cuando está bajada, como ahora, forma una especie de repisa que soportan las dos cadenas, pero cuando la subo… así… se queda casi plana contra la pared. Incorporé esta idea tan simple a mi caja. Una vez fuera de las botas, mi ayudante soltaba una tabla secreta que había a su derecha. Giraba el cuerpo, pero no la cabeza, y se sentaba en el pequeño anaquel que quedaba. Ya comprenderán ustedes que cómodo no era, pero la sostenía para poder alzar su cuerpo por encima de los puntos por los que penetraban las espadas. Cuando el número se terminaba y sacaba las espadas, era muy sencillo volver a colocar la tabla y deslizar los pies dentro de las botas. Entonces yo abría la caja y mostraba a la chica sana y salva. -Se enderezó la corbata de lazo.

– ¡Maravilloso! -exclamó Thackeray.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Cribb.

Woolston sacudió la cabeza.

– La tabla se rompió en cuanto Lettice apoyó su peso en ella. La primera espada, por fortuna, no alcanzó su cuerpo, pero la segunda fue directa a la parte gruesa de su pierna, ya me comprende…

– ¿Y ella no le avisó?

– Quizás lo intentó, sargento, pero es un momento de la actuación en el que ella se muestra alarmada mientras clavo las espadas. Si gritó, pude no haberla oído con el redoble del tambor que acompaña al clímax del truco. Claro está que me di cuenta de lo que ocurría cuando la segunda espada encontró resistencia dentro de la caja.

– Ya me lo imagino. ¿Y luego qué sucedió?

– Una confusión, sargento, una deplorable confusión. Corrieron la cortina y luego la descorrieron inmediatamente. Un policía subió al escenario y, de pronto, apareció un médico. Nadie se atrevía a abrir la caja por miedo a agravar la herida de Lettice. En mi angustia, no me di cuenta de que a todo el mundo menos a mí le parecía que la espada le había penetrado por el estómago. Pusimos la caja en posición horizontal y no se puede usted imaginar los gritos de los espectadores cuando una de las botas se soltó y cayó al escenario. Cómo se imaginaron que le había cortado la pierna, eso es algo que no puedo entender. Afortunadamente, alguien tuvo el buen juicio de bajar el telón y en seguida un cómico les hizo cantar canciones patrióticas mientras un carpintero aserraba la caja en la parte posterior del escenario. Se vio que Lettice tenía pinchada la pierna, y el doctor sacó la espada y se la llevó en un cupé al hospital de Charing Cross.

– ¿Y entonces le arrestaron?

– ¡Sí! -dijo Woolston con indignación-. En su estado, la desgraciada me guardaba rencor y me acusó varias veces de haber preparado deliberadamente la agresión. ¡Es totalmente absurdo! Pensaba que nadie lo creería. Esa muchacha no estaba en sus cabales.

– ¿Hacía mucho que la conocía?

– Dieciocho meses -que es mucho para el teatro, sargento.

– ¿Se habían peleado ustedes recientemente?

– ¿Peleado? Bueno, casi peleado. Aquella noche habíamos tenido unas palabras, se podría decir.

– ¿Sobre qué?

– Sobre su tipo, sargento. Le dije que estaba engordando demasiado, y así era, ¡maldita sea! Bombones y pan de jengibre, ¿sabe? No tiene sentido engordarse cuando uno tiene que estar en una caja intentando evitar ser traspasado por media docena de espadas.

– ¿Le molestó lo que le dijo sobre su figura?

– Sin entrar en detalles, le diré que sí. Pero, no obstante, yo tenía razón, ¿o no? Parece ser que estaba condenadamente gorda para la tabla secreta. Pero es raro. Yo hubiese creído que podría aguantar mucho más peso. Regularmente compruebo las bisagras y los soportes.

– ¿Lo hizo aquella noche?

– Aquella noche no, sargento.

– Ya. ¿Cuánta gente conocía el secreto de su truco?

– Muy poca -dijo Woolston-. El carpintero que me lo hizo, uno o dos tramoyistas… y Lettice.

– ¿Y la chica anterior a ella?

– ¡Ah, sí!, Hetty. Y Patty antes que ella, ahora que usted lo dice.

Cribb suspiró.

– ¿Examinó usted la tabla después del accidente?

– En la confusión, no.

– ¡Lástima!

– No la podrá encontrar ahora, sargento. Ningún transpunte guarda madera inútil detrás del escenario. Todo el montaje debe de estar, a estas horas, convertido en leña para el fuego.

– Las pruebas no deberían ser destruidas -comentó Cribb-. Probablemente estará a salvo. ¿De qué se le acusó?

– De asalto. ¿No lo sabía? Pero se me dijo que se me imputarían otros cargos. ¡La condenada no está en peligro alguno!, ¿no? -añadió en un impulso.

– Creo que no -dijo Cribb. Estudió el rostro de Woolston.

– Usted no le habría querido hacer daño, ¿verdad?

El mago lo pensó.

– No en aquel momento ni en aquellas circunstancias.

Cribb arqueó una ceja.

– ¿Quizás en otras circunstancias?

Woolston calló por un momento, desconfiando de una trampa.

– Escúcheme, sargento. Soy un ilusionista profesional, conocido en todos los teatros de variedades de Londres, y esa chica era una ayudante de primera, bien proporcionada, una maravillosa expresión doliente y unas piernas que no le importaba enseñar. Pero a una chica hay que entrenarla, y el entrenamiento es una cuestión de disciplina, como cualquier forma de instrucción. Si no hubiese sido por mí, ella seguiría de comparsa en el Alhambra cobrando diez chelines por semana y aceptando bebidas de los soldados entre baile y baile.

– Ella estaba en el ballet, ¿verdad?

– Hasta que yo la saqué de allí, sí. Tiene mucho que agradecerme. No escatimé horas para enseñarle a moverse dentro de aquella caja. ¡Horas, caballeros! -Miró con detenimiento a los que le escuchaban para ver algún indicio de simpatía. Cribb permanecía inexpresivo y Thackeray simplemente consideraba que el meter a jóvenes en cajas no era trabajo alguno-. Al final -prosiguió Woolston sin alterarse- conocía los movimientos mejor que ningún paso de baile de los que había dado en su vida.

– Es una lástima que engordara -comentó Cribb, llevando la conversación al terreno que le interesaba.

– Pues sí. ¡Cabeza de chorlito!

– Y eso, ¿no pondría tan fuera de sí a un hombre de su dedicación que quisiera darle una buena lección?

– Sí, por Júpiter -exclamó Woolston entusiasmado-. Un rapapolvo no sirve de nada. -Después, sobreponiéndose, prosiguió-: Aunque no haría nada en el escenario. No pensará usted que yo arruinaría el número por una cerdita tonta que no puede mantener sus manos fuera de una caja de bombones.

– Lo que yo piense no tiene ninguna importancia -dijo Cribb, que había oído todo lo que quería-, pero le estoy agradecido por haber hablado tan llanamente.

Se puso en pie.

– Bien, Thackeray, no entretengamos más al señor Woolston. No soy un gran brujo, pero si mi nariz no me engaña, no lejos de aquí se está cociendo una cazuela de estofado de Newgate, y no pensaba quedarme a comer.

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