3

El sargento Cribb, con chistera y capa de Inverness, iba silbando una melodía de music hall al ritmo de medio galope del caballo de tiro por la calle Southwark, mientras que el agente Thackeray, igualmente deslumbrante a su lado, luchaba contra pensamientos de insubordinación. La asignación de un agente de policía para traje de calle era de un chelín por día, lo cual era a todas luces generoso, considerando que había largos intervalos de servicio uniformado. En efecto, el total de su asignación para este año debería haber sido cercano a las 10 libras reglamentarias de Cribb. Pero, en opinión de Thackeray, traje de calle significaba traje de calle. Cuando un hombre se gastaba una semanada en un frac para ir de vez en cuando a ver un melodrama en el Lyceum, no esperaba que se le ordenase ponérselo para ir a un vulgar teatro de variedades. Scotland Yard podía poseer tu cuerpo y tu alma, pero era una libertad excesiva que considerase que también poseía tu mejor traje.

No se sentía reconfortado por el espectáculo de las masas dirigiéndose al Grampian. Cada sábado por la noche la plebe del sur de Londres se encontraba allí a centenares. En una noche húmeda como ésta, cuando se amontonaban bajo las farolas de gas, se podía ver perfectamente un nocivo vapor amarillo emanando de sus ropas. Estaba muy bien que Cribb hubiese hecho la noble promesa de sacar una entrada de palco, pero, ¿qué valía eso al lado de los empujones de un gabarrero de carbón con pantalones de pana, mientras uno luchaba por pasar a través del vestíbulo? Para Thackeray, en aquel momento, con su traje hecho a medida, era casi un motivo de renuncia.

A la entrada, que era un enorme pórtico corintio, totalmente escandaloso en la arquitectura de la calle Blackfriars, se tenía que pasar por entre una falange de vendedores antes de llegar, incluso, a alcanzar a la muchedumbre que luchaba por obtener entradas. Apenas había frenado el cochero cuando un muchacho descalzo se subió al estribo, abrió violentamente la puerta y pidió una propina. Detrás de él llegaron cerilleras y vendedores de nueces, pedigüeños y un grupo de mujeres jóvenes que dieron a Thackeray motivo suficiente para arrestarlas al momento. En lugar de eso, afectó una estudiada indiferencia, acariciando su barba con indolencia, mientras Cribb pagaba el viaje.

Thackeray se abrió paso detrás de Cribb hacia la taquilla de primera clase, agarrando con fuerza el ala de su sombrero y sin atreverse a mirar lo que eso le costaba a su traje. El hedor de la multitud le hacía llorar los ojos, y estaba dispuesto a abandonar del todo al sargento si no podían coger un palco, donde el humo que subía desde las candilejas eliminaba normalmente todos los demás olores. Por fin, consiguieron llegar a un agujero que había en la pared y Cribb introdujo un florín. En el interior, una cara extrañamente iluminada se contrajo en una mueca. ¿Quizás a los dos caballeros les gustase que, por una pequeña contribución, la dirección les consiguiese un par de preciosas compañeras para compartir el palco? Cribb se volvió y enarcó una ceja con malicia. Thackeray dijo que no con la cabeza tan violentamente, que sintió cómo se le caía el sombrero. Esperaba por Dios, que Cribb estuviese bromeando.

Tomando el disco de hojalata numerado que servía de entrada, una vieja, la acomodadora, les acompañó por un pasillo oscuro, no muy distinto a los de Newgate, salvo que en éste había a cada lado jóvenes señoritas sin acompañante. Los detectives siguieron adelante con resolución, mientras sus pies crujían sobre una alfombra de cáscaras de nueces y avellanas. Subieron algunos peldaños, pagaron a la vieja lo que debían y entraron a su palco.

– ¡He aquí una conocida gran escena! -dijo Cribb con franco entusiasmo.

Desde su palco, unos tres metros por encima del nivel del escenario y construido de hecho sobre el proscenio, se veía toda la platea, brillantemente iluminada por seis enormes quemadores totalmente encendidos. Nueve hileras de mesas se extendían desde el foso de la orquesta, a lo largo del suelo de arena, hasta las sombras y el humo de debajo del anfiteatro. Allí se sentaban a cientos tenderos y dependientes con camisas blancas como la nieve y con trajes de etiqueta y chalecos cortados sin cuidado, llevando sobresalientes pañuelos carmesí; la gente bien de Southwark esa noche, por dos chelines y el precio de una flor de ojal. Un griterío de buen humor producido por la ginebra recorría las mesas, interrumpido a veces por mordaces observaciones y gritos cuando alguien chafaba un sombrero de copa o descorchaba una botella. Señoras con los ojos pintados y fumando cigarrillos se sentaban codo con codo con esposas respetables y con niños con los ojos como platos. A intervalos, se oía el estribillo de alguna canción de music hall que se desvanecía en alguna parte de la sala al compás de los pies. A los lados del área donde había gente sentada, más allá de las barandas y de las zonas de paso, estaban las barras de cobre y peltre relucientes, con los surtidores de la cerveza pulidos y espejos dorados, en las que atareadísimos camareros urgían a las chicas que atendían en la barra a que despacharan deprisa sus pedidos. Incluso con las bandejas cargadas tenían que enfrentarse a la frustración de luchar por conseguir un pasillo entre el apiñamiento de los paseantes para poder llegar a las mesas.

Columnas corintias aparecían aquí y allá soportando el anfiteatro de a seis peniques, delante del cual había un ejército de querubines de yeso y dorados persiguiendo a rollizas ninfas por entre los quinqués de gas. Menos lujosamente, los clientes con sombrero hongo de más arriba estaban colocados en bancos sin cojines. En el gallinero de por encima, lo más barato, en el que había hasta un millar de personas apretujadas, pertenecientes a las órdenes menores, no había asientos, sólo barreras para prevenir un desastre.

– Mirándolo desde este punto de vista -comentó Thackeray-, estoy sumamente agradecido por no tener que actuar.

– Pues por un sueldo de diez libras o más, yo cantaría la mar de bien un par de canciones -dijo Cribb-, Es más de lo que se lleva a casa el mismísimo Jefe de Policía. Dicen que la Chispa Vital, la señorita Jenny Hill, tiene un contrato por más de cincuenta a la semana.

– Creo que se ganan cada penique que cobran, sargento, corriendo por todo Londres en coches de alquiler para llegar a tres o cuatro teatros cada noche.

Cribb mostró su desacuerdo:

– Supongo que le va a usted mejor trotando por Bermondsey durante toda la noche por treinta y cinco chelines a la semana, después de treinta años de servicio.

La puerta de detrás de ellos se abrió, impidiendo la réplica de Thackeray.

– Aquí hay dos guapos caballeros que van a tener la suerte de probar uno de mis pasteles de riñón -dijo la mujer gorda-, ¿no quieren ustedes? Están calientes y recién hechos, se lo aseguro, caballeros. ¿No? Quizás quisieran que les fuese a por una bandeja de ostras y se las zampan con cerveza.

Cribb echó una mirada a Thackeray, quien sentía debilidad por las ostras.

– No con treinta y cinco chelines -dijo el policía con una sonrisa.

Abajo, la llegada de la orquesta fue saludada con silbidos y aclamaciones de los espectadores. Se bajaron los quemadores y las llamas altas y amarillentas de las candilejas vacilaron. El director se situó entre los instrumentistas y saludó con gran seriedad. Esto provocó una tormenta de insultos benévolos, que él sofocó prontamente con la obertura de Carmen.

Llegó un camarero al palco y le enviaron a por dos pintas de cervezas Bass, tipo East India.

– Pero no olvide ni por un momento que está usted de servicio -advirtió Cribb a Thackeray gritando para competir con la orquesta-. Al primer indicio de accidente, ya está usted bajando a ese escenario.

El policía asintió con la cabeza mirando a las tablas por encima del telón de boca. No era un cobarde, pero tenía la impresión de que ochenta kilos bajando tres metros por allí añadirían otro nombre a la lista de accidentados. Afortunadamente, los relieves de la parte delantera del palco sugerían un camino más seguro. Cogiéndose a un saliente que formaba el trasero respingón de un cupido podría llegar hasta la cortina del palco de más abajo y desde allí, si no cedía, deslizarse suavemente hasta el escenario.

– A veces hacen que parezca un accidente para que los espectadores se emocionen, mi sargento. Como cuando un artista se cae del trapecio y luego lo coge el compañero. No me gustaría meter…

– ¿Qué me está usted diciendo? -bramó Cribb.

– No tiene importancia -respondió Thackeray filosóficamente.

La obertura finalizó con un fragor de platillos, y desde el anfiteatro, un rayo de luz de calcio iluminó una mesita de delante de la sala. El empresario, una mole de una obesidad increíble, se quitó el sombrero.

– ¡En pie! -pidió la audiencia.

Meneó la cabeza. Su papada temblaba como un flan recién hecho.

– ¡Arriba, arriba, arriba!

Imperturbable, encendió un puro y el cántico se convirtió en frenesí.

Puso las manos sobre el borde de la mesa, se inclinó lentamente hacia delante, se dobló, se estiró y luego se dejó caer sacudiendo la cabeza.

– ¡Que el Señor te ampare, Billy! -gritó alguien-, ¡Ya no lo puedes hacer! -La mitad de la audiencia se partía de risa.

Tres golpes de maza de Billy restablecieron el orden.

– ¡Cierren el pico! -les ordenó con voz que no permitía tonterías-, Y miren esto.

Entregó la maza y el puro a uno de los invitados a su mesa y otro de ellos la limpió de jarras. Concentrándose profundamente, Billy colocó las palmas de sus manos planas sobre la mesa como una médium, respiró hondo y empezó a mecerse lentamente hacia adelante desde el respaldo de su silla. Luego, con un resuelto gruñido, se proyectó bruscamente hacia adelante y se levantó de la silla. Se produjo un angustioso segundo de incertidumbre mientras sus brazos hacían el esfuerzo, antes de que sus piernas se enderezasen y se pusiera en pie, lanzando con sus ojillos una mirada de desprecio a los espectadores. Un aplauso atronador le devolvió el buen humor. Y de nuevo hizo sonar su maza.

– Bien, despiadada chusma, ya que estoy en pie, aprovecharé para informarles de lo que van a ver esta noche: Es un festival de maravillas, un cartel que conmoverá sus corazones y espoleará su imaginación al mismo tiempo. (Se oyeron gemidos exagerados de los habituales y chillidos de risas escandalizadas desde la parte de atrás de la platea.) Y no hay ni una palabra ni una escena que pueda ofender ni siquiera a las mujeres de mente más delicada de entre ustedes. («¡Lástima!») ¿De veras piensa usted eso, señora? Yo también. Venga a verme después de la función y remediaré esta deficiencia. («¡Uuy, uy, uuy!», desde el gallinero.) Pero ahora, sin más, pasemos a la primera exquisitez de la noche. Recién llegada después de sus éxitos en el London Pavilion (un «¡Ohh!» respetuoso), el Metropolitan («¡Ooh!») y el Tívoli Garden, (un «¡Ahh!» prolongado y sugerente) está aquí para encantarles con sus canciones («¡Fantástico!») la señorita ¡Ellen Blake!

Una ráfaga de acordes de violín, los compases de Fresca como el heno recién segado, el irresistible tintineo de las anillas del telón, y la señorita Blake apareció con un largo vestido de satén, con anchas rayas blancas y lilas, con las palmas extendidas por la barandilla de seguridad y la cabeza echada hacia atrás para recoger la luz de las candilejas en el cuello y en la barbilla. Rebeldes mechones de cabello rubio revoloteaban contra su gorra en la salida del aire caliente.

El agente Thackeray se encontró imaginándose dando un espectacular salto para rescatarla.

– Es maravillosa, ¿verdad, sargento?

– Contrólese, hombre. ¡Dios mío, si está usted babeando!

– Es de la cerveza, sargento -protestó Thackeray, limpiándose la barba con un gran pañuelo a cuadros.

Al inicio de la canción de la señorita Blake Fresca como el heno recién segado, pudo haberle faltado algo de entusiasmo, pero después, la rápida transición a Paseo a la luz de la luna, la ejecutó con indudable profesionalidad. Tenía una melodía más marcada e incluía unos cuantos pasitos a derecha e izquierda en los que la atención pasaba de su voz a su figura, para general satisfacción del público. Sin embargo, tenía que competir con bolsas de conversación de los gallineros y la patente falta de interés en algunas de las mesas. Y cuando se interpretaron los primeros compases de una tercera canción, se oyeron descarados gemidos.

– ¡Domínese, Thackeray, por el amor de Dios! -dijo Cribb-, Está usted más solemne que una lápida. Está teniendo muy buena audición. No hace muchos años que cubrían el foso de la orquesta con redes para protegerles de la fruta podrida que no alcanzaba a los malos intérpretes.

Los amagos de aplauso del final eran más de alivio que de entusiasmo, pero la señorita Blake parecía satisfecha; hizo reverencias, envió besos a alguien lo suficientemente entusiasta como para silbar y se retiró del escenario.

– Y ahora, para helar sus preciosos corazones -anunció el empresario desde su asiento- tenemos un visitante de las tierras vírgenes de Norteamérica. ¿Han oído ustedes hablar de Iawatha? Sí, amigos míos, es un auténtico Piel Roja. ¿Y cómo les parece que se llama? Agua Corriente no, a todos nos trae sin cuidado eso aquí. Tampoco Lobo Sangriento, ya hay suficientes por ahí. No, señoras, es el que hará latir sus corazones, el hombre de los machetes: Cuchillo Reluciente.

Hubo un chocar de platillos, el telón del foro fue levantado hasta las bambalinas, y los arcos, con juegos de cristales de colores accionados por un mecanismo de palanca, filtraban las llamas de las candilejas, para sumergir el escenario en un satánico color carmesí. Un piel roja saltarín, con un tomahawk en cada mano, dominaba el centro, dando alaridos y entonando cánticos. Al fondo del escenario había un tablón del tamaño de una puerta, que coronaba una cabeza esculpida como un tótem. El piel roja interrumpió momentáneamente su danza de guerra para lanzar un tomahawk en aquella dirección. Se clavó en la madera con un terrible golpe sordo. Los espectadores, al unísono, sofocaron un grito, mientras un segundo tomahawk se clavaba profundamente al lado del primero. Dando un chillido, el indio recuperó ambas armas y saltó en redondo para dar la cara al público. Thackeray se puso tenso. Cribb le cogió del brazo para contenerle.

Un redoble de tambores prometía nuevos horrores.

– ¡Dios mío, sargento! ¡Mire allí!

Esperando fuera de la vista del resto de los espectadores, entre los bastidores de enfrente, había una mujer joven con mallas, un pequeño corpiño y un taparrabos. En su cabeza llevaba una única pluma vertical. El lanzador de machetes corrió hacia aquel lado del escenario, la agarró por la muñeca y tiró de ella, que aparentaba luchar por escapar, hacia el tablón. Se escucharon gritos desde varios lugares de la sala.

– ¡Prepárese! -exclamó Cribb-, ¡pero espere a que yo se lo diga!

Thackeray se inclinó hacia adelante, listo para un rápido movimiento, como el superviviente en un juego de sillas musicales. Abajo, en el escenario, la chica estaba siendo atada al tótem con una cuerda. El indio le dijo unas pocas palabras y luego retrocedió unos cuatro metros. Ella esperó, impotente, mientras comenzaba de nuevo el redoble de tambor.

– Todavía no -murmuró Cribb.

A los pies del indio había seis tomahawks, que centelleaban con la siniestra iluminación. Se inclinó para coger los dos primeros. Los tambores llegaron a su apogeo. Echó el brazo hacia atrás por detrás de su cabeza y con un grito diabólico lanzó el primer tomahawk. Dio en el tablón, vibrando, quince centímetros a la izquierda de la cintura de la chica.

– ¡Uno! -gritaron los espectadores que podían hablar.

El segundo tomahawk igualó al primero, pero a la derecha.

– ¡Dos!

Cogió dos más. El primero se acercó peligrosamente a la rodilla izquierda.

– ¡Tres!

– ¡Cuatro!

Y los dos últimos. Tenían que ir a dar a cada lado de la cabeza. El indio calculó la distancia, y lenta y amenazadoramente echó hacia atrás el arma. ¡Un alarido!

– ¡Cinco! A cinco centímetros de la oreja.

Un último redoblar de tambores.

La hoja, arrojada violentamente, resplandeció en el vuelo.

– ¡Seis! -gritaron con gran alivio, y lo coronaron con grandes aplausos y un pataleo.

– A veces lo vuelven a intentar con los ojos vendados -le sugirió Cribb a Thackeray, que estaba más blanco que la doncella india.

Después, ¡sorpresa!, volvió la luz normal y aparecieron dos inconfundibles artistas europeos quitándose las pelucas para recibir el aplauso de la arrobada audiencia.

– ¡Una actuación magnífica! -dijo Cribb, aplaudiendo con energía.

– Me ha dejado como un vaso de cerveza desbravada.

Ya habían puesto un gran 3 en su sitio, en el marco que había a su derecha, en el que se ponía el orden de las actuaciones. Nadie parecía tener un programa y por tanto la información sólo era válida para el empresario.

– Si esta última actuación ha horrorizado demasiado a las señoras, tengo novedades que las tranquilizarán, chicas. Esta noche tenemos con nosotros a dos excepcionales guardianes de la paz. Sí, los chicos de azul están con nosotros esta noche…

– ¡Caray, sargento, nos han descubierto!

– Calma, agente.

– …estos dos predilectos esbirros de la ley, ¡los agentes de policía Salt y Battree!

Habían bajado el telón de boca mientras lo anunciaban y ahora dos artistas vestidos de uniformados oficiales de policía iban marcando el paso hasta el centro del escenario, el segundo siguiendo ridículamente de cerca al primero. Presumiblemente habría un choque cuando parasen a mitad del escenario, recalcado por los platillos.

– ¡El Señor nos guarde! -dijo Cribb-. ¡Una de esas locas actuaciones!

– ¡Tengan cuidado! -gritaba uno de los artistas-, ¡Les estoy vigilando!

– Parodiar a la policía es una de las ocupaciones favoritas del imparcial público británico de a pie -refunfuñó Cribb.

Desde Grimaldi no ha habido una pantomima sin que haya un agente torpe y pies planos andando a trompicones con una ristra de salchichas. Y hay más polis en los teatros de variedades que en la policía metropolitana: Vance, Stead, Arthur Lloyd, Edward Marshall… hasta Gilbert y Sullivan lo hacen ahora. ¡Es un escándalo, eso es lo que es! Me parece que el Ministro del Interior quiere investigarlo.

El agente Salt cantaba:


Soy el hombre que lleva a la cárcel

Al que roba lo que no es suyo

Ya sabes que mi División es la X

Número noventa y dos.


Sonó un auténtico tableteo policial producido por ambos artistas, para delicia del público.

– Los podríamos detener por tener bienes de la policía, sargento -sugirió Thackeray.

– No es la noche adecuada -gruñó Cribb con el cuerpo doblado sobre la parte delantera del palco, con las manos en la cara y mirando la actuación por entre los dedos.

Comenzó otra canción:


Nos dieron un casco y un sobretodo

Y unos brazaletes para llevar sobre nuestra manga

Y también una bonita chaqueta

De azul de reglamento

Pero ahora que hemos hecho sonar nuestras matracas

Nos queremos ir

Todos juntos ahora,

Pero ahora que hemos hecho sonar nuestras matracas

Nos queremos ir.


– ¡Qué vergüenza! -dijo Cribb.

– ¡Tengan cuidado! -gritó el agente de policía Battree-. Les estoy vigilando.

– Estos bufones ganan más por cinco minutos de esta basura de lo que ganaríamos usted y yo por una ronda de una semana -siguió el sargento-. Y aquí estamos, protegiéndoles. Si atacan a este par, usted y yo bajaremos al escenario por el camino más largo, Thackeray.

Silbidos del público recibieron a una bonita mujer joven que se había unido a los policías en el escenario. Su ropa era algo exagerada, pero era su forma de andar, caracterizada por una singular movilidad en la zona de las caderas, la que no dejaba lugar a dudas sobre a qué clase de persona representaba. Después de mirar atrás varias veces en forma exagerada, los agentes de policía Salt y Battree comenzaron su estribillo final:


Pobres pies

Haciendo rondas

Persiguiendo el cumplimiento de la ley

Pero te guiñan un ojo maliciosamente

Y te ofrecen una bebida

Y eso evita que te duelan los pies

Ahora otra vez. ¡Y eso evita que te duelan los pies!


Luego, moviendo la cabeza exageradamente y señalando, para que el público no tuviese dudas acerca de sus intenciones, se fueron corriendo en busca de su ayudante, para volver poco después con ella a saludar.

– Al menos no hemos tenido que acudir en su ayuda -dijo Thackeray, consciente de lo furioso que estaba Cribb en su silencio.

– Si alguna vez me los encuentro estando de servicio, necesitarán ayuda.

Bajó el telón y la luz de calcio volvió a la mesa del empresario.

– Y ahora, amigos míos, después de ese espectáculo poco frecuente, como la templanza no es una de mis virtudes, me voy a tomar un trago de espumoso, generosamente ofrecido por la mesa a mi derecha. El espectáculo sigue con una formidable exhibición de fuerza masculina del rey de los forzudos, el Hércules de Rotherhithe, ¡el gran Albert!

Los accesorios de Albert eran hasta el momento los más interesantes. Estaba de pie, como un excéntrico vendedor ambulante, detrás de una plataforma sobre ruedas que presentaba una extraordinaria colección de objetos amontonados sobre ella: libros, ropa doblada, el pedestal de una estatua, un sombrero de copa, banderas, un cesto de picnic, y tres pares de pesas. Con un gesto de la cabeza al director de la orquesta, una entrada para el coro de Anvil, Albert se subió a la plataforma y se quedó de pie con las piernas separadas, el pecho hinchado y la cabeza de perfil al público; luego, apretó las manos de forma que sus bíceps se hincharon como hurones en un saco. Llevaba un traje de una sola pieza, del tipo introducido por Leotard, el primer Joven Osado del Trapecio Volador. Un aplauso generoso saludó su exhibición de musculatura, y Albert se subió a su pedestal, se inclinó hacia delante, colocó cuidadosamente sus piernas y tomó la clásica postura del discóbolo.

– Pose Plastique -explicó Cribb con autoridad-. Este hombre tiene un bello cuerpo. Lástima de bigote, no me parece de la antigua Grecia.

Albert se bajó y procedió a una serie de levantamientos con las pesas, acompañado por acordes intermitentes del cobre y exhortaciones del gallinero. Justo cuando el interés amenazaba con enfriarse, fue introducida una novedad en la persona de una mujer de cara colorada y extremadamente maciza, que llevaba una túnica blanca y un sombrero con plumas de avestruz rojas, blancas y azules.

– ¡Caray! -gritó alguien desde el gallinero-, aléjese de Albert, señora. Lo quebrará.

La contribución de la señora a la actuación quedó pronto clara, sin embargo. Mientras Albert se agachaba detrás de la plataforma para cambiarse de ropa, ella hizo una reverencia e hizo el anuncio siguiente:

– Ahora, señoras y señores, como tributo al miembro más distinguido de nuestra raza, mi hijo Albert hará su representación única del bardo: ¡Shakespeare!

Y allí, apoyado contra su pedestal en la postura del monumento de la abadía de Westminster, estaba Albert, con las piernas cruzadas, un brazo reposando en un montón de volúmenes que había sobre el pedestal y el otro portando un pergamino desenrollado. Llevaba calzones, jubón y capa y una falsa barba. Cuando el impacto de este cuadro hubo sido enteramente apreciado, puso ambas manos en el borde del pedestal y elegantemente se dio la vuelta poniéndose despacio sobre sus manos. La capa cayó con elegancia por detrás del pedestal. Luego hubo un redoble de tambores y a un poderoso gesto del brazo derecho de su madre, Albert quitó una de las manos del plinto y se quedó en equilibrio sobre la otra. El público rompió en aplausos. Los teatros como el Drury Lane y el Lyceum podrían tener su Shakespeare, pero sólo el Grampian lo tenía cabeza abajo ¡y sobre una mano!

– Por un momento me preocupó -admitió Cribb, cuando el forzudo se hubo puesto en pie-. Tenía todos los elementos para un desagradable pequeño accidente. ¿Qué hacen ahora?

Albert había desaparecido detrás de la plataforma para otro cambio de traje mientras su madre ocupaba el centro del escenario con una bandera del Reino Unido. Al son de una tonada patriótica, empezó a cantar con potente voz de contralto:


¡Sobre el poderoso mundo, desplegada por los hijos de la Gran Bretaña

La bandera roja y blanca y azul!

Pero arrastrarla por el lodo parece ahora el único deseo de Gladstone y su banda


Sin inmutarse por la mediocre recepción que tuvo, siguió:


¡Oh Inglaterra, ¿quién te guardará de la vergüenza?

¿Y quién salvará a tus hijos e hijas?

Pero abrigamos en nuestros corazones ese nombre inmortal

¡Lord Beaconsfield, ahora yacente en su tumba!


– Señoras y señores, mi hijo Albert representa ahora ¡la grandeza de Gran Bretaña y su Imperio!

Desde la peligrosa área de la controversia política, la luz de calcio volvió oportunamente a Albert, que estaba sobre la plataforma en la que no quedaban ya más que unas enormes pesas y la cesta de picnic. Estaba convincentemente disfrazado de John Bull. Un portentoso rasgueo de cuerdas procedente del foso de la orquesta prometía algo todavía más espectacular que Shakespeare cabeza abajo.

John Bull se escupió en ambas manos y se agachó para coger las pesas mientras el redoble de tambores aumentaba el volumen lentamente. Se preparó, se estiró y empezó a levantarlas con las venas hinchadas por el esfuerzo. La barra se dobló en forma impresionante según tomaba el peso de las macizas bolas de hierro. Las levantó hasta las rodillas. Hasta las caderas. Hasta la bandera del Reino Unido que llevaba en el pecho. Hasta su barbilla. Hasta su chistera. Finalmente, el levantamiento fue completo, con los brazos completamente extendidos por encima de su cabeza y vibrándole las piernas por el colosal esfuerzo.

Ahora se explicaba el papel de la cesta de picnic. Mientras Albert mantenía bravamente esta postura, su madre comenzó a levantar la tapa de la cesta.

– ¡Qué idea molestarse en atarlo, sargento! -murmuró Thackeray-, El pobre tipo tiene que estar aguantando todo eso por encima de su cabeza mientras ella… ¡Dios mío!

Un segundo de acción transformó la escena. Del cesto salió con dificultad un gran bulldog blanco con una bandera del Reino Unido atada al cuerpo. Gruñendo ferozmente hundió sus dientes en la más cercana de las temblorosas pantorrillas de Albert. Su alarido de dolor retumbó por todo el teatro, incluso después del estrépito de las pesas al caer directamente a través de la plataforma. El hombre y el perro, todavía unidos, desaparecieron en una montaña de madera hecha astillas.

– ¡Esto es, Thackeray! -gritó Cribb-, ¡Coja al perro!

Thackeray no pudo recordar después si había utilizado el camino que había pensado; su descenso fueron cuatro segundos de confusión, a tientas entre dorados pechos y traseros y cortinas rasgadas. Pero su presentación en el escenario fue impecable. El gran Irving no podría haberse movido con más rapidez hasta la golpeada estructura en el centro del escenario, apartado escombros con más vigor o agarrado el collar del perro con más resolución. Tan sorprendido se quedó el animal que aflojó su presa y se encontró a sí mismo izado por el collar, desconcertado y encerrado de golpe en la cesta antes de poder proferir otro gruñido.

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