11

Las noticias de debajo del escenario tuvieron un extraño efecto en Thackeray. Naturalmente, estaba disgustado por la muerte repentina de aquella joven y encantadora artista, pero triste como estaba, el paso por la escena de Lola Pinkus elevó su moral de forma significativa. Ahora tenía una clara justificación para estar en el escenario, y podía volver a pensar y a actuar como un simple policía. ¡Y era un alivio! Sus mortificantes experiencias como tramoyista empezaban a parecer ahora como parte de un inspirado plan. Incluso aquel horrible viaje por el escenario llevando a la señorita Tring se revistió de una cualidad heroica. De hecho, ya se podía imaginar en el tribunal número uno escuchando al Lord Mayor de Justicia: «No puede quedar sin constancia el hecho de que este caso nunca hubiera sido traído a juicio a no ser por la devoción al deber, en las circunstancias más inimaginables, de cierto detective de policía…».

Una vez se hubo convencido de que Lola estaba innegablemente muerta, y por su expresión y actitud el momento de la muerte había sido violento en extremo, se dio cuenta de que, después de todo, no iba a ser posible cumplir con el deber de un simple policía. «Después de encontrar un cadáver -decretaba el Código de la Policía (que todos los miembros de la Policía que se respetaban a sí mismos se sabían de memoria)-, debe informarse al coronel en la forma apropiada.»

Eso estaba bien para los cadáveres que de vez en cuando se encontraban a lo largo del Embankment después de una inusitada noche fría, pero no funcionaba para el presente caso. Pasó mentalmente las páginas del manual, buscando algo más apropiado. «Cuando se encuentra un cadáver, y no hay duda de que ya no tiene vida… -contempló atentamente los restos mortales de Lola-, no se debe tocar nunca hasta que llegue un policía que tomará nota, sin dilación, de su aspecto y todo lo que lo rodee.» Se llevó la mano al lugar donde debería haber estado su libreta. No había por qué alarmarse, sin embargo. Se aprendería los pormenores de memoria. «Semblante azulado, revelando inequívocos signos de dolor. Los ojos saliéndole de las órbitas. Dientes al descubierto y apretados. Cuerpo contorsionado, con las piernas dobladas de forma no natural debido a la caída. Las manos extendidas, pero rígidas, como garras. Cuerpo encontrado sobre un colchón de paja, debajo de la escotilla. Trozos de un vaso roto esparcidos alrededor.» Eso sería suficiente por el momento. El tiempo era demasiado precioso para perderlo con detalles. ¿Y luego? «Si sospecha que la muerte fue causada con violencia no debe mover el cuerpo ni dejar que ninguna pieza de ropa o cualquier artículo que tenga que ver con ella sea tocado o movido por ninguna persona hasta que llegue el inspector, a quien debe mandar a buscar por un mensajero.» Condenadamente difícil. Cribb haría de inspector, desde luego. Siempre le estaba diciendo a todo el mundo que él tenía la responsabilidad sin el rango. Pero contactar con él a través de un mensajero era casi imposible; el hombre que estaba en la escotilla y que había dado cuenta primero de la muerte de Lola se había ido quejándose de vértigos, y dejándole solo con el cuerpo. ¿Qué podía hacer él solo? Parar la actuación y preguntar: ¿hay un sargento detective en la sala? Una pregunta como ésa en esta sala podía originar una estampida hacia la salida.

Así pues, Thackeray decidió prescindir del mensajero e ir a buscar a Cribb él mismo. Eso significaba abandonar el cuerpo durante unos pocos minutos y arriesgarse a que alguien interfiriese mientras él no estaba, pero verdaderamente no había otra posibilidad. Lo que más le molestaba era la perspectiva de meterse entre los espectadores con su librea amarilla.

Abrió una puerta que daba a la cantina. Por la atmósfera de ruidosa alegría se veía que la noticia de la muerte de Lola no había llegado allí. Las chicas del coro se sentaban como siempre en las rodillas de oficiales del ejército, con un vaso de ginebra en una mano y con la otra haciendo melindres a las barbas del regimiento. Thackeray se abrió paso temiendo que, en cualquier momento, la señorita pelirroja que le había ayudado con el decorado aparecería por algún sitio y se arrojaría sobre él. Sin embargo, llegó al otro lado sin que le molestasen y subió por las escaleras que llevaban a la sala.

Afortunadamente la actuación que había en escena concentraba toda la atención de los espectadores. Una joven que no reconoció estaba imitando a un hombre. La canción era bastante inofensiva; él mismo había tarareado la melodía cuando trotaba por las calles de Bermondsey. Pero el énfasis que la cantante le daba a algunas de las palabras distorsionaba completamente el sentido original, aunque encantaba al público, dispuesto ya a ver insinuaciones en cualquier cosa. Thackeray no podía esperar deslizarse por entre las mesas sin que se dieran cuenta, vestido de satén como iba, pero, al menos, la diversión apartaba de él la mayoría de las miradas. Su preocupación principal era ahora saber si incluso Cribb estaría demasiado absorto en la actuación como para verle.

Fue cuando estaba casi a mitad de camino del grupo de mesas cuando creyó reconocer a uno del público. Calvo, de perfil aguileño, y con una buena barba. Sí, una cara que conocía de algún sitio, pero que le era difícil ubicar. Ninguno de sus amigos podía permitirse champán en botella de dos litros ni una cortesana rebosando diamantes. Para no parecer maleducado, miró hacia otro lado y encontró otro rostro que reconoció al instante. Dos más a la mesa le eran también familiares, aunque no la compañía femenina que iba con ellos. Ahora reconoció a cuatro hombres, de un tiempo que había pasado con la División B de Westminster. Lo que les había traído aquí no quería pensarlo, porque eran miembros honorables de una casa muy distinguida, en la que los teatros de variedades eran considerados como templos del vicio.

Cuando llegó a la zona de a pie, Cribb le esperaba con las manos en las caderas y los ojos encendidos con toda la furia de un oficial enfrentándose a un desertor en el campo de batalla.

– Sargento, ya tiene usted su caso, -se descolgó Thackeray-, y creo que puede ser asesinato.

Al cabo de un minuto estaban entrando en el piso de la escotilla, donde alguien se inclinaba sobre el cuerpo de Lola. Sobre sus cabezas, las tablas resonaban a ritmo de canean.

– Apártese, por favor, señor Plunkett. Somos oficiales de policía.

El empresario estaba tan asustado que casi se cayó sobre el colchón. ¿Son ustedes, qué?

– Si es que nos identifiquemos lo que usted desea, le agradeceré que espere hasta que hayamos examinado a esta desgraciada joven. ¿Han tocado ustedes algo?

Sin esperar respuesta Cribb acercó su cara a la de Lola y le olió la boca.

– Yo sólo limpié los trozos de cristal -dijo Plunkett.

– ¿De cristal?

– Sí. Ella debía de estar aún sosteniendo el vaso cuando pasó por la escotilla. Se hizo pedazos en el suelo.

Cribb se volvió hacia él.

– ¿Dónde están los trozos?

– Pues los envolví en un diario y los puse sobre la repisa de allí por seguridad.

– Por favor, Thackeray -dijo Cribb.

El policía trajo el paquete. Cribb lo desenvolvió cuidadosamente, sin tocar los fragmentos. Olió varias veces una pieza circular que había sido el culo del vaso.

– Esto tiene que ser analizado. El líquido del mago… ¿qué era?

– Agua, con un poquito de cochinilla para dar efecto -contestó Plunkett.

Volvió a oler otra vez.

– Tiene un nauseabundo olor dulce, para ser cochinilla.

Plunkett metió el dedo hacia el vaso. Cribb se lo quitó de un tirón.

– Yo no haría eso, señor.

– ¿Y por qué no?

– No soy un científico, señor Plunkett, pero si veo que una joven con buena salud muere en cuestión de segundos y no puedo encontrar señal de un agujero de bala, pienso en los venenos. Y cuando veo las pupilas dilatadas como éstas lo están y las mejillas con ese color azulado, voy a la lista de síntomas que tengo en la cabeza, señor, y me sale ácido prúsico. Si eso es lo que es esto y se pone usted un poquitín en el dedo y lo chupa, tendremos dos cadáveres para hacerles la autopsia mañana por la mañana en lugar de uno.

El empresario estaba completamente impresionado. Metió las manos en los bolsillos inmediatamente.

– Pero yo le conozco a usted -le dijo a Cribb-, y a su amigo. Estaban ustedes ambos acechando en la parte de atrás de mi teatro durante el ensayo de ayer. Les envié a por entradas, pero para el primer pase, no para éste. ¿Cómo demonios consiguieron entrar a esta representación? ¿Y qué hace este hombre con el uniforme de uno de mi personal?

– Es un tramoyista voluntario que no cobra -le explicó Cribb-, Si él no hubiese estado aquí yo no hubiese sabido lo que pasaba, ¿o no es así? El público de ahí afuera todavía no sabe que la señorita Pinkus ha muerto.

Los modales de Plunkett cambiaron bruscamente. Puso una mano en el hombro de Cribb.

– Ni hace falta que se entere, ¿eh? Podemos llevar las cosas discretamente entre nosotros, ¿no? -Se sacó la cartera-, ¡Maldita sea!, esto no tiene por qué ser un asunto policial, ¿verdad?

– Si usted está sugiriendo lo que creo -dijo Cribb-, debo advertirle que es un delito. Tenemos que cumplir con nuestro deber, señor, y tenemos todo el derecho a pedirle su cooperación. Eso no significa que vayamos a parar las actuaciones al otro lado de las candilejas, aunque tengamos serias dudas sobre ellas.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Plunkett-, Es una representación privada. Además, no hay nada en mi espectáculo que no pueda usted ver en otras salas. -Por su mirada de inocencia ofendida podría haber estado ofreciendo un selecto concierto.

Cribb movió la cabeza.

– Se lo concedo, señor. Tales actuaciones se pueden ver a veces en los teatros baratos de las callejuelas de El Cairo. Pero no estoy aquí para recordar viejas historias. ¿Dónde está el mago con el que trabajaba esta chica?

– ¿El Profesor Virgo? Le han acompañado a su vestuario. Estaba más que trastornado, desde luego, y no quiero que cunda el pánico aquí detrás. Ahora sólo hay un puñado de personas que lo saben.

– ¿Y quiénes son?

– Los dos hombres de la escotilla que trabajaban aquí debajo, ustedes, el Profesor Virgo y yo.

– ¿Y la hermana de la chica muerta?

– ¿Bella? ¡Dios mío!, la había olvidado. Nadie se lo ha dicho. Bajará aquí y verá…

Cribb reaccionó rápidamente.

– Déme aquella sábana, por favor, Thackeray. Ya estará lo suficientemente conmovida por la noticia, sin necesidad de que vea el cuerpo. ¿Se lo dirá usted, señor Plunkett, o se lo digo yo?

– Preferiría que lo hiciera usted, si no tiene ninguna objeción.

– Muy bien. Será mejor que pregunte a Virgo, Thackeray. Averigüe lo que pueda del hombre, y luego repase con él la actuación paso a paso. -En caso de que en la cabeza de su agente brillara un destello de responsabilidad, añadió-: Y póngase su chaqueta y sus pantalones. Está usted ridículo.

No obstante, Thackeray llamó a la puerta del Profesor Virgo unos minutos más tarde con un justificado sentimiento de importancia. No eran muchos los policías que eran capaces de llevar a cabo entrevistas importantes en el terreno del área metropolitana.

El Profesor estaba sentado ante una mesita de tocador hecha de una caja para el té, tenía una botella de whisky en la mano izquierda y una vara en la derecha, con la que estaba dándole malhumoradamente a un gordo conejo blanco que estaba en una conejera. Thackeray carraspeó dándose importancia. Lo sabía todo de interrogar sospechosos. Tenías que controlar desde el primer momento, informar de tu rango oficial y después ir lanzando las preguntas como disparos de revólver.

– Soy el agente de policía Thackeray, señor, de Scotland Yard. Tengo que hacerle algunas preguntas.

– ¿Preguntas? -el Profesor Virgo dio un respingo de sorpresa. Y también el conejo.

– ¿Podría decirme cuánto tiempo hace que está usted en el cartel del Paragon, señor? -Una buena primera pregunta, que requería una corta afirmación de hecho. Haz de forma que repitan los hechos y luego les será difícil empezar a introducir evasivas.

Hubo una larga pausa.

– ¿Me ha oído usted, señor?

Unos segundos más tarde, Virgo habló:

– Cu-cuando estoy nervioso, me cuesta ha-h-h…

– ¿Hablar? -¡Cielo santo, vaya una suerte! Su primer interrogatorio importante y le había tocado un tartamudo.

– Hace seis semanas es la respuesta a su p-p…

– Creo que es usted tragasables de profesión.

Virgo asintió.

– ¿Y tuvo usted un accidente?

– En el Ti-Ti…

– Tivoli Garden. ¿Qué sucedió entonces, señor?

– D-d-dolor…

– ¿…de garganta? Ya lo creo, señor. Y fue usted llevado a Philbeach House en Kensington, ¿verdad? -Poner las palabras en su boca no era el procedimiento recomendado, pero si no lo hacía, esa entrevista podía durar toda la noche.

Otra afirmación de cabeza.

– Y alguien de allí le ofreció un contrato en el Paragon. ¿Es así? Bien. ¿Y quién fue?

– La señora B-B…

– Body. Gracias. ¿Y cuándo vio usted por primera vez a las hermanas Pinkus?, ¿en Philbeach House? Bien. ¿De quién partió la idea de que trabajasen con usted, de ellas o de usted?

– De ellas.

– Ya. ¿Y cuándo apareció usted por primera vez con ellas en el Paragon?

Virgo levantó los dedos.

– T-tr…

– ¿Hace tres días? ¿no? Tres semanas. Muy bien. ¿Está usted nervioso todavía?¿Cómo se llama su conejo? Olvídelo. Mire, Profesor Virgo, yo necesito escuchar su relato de lo que ha sucedido esta noche desde el momento en que llegó usted al teatro. ¿Puede usted hacerlo? Tome un poco de whisky. Para mí no, gracias. Estoy de servicio.

Cuando le hubo dado la vuelta a la botella durante varios segundos, Virgo pareció recobrar algo de su seguridad. Parecía un hombre honrado, de rasgos regulares, pero tremendamente delgado. No duraría mucho en Newgate, pensó Thackeray.

– Ll-llegué aquí a eso de las once. No quieren que estemos aquí mientras la otra función está en m-m…

– …marcha.

– Yo no estaba en el primer número y así tenía un poco de tiempo para poner a punto mis cosas. Las puse aquí fuera junto a la p-puerta para que el hombre encargado de los accesorios las recogiese y las llevase abajo.

– Serían sus sables -recordó Thackeray-, y la mesa con la varita, su sombrero, los guantes y el vaso con fluido mágico. ¿Qué había en aquel fluido, señor?

– Ag-agua, y un poco de colorante. -Virgo sacó una botella pequeña de cochinilla.

– ¿Me la puede dar? Haré que se la devuelvan. ¿Y cuándo se llevaron sus accesorios al escenario?

– Durante el m-m…

– Monólogo. Ya. ¿Sabe usted quién lo hizo?

Virgo negó con la cabeza.

– Probablemente estuvieron en los bastidores unos veinte minutos. Eso es mucho tiempo. ¿La gente no cambia los trucos de un mago cuando están por ahí así, señor?

– ¡Oh sí! Hay cantidad de bromistas en el teatro. Eso es lo que les sucedió a mis sables en el Ti-Ti…

– Tivoli Garden. Sí señor. Entonces, ¿por qué permitió que bajaran sus accesorios tanto tiempo antes de que bajase usted?

Virgo levantó el dedo confidencialmente.

– No podían hacer mucho con esas pocas cosas, ¿verdad? Sólo podían añadirle algo al fluido mágico y ése es un riesgo que corres. Una vez mi ayudante tragó un vaso del líquido para hacer d-d-desaparecer y más tarde se encontró con que había sido mezclado con ca-ca-cas…

– Cáscara sagrada. ¡Ah!, el laxante. -Ambos sonrieron-. Así que fue a los bastidores durante la escena de la transformación -prosiguió Thackeray-, y esperó en el lado opuesto a su mesa, que trajo un tramoyista.

– Sí, hice los trucos como de costumbre. Los sables y el tragafuegos. Luego presenté a la señorita Lola. Es extraño, ¿sabe? Nunca t-t-tartamudeo durante la a-a-ac…

– …tuación -dijo Thackeray-, ¿Sucedió algo inusual?

– Realmente no. Le di la bebida después de que se hubiese quitado la capa. Luego me aseguré de que ella… ¿conoce usted el truco?

– Se puso sobre la escotilla -dijo Thackeray, con aires de suficiencia.

– Sí. Bebió el agua, la tapé con la capa y cayó por la escotilla como de costumbre.

– Pero gritó -dijo Thackeray.

– Sí. En ese momento debió de ser cuando le dio el ataque al corazón, supongo, pobrecita. Debía de estar aterrorizada por el acontecimiento. No creo que yo haya a-a-actuado ante un público tan distinguido en mi vida, tampoco.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Terminé la actuación y cuando salí del escenario, el hombre de la escotilla me dijo que estaba muerta. Me quedé anonadado.

– Lo creo -le aseguró Thackeray-, Un suceso muy trágico, señor.

– Un desastre -dijo Virgo-. Tendré que cambiar mi número ahora. Ese truco es imposible sin hermanas g-gemelas. Y t-t-tragar sables no es suficiente para tener contenta a una sala como ésta. No están contentos hasta que no hay una chica en el escenario enseñando un montón de e-e…

– ¿Extremidad inferior? -preguntó Thackeray.

Virgo asintió.

– Así que ya ve usted que no puedo a-actuar sólo con la señorita Bella. -Se dio con la vara en la frente-. Quizás podría serrarla en dos m-m-m…

– Yo no lo haría -dijo rápidamente Thackeray-. No hay mucho futuro en esa clase de truco, señor. Bien, le agradezco sus respuestas a mis preguntas, debo ir con mi sargento ahora. Por si él quisiera hablar con usted, ¿dónde estará, señor?

– Aquí, una hora, al menos -dijo Virgo con una nota de compasión en la voz-. Tengo que esperar al autobús p-privado que nos lleva de regreso a Philbeach H-H…

– Gracias, señor.

Al encontrar el piso de la escotilla desierto, Thackeray buscó finalmente a su superior en el vestuario de cambio rápido. Uno de los tramoyistas estaba apostado ante la puerta para repeler a los intrusos. Durante el resto de aquella noche los cambios rápidos deberían hacerse entre bastidores, una contingencia que era poco probable que causase azoramiento a nadie en el Paragon. Thackeray estableció su identidad blandiendo su libreta, ¡qué alivio haberla recuperado de nuevo!, y fue admitido.

– Está usted aquí, agente -dijo Cribb-, Estaba empezando a preguntarme si se habría perdido usted en los vestuarios.

Thackeray le devolvió una mirada airada.

– El interrogatorio me llevó más tiempo del que usted creería, sargento. El Profesor tenía un defecto del habla.

– No me sorprende. Si usted tragase sables para ganarse la vida, probablemente con el tiempo dañaría sus facultades.

– Es un riesgo que me propongo no correr, sargento -dijo Thackeray firmemente, ahora en guardia contra cualquier sugerencia de Cribb. Repitió la historia de Virgo, remitiéndose sólo brevemente a sus notas-. Por lo tanto, no puedo creer que él envenenase deliberadamente a la señorita Pinkus -concluyó-, ya que sólo hacía tres semanas que conocía a las chicas. Además, ella y Bella eran necesarias para el número de la desaparición. No será fácil encontrar sustitutos. Y, por si acaso se le había pasado a usted el pensamiento por la imaginación, sargento -añadió, sonriendo, pero todavía con un cierto recelo- sucede que no tengo ningún hermano gemelo.

– Aunque lo tuviese usted Thackeray, no podría imaginármelo con lentejuelas y leotardos -le tranquilizó Cribb-. No, por lo que colegí cuando interrogué a nuestro amigo Plunkett, el Profesor no es probable que busque sustitutos. Es un tragasables y un tragafuegos de pura raza. El truco de la desaparición se puso ante la insistencia del empresario. Los clientes no le tienen simpatía a ningún número, aunque sea excelente, sin su provisión de carne de mujer destapada. Pero Virgo sólo hizo el truco de la desaparición bajo protestas. Cuando estás introduciendo sables en tu propia garganta para impresionar a la audiencia, no te gusta manchar el número con trucos de magia, o eso dice Plunkett.

– Eso lo aclara, sargento. Ahora que lo menciona usted, no parecía demasiado molesto por no poder hacer el truco de nuevo, pero no me pareció que eso tuviera importancia. Creo que estaba demasiado ocupado intentando darse ánimos para no tartamudear. Me temo que tengo muy poca experiencia en entrevistar sospechosos.

Ahora le tocaba sonreír a Cribb.

– Remediaremos eso, agente. Debo salir a informar de la muerte de la señorita Pinkus en el barrio adecuado, pero quiero que usted se quede aquí y recoja declaraciones de todo el que estuviera en ese escenario esta noche hasta el momento de la muerte de Lola. Puede usted decirles que está usted en la policía. Dígales que está usted llevando a cabo investigaciones de rutina, como consecuencia de la muerte súbita de la señorita Pinkus. Le tomará casi toda la noche, pero no deje que ninguno se vaya hasta que les haya interrogado. Eso le dará alguna experiencia en seguida. ¡Oh!, y obtenga también declaraciones de la orquesta, ¿quiere?

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