13

Aquella tarde en Philbeach House, la iniciativa de Cribb sufrió un momentáneo rechazo. El mismo sirviente con las cicatrices de batallas que se había encarado a los detectives en su primera visita anunció con un tono terminante que la señora estaba ocupada. No podía ser molestada. El visitante debía volver otra tarde. Y ahí se hubiera terminado la cita si Cribb no hubiese puesto intencionadamente su pie contra la puerta. ¿Acaso tenía tarjeta de visita? No, no la tenía, pero su identificación del Departamento de Investigación Criminal era una prueba de respetabilidad. ¿Era una visita oficial? No, social. La señora Body le había invitado a visitarla. En tal caso, podía esperar dentro, pero no era seguro que le recibiera. No se la podía molestar bajo ningún concepto antes de la hora del té.

Así pues, fue conducido a una pequeña antesala amueblada con sillas, una mesa y una estantería completamente abarrotada de revistas de teatro. Un gran reloj de mármol sobre la repisa de la chimenea hacía tictac con un énfasis totalmente desproporcionado al tamaño de la sala. Escogió una silla con el respaldo hacia el reloj y hojeó las páginas de The Bill of the Play para 1880. Así como las publicaciones de las salas de espera de los doctores estaban invariablemente llenas de horrendos anuncios de medicinas de curanderos, la literatura de la señora Body estaba profusamente ilustrada con actores y actrices que se abrazaban. Cuando Cribb llegó a un anuncio ilustrado de corsés, cerró el libro de golpe.

No podía culparse al sirviente por no haber reconocido a Cribb cuando llegó a Philbeach House. No sólo no iba acompañado de su inolvidable ayudante (que se estaba mordiendo las uñas hasta destrozárselas en la comisaría de policía de la calle Paradise), sino que iba, en conjunto, vestido de un modo más llamativo: corbata púrpura y pañuelo a juego, chaqueta y pantalones a cuadros tipo Norfolk, y todo ello completado con una gorra escocesa de Glengarry. Y una rosa amarilla en la solapa. Conservó el sombrero y el paraguas, como exigía la etiqueta.

En ese momento llegaba otra visita. El sirviente fue arrastrando los pies hasta la puerta. Una voz de mujer. Conocida. Cribb se acercó a la puerta y escuchó. Unos pasos más y el frufrú de unas faldas le dio apenas tiempo para alejarse cuando se abrió la puerta. La hicieron pasar sin demasiada elegancia y la dejaron allí con Cribb.

– ¿Cómo está usted, señorita Blake?

– ¡Sargento! ¡Qué sorpresa tan agradable! Su rostro, mojado por la lluvia, se sonrojó bajo la gorra de terciopelo.

– El placer es mío, señorita. Ha venido a ver a Albert, supongo.

– Así es. Es extraño que una señorita visite a su novio, ¿verdad? Pero usted conoce las circunstancias. A ninguno de los huéspedes se le permite salir, excepto a los hermanos Smee.

– ¿Los de la Funeraria?

– Sí. Y ellos son más personal que huéspedes. Así que si quiero ver a Albert tengo que venir yo aquí. Se me permite hablar con él en el salón. La señora Body está allí normalmente de carabina.

– Muy adecuado, señorita. ¿Cómo va Albert?

Los ojos de Ellen brillaron.

– Parece que se está haciendo muy bien a la vida de aquí. No se queja en absoluto.

– Creo que es una vida de lujo, señorita. Es seguro que la disfrutará durante un tiempo, después del alojamiento que tenía en Lambeth. Aunque seguro que se cansará de ella tan pronto como pueda volver al escenario.

– Ruego para que tenga usted razón, sargento. Hay cosas en esta casa, y en algunas de las personas que hay en ella, que me hacen temer por Albert. ¿Por qué está usted aquí? ¿Tiene algo que ver con aquel trágico suceso en el teatro de mi padre?

Cribb se encogió de hombros.

– Visita social, señorita. La señora Body me invitó a venir y ver algunas de las características de la arquitectura. -Le guiñó un ojo-. Estará demasiado ocupada para hacer de carabina.

– ¿Estaba usted allí la otra noche, sargento? ¿Verdad que sí? Se quedó usted al segundo espectáculo. Mi padre me lo dijo. No me permite que asista a las funciones de beneficencia, pero tengo alguna idea de lo que sucede. Seguro que la policía pondrá punto final a todo eso ahora, ¿no es así?

– No se lo podría decir, señorita. Eso le concierne a otro.

La puerta se abrió de nuevo. El feo rostro del sirviente apareció con una sonrisa maliciosa.

– La señora acaba de llamar por el tubo acústico. Dice que está libre ahora. Puede usted subir.

Cribb cogió su gorra y su paraguas.

– Déle mis saludos a Albert, señorita. Confío en que pronto pueda dejar este lugar. -Hizo una pequeña reverencia y salió para ir al encuentro de la señora Body con el aire de un isabelino yendo al cadalso.

– Por aquí -gruñó el sirviente, arrastrando los pies por delante de él. Éste, a su vez, hubiese hecho muy convincentemente de ayudante en las ejecuciones. Cruzaron el vestíbulo y atravesaron una puerta en la que ponía «privado» y que daba a un estrecho pasillo alfombrado. Al final había una escalera de caracol.

– Suba la escalera, guindilla. Su habitación está arriba.

Y con eso, la escolta de Cribb se volvió y cerró de un portazo.

Empezó a subir la escalera, agarrando su paraguas como si fuese una espada y arrimándose a la curva de la pared a su izquierda, donde los peldaños eran más anchos. Aquello era el interior de un ala como de un torreón, sólo visible desde la fachada del edificio en Kensington Palace Gardens. Ventanas de ranura, emplomadas, dejaban pasar algo de luz a intervalos. El alfombrado de la escalera amortiguaba su paso.

A más de la mitad de la subida, se paró. Golpes rítmicos por encima de su cabeza indicaban con toda seguridad que alguien estaba bajando por la escalera. Un paso demasiado lento para ser de una mujer. ¿Un hombre, bajando de la habitación privada de la señora Body? Cribb bajó cuatro escalones y se colocó en la sombra contra el costado, con una vista clara sobre el rayo de luz que dejaba pasar la ventana en la pared de enfrente, unos dos metros por encima suyo. Quienquiera que bajase, se le podría distinguir claramente en aquel punto. Presumiblemente, sabía que Cribb estaba subiendo, pero no podía saber hasta dónde había llegado. Si el sargento se mantenía en esa posición, tendría una ventaja momentánea. Los pasos continuaron descendiendo, aunque de forma algo irregular. Cribb vigilaba, como un naturalista cazando mariposas con el haz de una linterna.

Después aparecieron el rostro y el cuerpo, vestido con un blanco espectral. Un rostro pálido de penetrantes ojos azules, y un mechón de corto pelo gris, tieso como la lavanda fresca.

– ¡Por Dios, el mayor Chick! -dijo Cribb, corriendo a su encuentro.

– Ya veo que Scotland Yard ha vuelto a llegar tarde a escena -murmuró el mayor, con el aliento oliéndole a ginebra. Llevaba un arrugado traje de lino, y los restos de un clavel rojo en el ojal. Llevaba la corbata desabrochada y también los cordones de los zapatos-. Tiene que pensar con más antelación en este condenado trabajo, sargento. No es bueno para nada andar comprobando los libros de venenos a cientos. -Se dio una palmada en la frente-. Es la inteligencia lo que atrapa al criminal.

Cribb lo agarró por los hombros, pensando en si era seguro dejarle bajar el resto del camino sin ayuda.

– ¿Qué es esto? -preguntó el mayor, dando golpecitos en el ojal de Cribb con el dedo índice-. Si yo fuese usted me lo quitaría, sargento. La de ahí arriba no está interesada en el acebo marchito. Lo que quiere es el pudín de ciruelas. -Y con eso apartó a Cribb y continuó bajando la escalera con toda seguridad.

Moviendo la cabeza con señal de desaprobación, el sargento se quedó mirando al mayor hasta que se perdió de vista. Luego dirigió su atención hacia arriba. Subió dos escalones y se paró, frunciendo el ceño; se quitó la rosa de la solapa y se la metió en el bolsillo, antes de emprender la subida del resto de la escalera.

La pequeña aldaba de gozne que había en la parte exterior de la puerta de la suite de la señora Body estaba moldeada en cobre con la forma de un tapón de champán.

– Eso suena sospechosamente como la llegada del departamento de detectives -dijo la señora Body desde dentro. Abrió la puerta. Cribb, dos escalones por debajo de su nivel, le sacaba todavía una cabeza-. ¡Qué sorpresa tan agradable, señor Cribb! Estoy encantada de que tomase usted en serio mi invitación. Bienvenido a mi cuartito.

– Encantado, señora.

Entró en una habitación circular de tamaño modesto, iluminada con gas. Cortinas carmesíes caían desde el techo hasta la alfombra alrededor de unos dos tercios de las paredes. A su derecha, saliendo del espacio de pared restante, estaba el palco del Alhambra, una magnífica construcción de madera y estuco de estilo barroco, con musas doradas como soporte a una marquesina de querubines. Cortinas drapeadas de gruesa seda en color dorado estaban recogidas a los lados en pliegues exuberantes.

– Deja sin aliento -dijo Cribb.

– Espero que no por mucho tiempo -dijo la señora Body-, Venga a ver el interior.

Le condujo por detrás de una de las musas al interior del palco. Estaba amueblado con total autenticidad: dos sillas de respaldo alto con asientos de satén a rayas, una mesita para las bebidas y las paredes empapeladas con un vistoso estampado rojo y dorado.

Cribb miró hacia la puerta lacada que había detrás de las sillas.

– ¿Dónde da esto, a la sala del teatro? -bromeó.

– No -dijo la señora Body-, A mi habitación. Pero debo advertirle que hay una pendiente muy pronunciada.

– Lo tendré en cuenta, señora.

– Por favor, siéntese y coloque sus cosas sobre la mesa. Puedo correr las cortinas si lo encuentra más acogedor. Creo que estas cortinas no habían sido corridas en diez años antes de que yo las comprase. ¿Qué le puedo ofrecer para beber?

No había botellas a la vista; desconcertado, Cribb pidió ginebra.

– ¿Blanco Satén? -preguntó la señora Body-, Tenemos mucha aquí. De Butterleigh, naturalmente.

– Desde luego.

Movió un poco la cortina y se acercó a la boca un tubo acústico.

– Envíe dos ginebras, por favor. -Volviéndose a Cribb, le preguntó-: ¿Se encontró usted con el contralmirante al subir?

– Ah, así que era ése -dijo Cribb asintiendo.

– Un amigo personal de sir Douglas. Es extraño que a un hombre de mar le siente mal la ginebra. Quizá debería haberle ofrecido ron. -Se oyó el ruido de maquinaria procedente de algún sitio-. Bien, debe de ser nuestro camarero. -Se levantó y abrió una puertecita, que era imposible distinguir entre la intrincada decoración de la pared. Dos vasos esperaban en el montacargas-, Estoy en contacto con todo el mundo, ya ve, pero protegida contra los extraños. ¿Quiere usted ver mis otros artilugios?

Cribb dudó, medio mirando la puerta que había detrás de su silla.

– ¿No estará usted nervioso, señor Cribb? -Tiró de un cordón a su izquierda, y las cortinas de la pared de enfrente se separaron unos seis pies, dejando ver la pared, desnuda y blanca-. Ahora, si tuviese usted la amabilidad de bajar el gas que está por encima de su cabeza. Gracias. ¡Aquí está!

Al quedarse la luz en una modesta llama azul, se produjo un singular efecto en la blanca pared de enfrente, un panorama en colores con árboles que se mecían y diminutas figuras en movimiento cruzando verdes céspedes.

– ¡Kensington Gardens al natural! -exclamó Cribb.

– Una cámara oscura -explicó la señora Body-. La cámara está por encima de nuestras cabezas y mira hacia afuera desde lo alto de la torre. La imagen se proyecta en la pared por medio de espejos y lentes. Accionando una palanca puedo hacer girar la cámara por todo el paisaje visible desde la torre, incluyendo las casas y jardines de mis vecinos. A veces puede proporcionar una diversión muy entretenida.

– Ya lo creo -dijo Cribb-, Me preguntaba cómo pasaría usted el tiempo, sentada en un palco como éste y mirando a una pared blanca. Es muy ingenioso. A Scotland Yard le irían bien unas cuantas de éstas, colocadas en las zonas más altas de Londres.

– ¡Ah, sí! Qué pena que el señor Body se haya pasado a la mayoría ausente. Podría haber hecho milagros para Scotland Yard. Era un hombre de ciencia, ¿sabe? Tengo debilidad por los hombres ingeniosos. Abajo hay un cuarto lleno todavía de sus artilugios y sustancias químicas. Tengo una linterna mágica que hizo. Veo los cuadros en esta pared de aquí. Hay varios melodramas en juegos de cuadros, y algunos fantásticos estudios de figuras, que quizá quiera usted ver más tarde, después de unas copas. Caballeros amigos míos, normalmente…

– ¿Le importaría que me dirigiera a usted de una forma personal, señora? -dijo de pronto Cribb.

– En absoluto, querido.

La señora Body acercó más su silla a la de Cribb. Iba vestida de satén negro que hacía frufrú cada vez que se movía.

– Viendo que ha sido usted tan amable como para enseñarme su tocador, señora…

– Lo he hecho encantada, señor Cribb.

Cribb tosió encima de su ginebra.

– Bien. Creí que debería advertirle de que pueden surgir ciertas complicaciones por algo que sucedió en el teatro Paragon el pasado martes.

– ¿El accidente de Lola Pinkus?

– No fue un accidente, señora. Un asesinato, casi con certeza. El empresario de allí, el señor Plunkett, se podría encontrar metido en un lío. En unas declaraciones que hizo a la policía mencionó estar relacionado con usted…

– ¡Indignante! Mi reputación está fuera de todo reproche.

– Nada indelicado, señora -se apresuró a añadir Cribb-, Nadie sugeriría algo así. No, la conexión en cuestión es puramente de negocios, señora. Creo que los artistas para los espectáculos de medianoche del señor Plunkett son llevados al Paragon desde Philbeach House en un autobús privado.

– Sí, que Dios me perdone. -La señora Body cogió un gran abanico y se abanicó frenéticamente-. Es en el único momento que salen de casa. Todos han estado de acuerdo en no poner un pie fuera de estas paredes. Lo tienen todo aquí.

– ¿Y qué pasaría si uno desobedeciera las normas, señora?

– Se le pediría que se fuera. Pero mis huéspedes no están locos, señor Cribb. Están aquí porque no pueden emplearse. Se morirían de hambre si se fuesen.

– Así pues no tienen elección.

La señora Body pidió por el tubo acústico:

– Más ginebra, por favor. Envíe la botella.

– Suena bastante como si fuese una institución de ésas… para un forastero, quiero decir.

– En absoluto. Los huéspedes vienen aquí por voluntad propia. Se me paga para que me encargue de que estén bien cuidados y no hay quejas. El señor Plunkett les da trabajo. Incluso permito que vengan visitas, si son respetables. Ah, aquí está la ginebra. Déjeme llenarle el vaso.

– Supongo que no sabe usted mucho de las funciones benéficas del Paragon -dijo Cribb.

– Nada, señor Cribb, fuera de lo que oigo cuando ensayan abajo. ¿Hay algo irregular en esas funciones?

– Prefiero no comentarlo, señora. Así pues, ¿nunca ha asistido usted a ninguno de los espectáculos?

– Mis obligaciones me retienen aquí, ya ve. George y Bertie, los de la Funeraria, acompañan a los artistas hasta el Paragon. Yo no sé nada realmente de lo que ocurre allí.

– Entonces no tiene nada que temer, señora Body. Aunque todavía puede ayudarme. Dígame qué clase de chica era Lola Pinkus. ¿Se llevaba bien con el resto de los huéspedes? ¿Diría usted que era una persona sociable?

La señora Body se rió un poco.

– Perdone que me ría, señor Cribb. Las hazañas de Lola en el arte de alternar no tienen precedentes en mi experiencia.

– Quiere usted decir que ella…

– Coqueteaba de forma escandalosa, señor Cribb. Siempre nos mostramos indecisos antes de hablar poco caritativamente de los que se han ido para siempre, pero, francamente, todos los miembros del sexo opuesto eran para Lola como el salir a agradecer los aplausos del público, cada uno de ellos un nuevo placer. Sam Fagan, Bellotti, Professor Virgo, casi toda la orquesta del Paragon. Ocasionó algunos rencores aquí, se lo aseguro. Ella y su hermana habían prometido a Bellotti que le ayudarían en su número de baile sobre barriles. Se puede usted imaginar la decepción del pobre chico cuando Lola, en lugar de eso, empezó a estrechar su amistad con el Profesor.

– Ah -dijo Cribb-. Estaría celoso entonces.

– Arruinó el número de Bellotti. Un hombre sobre barriles no es demasiado atractivo sin una preciosa ayudante, ¿no es así? Creo que le tiraron tapones de champán en el Paragon.

– ¿Discutió con Virgo a causa de las chicas?

– No, no -dijo la señora Body-. Bellotti sabía que el Profesor no se las había quitado. No quiero hacer conjeturas sobre cómo le engatusaron para actuar en el número de tragar sables, pero el truco que le hicieron hacer al Profesor tenía poco que ver con el resto de su actuación. Él es un tragasables y un tragafuegos ortodoxo, no un mago. El pobre hombre se sentía despreciable por hacerlo, pero estoy segura de que Lola tenía algún modo de obligarle a cooperar.

– ¿Está usted segura de que no fue Bella quien le persuadió?

La señora Body negó vivamente con la cabeza.

– Bella no tenía ninguna iniciativa. Estaba totalmente dominada por su hermana. Oh, siempre tenían peleas, algunas bastante fuertes. ¡Qué lenguaje, señor Cribb! Pero Lola siempre tenía la última palabra. Sólo hubo una ocasión en la que se encontrase con la horma de su zapato, y eso fue el lunes pasado.

– ¿Y cómo fue eso?

– ¿Conoce usted a mis nuevos huéspedes, Albert, el forzudo y su madre? Llegaron el domingo, trayendo a su dogo con ellos. Normalmente no admito animales, pero como Beaconsfield ha pisado las tablas como el resto de nosotros y era un miembro trabajador del grupo, hice una excepción. La señora está extremadamente encariñada con el animal, ¿comprende?, y me pidió si se podía recostar a sus pies debajo de la mesa para la cena del lunes por la noche. Yo no puse ninguna objeción, porque parecía un animal muy tranquilo, pero, naturalmente, dije que si alguno de mis huéspedes no lo admitía, Beaconsfield tendría que salir del comedor. Lo dije pensando en el Profesor Virgo, un hombre de una sensibilidad muy nerviosa, ¿sabe?

– Eso creo.

– Bien, me aseguré de que Beaconsfield estuviese instalado bajo la mesa antes de hacer sonar el gong. En su honor, tengo que decir que no hizo ni un ruido. Supongo que se durmió. El Profesor se sentó; naturalmente, Lola se había reservado un asiento a su lado y todo fue perfectamente hasta que llegamos al último plato: fruta y merengues. Entonces a Lola debió de darle algún espasmo muscular, porque su merengue saltó del plato y fue a parar debajo de la mesa. Exclamó: «¡Oh, mi merengue!» El Profesor Virgo, todo un caballero, se agachó debajo del mantel para recuperarlo. Todo sucedió antes de que ninguno de nosotros tuviese tiempo para pensar. Oímos un quejido del perro y una expresión de sorpresa del Profesor, seguida de un golpe al intentar enderezarse. El hombre y el perro estaban más inquietos de lo que uno creería, señor Cribb, y Lola se reía como un niño con una pantomima.

– Muy lamentable.

– Pero la madre de Albert estaba más molesta que nadie. Ella creyó simplemente que Lola, a sangre fría, había echado a rodar el merengue en dirección a Beaconsfield. Si la gente no podía llevar un animal que se comportaba bien a un comedor sin que una chica perversa le espantase echándole merengues, dijo, tenía la intención de tomar las comidas en su habitación en el futuro y aconsejaba que los demás hiciesen lo mismo. A lo que Lola respondió que un comedor no era el lugar apropiado, y perdóneme señor Cribb, para animales asquerosos. En ese caso, dijo la madre de Albert, era Lola la que debía irse de la sala, porque al menos Beaconsfield tomaba un baño quincenal. Fue la única vez que vi a Lola sin respuesta. De alguna forma, se veía que dijera lo que dijese, siempre sería mejor replicado por la madre de Albert.

– Una mujer formidable -estuvo de acuerdo Cribb-. No creo que le saquen el mejor partido en el Paragon columpiándola en una cestilla de globo. Es una visión poco común cuando se disfraza de Gran Bretaña, mientras Albert levanta sus pesas.

– Tengo buenas noticias para usted, señor Cribb. Pronto acompañará a su hijo de nuevo en una nueva serie de cuadros, especialmente pensados para el Paragon. Su pierna ha mejorado más de lo esperado, con la ayuda de unas friegas de whisky, y ya levanta pesos de nuevo. Debería estar a punto para el próximo martes.

– ¿El próximo martes? -preguntó Cribb.

La señora Body puso su mano sobre la rodilla de Cribb.

– Mi Scotland Yard va lento esta tarde. ¡La próxima función de beneficencia en el Paragon, lento detective! Seguramente usted ya lo sabe todo…

Cribb estaba boquiabierto.

– ¿Quiere usted decir que van a continuar con esas exhibiciones, señora?

Ella se rió a carcajadas.

– Bueno, sería difícil cancelar los compromisos del martes, ¿no?

Cribb se levantó.

– No sé lo que quiere usted decir, señora. Una joven asesinada en el escenario, ¡y ellos haciendo cruelmente planes para la próxima función! Es una forma fría de seguir adelante, en mi opinión.

– Quizás le parezca así a usted, señor Cribb, pero no hay elección. La función ya estaba montada antes de la inoportuna muerte de Lola. La información que tengo es que el Paragon va a ser visitado por un cliente de lo más distinguido el próximo martes por la noche. Probablemente no se le puede decepcionar. En efecto, es una función solicitada por un jefe de Estado.

Cribb palideció. ¡Dios mío! No será…

– Es lo suficientemente mayor como para tener ideas propias, señor Cribb. Si él escoge tomarse interés por el Paragon no debemos decepcionarle. Por eso es por lo que Albert ha hecho tales esfuerzos para estar en forma. El honor, ¿sabe? ¿Qué demonios está usted haciendo, señor Cribb?

– Saltando por el borde de su palco, señora. Me temo que no puedo quedarme. Tengo cosas urgentes que hacer, ¡por Dios!

– Envíeme otra botella de ginebra -pidió lastimeramente la señora Body por el tubo acústico, cuando las pisadas de Cribb se hubieron alejado del todo.

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