16

Varias veces aquella noche, mientras estaban sentados en la platea del Paragon, Thackeray se encontró especulando sobre cuál sería la estrategia de su sargento. ¿Era realmente necesario para su investigación pasar tres horas viendo todo el espectáculo, incluyendo cada uno de los números que ya habían visto el martes anterior? Aparecería en el informe, suponía, como «la función estuvo continuamente bajo vigilancia», justificación suficiente como para estudiar la fila del coro con gemelos de teatro, pero discutible como explicación del fuerte canto del estribillo de Exactamente, aquí estamos de nuevo por Cribb.

Para el mismo Thackeray, la noche fue una experiencia terrible. Las variedades nunca le habían atraído mucho, pero hasta la presente investigación, al menos había podido asistir a un programa variado de bailes contorsionistas, cantantes cómicos y bufones sin insinuaciones peligrosas. Esta noche sintió que algunos números, el del monólogo y el del ballet, revivían en él sensaciones de gran embarazo, mientras que, durante todo el resto de la función, no pudo evitar el agarrarse al borde de su asiento previendo alguna nueva calamidad. Pasaría mucho tiempo antes de que entrase de nuevo voluntariamente en un teatro de variedades.

Gracias a Dios, el momento llegó, algo antes de las once, en que los clientes se levantaron, jactanciosamente, para interpretar el estribillo final, el himno nacional, antes de dirigirse hacia las salidas y los bares. Éste era el momento en que las señoras de la zona de a pie que aún no tenían escolta, la buscaban con desesperación, y se podían incluso arreglar con un policía detective de mediana edad, con síntomas de agotamiento nervioso. Estuvo encantado de seguir el rápido movimiento de Cribb hacia el vestíbulo. ¿Iba esto a ser alguna cita con Plunkett para acordar un lugar estratégico secreto desde el que presenciar la recogida del rescate? No. El objeto de Cribb era conseguir una copia de a un penique de Exactamente, aquí estamos de nuevo.

No habían visto a Plunkett durante la función, pero no era sorprendente. Teatros adelantados a su tiempo, como el Paragon, habían prescindido de la figura del empresario sentada en medio del público; eso era parte de una tradición de suelos de arena y escupideras que, hasta muy recientemente, había limitado la asistencia a un público perteneciente a las capas más bajas de la sociedad. En lugar de eso, el empresario se colocaba en un lugar destacado del vestíbulo, al lado de un anuncio de la cartelera del espectáculo del siguiente martes, levantando su sombrero de seda ante la clase de cliente que deseaba fomentar. El pequeño ejército de vendedores de empanadas, cacahuetes, naranjas y cerillas había sido persuadido de que abordase a los clientes en las escaleras del exterior, de forma que dentro se mantuviese un cierto aire de refinamiento.

– Venga -dijo Cribb, metiéndose la hoja de su canción en un bolsillo interior-. No queremos que nos dejen aquí.

Thackeray frunció el ceño. Tenía la impresión de que el motivo para estar en el teatro era el quedarse instalados allí cuando tuviese lugar la entrega de las quinientas libras. Haciendo una señal con la cabeza en dirección a Plunkett, siguió a Cribb entre los grupos que se estaban despidiendo bajo el pórtico, más allá de la hilera de coches de alquiler que había fuera y en medio de la envolvente niebla. En medio del gentío de público que se dispersaba, tenía que estar pendiente del sombrero de hongo del sargento que iba delante. Sólo confiaba en que Cribb planease una detención dentro de la sala. En estas condiciones una persecución por las calles sería casi imposible. Se puso el embozo por encima de la boca y alcanzó a Cribb en la siguiente farola.

Un poco más allá, por la calle Victoria, doblaron para entrar en una taberna en la que el humo del tabaco era casi tan denso como la niebla del exterior. Esa noche del sábado se estaba festejando con todos los honores alrededor del piano y en la bolera de los sótanos, por el jaleo que subía desde allí.

– ¿Qué quiere usted tomar? -preguntó Cribb.

– Lo de siempre, por favor, sargento.

– Tres pintas de cerveza East India, patrón. ¿Ha llegado mi amigo?

– Está esperando en el cuarto de atrás, jefe. Por allá, detrás de las máquinas de cambiar monedas.

Vieron a Albert sentado, aislado en la intimidad del cuarto privado, bajo un texto enmarcado que decía: «En mujeres y en vino debería emplearse la vida. ¿Hay algo más deseable en la tierra?» Sobre la mesa había un jarrón con crisantemos.

– Bien. Así pues, ya está usted dispuesto. ¿Dónde está el perro? -dijo Cribb casi al mismo tiempo, mientras dejaba las bebidas sobre la mesa.

– ¿Beaconsfield? Está atado en el patio -contestó Albert-. El patrón no le dejó entrar. Dijo que los clientes no se tomarían a bien que un perro ladrase. ¿Ha oído usted ladrar alguna vez a Beaconsfield, sargento? Hay al menos más de diez mocosos en este bar que chillan como para dejarle a uno sordo, y el pobre Beaconsfield tiene que estar sentado ahí en medio de la niebla. A él no le importa demasiado, se lo aseguro. Sólo espero que nadie se tropiece con él.

– ¿Sigue estando usted dispuesto a seguir adelante con esto?

Albert pareció sorprenderse de la pregunta.

– Naturalmente. He dado mi palabra. No hay peligro, ¿no? Ustedes estarán vigilando desde algún sitio, ¿no es así?

– No exactamente -dijo Cribb-, No podemos permitirnos el correr riesgos en lo que respecta a la señorita Blake, ¿no le parece? Es mejor llevar a cabo las instrucciones incondicionalmente. Estaremos fuera del teatro.

– ¿Fuera?

– No nos descubrirán entre la niebla, ¿comprende? ¿Tiene usted claro qué es lo que tiene que hacer?

Media hora más tarde recogieron al tembloroso dogo y se dirigieron hacia el Paragon. Habían apagado las luces de la fachada y del vestíbulo. El último de los vendedores ambulantes se había ido.

Plunkett estaba esperándoles en la puerta de una tienda de enfrente, con la maleta en la mano. La genial máscara de hacía una hora se había desvanecido, y arrugas de ansiedad le cruzaban el rostro.

– Un gran espectáculo el de esta noche, señor Plunkett -dijo Cribb, con el calor de un entusiasmo genuino.

– ¿Cómo? ¡Ah, sí!

– El dinero está todo en el bolso, ¿no? ¿Sin error?

– Lo he contado dos veces. Y he dejado una única luz en la sala.

– Muy bien, señor. Veamos qué hora es, pues. Faltan tres minutos, según mi reloj.

Plunkett miraba insistentemente a través de la niebla.

– ¿Dónde están los demás?

– ¿Los demás? -preguntó Cribb.

– Los policías de uniforme. Creí que tenía usted rodeado el teatro.

Cribb negó con la cabeza.

– No sería prudente, señor. Podría poner en fuga a nuestro secuestrador. Ahora quisiera que hiciera usted una cosa más por mí, señor Plunkett. Este pobre animal está helado y parece que necesita un vigoroso paseo por la calle. ¿Tendría usted la amabilidad, señor? Cuando usted vuelva, Albert ya habrá cumplido su cometido y no tendremos que esperar demasiado por su hija.

La corta correa de Beaconsfield fue puesta en la mano de Plunkett. Antes de que tuviese tiempo de protestar, tiraron del brazo del empresario hacia la farola más cercana.

– Necesitaremos la maleta, señor -le recordó Cribb a Plunkett. La dejó caer para que el sargento la recogiese antes de que Beaconsfield le arrastrase.

– Faltan dieciséis minutos para la medianoche, Albert -dijo Cribb, entregándole la maleta.

– ¿De veras no hay policías por ahí?

Thackeray y yo. ¿Cuántos más necesita? Tenemos que pensar en la señorita Blake, Albert. ¿Cómo era aquella frase de la carta? «Aflicción duradera». Me sonó muy mal. Póngase en camino, muchacho.

El forzudo asintió valientemente, tomó aliento, cruzó la calle y desapareció en el Paragon.

– No debería tomarle mucho tiempo, ¿verdad sargento? -preguntó Thackeray, sintiendo un ramalazo de simpatía por el joven. La perspectiva de aventurarse por aquel teatro a oscuras hubiese hecho vacilar a un veterano policía.

– Diez minutos, -dijo Cribb-. Se me acaba de ocurrir que Albert es el único de nosotros que nunca ha puesto antes los pies en el Paragon. Sería una lástima terrible que se perdiera. Le daremos quince minutos y después puede usted ir tras él.

Pero no hubo necesidad. Al cabo de muy poco tiempo salió el forzudo con cara de felicidad.

– He puesto la maleta exactamente en el centro -les dijo-. ¿Veremos pronto a Ellen?

– Muy pronto, si nos podemos guiar por la carta -dijo Cribb-. ¿Oyó usted algún movimiento allí?

– No, estaba completamente silencioso, pero tuve la profunda impresión de que no estaba solo.

– Espero que no lo estuviese usted -dijo Cribb-, o estaremos malgastando nuestro tiempo.

Se quedaron los tres en silencio, con toda la atención centrada en las puertas dobles al otro lado de la calle. Su línea de visión era bloqueada intermitentemente por el tráfico nocturno, en su mayoría coches de alquiler, con los cascabeles tintineando, unos cuantos autobuses de última hora y un furgón de policía, cuyo caballo guiaba un agente consciente de la seguridad, con el farol en la mano.

Cribb tocó a Thackeray en el brazo.

– Esa figura que se acerca por la derecha. Mire.

Era terriblemente difícil identificar nada en aquellas condiciones. Thackeray miró en la dirección indicada, esperando algún movimiento. Con toda seguridad, una figura con un abrigo largo, embozado hasta los ojos, pasaba frente a la iluminada pastelería. ¿Había un cierto sigilo en sus pasos, un encorvarse de hombros, o era la ilusión de un policía deseoso de una rápida detención para volver a tomar cacao en la calle Paradise? Ah, no había duda: el tipo había subido por las escaleras del Paragon y estaba en la puerta cogiendo la empuñadura.

– ¡Agárrelo, Thackeray!

¡Por fin, acción! No había tiempo para vigilar el tráfico. Sólo para atravesar la calle como un rayo, con los brazos como ejes, y las pisadas extrañamente amortiguadas por la niebla.

El sospechoso no tenía ninguna posibilidad. En un segundo entraba sigilosamente en el oscuro vestíbulo, y al siguiente era arrastrado fuera, con el brazo dolorosamente doblado contra su espalda, y con una barba como un rallador de nuez moscada clavada contra su mejilla y su cuello.

– Vamos a echarte un vistazo -jadeó Thackeray, arrancando el embozo de un tirón-. ¡Caramba, usted no!

– Prosiguiendo con mi legítima ocupación -gimió el mayor Chick-, ¡Déjeme ir, hombre. Me está rompiendo el brazo!

– No hasta que hayamos cruzado la calle.

– Buen trabajo, agente -dijo Cribb cuando Thackeray hubo llevado a su prisionero a la entrada de la tienda-. Más vale que le deje ir ahora. Y bien, mayor, ¿qué está usted haciendo en la calle con un tiempo como éste?

El mayor se dio masaje en el brazo.

– Siguiendo a una persona sospechosa, caramba. Seguí la pista al sujeto todo el camino desde Kensington y luego le perdí al subir aquella calle. Aunque no necesité demasiada deducción para saber que se dirigía hacia el Paragon. Ya veo que le ha cogido, sargento.

Cribb hizo un gesto desdeñoso.

– ¿Albert? Él nos está ayudando. Y usted casi nos hace saltar la trampa, mayor. Debería haberme dado cuenta de que no le podíamos dejar fuera así como así.

– Creo que lleva un arma de fuego en su bolsillo, sargento -le previno Thackeray-. La noté cuando cruzamos la calle.

– Me lo dice usted un poco tarde -le espetó Cribb-, A estas horas nos podría haber llenado de plomo a los tres, si hubiese tenido la intención de hacerlo.

– Bueno, sargento, al decirme usted que no sospechaba del mayor…

– Eso no hace al caso. Podría haberme equivocado. Pero tendrá usted problemas igualmente por ese arma, mayor. No hace tiempo para prácticas de tiro.

El mayor Chick buscó en el bolsillo.

– Simplemente un par de gemelos de teatro, sargento. Un regalo de la señora Body. Puede usted cogerlos si quiere, pero no son nada útiles para la niebla.

Cribb miró ferozmente a Thackeray, pero se volvió inmediatamente al oír unos pasos acompañados por el resuello más estertóreo imaginable. Beaconsfield había vuelto a traer al señor Plunkett.

– ¿Ha estado usted allí? -preguntó a Albert el empresario con angustia.

– Sí, señor. Llevé totalmente a cabo las instrucciones.

Plunkett se volvió a Cribb.

– ¿Y ahora qué? ¿Podemos entrar?

Cribb denegó con la cabeza.

– Eso no funcionaría en absoluto, señor. Lo estamos haciendo como indicaba la carta, si la recuerda usted. Deje que coja yo al perro ahora, y usted puede esperar a su hija al otro lado de la calle. Pero recuerde, no entre. Vigilaremos desde aquí.

Mientras Plunkett obedecía, Cribb tuvo que utilizar todas sus fuerzas para evitar que Beaconsfield le siguiera. El animal parecía presentir que iba a haber un drama.

Durante más de quince minutos la única acción que hubo fueron los nerviosos pasos de Plunkett arriba y abajo de las escaleras del teatro. Incluso el tráfico se había interrumpido.

Luego se detuvo, restregó el cristal de una de las puertas y se asomó por él. Abrió y alguien salió y cayó en sus brazos, llorando. Un puñado de rizos rubios anidó en su hombro.

– ¡Ellen! -gritó Albert, y cruzó corriendo la calle, con los demás pisándole los talones.

– ¿Estás totalmente ilesa? -le estaba preguntando su padre-. ¿Estás bien, Ellen?

– Ahora estoy muy bien, querido papá. -Levantó el rostro, cruelmente tenso por la experiencia. Sonrió a Albert a través de sus lágrimas-. Cuando han contado el dinero, se han ido por la ventana del cuarto de accesorios. Había un carruaje esperando allí.

– ¡Han escapado! -exclamó el mayor.

– ¿Quiénes eran? -preguntó Cribb.

– Todavía no lo sé. Un hombre y una mujer. Me tuvieron en la oscuridad durante todo el tiempo, y me tapaban los ojos cuando necesitaban moverme. Me dieron una luz para escribir la carta y eso fue todo. Incluso se quedaban detrás mío, fuera de mi vista.

– ¿No tiene usted ni idea de dónde la tuvieron?

– No puede haber sido a más de uno o dos kilómetros de aquí, sargento, por el tiempo que tardó el carruaje. Creo que estuve en algún sótano. No me maltrataron, pero estaba tan aterrorizada, papá… Por favor, llévame a casa ahora.

– Intenta ayudar al sargento, Ellen -le pidió Plunkett-. ¿Reconociste alguna de sus voces?

– No pude, papá, excepto que una de ellas era de mujer.

– Sargento -dijo el mayor Chick-, ¿oye usted algo?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Desde dentro del teatro. -El mayor abrió la puerta de un empujón-. Hay un olor extraño también. Voy a ver adentro.

– Vaya con él, Thackeray.

Cruzaron juntos el vestíbulo. El ruido era más perceptible allí, y ciertamente procedía de la misma sala. A Thackeray le sonaba como si alguien intentase envolver un regalo pequeño en una gran hoja de papel de embalar. Abrió la puerta que daba a la sala y salió una gran humareda.

– ¡Dios mío! ¡Está ardiendo!

Como si fuese la creación monstruosa de algún escenógrafo loco, el escenario estaba ardiendo de punta a punta. Grandes llamas amarillas saltaban sobre el proscenio, consiguiendo un esplendor muy por encima de los poderes del gas y del calcio. Uno de los telones principales cayó en medio de una lluvia de chispas.

– ¡Mi teatro! -gritó Plunkett.

– El mayor ha ido a accionar la alarma de incendio de la esquina -dijo Cribb desde atrás-. No hay nada que usted o yo podamos hacer en un fuego como éste, señor. Es un trabajo para el capitán Shaw y sus hombres. Albert está desalojando los edificios colindantes. Salga, señor. Encontraremos a la brigada en la puerta.

Persuadieron al empresario de que se sentase en los escalones de mármol, con Ellen consolándole.

– El próximo martes hubiera tenido el mayor honor de mi vida -se lamentaba-. Que eso me sea arrebatado de esta manera, es insoportable. ¿Quién podría haberme hecho esto?

– Debe haber sido la luz de calcio, papá. Hacía tanto rato que no la vigilaban. Siempre has dicho que son peligrosas. Probablemente haya habido una explosión en el depósito del calcio.

Albert se les unió.

– No hay nadie en ninguno de los edificios adyacentes, sargento. No debería haber heridos, aunque se produzcan grandes daños materiales. ¿Está usted seguro de que no hay nadie en el Paragon, señor Plunkett? Es un edificio muy grande y… -Se detuvo y se volvió hacia Cribb-. ¿Qué le ha sucedido a Beaconsfield?

El sargento llevaba distraídamente colgada la correa de una mano.

– ¿El perro? -Echó una mirada al vestíbulo, denso de humo-. No debería tardar mucho.

Albert se volvió hacia Cribb horrorizado.

– ¿Quiere usted decir que está ahí? ¿Le dejó usted entrar en ese infierno?

– Fue antes de que supiésemos que el lugar estaba ardiendo, cuando salió la señorita Blake, de hecho. Tenía curiosidad por echar una mirada dentro y por eso le solté.

– Eso no me parece que pueda ser un comportamiento propio de Beaconsfield -dijo Albert amargamente-. Pobre animal, debe de haberse quemado vivo. ¿Cómo se lo diré a mamá? Le dedicará a usted todos los insultos de los que su lengua sea capaz.

– Le puede usted decir que estaba ayudando a la policía en el cumplimiento de su deber -dijo Cribb con altanería-. Un momento. Mire por allí.

Abrió completamente las dobles puertas. A través del humo sofocante que lo envolvía todo horriblemente por delante de ellos era posible distinguir algo pequeño y blanco que se dirigía hacia ellos con movimientos bruscos. El trasero de Beaconsfield. Estaba luchando heroicamente para arrastrar algo que sostenía firmemente entre sus mandíbulas. Cribb corrió a ayudarle. El hombre y el perro agarraron juntos el maletín y lo llevaron hasta los escalones de fuera.

– ¡Bien hecho, Beaconsfield! Un poquito chamuscado por las orejas y necesitando un buen baño, pero no te ha sucedido nada peor por tu escapada. -Cribb abrió el maletín, sacó algo y se lo dio al agradecido perro-. Anís. Una fuerte atracción para cualquiera de la especie canina, incluso para una bestia aletargada y vieja como ésta. Y ahora ¿qué es esto que hay en el bolso? Un buen fajo, señor Plunkett. En otras palabras, sus quinientas libras.

Plunkett movió la cabeza, perplejo.

– Pero creía que el hombre y la mujer que secuestraron a Ellen se lo habían llevado.

Cribb le dio unas palmadas en el lomo a Beaconsfield.

– Y si no hubiese sido por los esfuerzos de aquí mi chamuscado ayudante, me hubiera sido difícil probar que no.

– Pero ¿para qué se buscaron tanto trabajo si no se iban a llevar el dinero, por el amor de Dios?

Cribb abrió sus manos como un prestidigitador al final de un truco.

– Porque nunca existieron. Su hija, la señorita Blake, se los inventó, ¿no es así, señorita? Nadie la secuestró. Ha estado tan libre como usted o yo durante estas veinticuatro horas. Me atrevo a aventurar que escribió aquella carta en alguna cómoda pensión.

Ellen Blake metió la cara entre sus manos.

– ¡Eso es una sugerencia infame! -le dijo Plunkett a Cribb-, ¿Por qué me haría Ellen una cosa así?

– Esa es una pregunta que sólo la señorita puede responder, señor, pero creo que tiene algo que ver con Albert.

– ¿Conmigo, sargento?

– Y vean lo que ha conseguido, caballeros: el Paragon en llamas y a punto de ser destruido, a menos que la brigada llegue pronto, la función del martes cancelada y el honor de Albert a salvo. Y si yo no estuviese a punto de arrestarla, creo que estaría haciendo planes para casarse con usted, Albert.

– ¿Arrestar a Ellen? ¿Con qué cargo, por el amor de Dios?

– Escoja usted mismo, señor. Obtener dinero por medio de fraude, incendiar, o asesinar. El asesinato de la señorita Lola Pinkus envenenándola. Tengo un furgón de policía esperando al final de la calle, señorita, y le agradecería que me acompañase usted a la comisaría de policía más próxima.

Plunkett colocó protectoramente su brazo delante de su hija.

– Eso es una locura, sargento. Haré que le separen del servicio. Tengo amigos en Scotland Yard, ya lo sabe. Usted no puede hacer acusaciones como esas sin…

Por primera vez, Ellen habló, con una voz de estudiada calma.

– Padre, al menos ten la bondad de dejar que haga frente a lo que me espera con dignidad. ¿No te das cuenta de que tus intrigas me han llevado a esto? Ya no quiero más intrigas. Quédate aquí y contempla cómo se quema tu teatro de variedades, y ruega para que las llamas purifiquen tu alma. Albert, querido mío, mi pobre inocente, si alguna vez llegas a comprender mis acciones, piensa que no había nada que tú hubieras podido hacer para alterarlas. Me vendrás a visitar si lo permiten, ¿verdad? Ya se oye el coche de bomberos, sargento. Estoy dispuesta para ir con usted.

– He estado examinando su informe, sargento -dijo el inspector Jowett en el Yard el lunes siguiente-. La señorita Blake ha hecho una confesión total, ¿no es así?

– Así es, señor. Anexo uno.

– Ah, sí. ¿Qué cree usted que hace que una joven se vuelva tan depravada?

– Una fuerte vena de puritanismo -dijo Cribb-, y el encaprichamiento por un joven. Una combinación poderosa, señor.

– Puritanismo, ¿en una cantante de variedades?

– Sus canciones eran totalmente respetables, señor. Desaprobaba totalmente las cancioncillas que cantaban en las funciones de medianoche. Y tenía una opinión muy pobre del método de su padre para reclutar artistas.

– ¿Los accidentes?

– Sí. Cuando se planeó un accidente para el teatro en el que aparecía Albert, se alteró muchísimo. No quería que el joven que ella admiraba fracasara, ¿sabe?; por eso nos envió un mensaje anónimo.

– ¿Creyendo que la policía evitaría el accidente?

– Posiblemente, señor. Estaríamos en el escenario tan pronto como sucediera, y así fue. Entonces fue cuando conocimos a la joven. Después, cuando averiguamos que Albert estaba en Philbeach House y encontramos la conexión con el Paragon, hizo una cosa extraña, señor.

– ¿Qué cosa?

– Sabía que éramos oficiales de policía cuando nos vendió las entradas para la función, la función normal, no la de medianoche, pero no advirtió a su padre de quiénes éramos. Y, de hecho, se ofreció para acompañarnos a ver la parte de atrás del escenario, y nos dejó allí para ir a hacer su número en el Grampian. Eso era como ponernos la pista delante de las narices, señor. Naturalmente, miramos un poco por allí y descubrimos los barriles de Bellotti, la segunda conexión segura con Philbeach House. Habíamos visto llegar el cesto de Beaconsfield cuando comprábamos las entradas, si lo recuerda. Fue entonces cuando empecé a sospechar de la señorita Blake. Estaba claro, por la conversación que tuvimos aquella noche, que ella desaprobaba totalmente a su padre.

– Pero es de suponer que usted no se dio cuenta entonces de que volvería desde el Grampian al teatro de medianoche para envenenar a la señorita Pinkus.

– No señor -dijo Thackeray-, pero tuvo mucho tiempo para hacerlo. Podía pasar inadvertida en el Paragon mientras no se cruzara con su padre. Cogió el ácido que se guardaba para fumigar la sala y echó en el vaso el suficiente para matar a Lola.

– Pero, ¿y para qué? ¿Dónde estaba el motivo, sargento?

– Lola no significaba nada para Ellen Blake, es verdad, excepto como una posible rival en el afecto de Albert, si tenemos en cuenta que Lola era aficionada a coquetear, señor. Creo que en aquel momento la señorita Blake estaba desesperada por salvar la reputación de Albert. Podía ser su última oportunidad de hacer algo para que cerrasen el teatro. Una muerte súbita, tanto si la consideraban un accidente, un suicidio, o incluso un asesinato, parecía el mejor plan. Disponía del veneno mortal, y eso le sugirió el método. Sólo había un número en el que pudiese usarlo, y ése era el del mago. Por eso, Lola debía ser la víctima. Fría lógica. Es el resuelto modo de la asesina. El despachar a una vulgar chica de las variedades no era nada comparado con la mancha en la reputación de Albert. Ellen Blake era una fanática, ¿sabe? Tenía que impedir que Plunkett siguiese con su espectáculo, y la violencia era el camino más apropiado para detenerlo. Con lo que ella no había contado era con la… razón primordial por la que la función del siguiente martes debía proseguir.

– No vamos a volver de nuevo a eso -dijo Jowett, moviéndose en la silla-. Le recuerdo que le envié a Philbeach House para investigar la muerte. ¿Qué descubrió usted allí?

– Lo bastante como para eliminar a otros varios sospechosos, señor. La madre de Albert ya sabía que no podía haber sido la envenenadora, porque ya estaba subida en su globo cuando llevaron la mesa del mago a los bastidores. Albert y la señora Body se estuvieron haciendo compañía el uno al otro en Philbeach House aquella noche, por tanto, dudaba que ninguno de ellos pudiera burlar al otro para llegar a Victoria. El mayor estaba tocando en la orquesta, donde yo le veía. Eso me dejó con Plunkett y la señorita Blake, y no podía imaginarme a Plunkett matando a la chica en su propio teatro, aunque tuviese un motivo. Lo hubiese puesto todo en peligro.

– Así, usted dedujo que la señorita Blake era su asesina.

– Sin duda, señor. Aunque necesitaba pruebas, y no las podía obtener sin ir de nuevo al Paragon para interrogarla. Eso hubiese sido contrario a sus órdenes, señor. No soy un loco.

– Ya lo sé, sargento.

– Calculé que, en cuanto la señorita Blake creyese que la jauría estaba sobre la pista, trataría de evadirse hacia la libertad. Diez a uno que primero correría hacia Albert, y yo estaría esperando allí, en Philbeach House, para encontrármela.

– Por eso es por lo que usted envió al mayor para que interrogase a Plunkett, simplemente para sembrar el pánico en su hija de manera que ella corriese hacia su trampa.

– Así es, señor, pero ella ya se había ido cuando el mayor llegó allí. Fue más lista que nosotros. Al principio temí que se hubiese escapado en el tren de la noche hacia Dover y que ya estuviese en Francia. Mi único recurso era ir a Philbeach House inmediatamente y ver si Albert aún estaba allí. Aunque parezca mentira, estaba, y no había visto ni rastro de la joven. Fue casi un alivio cuando Plunkett llegó allí con la nota del rescate, se lo digo de veras. Supe en cuanto lo vi que ella había ideado un plan para alejar de ella la sospecha. Al mismo tiempo, hacía de Albert el instrumento de su rescate, y un héroe a los ojos de su padre. Iba a esconder el dinero del rescate en el Paragon para utilizarlo más tarde en dar a Albert los medios para dejar Philbeach House y casarse con ella.

– Así pues, decidió permitir que el rescate fuese recogido.

– Sí, señor. Pero unté el maletín con anís, puse un poco más dentro y utilicé a Beaconsfield para que lo descubriese por el olfato. Pero yo no autoricé el fuego.

– ¿Prendió fuego al teatro deliberadamente?

– Sí, señor. El incendio del Paragon servía a sus propósitos mejor que su plan original, ya ve. Albert se salvaría de tener que actuar el martes siguiente, el maletín sería destruido por las llamas, de forma que podría decir que se lo habían llevado los secuestradores, y su padre ya no podría poner en marcha ningún espectáculo indecente más. Quinientas libras del dinero de su padre no eran demasiadas para que se convirtiesen en humo en nombre de la decencia. Afortunadamente, el perro hizo bien su trabajo y rescató el dinero. Es un animal ridículo ese Beaconsfield, pero le tengo un cierto aprecio. Cuando vi que salía humo del teatro estaba casi más preocupado por el perro que por la prueba.

Jowett se levantó, rodeó el escritorio y puso una mano sobre el brazo de Cribb, en una sorprendente exhibición de afecto que hubiese hecho sospechar a cualquiera.

– En el fondo creo que es usted un sentimental, sargento. Pero lo ha hecho bien. Investigación de primera clase, que no será olvidada.

– Gracias, señor.

– Sin embargo, hay una cosa que debo mencionar. Un caso como éste tiene ramificaciones en otros lugares, ¿sabe? Esas pequeñas funciones del Paragon tenían bastantes seguidores en ciertos círculos.

– Soy consciente de ello, señor.

– Espléndido. Entonces comprenderá usted la desilusión que van a sentir por la cancelación de la función del próximo martes. Ah -el inspector Jowett levantó la mano para acallar a Cribb antes de que pudiese decir una palabra-, ya sé que no fue culpa suya el incendio del Paragon. ¿Cómo podía usted haber previsto una catástrofe así? Pero me temo, que, a pesar de todo, cuando algunos clientes de los espectáculos de medianoche lean los periódicos, creerán erróneamente que usted se quedó allí sin hacer nada mientras el teatro se quemaba.

– Envié a buscar a la brigada al momento, señor -protestó Cribb.

– Ya lo sé, sargento. Ha observado usted una conducta ejemplar durante toda la investigación. No es culpa suya que el sitio sea ahora un montón de ceniza. Y eso lo sostengo ante quien diga otra cosa. Pero usted comprenderá, espero, que el Yard no quiera sobrevalorar la parte que ha jugado en esos sucesos.

Cribb hizo una moderada inclinación de cabeza.

– En resumen, sargento, informé a los caballeros de la prensa, cuando vinieron, de que la detención de la señorita Blake y, por supuesto, la iniciativa de esta investigación, deben ser atribuidas a ese detective privado, el militar ése, mmm…

– El mayor Chick.

– El mismo. The Times escribió un excelente artículo sobre él en la edición de esta mañana. ¿Todavía no lo ha visto? Después de todo, él tenía mucho que ver en todos los acontecimientos que describe usted en su informe. Una noticia como ésa debería ayudarle muchísimo en el ejercicio de su profesión.

– No lo dudo, señor.

– Eso no significa que la parte que usted tuvo en la investigación pase inadvertida, desde luego. Cielos, claro que nos gusta elogiar lo que debe elogiarse, y por eso le llamé, sargento. Si nunca vuelve usted a oír una palabra de esta oficina sobre su excelente trabajo, no se imagine que simplemente he encerrado su informe en un cajón bajo llave y lo he olvidado. De hecho, el Yard ha decidido mostrarle su reconocimiento por la forma admirable en que ha llevado este delicado asunto.

– Gracias señor.

Jowett abrió un cajón de su mesa.

– El público a veces envía muestras de aprecio al Yard por la forma en que llevamos casos difíciles. Esto lo recibimos de un agradecido empresario de un teatro de variedades. Hemos decidido regalárselo.

Cribb lo aceptó de buen grado. Sólo cuando estuvo fuera de Whitehall Place abrió el sobre y examinó el papelito que había dentro. Era una entrada gratuita durante un año para el Middlesex. Se lo llevó al Embankment, hizo un barquito y lo echó al río, y se quedó mirándolo, pensativo, mientras era arrastrado por la corriente.

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