10

No hubo dificultades para la entrada de Thackeray en las filas de los tramoyistas.

– Es usted un tipo robusto -dijo el encargado-. Puede usted unirse al contingente pesado.

Tampoco hubo problema para identificar quiénes eran el contingente pesado: tres corpulentas figuras, algo separadas de los demás, de pie como los osos hambrientos de bollos en Mappin Terrace. Se les unió.

– Es dinero fácil -le confió uno, cuando los equipos se iban dirigiendo a sus obligaciones-. Sólo algunos cambios de escenas y algunos levantamientos, eso es todo. Sólo hay una cosa pesada, y es la escena de la transformación. Nunca nos sale bien, pero ¿qué esperan, si le piden a cuatro hombres que muevan media docena de decorados en el escenario y que sigan balanceando en el aire esa maldita cestilla al mismo tiempo?

– ¿La cestilla? -repitió Thackeray.

Su informante levantó los ojos. Por encima de ellos, en las cuerdas, suspendida por dos aparejos de poleas, y atada al telar, había una gran canasta.

– Esto es una sala manual, sin contrapeso; así pues, está todo controlado por nosotros. Hay un par de tipos ahí arriba en la galería de trabajo con las cuerdas, pero todo el trabajo muscular se hace desde aquí abajo. ¡Harry!

Una voz respondió desde la galería de trabajo, por encima de sus cabezas.

– Afloja tus cuerdas, ¿quieres, Harry?, y bajaremos la cestilla.

Se fue hacia un torno que había en los bastidores y empezó a girar la manivela vigorosamente. El cesto descendió lentamente, para posarse en las tablas.

– ¡Ahora lo veo! -dijo Thackeray-. ¡Una cestilla de globo!

– Así es, compañero. No parece mucho visto desde aquí, desde luego, pero cuando están dadas las luces y el viejo telón de escena brilla, te puedes sentar allí delante en la sala y creer que estás viendo a los aeronautas volando por encima de los jardines del Crystal Palace. ¡Ya lo tenemos aquí! Bajado y listo para que suba su señoría.

– ¿Se sube una señora ahí?

– De un momento a otro, amigo. Entonces nuestro trabajo es subirla otra vez con el torno y se está allí en las cuerdas del foro hasta que la bajamos para la escena de la transformación. Cuando veas a la que tenemos que subir esta noche entenderás por qué le dijimos al señor Plunkett que no queríamos lastre a los lados de la cestilla. «El realismo requiere sacos de arena», dijo. «Puede usted tener su lastre -le dijimos- o puede usted tener a la señora, pero las cuerdas no lo soportarán todo y no tendrá nada.» Eso es realismo, ¿no?

– Indudablemente -dijo Thackeray-, ¿Qué debo hacer esta noche?

– Es mejor que me ayudes primero con el torno, y después te pondremos en los accesorios, moviendo las cosas pesadas hacia el centro cuando se necesiten. Ahí no te puedes equivocar.

– Eso está bien -dijo Thackeray, no muy convencido, pero la posibilidad de más explicaciones fue interrumpida por la llegada, desde el lado opuesto, de la señora del globo. En seguida se dio cuenta de por qué era imposible utilizar los sacos de arena: ella tenía el tamaño suficiente como para justificar una revisión inmediata del mecanismo de elevación. Tal como iba vestida, con un traje de chaqueta de tafetán marrón poult de soie y un gran sombrero de flores atado bajo su barbilla con un pañuelo rosa, se podría haber presentado a todos los que iban en globo como un reto, como la muía indomable o el gran tronco de abeto que nadie puede mover. Pero aunque el físico de la dama era formidable, Thackeray fijó su atención en un accesorio firmemente sujeto bajo su brazo derecho, un dogo blanco con una cinta rosa, sin duda, Beaconsfield. La aeronauta era la madre de Albert.

Thackeray se volvió al momento para apartar su cara de ella. Era horrible pensar en la posibilidad de ser reconocido en esas circunstancias. Se echó la peluca hacia delante. Rizos de plata se apoyaban en su frente, encontrándose de hecho con sus propios bigotes en la parte inferior de su rostro, y dándole el peludo anonimato de un antiguo perro pastor inglés.

– Ya se ha hecho usted el cargo, compañero -dijo su nuevo colega-. Encontrará usted un cesto allí abajo, una especie de canasta. Lo quiere en la cestilla para colocar al perro, de forma que el público pueda verlo. Tráigalo, ¿quiere?

¡La última cosa a la que se hubiera prestado voluntario! Fue a tientas en la oscuridad a buscar el cesto de Beaconsfield y se lo puso delante de la cara como si fuese un escudo. Mientras tanto, el resto del contingente pesado estaba ayudando a la madre de Albert a subirse a la cestilla del globo. Cuando Thackeray se acercó detrás del cesto, Beaconsfield ladró con excitación y se removió en los brazos de su dueña. El maldito animal había visto su cesto, ¿o había olido un aroma familiar?

– Aquí en el rincón, joven -ordenó la madre de Albert-. Ponga el cesto de canto. Te puedes sentar aquí y poner tus patitas en el borde de la cestilla, ¿verdad que sí, Dizzie? -pero Beaconsfield estaba demasiado ocupado lamiendo las manos que cogían su cesto como para escuchar aquel parloteo. Thackeray las quitó de golpe y casi huyó hacia la oscuridad de los bastidores.

– ¿Está usted lista, señora? -preguntó su compañero-. Muy bien, pues ¡estirad todos!

¡Cielos! ¡El alivio de estar doblado sobre la manivela del torno para ayudar a levantar la cestilla y su pasajera por chirriantes etapas hasta una posición en donde ya no pudieran identificar a nadie de abajo! Con tres hombres en la manivela, el trabajo llevó más de un minuto. Ni una vez miró Thackeray hacia arriba; por él, la madre de Albert, su cesto y su perro podían continuar su ascensión indefinidamente.

El sombrero de flores apareció por encima del borde de la cestilla.

– ¿Estamos totalmente seguros aquí? Parece muy lejos del escenario.

– No se preocupe, señora. Volverá a estar abajo en un momento -le aseguró alguien alegremente.

Thackeray miró el torno, fijado ahora por un simple mecanismo de trinquete. Una patada al soporte de madera haría que la cestilla del globo se hundiese a través de las tablas, el escotillón y la cantina, yendo a enterrarse en los cimientos. Cualquiera que quisiese provocar un accidente aquí no necesitaba sutilezas.

Después, el fuerte sonido de los instrumentos de viento alejó a la madre de Albert de sus pensamientos más inmediatos. ¡La obertura! Thackeray fue inmediatamente asaltado por un abrumador sentimiento de incompetencia. Los tramoyistas con sus uniformes amarillos estaban en todas partes, estirando cuerdas, moviendo decorados a mano por el escenario, subiendo por la escalera hasta la galería de trabajo. Era como estar en un clíper cuando se hacía a la mar: terriblemente emocionante, a menos que uno intentase hacerse pasar por uno de la tripulación. ¿Qué demonios hacía un hombre del Departamento de Investigación Criminal en esta situación? Ciertamente, no quedarse donde estaba. Al ver un gran decorado a su derecha, le dio la vuelta con cuidado y se vio en una situación que es de esperar no tenga precedentes en los anales de Scotland Yard.

Se encontró en medio de un apretado grupo de mujeres jóvenes casi desnudas. Tan apretadas estaban contra su persona que era totalmente imposible observar qué llevaban puesto, si es que llevaban algo. Se puso colorado hasta la raíz del pelo. Era impensable cualquier otro movimiento. Sólo podía permanecer allí hombro con hombro junto a ellas (como escribió posteriormente en su diario) y someterse al contacto físico. ¡Una experiencia insoportable!

– Ten cuidado con tus bigotes, precioso -le rogó una pelirroja del grupo-, me estás quitando el rímel de las pestañas.

Mantuvo en alto la barbilla, con los ojos cerrados y las manos apretadas a los lados. No había nada que durase eternamente. Casi con toda seguridad, se encontraba ahora todavía firmes, pero totalmente solo. Únicamente por su papel de investigador se volvió a mirar al escenario, en el que se había corrido el telón. Sus tan recientes íntimas estaban colocadas en dos círculos y bailaban como salvajes.

Después de todo no estaban desnudas, pero era fácil ver cómo se había llevado esa impresión. Zonas de carne descubierta brillaban descaradamente a la luz de calcio. Faldas temerariamente divididas, desde las caderas hasta la orilla, revelaban no sólo las medias de seda negra que llevaban las bailarinas, sino también los medios de suspensión de éstas. Por encima de la cintura, la única prenda importante que llevaban era unos guantes hasta el codo de cabritilla negra; la flagrante indecencia era sólo impedida por unos trozos cortos de gasa y grandes cantidades de suerte.

– Eso no es nada, amigo -dijo una voz detrás de Thackeray-, Espera sólo a que lleguen las estatuas vivientes. Si tú crees que esto es fuerte, aquello te va a hacer arrastrar a paso de tortuga el maldito decorado. Esto son sólo los hors d’oeuvre, muchacho.

Se volvió.

– Sam Fagan -dijo el que hablaba, alargando una mano-. Cabeza de cartelera en mis tiempos, pero aquí sólo un relleno. Esta clase de público no se aficiona a mi tipo de humor. Es lo picante lo que han venido a probar, las cosas tentadoras que no se ven en los teatros baratos. Aquí todos son personas distinguidas, ¿sabes? El señor Plunkett no permite que haya chusma en la función de medianoche. Miembros del parlamento, pares del reino, mariscales de campo y generales. ¿Y qué puede un cómico barriobajero como yo decir a un público de clase alta como ése? Te lo digo yo, no están interesados. Ni tampoco vale la pena que me ponga así de elegante. Daría lo mismo que me pusiera mi traje a cuadros y mi nariz colorada. -Aún así, comprobó el ángulo de su sombrero de seda en un espejo que colgaba del armazón de madera del decorado. El esfuerzo de años en busca de las carcajadas se reflejaba en su rostro. Tenía la sonrisa de una gárgola-. El poema debería hacerles partirse de risa. Escucha, si no lo conoces. ¡Ey!, aquí vienen las chicas.

Las bailarinas hicieron sus últimos vistosos levantamientos de piernas, movieron las caderas, tiraron besos hacia las candilejas y se fueron contoneando hacia los bastidores, volviendo a apiñarse en torno a Thackeray, algunas de ellas cogiéndose a sus brazos para sostenerse mientras se desataban las botas. Sus brillantes cuerpos despedían olas de calor.

– Pero ¿qué tiene ahí Plunkett esta noche? -preguntaba airadamente la pelirroja-. Enseñas más pierna de la que haya visto nadie aparte de en la jaula de la jirafa y meneas las tetas arriba y abajo como boyas con marea alta y ¿cómo suena el aplauso? Como dos lenguados mojados que se dejan caer sobre un mármol. Ni un puñetero silbido… Parece una reunión de muertos. ¿No os parece?

Nadie contestó. Quizá no tenían aliento suficiente. Realmente, la respuesta del público había sido poco entusiasta. Thackeray supuso que si Fagan estaba en lo cierto y pares y parlamentarios estaban realmente presentes, la fría recepción no era tan de extrañar. Gente de esa clase no estaba acostumbrada a tales exhibiciones. Algunos de ellos probablemente se habrían marchado asqueados. Plunkett debería encontrar algo de mejor gusto si esperaba atraer a la aristocracia al Paragon. Sam Fagan, al menos, tenía el talento de ver que las vulgaridades no estaban bien esa noche. Estaba recitando La silla de mimbre.

Nadie parecía necesitar ningún accesorio pesado y la madre de Albert estaba todavía segura en las cuerdas, por eso, cuando las bailarinas se hubieron dispersado (no sin guiños), Thackeray prestó su atención al poema. Para ser un hombre pequeño, Sam Fagan poseía una buena voz. Uno de los hombres encargados de los accesorios del otro lado había traído un gran helecho en una maceta y Fagan estaba de pie a su lado, dirigiéndose al público, pero volviéndose de cuando en cuando para dirigir una mano fláccida hacia los bastidores. Como rapsoda, le faltaba la brillantez de artistas con más tablas, pero era una interpretación vigorosa, aunque el énfasis pareciese algo desigual en algunas partes. El rasgo inquietante del recitado era la forma en que era recibido. Algunas partes del público se partían de risa abiertamente. Como mérito de Fagan hay que decir que no estaba en absoluto desanimado; quizás el ensayo en Philbeach House le había endurecido para tal prueba.


Sólo se sentó un momento en este lugar.

Llevaba un pañuelo en el cuello y una sonrisa en la cara.

Una sonrisa en la cara y una rosa en su pelo.

Y se sentó allí y floreció en mi silla de mimbre.


Hizo una pausa, devolviéndoles la sonrisa a los que se burlaban, que ahora, lamentablemente, parecían ser la mayor parte de los espectadores.


Y así he apreciado mi silla desde entonces

Como el santuario de un santo o el trono de un príncipe;

Declaro a Santa Fanny mi dulce patrona,

La reina de mi corazón y de mi silla de mimbre.


¿Dónde estaba el humor? Thackeray empezaba a creer que los teatros de variedades no eran el lugar apropiado para la poesía seria.

Luego bajaron las luces, indudablemente como efecto según se recitaba el verso final del poema, pero el público apenas podía contenerse, silbando y gritando tan groseramente como lo había hecho el del Grampian. ¡No puede encontrar a su Fanny!

Alguien tiró de la manga de Thackeray.

– Empuja esto hasta el medio. No demasiado deprisa.

¿En medio del escenario? ¡Dios mío! Gracias a Dios que el lugar estaba a oscuras.

Miró el accesorio. ¡Claro, una silla de mimbre! Y en ella sólo pudo ver a una joven sentada, presumiblemente una representación teatral de Fanny. Por San Jorge, había alguien en el Paragon que era un genio para los efectos escénicos. Empujó el respaldo de la silla; iba sobre ruedas y se movía fácilmente. Fagan ya estaba empezando la estrofa:


Cuando las velas se van apagando, y la compañía se ha ido,

En el silencio de la noche cuando me siento aquí solo,

Me siento aquí solo, pero todavía somos dos

Veo a mi Fanny en mi silla de mimbre.


La luz de un foco fluyó desde las bambalinas alcanzando a la silla. Thackeray reaccionó dando un salto lateral tan limpio como podría uno esperar ver fuera de un cuadrilátero. Sonrió entre las sombras. ¿Quién hubiese creído que era su primera noche como tramoyista? Un instante después la sonrisa se le congeló y casi se cayó. Lo que lo provocó no fue el impresionante e inesperado rugido del público, sino lo que vio. La joven en la silla no llevaba nada encima.

Thackeray se dio una palmada en la frente. Treinta años en la policía tendría que servir para algo en esta situación. Su primer impulso fue restaurar el orden arrastrando la silla de nuevo a la oscuridad, pero eso entrañaba el riesgo considerable de derribar a la que la ocupaba. Eso era impensable. Luego pensó tratar al público como si fuese un caballo desbocado, y saltar protectoramente delante de la silla con los brazos extendidos y agitándolos. En uniforme lo hubiese hecho, pero no vestido de satén amarillo y con medias blancas.

Antes de que pudiese pensar en otro recurso, alguien, misericordiosamente, bajó el telón. Le echaron un abrigo a la joven y se levantó, se lo puso sobre los hombros y pasó por delante de Thackeray para salir del escenario, tan indiferente como si estuviese de compras por el Strand. Sintió una trémula sensación en la zona de las rodillas. ¿En nombre de Robert Peel, en qué estaba participando?

– ¡Moveos por ahí! -gritó alguien-. La escena de la transformación.

Otras figuras con librea estaban ya luchando con los decorados y trepando por las escaleras de la galería de trabajo.

– Haga lo que le ordenen, como los demás, ocurra lo que ocurra -había dicho Cribb, pero ¿podía haber concebido algo tan horrible como lo que acababa de tener lugar?

– ¡El torno, chico! -vociferaba alguien-, ¡Te necesitan en el torno!

En una conmoción de escandalizada confusión se fue tambaleando hacia los bastidores y tomó su puesto en la manivela, al lado de otro del contingente pesado.

– Muy bien. Ella baja unas quince vueltas de manivela hasta que queda bien centrada -le explicó su compañero-. Cuando suelte el gatillo, quiero que tú la sostengas. Aguanta como si fuese tu madre la que estuviese ahí arriba. ¿De acuerdo?

Thackeray asintió. Soltaron el gatillo de mano. Aseguró y agarró la manivela encarnizadamente. La costura de atrás de la parte de abajo de su chaqueta empezó a romperse por el esfuerzo. ¡Por Júpiter!, era un trabajo más duro dejar bajar suavemente a la madre de Albert que subirla con el torno. Incluso antes de que se hubiesen dado las quince vueltas a la manivela, Harry, en la galería de trabajo, tiró de su cuerda para producir un balanceo lateral en la cestilla del globo. Al mismo tiempo, el telón se levantó, la orquesta tocó y los iluminadores dirigieron una luz azul brillante hacia la cortina de gasa que colgaba del escenario.

La madre de Albert, que pronto osciló de forma convincente contra un fondo azul, se lanzó poderosamente a cantar la canción de Nellie Power.


Montada en un globo, chicas, en un globo,

Navegando por los aires en una tarde de verano.

Montada en un globo, chicas, en un globo,

Qué lugar más oportuno para pasar vuestra luna de miel.


Desgraciadamente, o el movimiento pendular o el horror de la letra había molestado al segundo pasajero. Mientras unos compases de pianissimo buscaban comunicar las delicias aéreas de ir en globo, un triste gemido se oía claramente desde arriba. La cara de Beaconsfield se asomaba tristemente por el borde de la cestilla.

– Ahora está asegurada -dijo el compañero de Thackeray-. Puedes ayudar cambiando los decorados. No se puede uno sentar cuando está en marcha la escena de la transformación, ¿sabes?

Detrás de la cortina de gasa, un decorado exótico estaba casi montado. Un telón, decorado con un horizonte toscamente pintado con cúpulas y minaretes, ya estaba en su lugar, y una bambalina que representaba arcos orientales había sido izada desde el telar. Thackeray se unió a dos hombres que luchaban con un panel con relieves, una pieza de decorado representando un trozo de pared coronado por palmeras. Al otro lado de la cortina de gasa, la madre de Albert empezó braviamente la cuarta estrofa de Montada en un globo.

– Ahora ya está segura en su sitio -dijo uno de los hombres dirigiéndose a Thackeray-. Fíjala, ¿quieres?, mientras mi compañero y yo ponemos en su sitio los accesorios pequeños. Falta todavía poner todas esas plantas en macetas.

Se encontró a sí mismo solo, de pie, entre dos piezas de decorado, con un trozo de cuerda de ventana de guillotina atado al decorado movible de su izquierda. Hacía mucho tiempo que no se había sentido tan incapaz.

– ¡Vaya!, pero si es otra vez el tipo del peluquín -dijo una voz detrás de él-. ¿Tienes problemas, papaíto?

Era difícil volverse cuando uno era el único soporte de una gran pieza de decorado, pero le pareció reconocer la voz de la chica pelirroja del coro. A menos que hubiese encontrado algo más de ropa no estaba dispuesto de ninguna manera a mantener una conversación con esa joven.

– No sabes en lo que estás metido, ¿verdad? -continuó-. Dame a mí la cuerda. -Se introdujo con dificultad delante suyo, la cogió de su mano y la lanzó hábilmente sobre una abrazadera que había arriba, en el decorado movible de la derecha. Luego pasó la cuerda por detrás a través de la juntura y la ató debajo, con dos abrazaderas, una en cada decorado-. La atas con un nudo corredizo como éste, de manera que sea fácil deshacerlo cuando necesites levantar la escena.

– Se lo agradezco.

– Ahora ya te puedes ir. No se caerá. Es decir, a menos que pienses quedarte aquí apretándote contra mí.

¡Vaya idea! Se retiró como un caballo del ronzal. Ahora podía ver su pelo rojo y además bastante más de ella. Iba vestida con un chaleco de lentejuelas y pantalones de harén transparentes.

– Creo que me pueden necesitar en el torno -dijo.

– Ya era hora -dijo su compañero enojado, cuando llegó-. No puedo dar vueltas a esta condenada cosa yo solo, ¿sabes?

Delante de ellos, el balanceo de la cestilla del globo había parado y la madre de Albert estaba terminando el estribillo final. Cuando el aplauso -no fue grande- cesó, las luces azules se apagaron y la escena de detrás de la cortina de gasa se iluminó. La madre de Albert estaba precariamente apoyada en el borde de la cestilla.


Caballeros, miren lo que ha encontrado mi globo

¡Una palmera en Marruecos en el harén de un sultán!


– Vale. Subidla. ¡Quince vueltas! -dijo el hombre que estaba en el torno.

Al tiempo que la madre de Albert subía hacia el foro, subía también la cortina de gasa. Cinco mujeres jóvenes, vestidas como la que había visto Thackeray, ejecutaban lo que pasaba por ser una danza arabesca entre los accesorios y los decorados. Ahora que ya había pasado la impresión inicial, pudo reunir el ánimo suficiente para mirar la escena. El público, por lo que pudo oír, parecía realmente muy bien dispuesto hacia las bailarinas. Supuso que si uno tenía una imaginación desarrollada -y la gente de esa clase seguro que la tenía- incluso podía hacer un viaje mental a Marruecos y observar la función sin tener en cuenta las normas británicas del decoro. Si lo intentase mucho, incluso un hombre de su educación lo conseguiría. Pero un codazo en las costillas le devolvió con firmeza a Londres.

– Bájala lentamente.

La madre de Albert bajaba, y también la gasa. Thackeray se quedó obstinadamente en el torno; otros podían cambiar esta escena. Increíblemente pronto, llegó el momento de otro pareado:


A veces, ¿saben?, el tiempo es una amenaza.

Una poderosa brisa me ha traído sobre… ¡Venecia!


– ¡Maravilloso! -exclamó Thackeray, mientras la ciudad flotante se iba viendo, completada con góndolas que se movían.

– Dale a la manivela, o no van a ver nada. ¡Caray!, si crees que esto es un escenario, deberías ir a Drury Lane. Ponen de todo en aquel escenario, desde carreras de caballos hasta máquinas de ferrocarril.

– Fue la transformación lo que me sorprendió -jadeó Thackeray una vez dadas las quince vueltas.

Su compañero hizo un gesto desdeñoso.

– Decorados que bajan. Pon a un buen tío allí en el puente de trabajo y puedes convertir una pensión corriente en Buckingham Palace en diez segundos, si quieres. ¡Bien! Ya vuelve a bajar, y luego se te necesitará para las estatuas vivientes.

Quince vueltas más tarde, fue tambaleándose para informarse de su nuevo trabajo. Detrás de la cortina de gasa se construía Grecia, una serie de columnas fijadas con riostras frente a un telón que representaba la Acrópolis.

– ¿Es usted uno de los fuertes? -le preguntó alguien.

– Sí.

– Bien. Bien. Ésta es suya. Afrodita. Baje bien la cabeza, no dé sacudidas y vigile al Pensador que viene hacia usted desde el otro lado.

– ¿Afro…?

– La señorita Penélope Tring. Póngase en posición y ella se subirá en seguida.

Una estructura de madera sobre pequeñas ruedas, que no era muy distinta a un piano recto pintado de blanco, con dos escalones en el lado del teclado, le esperaba. Jóvenes envueltas en sábanas estaban cerca, listas para empezar. Vio dos manivelas en la parte posterior de la estructura y se cogió a ellas. Se movía con bastante facilidad. Esperó indeciso.

El último de los lacayos salió del escenario y las doncellas griegas se pusieron en arco detrás de la cortina de gasa, dejando libre la zona que había delante de Thackeray. En el bastidor opuesto podía ver a otro de los del contingente pesado agachándose detrás de un pedestal sobre ruedas parecido, pero aquél ya sostenía una estatua blanca. La orquesta dejó de tocar y la madre de Albert hizo su introducción final, pero Thackeray no oyó ni una palabra. La señorita Penélope Tring estaba subiendo a su pedestal…

Al momento siguiente, el escenario estaba bañado en luz, la orquesta tocaba una melodía majestuosa y alguien le empujaba desde atrás. Automáticamente, empezó el viaje hacia el otro lado: automáticamente, porque su mente no quiso aceptar la realidad de lo que acababa de ver y podía continuar viendo si volvía sus ojos por allí. Era manifiestamente imposible que él, el detective de la policía Edward Thackeray de Scotland Yard estuviese en aquel momento cruzando un escenario vestido de satén, agachado detrás de un vehículo que soportaba una hembra vestida sólo con mallas de seda blanca. No importaba la perturbadora figura masculina viva que era empujada más allá de su derecha; no importaba el calor procedente de las vagamente rotundas áreas de blancura a su izquierda, unas cuantas pulgadas más allá de su mejilla. Todo era fantasía. Porque el sargento Cribb, a pesar de sus maneras intimidatorias nunca sometería a un hombre a tales indignidades.

– ¡Para, hombre! -le advirtió una voz a su codo-. Vas a empujar a la señora contra la pared si no pones el freno.

Cuando pararon, la señorita Tring relajó su postura y bajó pesadamente del pedestal delante de Thackeray, lo suficientemente sólida como para convencer a cualquier otro de que existía. Claro que él había oído hablar, tomando pintas de cerveza, de cosas que sucedían al otro lado del Canal, de poses plastiques y tableaux vivants en teatros parisinos. Sin duda había sido por eso que su imaginación le había jugado una mala pasada produciéndole aquella ilusión. Seguro que si se pellizcaba o, aún mejor, si alcanzaba con el pulgar y el índice a la señorita Tring, seguro que ella se desvanecería. Pero algo le detenía, y en ese momento, la aparición aceptó una capa de alguien y se fue a los vestuarios.

Por encima del escenario, la madre de Albert terminó el estribillo final de Montada en un globo, bajaron el telón y también a ella y a su dogo, con alguien más que ayudaba en el torno. Pero no hubo respiro para Thackeray.

– Lleva esto al centro -le dijo uno que estaba mirando-, y ponlo en la zona azul. -Se encontró llevando una especie de paragüero hecho de cromo y que contenía una impresionante colección de espadas-. Para el ilusionista -le dijeron-. ¡Muévete, condenado!

¡Espadas! Sus pensamientos volvieron al infortunado mago languideciendo en Newgate, y su fracasado truco de la chica en la caja. ¿Tendría el que perpetró esos «accidentes» (si es que existía tal persona) la audacia de repetir aquí su maldad? Recordó las palabras de Cribb: «Lleve a cabo sus órdenes…». Fue hacia el medio y encontró la zona azul. En cualquier caso las espadas habían tenido un buen efecto sobre él: las ilusiones se habían desvanecido de su mente y era totalmente consciente de los peligros de la actual situación. Le espetaron otra orden:

– Sólo la mesa ahora. En el cuadrado amarillo.

Aquello parecía bastante inofensivo, gracias al cielo. Una mesa de cartas con una funda de seda que tenía la impedimenta del mago, un sombrero de seda, varita, guantes y un vaso que contenía un líquido rojo.

Corrieron de nuevo la cortina casi antes de que él hubiese llegado a los bastidores, y desde el otro lado, un artista con corbata blanca y frac había ocupado el escenario. Thackeray le reconoció al momento como uno de los huéspedes de Philbeach House, y pronto se hizo patente la razón por la que había estado allí. El hombre tomó una de las espadas, echó hacia atrás la cabeza, abrió totalmente la boca e introdujo lentamente la hoja hasta que la empuñadura estuvo a seis pulgadas de sus dientes. ¡El tragasables!

Retiró la hoja y repitió nuevamente la hazaña con espadas más anchas, acompañado por redobles de tambor. Entre bastidores, Thackeray suspiró aliviado cada vez que las armas salían igual de limpias y relucientes como habían entrado. No durante mucho tiempo, sin embargo. Como si el tragarse sables no fuera lo suficientemente espectacular, el artista sacó una caja de cerillas, encendió una mecha y comenzó una exhibición de tragafuegos. ¡Verdaderamente! Gente así, ¿se merecía que los protegiera la policía?

– Lores, señoras y caballeros, como número final -dijo el tragasables, una vez hubo concluido el tragar fuego sin problemas-, y para su deleite, me gustaría presentarles a mi encantadora ayudante, ¡la señorita Lola!

Salió corriendo al escenario desde detrás de Thackeray, rozándole con su capa al pasar. Lola Pinkus, como la señorita Tring, había encontrado un nuevo puesto en la profesión. Hizo unas reverencias encantadoras, sacudiendo sus rubios rizos hacia atrás al enderezarse. ¡Qué estimulante ver finalmente a una joven vestida decentemente de la cabeza a los pies!

– ¡Quítatelo! -pidió un grosero de entre el público.

– Tenga usted paciencia, señor, por favor -le rogó el tragasables-. Ustedes piensan, amigos, que han visto demasiado poco de la señorita Lola. Pronto verán menos. De hecho, ella se desvanecerá completamente ante sus propios ojos. -Cogió el vaso-. Aquí está el fluido más maravilloso del mundo…

– ¡Ginebra! -gritó alguien.

– ¡No señor! Ni siquiera la ginebra tiene las propiedades de este particular brebaje. Si usted se toma un sorbo, en unos segundos, desaparecerá usted totalmente. Y tengo que decirles que no puede ser comprado después por caballeros que quieran experimentarlo con sus suegras. Ahora, señorita Lola, ¿quiere usted darme su capa? Nuestros amigos del público querrán ver que es usted realmente de carne y hueso, y no simplemente una ilusión.

¡Incluso en este número! Thackeray advirtió una deprimente igualdad en el entretenimiento. Fuese cual fuese su lugar en el cartel, el objeto de las funciones parecía ser la exhibición del sexo débil en distintos grados de indecencia. Lola Pinkus estaba más adecuadamente vestida que la señorita Tring, pero algo menos de lo que la respetabilidad hubiese requerido en, por ejemplo, unos baños para señoras solamente. Y los espectadores se comportaban de manera intolerable, silbando y gritando como si no hubiesen visto nunca antes una mujer medio desnuda. Quizás no la habían visto. Thackeray hizo un gesto de desprecio. Después de todo, había algunas compensaciones en una educación humilde.

– Ahora invitaré a la señorita Lola a tomar este vaso del fluido mágico -anunció el tragasables, cuando se le pudo oír-, Y luego deben ustedes mirar atentamente, ¡porque ver es creer!

Lola se le acercó y tomó una postura con particular cuidado. Thackeray vigilaba atentamente. El ya tenía una idea de cómo podría efectuarse la desaparición. Comenzó el redoble de tambores. El tragasables hizo algunos movimientos espectaculares con la capa. Las candilejas y las luces laterales se desvanecieron, dejando un único haz de luz sobre los artistas desde la galería. Lola levantó el vaso, lo bajó y bebió. Simultáneamente, el tragasables la ocultó a la audiencia con la capa. Con un chillido totalmente convincente, cayó por la tapa del escotillón sobre la que estaba. Las luces volvieron. Apartó la capa para mostrar que se había llevado a cabo la desaparición. Se oyeron exclamaciones de asombro desde la sala.

– ¡Ver es creer! -gritó el tragasables.

– ¡Y aquí estoy! -gritó una voz desde arriba de la galería. Todo el mundo se volvió a ver. Allí estaba ella con sus lentejuelas y poco más, saludando triunfante. Recibió un atronador aplauso. Pocos de los presentes podían darse cuenta, como Thackeray, de que no estaban viendo a Lola Pinkus sino a su hermana Bella.

El tragasables extendió una mano señalando a la galería, hizo una reverencia, dio un paso atrás y saludó de nuevo.

Corrieron el telón. Cuando se dirigía hacia los bastidores uno de los tramoyistas corrió a su encuentro. Parecía prever lo que tenía que decirle.

– Ese grito…

– Así es, señor -dijo el tramoyista-. También lo oímos nosotros desde abajo, un momento después de que atravesase la escotilla. Estaba ya muriéndose antes de llegar al colchón, señor. No estaba consciente. Se retorció una o dos veces y se quedó rígida.

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