14

El sábado por la mañana encontró a Cribb y a Thackeray sentados en un autobús que iba hacia la calle mayor de Kensington. Era un viaje sin alegría. La primera niebla invernal oscurecía casi totalmente la interesante actividad de las aceras. Los pasajeros sólo podían ver lo que sucedía a un metro de la ventana: las agitadas cabezas de los caballos de los coches, el parpadeo de los faroles de los carruajes y los toscos anuncios de cacao y cerillas de seguridad en los lados de los autobuses que pasaban. Thackeray estaba sentado hacia adelante, con los codos sobre sus rodillas, y los pies manipulando inútilmente un paquete de cigarrillos por entre la paja que había en el suelo. Era lo bastante listo como para saber cuándo no era aconsejable conversar con Cribb; así pues, dejó que continuase el monólogo del sargento, respondiéndole con puras fórmulas a intervalos decentes.

– No pido mucho, Thackeray. No soy quisquilloso con las horas que trabajo, los casos que me encomiendan, o la compañía con la que me tengo que codear. Usted no ha encontrado nunca que yo sea un hombre difícil, ¿verdad? Hay bastantes descontentos en el Cuerpo, pero nunca me he contado entre ellos, aunque he tenido más motivos de queja que la mayoría. Pero un oficial tiene derecho a buscar apoyo en sus superiores, ¿no? ¡Superiores…! ¿Sabe usted dónde demonios le encontré finalmente, después de haber pasado una hora y media convenciendo a Scotland Yard de que era lo suficientemente importante como para molestarle aunque estuviera fuera de servicio? ¿Dónde cree usted que le encontré?

– No lo sé, sargento. ¿En su club?

– En el acuario de Westminster, mirando con ojos saltones una pecera. «Ah -me dice-, no sabía que usted fuese ictólogo, sargento.» ¡Usted y yo corriendo por ahí como locos, intentando evitar una catástrofe nacional, mientras el inspector Jowett estudia los hábitos de los peces de colores! «Siento muchísimo tener que invadir su intimidad -le digo yo-, pero es un asunto de primordial importancia que detengamos la próxima función en el Paragon.» Después le conté lo que me dijo la señora Body, y ¿qué cree usted que me ha dicho cuando lo ha oído todo? «Oh -ha dicho, con la nariz todavía pegada al cristal-. Lo sé todo acerca de eso. No es preciso que se inquiete, sargento. Vuelva usted a sus interrogatorios a las chicas del coro y deje los asuntos de Estado en manos de los que entienden.» No creo que tengan ninguna intención de detener esa función, Thackeray.

– Usted ha cumplido con su deber de todos modos, sargento. No puede hacer más que eso, a menos que pueda usted acusar a Plunkett de asesinato antes del martes.

– Quizás me esté convirtiendo en un cínico -dijo Cribb-, pero tengo el presentimiento de que no hay ningún futuro en acusar al señor Plunkett de nada. Es uno de los peces más gordos de los que Jowett vigila. Usted y yo somos pececillos, agente. Ah, se puede montar un caso muy bonito contra Plunkett. Como empresario, tenía todas las oportunidades de envenenar a Lola Pinkus. Nadie cuestionaría su aparición en los bastidores o el que tocase los accesorios. Él conocía perfectamente el orden de las actuaciones y las costumbres de Virgo. El veneno estaba disponible en la casa, y la puesta en escena del asesinato fue muy profesional, ¿no es así? No dificultó lo más mínimo el espectáculo. Y él también fue de los primeros en llegar a la escena del crimen después.

– Pero, ¿por qué iba a querer envenenar a la chica, sargento?

– Plunkett tiene mucho dinero y muchas cosas que prefiere guardar para sí. Pudiera ser que Lola estuviese intentando chantajearle. Un hombre de esa clase no va a permitir que una chiquita del espectáculo se interponga en su camino. Por eso, la quita de en medio de la forma más limpia posible. Si no hubiésemos estado allí hubiese echado la culpa a un ataque de corazón y la chica hubiese sido enterrada al día siguiente.

– ¡Monstruoso!

– Eso es sólo teorizar, por supuesto. Necesitaríamos estar seguros del motivo. Pero mientras estemos bajo las órdenes de mantenernos alejados de Plunkett no será probable que encontremos uno.

– Le hace sentirse a uno totalmente impotente, sargento.

Por primera vez aquella mañana, el brillo volvió a sus ojos.

– No me ha afectado tanto como eso, agente. Sin embargo, tengo en la cabeza una posibilidad, sólo una posibilidad. Si la ley no puede acercarse al señor Plunkett, eso no impide a un detective privado acercársele.

– ¡El mayor Chick! Por eso es por lo que vamos a verle, ¿no?

– Ésa es una razón, Thackeray. Hay varias cosas que quisiera conocer del mayor. Además, nunca he visto a un investigador privado en su casa, ¿y usted?

La dirección del mayor Chick estaba a unos dos minutos andando desde la parada del autobús; una serie de habitaciones en el primer piso de una gran casa que daba al parque Holland. Un ama de llaves les dejó entrar y les acompañó arriba preguntando tímidamente, «¿les esperaban?», antes de llamar a la puerta de Cribb. La abrieron bruscamente.

– ¡Dios mío! Nunca pensé que llegaría el día en que… Pasen, caballeros -dijo el mayor Chick. Estaba en mangas de camisa y chaleco. Por primera vez, pensó Thackeray, lo habían visto sin disfrazar.

Si al atavío del mayor le faltaba interés en esta ocasión, la novedad de su salón lo compensaba. Entrar era una cuestión de andar con cautela por los dos lados de una amplia mesa, de al menos tres metros cuadrados. Estaba totalmente cubierta por un mapa de Londres, con el Támesis, pintado en tinta azul y de seis pulgadas de ancho en algunas zonas, sinuosamente colocado por el centro como si fuese una boa constrictor tomando el sol. Piezas de ajedrez marcaban ingeniosamente los puntos de interés: una reina para el palacio, alfiles [1] para la abadía y para St. Paul, un caballo para la Guardia Montada, una torre para la Torre, y (menos afortunadamente), peones para Scotland Yard y las diferentes oficinas centrales de División. Había también hasta cien tapones de botellas de champán, limpiamente recortados para conseguir estabilidad.

– Teatros de variedades -contestó el mayor a la pregunta que había en el ceño fruncido de Thackeray.

– Evidencia claramente su nivel de vida -comentó Cribb, con franca envidia.

El final del cuarto estaba ocupado por la chimenea, una mesa de trabajo increíblemente ordenada, en ángulo recto contra la pared, y tres sillas puestas en fila en el lado opuesto. Sobre la repisa de la chimenea había un retrato de Su Majestad, flanqueado por la bandera del Reino Unido y los colores (presumiblemente) del octavo de húsares.

– Los dormitorios están por ahí -dijo el mayor, indicando una puerta al lado de la mesa de trabajo-, y el lavabo a la izquierda. No es a lo que yo estaba acostumbrado, pero me basta. Estaba trabajando en mi diario cuando llamaron ustedes. Aquí no hay sala de ordenanzas, sargento, ya ve. El ama de llaves limpia mi dormitorio diariamente y ésa es toda la ayuda que tengo. Tengan la amabilidad de sentarse ahí y díganme qué asunto les trae. -Le dio bruscamente la vuelta a la silla giratoria de su mesa de trabajo y se sentó con los brazos y las piernas cruzados, de cara a sus visitantes.

– Se le ve a usted en excelentes condiciones, señor, si puedo decirlo -empezó Cribb-. Creí que podría usted estar en cama esta mañana, después de la hospitalidad de la señora Body.

– En absoluto -dijo el mayor-. Nunca he tenido problemas por beber demasiado. Tengo un reconstituyente de primera. Dos tercios de brandy, un tercio de pimentón. Muy recomendable.

– Lo recordaré. Es muy amable por su parte recibirnos sin que nos esperase. Mayor, no es usted un hombre de remilgos, y yo tampoco… ¿Puedo hacerle algunas preguntas muy directas?

– Si no le importa recibir respuestas directas…

– Muy bien. Desde que nos encontramos en el Grampian la noche del accidente de Albert, Thackeray y yo le hemos visto en otras cuatro ocasiones. En el Grampian entendimos que era el empresario de allí, el señor Goodly, quien había contratado sus servicios. ¿Era así?

– Totalmente.

– ¿Estaba usted allí para tomar precauciones, además de las habituales patrullas de policía?

– Sí.

– ¿Y usted investigó las circunstancias del accidente de Albert y eso le llevó hasta Philbeach House?

– Sí.

– ¿Y qué sucedió después, señor?

– Me despidieron. Le dije a Goodly lo que estaba sucediendo en Philbeach House según mis observaciones, pero una vez que él supo que no era probable que hubiese otro accidente en el Grampian, ya no necesitó mis servicios. Fui desmovilizado más rápidamente que un culí con cólera.

– Sin embargo, conserva usted su interés por el caso -dijo Cribb-. ¿Le ha contratado alguien más?

– No he tenido tal suerte -dijo el mayor-, Pero si el Yard necesita ayuda, estoy abierto a las ofertas.

Cribb sonrió.

– Bien, si nadie le paga, ¿dónde está el provecho de continuar con sus averiguaciones?

– ¡Dios!, tiene usted una mente mercenaria, sargento. Mire en ese rincón, detrás suyo.

Cribb miró de soslayo. Dos montones de periódicos, doblados concienzudamente y amontonados hasta una altura de más de un metro, estaban allí sobre una mesita.

– The Times y The Morning Post -dijo el mayor-. Soy un hombre metódico, y cuando pensé en establecerme como investigador privado, fui a ver a un viejo compañero del ejército que había hecho algún estudio sobre métodos detectivescos. «¿Cómo empiezo?», le pregunté. «Léase cada mañana las columnas de anuncios personales», me dijo. Y así lo he hecho durante ocho meses. Y se sorprendería usted del conocimiento que he adquirido, sargento. Conozco todos los remedios para el reumatismo que existen. Puedo decirle cuándo celebran la junta anual su asociación de antiguos alumnos. Es una información interesante, ya lo ve, pero todavía no me rinde beneficios.

– ¿No ha tenido usted casos que investigar, señor?

– Dos. El primero fue averiguar por dónde estuvo el chico que reparte los periódicos la semana que cogió las paperas. El segundo fue el encargo del señor Goodly. ¿Comprende usted ahora mi resistencia a dejar el caso? Ya he leído bastantes periódicos. Necesito acción. ¡Y por Júpiter, que este caso la tiene! Cuando levanté mi cuartel general de campaña aquí no preveía la investigación de un asesinato.

– Bien, pues ahora ya tenemos uno, señor, y conviene que se lleve a cabo una investigación muy urgente, como sin duda usted comprenderá.

– ¡Ya lo creo! ¿Qué pasará el próximo martes por la noche en el Paragon si hay un asesino suelto por la sala? Las consecuencias podrían ser espantosas. ¡Maldita sea, sargento! Soy un oficial… el juramento de lealtad y todo eso. Hubo un tiempo en que estaba determinado a resolver este caso solo, pero sé dónde está mi deber. Pongo mis recursos a su disposición, caballeros.

– Esto es extraordinariamente generoso por su parte, mayor -dijo Cribb, entrando en el espíritu del ofrecimiento-. ¿Discutimos la estrategia en la mesa?

Thackeray vio con incredulidad cómo el sargento cogía un elegante puntero de la repisa de la chimenea y se acercaba al mapa de Londres con aire formal. ¿Iba realmente a jugar a los soldaditos con el mayor? Los mapas y las discusiones tácticas eran casi tan propias a los métodos detectivescos de Cribb como un manual de etiqueta.

El mayor aumentó la iluminación encendiendo una lámpara de parafina que colgaba sobre la mesa. Thackeray tomó una posición en Woolwich, donde el Támesis llegaba a su límite.

– Necesitaremos algo para marcar Philbeach House -dijo Cribb-. El tapón de esa botella que está en el estante de detrás suyo, por favor, Thackeray.

El mayor Chick levantó la mano, impidiéndole cogerla.

– Es un emblema muy apropiado, sargento, pero no creo que los vapores del ácido prúsico nos ayuden en nuestras deliberaciones.

– ¿Ácido prús…? -Thackeray miró la etiqueta de la botella-. Eso es lo que dice, sargento.

– No queda mucho -dijo el mayor-, pero lo suficiente para arruinar tres prometedoras carreras, si estuviésemos aquí el tiempo suficiente con la botella destapada.

– ¿Para qué lo guarda? -preguntó Cribb, del mismo modo que si le estuviera preguntando por el animalito de la casa.

El mayor se dio una palmada en el muslo y se carcajeó estruendosamente.

– ¿Cree usted que yo…? ¡Dios mío, si yo tuviera una botella no la guardaría en mi estante! No, sargento, la cogí de Philbeach House ayer por la tarde. El difunto señor Body era algo aficionado a la ciencia, ¿sabe? Hay allí un cuarto lleno con sus chismes, instrumentos ópticos, dínamos eléctricas, imanes, aparatos fotográficos y varios estantes cargados de productos químicos. Esta botella estaba entre ellos.

– ¿Asequible a cualquiera de los huéspedes de Philbeach House? -preguntó Cribb.

– Totalmente. La habitación no estaba cerrada con llave. -El mayor le pasó la botella a Cribb-, Examínela cuidadosamente, sargento. ¿Ve usted las líneas que se han formado dentro, indicando los diferentes niveles del ácido según se utilizaba? ¿Ve usted lo claro que está el cristal entre la última señal y la pequeña cantidad restante? Debe ser al menos de unas tres pulgadas. Eso me dice que la última persona que cogió ácido de esa botella cogió una cantidad enorme. Creo que eso puede ser una prueba importante. ¿No está usted de acuerdo?

– Es un valioso hallazgo, mayor -dijo Cribb-, y me gustaría expresarle mi gratitud por entregárselo de esa forma a las autoridades indicadas. Haremos que alguien en el Yard compruebe sus teorías sobre la incrustación de dentro. Tiene usted un bolsillo de abrigo de un tamaño considerable, Thackeray. Vea si puede usted guardarlo dentro, ¿quiere? ¿Cogió usted alguna otra prueba, mayor?

Si la tenía, no lo dijo.

– En tal caso, planeemos el emplazamiento de nuestras tropas -continuó Cribb, una vez conseguido su objetivo-. Utilizaremos este medio penique para Philbeach House. Me parece que hay dos puntos en los que debemos concentrar nuestras fuerzas. -Golpeó ligeramente uno de los tapones de champán con la moneda de medio penique-. El establecimiento de la señora Body y el del señor Plunkett. ¿Algún comentario, mayor?

– Parece razonable -dijo el mayor, cogiendo aire por las narices.

– Bien. Ahora sería una estrategia prudente, sugiero, el disponer nuestras fuerzas según el número del pelotón. ¿No está usted de acuerdo, mayor?

El mayor asintió con la cabeza.

– De manera que el pelotón con mayor número de personal se concentrase en el punto del mapa donde el enemigo está dispuesto con una mayor fuerza. -Cribb volvió a golpear con el medio penique.

– Usted y el agente vayan a Philbeach House. Yo iré al Paragon -dijo el mayor-.

– Gracias, señor. Es una oferta muy generosa -dijo Cribb guardando el puntero bajo el brazo-. Estamos todos de acuerdo entonces. ¿Alguna pregunta, caballeros?

– Sí -dijo el mayor-, ¿Qué debo decirle a Plunkett?

Cribb se puso las manos a la espalda y patrulló su lado de mesa, casi dando la vuelta cada vez que llegaba al rincón. A Thackeray le parecía que se estaba divirtiendo.

– Es una misión difícil, lo sé, mayor, pero creo que es usted el único hombre que puede manejarlo. Necesitamos descubrir si puede haber habido una razón para que Plunkett matase a la señorita Pinkus. Chantaje parece ser el motivo más probable, pero necesitamos hechos. Supongo que tampoco podemos dejar de lado un motivo pasional. Amor no correspondido…

– ¿Pero no creerá usted que lo hizo el mismo Plunkett? -dijo el mayor-. Es obvio quién mató a Lola Pinkus.

– ¿Quién?

– La señora Body. Ella tenía a mano la botella de ácido de su esposo, detestaba a Lola Pinkus porque la chica estaba haciendo la vida imposible en Philbeach House. ¿No habló usted con la señora Body? Hubo escenas terribles. Luchas abiertas en ocasiones. Lola causaba problemas en cuanto podía, insultando a las señoras y coqueteando con los hombres. Incluso intentó seducir al pobre y viejo Virgo, por pura maldad… ¿Usted sabe que la señora Body está un poco enamorada de Virgo, verdad?

– No -dijo Cribb-, Yo no creía que la señora Body sintiese más afición por un hombre en concreto que por cualquier otro.

– Ah, hay un tipo de hombres que le va -afirmó el mayor-. Escoge a los tipos con una debilidad patente, como una leona en el charco en busca de un búfalo cojo.

Cribb lanzó una mirada amenazadora en dirección a Thackeray, casi desafiándole a que sacara alguna conclusión de la observación del mayor.

– Supongo que quiere usted decir que su difunto esposo no podía ver sin gafas y que el profesor Virgo tartamudea.

– Exactamente -dijo el mayor Chick-. No estuvo demasiado interesada en mí cuando intenté abordarla sentimentalmente ayer tarde. Tuve que beber hasta aturdirme antes de que me dejase sentar en su maldito palco. Es por el más débil de la carnada por el que esta señora se encapricha, se lo digo yo.

– Usted nos estaba diciendo por qué sospecha de ella -le recordó Cribb secamente-. Usted cree que ella estaba celosa de la amistad de Lola con el profesor Virgo.

– Lola lo hizo por despecho, desde luego -dijo el mayor-. A ella no le interesaba Virgo lo más mínimo. El joven Bellotti era mucho más atractivo para una chica como ésa, pero, ¿sabe usted?, disfrutaba endiabladamente rechazándole por el viejo. Estaba atormentando a Bellotti y a la señora Body al mismo tiempo, ya ve. Una lagarta como ésa no despierta mis simpatías cuando alguien le da veneno.

– ¿Cómo consiguió la señora Body administrarle el veneno cuando ni siquiera estaba en el Paragon? -dijo Cribb.

– ¿Cómo sabe usted que ella no estaba allí, sargento? Tiene usted su palabra y eso es todo. Todos los demás estaban allí, por tanto no había nadie que pudiera servirle de coartada en Philbeach House. Creo que vio salir a los demás en el autobús y luego tomó un coche de alquiler que la llevase al teatro. Ella sabía el orden de las actuaciones tan bien como el mismo Plunkett, por tanto, era fácil decidir el momento oportuno para poner el ácido en el vaso. El veneno es un método de mujer, sargento.

– Le podría nombrar a usted una docena de hombres a los que colgaron por utilizarlo, mayor -dijo Cribb.

– Bien, ésa es mi opinión, caramba. Crimen pasional. No me puede usted negar que el número de Virgo fue escogido por el asesino. Eso es significativo, bajo mi punto de vista. Como tomar venganza en el momento de la infidelidad. Esos tíos del teatro son muy aptos para arreglar las cosas de forma que tengan un efecto dramático, ¿sabe? Ésa es su debilidad.

Por un segundo, Cribb vio al mayor, de pie sobre su mapa, con la luz de la lámpara acentuando sus rasgos, como un cuadro viviente de Wellington en la víspera de Waterloo. No hizo comentario alguno.

– De acuerdo, sargento. A pesar de todas mis teorías sigue usted queriendo que interrogue a Plunkett -dijo el mayor en tono resignado.

– Es usted capaz de leer la mente, señor. Sí, usted ha hecho una plausible acusación contra la señora Body, y puede estar usted seguro de que Thackeray y yo le haremos algunas buenas preguntas. Pero aún quiero saber más sobre Plunkett y sobre sus posibles relaciones con la señorita Pinkus. Tendrá usted que formular las preguntas de forma delicada, desde luego.

– Lo haré lo mejor que pueda. ¿Debo decir que soy del Yard? Él no me conoce, ¿sabe?

– Mejor que no, señor -dijo Cribb apresuradamente-. No es nunca aconsejable hacerse pasar por policía. Creo que le encontrará usted bastante comunicativo si le hace creer que está usted actuando con capacidad legal, intentando establecer los beneficiarios de la herencia de la señorita Pinkus.

– ¿Tenía algo?

– Lo dudo, señor, pero el dinero es muy importante para el señor Plunkett. Estará dispuesto a creer que dejó una fortuna si usted lo insinúa.

– Es usted listo como un demonio, sargento.

– Gracias mayor. Ya es hora de que empecemos. ¿Podemos encontrarnos de nuevo aquí a las dos? Gracias. Thackeray, dé la señal de avanzar, ¿quiere?

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