Por segunda vez en cinco minutos Thackeray se pasó el dedo índice entre su cuello y el de la camisa del sargento Flaxman. ¡Ropa prestada! Si no te hacían roces por estar muy apretadas, te cortaban la circulación en algún sitio. ¿Qué pasaba en la policía de la calle Kensington, que no podían tener un juego de ropa que le fuese bien a un hombre de talla media? Bueno, algo mayor que la media. ¿Se habían desarrollado mal todos, se habían desgastado por las palizas de las rondas, o qué? Casi podría pensarse que se habían puesto de acuerdo para tener el conjunto más incómodo posible de ropa de paisano. Ellos podían no saber que él tenía la piel fina en la zona de su cuello cuando le dieron la basta camisa de franela, pero… ¡bombachos de tweed! Había visto en contadas ocasiones a algunos londinenses llevando esas cosas, aunque sólo en parques, y nunca en las sórdidas callejas de Lambeth. Sin embargo, cuando llegó el momento de elegir en el trastero y estaba en paños menores con un montón de ropa desechada porque le venía pequeña, sólo quedaban dos supervivientes: los bombachos y un batín de terciopelo rojo. ¡Dios, vaya cuadro daba eso de las horas libres de servicio en la calle Kensington! Tuvieron que ser, pues, los bombachos, con un gorro de cazador y botas con elásticos laterales para hacer juego. Y ahora se agazapaba en las sombras de la tapia del manicomio, temiendo que algún asustadizo transeúnte supusiera que acababa de saltar por ella.
Las seis y veinte. Demasiado pronto, quizás, para que sucediera algo dramático, pero no podía permitirse el relajarse. En el aire notaba una ligera niebla de octubre, pero desde donde estaba, cobijado contra un contrafuerte formado por dos hileras de ladrillos, ya podía ver que se iban encendiendo luces en las ventanas de la terraza de enfrente. En la habitación de Albert todavía no había señales de vida: siendo del mundillo del teatro estaría acostumbrado a empezar más tarde que la mayoría de trabajadores. El pobre diablo también se iba a despertar tieso esta mañana; no habría muchas cosas que pudieran tentarlo a abandonar una cama caliente.
Actividad al final de Little Moors Place: llegaron tres gatos corriendo desde las sombras para ir a encontrarse con el carro de la leche. La lechera se puso dos bidones grandes a los hombros y fue hasta la primera casa para llenar las jarras que había en el umbral con su medida de estaño. Los gatos esperaron, maullando, a que se derramase algo.
Era la primera persona que veía en la calle desde que relevó al agente Oliver cuando dieron las seis. Un prometedor miembro del cuerpo, el joven Oliver. Ni siquiera había pestañeado al ver el gorro de cazador y los bombachos. Le reconoció en seguida; quizás la barba fuese la pista. Thackeray esperaba que no fuese nada más. El apartado 11 del Código de la policía estaba constantemente en su cabeza: «Es altamente deseable que los agentes den a conocer su carácter oficial a los extraños andando al paso uno con otro, o con estilo militar, o llevando ropa muy llamativa o botas de reglamento, o reconociendo abiertamente a agentes de uniforme, o saludando a los oficiales superiores». También el joven Oliver había pasado la noche de uniforme: el apartado 11 requería una gran dosis de concentración. Años de experiencia. Incluso así, el chico podría llegar a ser un detective. Ciertamente, tenía una aguda capacidad de observación.
Un cartero empezaba ahora en el número uno. ¿Qué era lo que silbaba? El tipo debía de haber estado en el Grampian la noche anterior. «Y eso evita que duelan los pies.» ¡Ya lo creo! ¡Vaya una melodía para ir silbando un cartero!¿Por qué era siempre el poli el hazmerreír del público? La canción era también de muy mal gusto. Ya era bastante malo que fuera propenso a tener callos y ampollas como para que le fuera recordado por un cartero chiflado. Movió la cabeza con indignación, pegó la nariz al cuello de la camisa y maldijo para sus adentros.
No mucho más tarde detectó algo claramente extraño en el comportamiento del cartero. Una vez hubo subido por toda la calle haciendo el reparto, como había hecho la lechera, el buen hombre volvió otra vez al número uno y comenzó de nuevo su ronda. Y cuando Thackeray le observó más atentamente, vio que, aunque el cartero llevaba una carta en la mano derecha, no la repartía. En lugar de eso, se paraba ante la puerta, se daba golpes en la barbilla con el sobre, se daba la vuelta y se dirigía a la siguiente casa. Repetía la acción en cada una de las casas de la calle, y luego todo el proceso comenzaba de nuevo en el número uno.
¡Absolutamente irregular! Thackeray estaba mirando como el que casualmente va a cruzar la calle para poder examinar al cartero más de cerca, cuando otra figura apareció de entre las sombras llevando un palo: el farolero. Lo mejor, dadas las circunstancias, era esperar hasta que hubiese apagado la única farola de la calle y se marchase. Pero, ¿sería posible?, en lugar de seguir con su trabajo, el muy miserable, se apoyaba contra la farola y encendía un cigarrillo. ¡Para volverse loco!
Entonces sucedió algo muy singular: el cartero abandonó su cuarta ronda estéril por las puertas de entrada y cruzó para hablar con el farolero. Estaban demasiado lejos para que se pudiera oír su conversación, pero si se volvieran sólo un poco bajo la luz, quizás podría ver… ¡Dios mío! El cartero se había quitado la gorra para dejar ver una inconfundible greña de tieso pelo gris. ¡Demonios!, el mayor Chick.
Thackeray apretó su espalda contra el contrafuerte intentando darle un significado a lo que había visto. ¿Un detective privado disfrazado de cartero? ¿Y en la calle de Albert a las seis y media de un domingo por la mañana? ¿Era ésa la forma en que se llevaban las investigaciones privadas? Realmente, alguna gente no se paraba en barras. De todos modos, ¿qué hacía el mayor hablando con un farolero? ¿Era incluso concebible que el mayor Chick no fuera un mayor, sino un cartero disfrazado de detective disfrazado de mayor? ¿O un criminal disfrazado de cartero disfrazado de…? ¡Era diabólico pensarlo!
Unos pasos invadieron inesperadamente sus deducciones, unas pisadas fuertes y regulares se aproximaban por su lado de calle. ¿Qué demonios pasaba ahora? Little Moors Place estaba más lleno que el condenado Strand. Estaba seguro de que esta vez le verían. No podía evitarlo. ¡Malditos bombachos! Si al menos hubiera algún aviso en la pared podría hacer ver que estaba leyendo. Se sintió tan terriblemente violento, allí de pie con aquella ropa extravagante, frente a una hilera de casas en las que la gente estaba encendiendo las luces y vistiéndose… Cualquiera podría interpretar de la forma más horrible su presencia allí. Y ¡cielos! se acercaba un oficial de policía de uniforme.
– ¿Todavía no hay acción señor Thackeray?
¡Jerusalén! Otra vez el joven Oliver.
– ¿Para qué demonios ha vuelto?
– ¿Yo, señor Thackeray? Voy a casa. Vivo en el número trece, al otro lado de la calle. Puede usted llamar si necesita ayuda. Le traeré una taza de té en un momento.
¡Dios ayude a la policía metropolitana! ¡Un chico que parecía tan prometedor!
– ¡Siga! -susurró Thackeray-, y no se detenga hasta que no esté en su casa con el cerrojo corrido, y si se le ocurre poner un pie fuera le…
El agente Oliver se había ido. Y también, maldita sea, la luz. Unos segundos más tarde pasó el farolero con su caña y giró por Brook Drive. El mayor Chick estaría presumiblemente de nuevo repartiendo cartas míticas… no se podía ver absolutamente nada con la farola apagada.
Quizás sería una hora más tarde cuando empezó a olfatear. La brisa le traía un delicioso aroma. Estaba seguro de que olía a riñones y a tocino. Era terriblemente cruel atormentar a un estómago vació con el olor de los desayunos de otra gente. ¿Cuánto tiempo tendría que soportar esto?
Algunos de los vecinos de Albert habían salido antes de que se hubiera hecho de día y se habían ido a trabajar: el Sabbath no existía para ellos. Pero las cortinas de la ventana de arriba del número nueve permanecían corridas. El amanecer trajo un premio: la visión del mayor Chick, exhausto de tanto repartir cartas, de pie al final de la calle, inspeccionando a fondo su saco, que estaba totalmente vacío. Sería interesante ver adonde iría cuando llegase el verdadero cartero.
Con dramática brusquedad Thackeray fue alertado por la llegada a la calle de un carricoche negro, tirado por cuatro caballos, que subió por toda la calle sin salida y dio la vuelta con un rechinar de las ruedas que levantó chispas y paró a la altura del número nueve, haciendo el ruido suficiente para que toda la calle se asomase a las ventanas. Una figura vestida con chaqueta negra y sombrero de copa salió, echó un vistazo a la calle y se volvió para decir algo a alguien que estaba todavía en el coche. Mientras hablaba, se iba poniendo un par de guantes de cabritilla, alisando quisquillosamente las arrugas en unos dedos desusadamente largos. Se volvió, y su cara quedó totalmente de perfil: como un halcón, tenía las facciones tensas y resueltas. Luego llamó a la puerta del alojamiento de Albert y le dejaron pasar.
¿Y ahora qué? Si se acercaba más al carruaje, seguramente le descubrirían. Tenía órdenes de observar, no de involucrarse. Deseó que Cribb estuviese allí y hubiese visto aquella cara por sí mismo, un conjunto de rasgos tan odiosos como no había ninguno en Newgate.
Un movimiento llamó su atención. Las cortinas de Albert fueron descorridas, confirmando que la visita era para él. Thackeray miró fijamente las ventanas, dándole distraídamente vueltas a un botón de su chaqueta, hasta que la tela de tweed quedó totalmente arrugada. Desde luego, intervenir estaba fuera de toda cuestión. El visitante podía ser un doctor, o el representante de Albert, o alguien con una razón perfectamente legítima para estar allí. La única acción posible era observar pacientemente.
Pasaron unos diez minutos y el visitante salió solo y se dirigió rápidamente al coche que esperaba. ¿Su asunto con Albert se había terminado ya, pues? Aparentemente no, porque llamó a su compañero, un hombre más pequeño y con barba, que estaba dentro del carruaje. Esperaron hasta que el cochero desató un artículo de equipaje del techo del coche y se lo bajó. Era un baúl grande y negro, vacío, por la forma en que lo llevaban. Entre ellos lo llevaron hasta la puerta del número nueve y les dejaron entrar.
Thackeray frunció el ceño, desconcertado. Un baúl vacío. ¿Para qué demonios podría Albert necesitar eso? ¿Y por qué debía ser llevado por dos hombres con sombrero de copa y guantes de cabritilla en domingo por la mañana y en coche? Esperó con una creciente inquietud.
Un poco más arriba de la calle el mayor Chick esperaba, tomando notas en el reverso de una carta. Y el cochero, después de descender para ajustar un morral a su caballo, encendió una pipa, se apoyó contra el coche, y también esperó. Tres chicos pequeños salieron de una de las casas, subieron por la calle, miraron fijamente al mayor, se acercaron hacia donde estaba Thackeray, se pararon para estudiarle también, miraron hacia la tapia del asilo como especulando y luego se pararon cerca del carruaje.
Finalmente la puerta número nueve se abrió. Un hombre andaba hacia atrás con cuidado, buscando el escalón con el pie. Estaba aguantando un lado del baúl como antes, pero ahora sus movimientos eran pesados. Su compañero daba traspiés siguiéndole, sintiendo claramente los efectos de bajar por la escalera. No había duda: aquel baúl contenía ahora algo de un peso bastante considerable. Uno de los chicos que miraba se quitó solemnemente la gorra.
– Delante de nuestras mismísimas narices, ¿verdad agente?
Thackeray se sobresaltó. El mayor Chick estaba detrás de su hombro.
– ¡Madre mía!
– No hace falta que se ponga histérico, hombre. Descubrí su disfraz hace dos horas. Creyó que yo era un cartero ¿eh? Nunca dé nada por supuesto, agente, y menos del servicio postal. Ahora mire, yo no sé lo que Scotland Yard tiene intención de hacer en este infame asunto. Personalmente, estoy dispuesto a perseguir a los canallas, aunque sea hasta el continente, si es necesario. Uno de mis asistentes, el farolero…, le he vuelto a sorprender, ¿eh?, tiene un coche al volver la esquina de Brook Drive. Si quiere, hay sitio para usted.
Thackeray se decidió al momento:
– Se lo agradezco mucho.
– Muy bien, yo estaré allí. Pero tenemos que estar preparados por si esos sujetos se separasen. Estrategia básica. Si alguno de ellos escapase a pie, lo mejor sería que usted lo persiguiese, y yo seguiría al que va en coche. Si no, espéreme al final de la calle. ¿De acuerdo?
– Mmm… sí. Casi se vio obligado a hacer un saludo.
El mayor se alejó a un paso que no se parecía en absoluto al de un cartero, pero los hombres del baúl estaban ocupados en subirlo al techo del coche de alquiler y no se dieron cuenta. Thackeray se apoyó pesadamente contra la pared, asimilando los sucesos de los últimos segundos. Quizás estaba aventurando demasiado con la colaboración del mayor. ¿Podía confiarse en él? Pero realmente, cuando lo pensaba, no tenía elección. La visión de aquel baúl siendo lentamente transportado a mano fuera de la casa hasta el coche que estaba esperando le había causado una profunda impresión. Había una gran posibilidad de que no se hubiese atrevido a aceptarlo. De lo único que estaba seguro era de que ahora era su deber seguir al coche y a su carga adondequiera que fuese llevada.
Entonces, para su asombro e infinito alivio, se abrió de nuevo la puerta de la casa y apareció Albert, andando con un bastón y ayudado por una mujer pequeña y de cabello gris, sin duda su patrona. Con la ayuda del cochero consiguieron subirlo al estribo, sin que se resistiese lo más mínimo. Luego le quitaron el morral al caballo, los dos porteadores del baúl se unieron a Albert en el interior del carruaje, el cochero soltó las riendas y el coche se puso en marcha. La patrona se quedó en la puerta, agitando un pañuelo.
Thackeray sintió una abrumadora sensación de liberación cuando Albert apareció de una pieza. En espíritu él estaba detrás de la patrona agitando su gorro de cazador. Sólo cuando el coche estaba dando la vuelta a la esquina los sentimientos dieron paso a cuestiones más prácticas. ¡Cielos! ¡Habían raptado a Albert delante suyo!
– ¡Un momento! -Corrió hacia la patrona, con los bombachos agitándose-. Soy oficial de policía. Su huésped…
– Ya no es mi huésped, querido. Se acaba de ir.
– Sí, ya lo sé. ¿Le dijo adónde iba?
– Lo siento, corazón. Sólo pagó su alquiler y se fue con sus dos amigos. ¿Qué ha hecho? ¿Se ha emborrachado? No me sorprende, ¿sabe? Todos son así en el teatro. Bien, ¿y usted…?
El agente ya estaba trotando por la calle hacia el cabriolé que le esperaba. El mayor Chick se inclinó hacia adelante para ayudarle a subir y arrancaron a medio galope en dirección al río.
– ¡Hágale cosquillas con el látigo, cochero! -gritó el mayor por la obertura del techo-. Nunca he visto un cabriolé que no pudiese alcanzar a un simón. Hágale cosquillas a la bestia y pronto los tendremos a la vista otra vez. -Se volvió a Thackeray-. No hay nada como una persecución, agente. Hace que el clarete hierva en las venas, ¿a que sí? ¿Ha traído usted sus pulseras? Las necesitaremos cuando encontremos a ese par.
– ¿Mis qué? -preguntó Thackeray.
– Pulseras, hombre. Esposas. No puede uno arriesgarse con un par de asesinos.
Así que al mayor también le había engañado el baúl.
– Creo que debería explicarle algo, señor. Albert está en ese carruaje.
El mayor sonrió de forma macabra.
– Y viaja por dos peniques en el techo, ¿eh? En cambio nosotros tendremos que pagar un chelín. ¡Pues claro que sé que está en el coche, agente! No imaginé que esos canallas habían hecho su baúl para pasar una semana en Brighton, no por la forma en que lo llevaban. Yo también he ayudado a llevar un féretro, una docena de veces…
Thackeray interrumpió:
– Albert está sano y salvo, señor. Subió al coche por su propio pie.
– El mayor recibió en silencio la buena nueva, frunciendo los labios y mirando más allá de Thackeray hacia el adusto exterior de St. Thomas. Cuando el carruaje empezó a cruzar el puente de Westminster se quitó la gorra de cartero y hundió su puño derecho en el centro.
– Sano y salvo, dice usted. Hubiese sido mi primer caso de asesinato, ¿sabe?, y, ¡maldita sea!, lo tenía resuelto.
– Lo siento -dijo Thackeray-. Yo no lo veía así, señor. Quizás, sin embargo, estemos ante un caso de secuestro.
El mayor dudaba.
– No hay nada comparable a un asesinato, agente. Hubiese aparecido en The Times. Es muy bueno para los negocios ser mencionado en The Times. ¿Estará usted seguro de que era Albert? Es fácil hacerse pasar por un cojo, ¿sabe?
– Estoy seguro.
El coche de alquiler corría bajo la sombra del Big Ben esquivando un paso tortuoso a través de una fila de autobuses y furgones casi parados. De vez en cuando un peatón o un ciclista aparecían inesperadamente delante de ellos. No era la primera vez que Thackeray era consciente de la vulnerable posición de los pasajeros en los cabriolés, con los riesgos del tráfico al alcance de la mano, mientras el cochero encargado de su seguridad se sentaba seguro y en alto. Cualquier accidente podría degenerar ahora en una situación de lo más embarazosa, perteneciendo Westminster a la división B y estando Scotland Yard tan cerca.
«¿De veras nos pide usted que creamos, señor, que es usted un detective de la policía llevando unos bombachos prestados, viajando en compañía de un detective privado a una velocidad excesiva, atravesando una División que no es la suya y persiguiendo a tres hombres inocentes y un baúl?» Una pesadilla.
– Creo que puedo verlos, -dijo el mayor cuando giraron al pasar el Guildhall hacia el Broad Sanctuary-, Si podemos ir rápidos, los alcanzaremos en la calle Victoria.
– No tenía órdenes para hacer eso, señor, a menos que cometiesen un delito grave, desde luego. Se me ordenó que vigilase a Albert. Le agradecería que les siguiésemos sin adelantarles.
El mayor pareció satisfecho. Dio instrucciones al cochero y luego se volvió a Thackeray.
– Está muy bien. Déles bastante cuerda y se ahorcarán solos, ¿no? Todavía podré ver mi nombre en The Times.
– Sería mi deber intervenir si considerase que la vida del joven está en peligro, señor -dijo Thackeray-. Me perdonará usted que le pregunte: ¿cómo es que estaba usted en Little Moors Place esta mañana?
– ¿Otra sorpresa, eh? -dijo el mayor, recobrando su humor-. Bien, interrogué a decenas de personas en el Grampian anoche. Y escuché algunos rumores inquietantes. Actores que desaparecían inexplicablemente después de haber tenido uno de esos accidentes por los que nos hemos preocupado tanto. Puedo decirle que tenía mis dudas sobre usted y su sargento cuando lo oí. ¡Hombre!, ustedes se llevaron a Albert anoche muy repentina y misteriosamente, ¿no? Bueno, pues como consecuencia de todas esas historias decidí vigilar a nuestro amigo Albert. Su madre me dio la dirección.
– Su interrogatorio, ¿le proporcionó alguna información que deba pasarle al sargento Cribb, señor?
El mayor denegó con la cabeza.
– Totalmente decepcionante. ¿Sabe usted?, la clase de personas que se encuentra uno en las variedades no me impresiona mucho, agente. Una existencia muy reservada. Hágales una pregunta amable y son capaces de empezar a soltar insultos. Les importan realmente muy poco las desgracias de sus compañeros artistas, se lo digo yo. ¡Ahí va! Enemigo a la vista. ¡No se acerque demasiado, cochero!
Los carruajes tirados por cuatro caballos eran menos comunes que los cabriolés en la calle Victoria, pero debía de haber una docena en la cola que se había formado desde los almacenes del Ejército y de la Marina hasta la estación Victoria. Afortunadamente, aquel baúl en el techo era un punto de referencia tan claro como un sombrero de copa en una iglesia. El cabriolé del mayor se incorporó rápidamente a la principal caravana de coches, detrás de un faetón.
– Caballos con muy buena marcha -comentó moviendo la cabeza-. Yendo hacia Hyde Park, supongo. Hay mejor clase de gente a este lado de Londres.
Pasada la estación, el tráfico se hizo menos denso e iban a más de medio galope según se acercaban a Hyde Park Corner siguiendo por Grosvenor Place.
– No me importaría dar una vuelta por Rotten Row esta mañana -dijo el mayor, pero Thackeray iba mirando hacia el hospital de St. George, a su izquierda.
El viaje continuó a través de Knightsbridge y la calle Kensington. Ahí se pudo detectar una cierta tensión en el mayor. Alisó la parte delantera de su uniforme y se abrochó un botón, volvió a ponerse la gorra y colocó la correa del saco de la correspondencia simétricamente a través de su pecho. Thackeray enderezó su gorro, sin saber muy bien la razón. Segundos más tarde quedó clara, cuando el mayor se puso tieso en su asiento y ejecutó un elegante «¡vista a la derecha!», hacia el Albert Memorial.
El coche con el baúl giró a la derecha en la calle Mayor de Kensington, hacia Kensington Palace Gardens.
– Esta calle es privada, cartero -le dijo el cochero al mayor-. ¿Debo continuar?
– Sí por favor, pero si paran, quiero que usted les adelante despacio.
Mientras el cabriolé seguía a su presa tranquilamente por la elegante avenida, Thackeray se secaba la frente con un pañuelo grande. ¿Dónde estaba la lógica en este caso? Se necesitaría un detective más inteligente que él para encontrar una conexión entre estas elegantes casas, vecinas de una residencia real, y la prisión de Newgate. No había ni una que no tuviera verjas de hierro forjado y caminos de grava y escalones hasta la entrada principal.
A unos doscientos metros del final de Bayswater, el carricoche se dirigió hacia la avenida de una mansión en cuya blanca fachada había pilastras coronadas por águilas.
– Pase despacio y luego pare unos cincuenta metros más allá -ordenó el mayor.
A Thackeray le pareció ver a Albert al pie de las escaleras mirando cómo descargaban el baúl, pero era difícil observar algo en un fugaz instante entre las espesas coniferas plantadas delante de la casa.
– Philbeach House -leyó el mayor en voz alta-. No me dice nada.
Cuando el cabriolé se paró, se volvió hacia Thackeray.
– No conseguirá mucho observando, a menos que se suba a un pino, agente, y no se lo recomiendo. ¿Qué hace Scotland Yard ahora?
Thackeray abrió la puerta.
– He visto a un jardinero en la casa de al lado. Intentaré hablar con él.
Los bombachos eran muy adecuados para Kensington Palace Gardens. El jardinero se quitó la gorra.
– ¡Ah, sí señor! -contestó-. Eso es Philbeach House.
– ¿Y quién es el propietario?
– Sir Douglas Butterleigh, el fabricante de ginebra. Un millonario, dicen, y un caballero muy bueno también, sea como sea que haya hecho el dinero. No vive aquí, ¿sabe? ¿Le estaba usted buscando?
– Realmente no -dijo Thackeray-. ¿Y quién vive ahí entonces?
El jardinero se rió a carcajadas.
– ¡Ahora sí que pregunta usted! Yo diría que hay una veintena o más de residentes en Philbeach, por las idas y venidas que observo cuando estoy aquí cortando mis rosas. Y bien raros son algunos de ellos, señor, pero eso forma parte de la vida del teatro… Eso es lo que creo.
– ¿Del teatro?
– Bueno, de las variedades. Sir Douglas mantiene un hogar para los artistas de variedades que pasan por tiempos difíciles. Es un hombre muy bueno.