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El titular, de dos líneas, en letra redonda de 48 puntos, se extendía sobre las seis columnas de la primera plana:


EL ASESINO ATACA DE NUEVO:

PAREJA DE ANCIANOS ASESINADA EN LA ZONA DE LA PLAYA.


Debajo del título aparecía mi nombre en negrita y una fotografía a cuatro columnas: la del espejo con los números escritos con sangre. Debajo de ésta había una imagen del personal de rescate saliendo de la casa con las bolsas de los cadáveres, en dirección a la ambulancia que los llevaría a la morgue.

El artículo complementario también comenzaba en la primera página. Era el texto que yo había escrito basándome en las declaraciones de los vecinos que manifestaban la misma conmoción e incredulidad que había suscitado la muerte de la muchacha. Sin embargo, las palabras eran diferentes. Reflejaban la forma de hablar de los ancianos, así como su vulnerabilidad. Estaban más asustados, pensé. Tenían la muerte más cerca; la sentían con mayor intensidad. Era como si para ellos arrancarle la vida a quienes les quedaba tan poco tiempo constituyese el peor de los crímenes.

Ambos artículos continuaban en el interior, donde había toda una página con más palabras y fotografías.

Christine estaba vestida de blanco.

– Hoy no habrá intervención quirúrgica -dijo-. Gracias a Dios. Después de leer todo esto, no creo que hubiese podido soportarlo.

Estaba bebiendo café y leyendo el periódico.

Yo busqué la sección de deportes y me concentré en el cuadro de resultados. Los Red Sox parecían estar cobrando fuerzas y habían ganado por uno a cero en Baltimore. Lanzaba Jim Palmer, y sólo tres bateadores de Boston habían conseguido golpear la pelota, pero uno de ellos fue Lynn, cuya posición era exterior centro. Lynn había comenzado a jugar en las grandes ligas ese año y ya estaba arrasando. Una vez yo lo había visto jugar, antes de que nadie lo conociera. Corría con agilidad por el exterior centro, y alzaba el brazo en el último segundo para atrapar la pelota, como un mago, pero al revés. Siempre parecía moverse a la misma velocidad, con independencia de lo apremiante que fuese la jugada: siempre llegaba una fracción de segundo antes que la pelota.

– Oh -comentó Christine-, esto es horrible.

Por primera vez ese día percibí la influencia omnipresente del asesino en la ciudad. Llenaba el aire como el viento que anuncia una tormenta que sopla en ráfagas descontroladas, sin dirección.

Ese día no pasé mucho tiempo en la oficina. Nolan me llamó a su despacho muy temprano y me indicó que saliese a averiguar qué pensaba la gente, cómo se sentía. Ambos nos volvimos y miramos el teléfono que descansaba sobre mi escritorio, preguntándonos si el asesino llamaría, pero Nolan dijo que no podríamos quedamos paralizados esperando. Se aflojó el nudo de la corbata. Hacía eso siempre que estaba inquieto. Cuando se acercaba la hora del cierre de edición, esa corbata parecía más bien un lazo. Sugirió que dejáramos mi teléfono descolgado para que el asesino, si llamaba, pensara que la línea estaba ocupada. Asentí, pero me invadió una especie de sentimiento de culpa al levantar el auricular. El teléfono emitió un pitido corto y quedó en silencio, inerte sobre mi escritorio. Entonces Porter se reunió conmigo y salimos del edificio.

El día estaba lleno de voces. Las figuras y los rostros de la gente se confundían a causa del calor y el sol.

Tomamos el autobús, y el conductor, un hombre negro de rizos grises, se volvió hacia mí y me dijo:

– ¿Por qué habría de temer a ese hombre? No hay ninguna razón, pero le temo. Me fijo en la cara de la gente que sube a mi autobús y me pregunto: ¿serán ellos los próximos? ¿Seré yo? Pienso en la gente que viaja en el autobús, los extraños que suben y dejan su dinero en la caja. Miro a los jóvenes y pienso: tal vez sea éste.

El conductor, de brazos grandes y musculosos, conducía el vehículo por las congestionadas calles céntricas con facilidad, como si estuviese en trance. Movía el volante sólo con la palma de la mano derecha y sacaba el codo izquierdo por la ventanilla.

– La gente -prosiguió-, todos los pasajeros parecen más nerviosos. Desde un autobús se puede ver el mundo entero con sólo recorrer la misma ruta varias veces en un día. La gente no se sienta junto a otros pasajeros. Lo he notado, ¿sabe? Parecen querer aislarse.

Caminamos por Little Havana, observando los rostros de los ancianos, que llevaban el cabello peinado hacia atrás y, en los bolsillos de sus guayaberas, las formas alargadas de cigarros puros. Los hombres clavaban la vista en nosotros con la habitual mezcla latina de desconfianza y curiosidad. Algunos nos miraban por encima de sus vasitos de café negro cubano, corno para aspirar el aroma y el vapor mezclados con el calor del día mientras nos observaban a Porter y a mí.

Caminamos por la calle Ocho, la vía principal del barrio cubano, leyendo los letreros en castellano, hablando con los ancianos que jugaban al dominó a la sombra: en los pequeños restaurantes.

– La muerte -sentenció un anciano en su inglés vacilante- nos llega a todos tarde o temprano. ¿Por qué preocuparse? -Se levantó los faldones de la camisa para mostramos una cicatriz rojiza que tenía bajo las costillas-. Playa Girón -explicó-, La Brigada. -Escupió en la acera, y su saliva dejó una marca negra sobre el cemento blanco-. Ojalá pudiéramos mandar a este hombre a La Habana para que hiciese algunos trabajitos por allí.

Sus compañeros se rieron. El viejo dirigió la mirada más allá de los edificios, hacia el cielo.

– A nosotros no nos asusta ese tipo -aseguró-, pero algunos chicos y mujeres sí. Preguntan: «¿Se pasará por aquí, para hacemos lo mismo que a esos viejos de Miami Beach?» Digo yo: ¿cómo podemos adivinar lo que hará un hombre así? Muchos están preocupados, creen que ese hombre no se dará por vencido hasta conseguir lo que busca. Por lo que a mí respecta, no lo sé, pero creo que pronto lo matarán o que su dolor será demasiado para él y se suicidará.

El viejo se encogió de hombros y se volvió de nueva hacia la mesa cubierta de fichas de dominó. Tomó una del montón y la colocó de canto, de modo que se balanceó por unos instantes. Luego el viejo le dio un golpecito con el dedo y la hizo caer. La colocó en su lugar sobre el tablero y la partida se reanudó.

Esa tarde nos dirigimos al sur, a un centro comercial situado a pocos kilómetros de donde vivía la familia de la primera víctima. Yo casi había dejado de pensar en ellos. Por un momento me pregunté cómo se sentirían ahora y si serían conscientes de que el caso había adquirido mayor envergadura. Por otro lado, ¿qué podía tener mayor envergadura para ellos que la muerte de su hija?

Entramos en una armería, un local llamado el Gran Nivelador. Había media docena de personas esperando a que las atendieran. Cuando pregunté por el dueño, el vendedor señaló la trastienda. Encontré al dueño allí, sentado a una mesa cubierta de trapos que despedían un olor penetrante a líquido limpiador. Sobre la mesa había una automática de pequeño calibre desmontada. El hombre sonrió cuando me presenté y le expuse el motivo de mi visita.

– Estamos en una zona residencial -dijo-. Siempre que sucede algo inexplicable, la gente se pone nerviosa. Y siempre que la gente se pone nerviosa, va y compra un arma. Para responder a su pregunta, le diré que desde que ha salido la noticia esta mañana he vendido bastante. Creo que antes de cerrar por la noche habré vendido incluso más. Mañana será aún mejor. Y si ese tipo va y mata a alguien más, bueno… -El dueño hizo una pausa y. sonrió-. Sé que esto suena fatal, pero haré un negocio tremendo.

Era un hombre delgado con enormes patillas y el cabello engominado; un nostálgico de los años cincuenta.

– Casi todos se quejan de la regla de los tres días; ya sabe a qué me refiero: uno compra una pistola el lunes y tiene que esperar hasta el miércoles para llevársela. Mucha gente dice: «Pero ¿y si ese tipo viene esta noche?», y yo les contesto: «No, ésa no es su forma de actuar. Puede usted estar tranquilo.» En general, eso parece aliviarlos, aunque no comprendo por qué creen que yo sé algo al respecto.

El armero hizo una pausa y echó un vistazo a la gente que esperaba. Se oían continuamente chasquidos metálicos, causados por los clientes al inspeccionar e! mecanismo de las armas que les mostraban. El hombre agarró la automática y comenzó a frotarla cuidadosamente con un paño humedecido.

– Vi muchas cosas extrañas cuando serví en el ejército. Conocí a muchos tipos que estaban un poco tocados; ya me entiende, les faltaba un tornillo. Recuerdo a un tipo que realizó conmigo la instrucción básica, en Fort Dix, Nueva Jersey. ¡Joder, qué frío hacía! Todo e! maldito tiempo; llegué a pensar que jamás volvería a sentir calor.

»Bueno, desde el principio el sargento instructor nos ordenaba: "¡En voz alta! ¡Griten! ¡Quiero oír la voz bien clara!" Y allí estaba ese chico, de diecisiete o dieciocho años, flacucho, que jamás había salido de su casa, supongo. Durante la primera semana e! sargento la tomó con a él. Entonces e! chico comenzó a levantar la voz. Gritaba: "¡Sí, señor! ¡Sí, señor!", más y más fuerte. Y empezó a desgañitarse también en los barracones. No se podía hablar con él: respondía a voz en cuello. Finalmente, después de un par de días, e! sargento cayó en la cuenta. Para entonces, el chico andaba siempre marcando e! paso con la vista al frente, aunque no creo que viese nada en realidad. Se lo llevaron y nunca volví a verlo. Pero el otro día me puse a pensar en ese chico, después del primer asesinato. Pensé que, bueno, si se envía a un chico así a un lugar como Vietnam… ¿Sabe? Mi hermano menor estuvo allí, dice que era terrible… Bueno, quién sabe qué puede ocurrir, ¿no cree?

El hombre se quedó callado por un momento para escuchar e! sonido de las armas.

– Por eso todos quieren sentirse protegidos -continuó-. Venir a mi tienda es sólo una de tantas soluciones. Estoy seguro de que si fuera usted a la perrera municipal le dirían que han vendido todos los perros grandes que tenían. Llame a las empresas de seguridad. Apuesto a que también están haciendo negocio. Comprarse una pistola no es la peor solución. Y le diré algo: la que tiene ese tipo es una pieza magnífica. Tal vez de las automáticas calibre 45 que usan en e! ejército. ¿Sabe por qué se inventó esa pistola? Fue a principios de siglo, cuando enviamos a los marines a las Filipinas para aplastar una revuelta de nativos. Bueno, los soldados llevaban fusiles y bayonetas y, cuando algún salvaje saltaba de entre los arbustos, se las arreglaban bastante bien; ya sabe, a tiros y golpes de bayoneta.

»Pero todos los oficiales llevaban Colt 38, los viejos revólveres que usaban los vaqueros. Bueno, demonios, la mitad de ellos moría porque algún nativo se abalanzaba sobre ellos desde la espesura con una espada; podían pegarle tres tiros en el pecho y matar al tipo, pero éste no se detenía, porque con el impulso que llevaba, la espada acababa por cortar al soldado en pedacitos. Entonces tuvieron que diseñar enseguida una pistola que los parase en seco, que los dejara tiesos. Y ésa fue la Colt 45 automática. Joder, todavía la usan en e! ejército. Es lo mejor que se ha inventado. Bueno, ahora una Magnum, una 357? una 44 es igual de eficaz, y por eso las usan los policías, pero esa automática es algo especial. Los policías jamás podrán localizar esa arma ni las municiones. Debe de haber miles iguales por allí. Diablos, es probable que la mitad de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial de esta ciudad tenga una guardada en algún cajón olvidado. -El hombre me observó mientras yo tomaba notas en la libreta-. ¿Alguna vez ha disparado con una de ésas?

Negué con la cabeza.

– Bien -dijo, sonriendo-, pues ésta es su oportunidad.

Nos guió a un cobertizo contiguo. Allí había una diana rodeada de sacos de arena y las paredes estaban insonorizadas. Abrió un baúl.

– Tome esto -dijo, alargándome un par de protectores auditivos-. Y aquí está el objeto de tanta atención.

Entonces sacó la automática. Por un segundo, la luz fluorescente del lugar se reflejó en los costados del arma; luego la vi de frente, negra, amenazadora. Me la entregó y apoyó las manos en mis hombros para situarme frente al blanco. Era una silueta humana, como aquellas que utilizan los policías en sus prácticas. La pistola me pareció extraordinariamente pesada y, por un momento, no estuve seguro de poder sostenerla. El armero me enseñó la postura adecuada, que consistía en sujetar el arma con ambas manos. Ensayé una vez, apuntando con el cañón corto. Entonces me pareció que mi campo visual se reducía hasta abarcar únicamente la diana. El comerciante me entregó el cargador con las balas y sonrió. Lo inserté en el arma y noté que el peso de ésta aumentaba; me produjo cierto placer oír el chasquido que emitió el cargador al encajar en la culata.

– Muy bien -dijo el hombre, junto a mi codo-. Dispare. Apriete con suavidad, ¿entiende?

Afiancé los pies en el suelo y disparé.

El estampido retumbó en la habitación y percibí el olor a pólvora. Era como si alguien me hubiese golpeado la mano con un martillo; los dedos me hormigueaban, como electrizados. Dejé caer la mano que empuñaba la pistola a un costado y me quité los protectores.

– No está mal para un principiante -comentó el armero.

Tomó la pistola y le quitó el cargador. Volvió a guardarla en la caja y luego señaló el blanco.

– ¿Qué le parece?

Mi disparo le había volado la parte superior de la cabeza a la figura. La contemplé por un momento; luego di media vuelta y seguí al hombre al interior de la tienda.

– ¿Ve a qué me refiero? -dijo-. Ésa es un arma seria, no como esas pistolas para mujeres, una 25 automática o alguna de esas armas baratas que se consiguen en cualquier parte. Una 45 sólo sirve para una cosa: para matar a la gente con rapidez y eficiencia.

El hombre nos acompañó casi hasta la puerta de la tienda. Se detuvo junto a la caja registradora para hablar con un hombre de traje que examinaba una pistola grande.

– Ésa, señor, es el Cadillac de las armas -aseveró-. Una Colt Python, de cañón largo. Es lo máximo en precisión y control, y su impacto es más fuerte que el puñetazo de un peso pesado. Casi todos los policías que se pasan por aquí compran esa pistola, en su versión de cañón corto. La equipan con cartuchos Magnum o con balas comunes del calibre 38 para las prácticas. Supongo, señor, que esta pistola es para usted, ¿verdad?

El hombre de negocios negó con la cabeza.

– No -respondió-. En realidad, buscaba algo para mi esposa.

El dueño lanzó una mirada fría al vendedor, que estaba tras la caja registradora.

– Entonces, señor, usted necesita algo que la dama pueda manejar. Supongo que ella no es particularmente corpulenta.

– Es verdad -dijo el hombre-, es más bien menuda. Tiene miedo, y quiero comprarle algo que la haga sentirse más tranquila. -El hombre de negocios se volvió hacia mí y hacia algunas de las demás personas que esperaban ser atendidas-. Creo que está preocupada por estos asesinatos.

– Y no le falta razón -observó una mujer.

– Todos lo estamos -añadió un hombre con camisa de sport.

– Pero no es sólo este asesino -dijo la misma mujer-. Hay demasiados delitos. Y la policía no parece capaz de hacer nada al respecto. Sólo vienen y toman declaración. Eso es lo que hicieron cuando alguien entró a robar en casa. -Me miró y reparó en que tomaba notas-. ¿Es usted periodista?

– Así es.

– Bueno, puede citarme, pero no quiero que publiquen mi nombre…

El hombre de negocios intervino otra vez en la conversación.

– Lo que me preocupa es que cualquier sinvergüenza que venga aquí en busca del sol y de la vida fácil vea las noticias y decida aprovecharse de la situación. Es decir, ¿quién le impide hacer una de las suyas y luego cargarle el muerto a este asesino? La policía no sabrá qué diablos pensar.

Hubo un coro de asentimientos. El hombre de la camisa de sport nos enseñó un 38 especial.

– Bueno -dijo-, quizás esto ayude a disuadirlo. Y pienso luchar porque eso no cambie. Recuerden que la Constitución dice que todos tenemos derecho a adquirir y portar armas. Bueno, maldición, no pienso dejar que cualquier loco asesine a mi familia sin plantarle cara.

Se oyeron más expresiones de aprobación. El dueño los interrumpió para recuperar la atención del hombre de negocios.

– Si lo desea, señor, puedo mostrarle alguna automática ligera.

El hombre se volvió de nuevo hacia él.

– Sí, está bien. Pero también me llevaré esta Python. Y un poco de munición. ¿Adónde puedo ir para practicar? No he disparado un tiro desde que cumplí el servicio militar.

– Bien, señor. -El dueño me miró-. Tenemos un campo de tiro, puede probarla allí. Si lo desea, le reservaré hora en una galería de tiro. Ahora bien -dijo, acercándose a la vitrina-, aquí hay algo para su esposa. -Era una nueve milímetros niquelada-. Pesa un poco más que las que suelo recomendar -prosiguió el armero sin abandonar su tono sereno y servicial-. Pero, por otra parte, corren tiempos especiales. Quizá quiera compararla con ésta.

Le tendió al hombre una automática del calibre 25 con un acabado negro, pulido, brillante.

– Bien -dijo el hombre de negocios. Luego se volvió hacia a mujer que esperaba-. Tal vez usted pueda ayudarme: mi esposa es apenas un poco más menuda que usted.

– Con gusto -respondió la mujer; dio un paso al frente y empuñó las armas.

Supongo que las reacciones que vi en la tienda de armas eran predecibles. También lo era la escena en el parque Morningside, cerca de los columpios donde jugaban los niños. Sus voces parecían elevarse hasta el cielo, transportadas por la brisa que se colaba entre los grandes árboles de la bahía. Había un grupo de mujeres sentadas en bancos cerca de los cajones de arena. Tenían un aire vigilante, receloso, expectante.

– Los niños tienen que jugar -dijo una de ellas, sin quitar ojo a los chiquillos de los columpios-. Ellos no comprenden el peligro como nosotros. Y uno no puede mantenerlos encerrados en casa: eso sólo les provocaría pesadillas. No se les puede explicar, porque esos crímenes son inexplicables, especialmente para un niño. Por eso… -Hizo una pausa y se volvió hacia las otras mujeres, que movían la cabeza en señal de asentimiento-. Por eso traemos aquí a los niños para que jueguen como cualquier día de verano, como si no ocurriera nada malo. Pero la realidad es otra, se respira en el ambiente.

Otra mujer se unió a nosotros, estirándose la manga de la camisa, con ansiedad.

– ¿Qué se puede hacer si una tiene hijos mayores? De once, doce años o adolescentes. ¿Cómo hacer que se queden en casa? ¿Cómo protegerlos?

Se apartó de la sien un mechón de cabello entrecano y dirigió la mirada por un momento hacia el agua, más allá de los troncos marrones de los árboles y de las sombras que éstos proyectaban sobre el césped.

– Estoy muy preocupada -prosiguió-. Les advierto a mis hijos que no deben ir solos a ninguna parte. Les digo que regresen antes del anochecer. Les digo que, si no las tienen todas consigo, llamen a casa o a los vecinos y, si ven algo sospechoso, telefoneen a la policía o pidan ayuda o hagan algo. Pero usted sabe que todos los consejos., las órdenes y la protección del mundo no bastan para mantener a salvo a un chico de esa edad. Ellos no conocen el miedo. Dios mío, esa pobre muchacha iba caminando sola de noche y subió al coche de ese hombre. ¿Cómo se les enseña a tener miedo?

– Es como una enfermedad -agregó la primera mujer-. Como… como si todos los males que han permanecido ocultos durante los últimos años de pronto se hubiesen desatado aquí. Nada menos que en Miami. Uno pensaría que estas cosas sólo pasan en Washington, en Chicago o en Nueva York, o tal vez en San Francisco… pero Miami parece un lugar tan inocente… -Levantó la vista hacia el sol-. ¿Cómo puede ser capaz un hombre de hacer algo así? -preguntó-. Y ¿cuántas veces lo repetirá?

Porter alzó la mirada de sus cámaras y lentes.

– ¿Por qué iba a detenerse?

– ¿Cómo dice? -inquirió la primera mujer.

– Él quiere que tengamos miedo. Quiere que todo el mundo tenga pesadillas. Por eso hace lo que hace. Mientras usted y yo y todos en esta ciudad reaccionemos como personas normales, con temor y aprensión, con… oh, maldición, con miedo, usted me entiende. Él cuenta con eso. -Se volvió hacia mí-. ¡Y no hay más que ver cómo lo ayudamos!

En el trayecto de regreso, en el coche, le pregunté qué lo había movido a cambiar de actitud.

– Creía que esto no era más que una noticia para ti. ¿Qué ocurre?

– Me estoy volviendo cínico -respondió-. Más de lo que jamás pensé que podría llegar a ser.

– Eso fue lo que me llamó Nolan -dije-. Cínico.

– Tiene razón. Todos lo somos. Pero no tengo por qué sentirme orgulloso.

– Te volverás loco -señalé.

Aferró el volante con fuerza y viró a la derecha para adelantar a otro automóvil, luego aceleró y regresó al carril izquierdo. Circulábamos a toda velocidad por Biscayne Boulevard entre los edificios de oficinas, los árboles de las urbanizaciones exclusivas. Era una zona de contrastes: un centro financiero por el que iban y venían hombres atildados y mujeres con ropa de diseño daba paso a un conjunto de moteles con letreros que proclamaban que disponían de camas de agua y un circuito cerrado de televisión en el que emitían películas porno. Me fijé en una prostituta que estaba en una esquina. Llevaba una peluca con un moño algo deshecho, cuyos rizos le caían como una cascada oscura sobre los hombros. Llevaba una blusa rosa con un escote por el que prácticamente se le salían los pechos y pantalones cortos rojos que dejaban al descubierto parte de las nalgas. Se percató de que la miraban justo en el instante en que el semáforo cambiaba de color. Me sonrió y me hizo señas con el dedo para que me acercara. Sacudí la cabeza y ella frunció los labios.

Porter pisó el acelerador a fondo y dejamos atrás el cruce rápidamente.

– Supongo que sí -dijo-. A veces, los contrastes son demasiado fuertes para mí. -Vaciló y me miró de reojo-. ¿Sabes qué estaba haciendo antes de que vinieses a buscarme al cuarto oscuro para que te acompañase a Miami Beach? Estaba revelando mi encargo anterior. Eran fotos para la sección de vida y estilo; creo que el artículo se titulaba «Moda para el calor veraniego». Las tomé en un parque. Estaba allí con el redactor de la sección, tres modelos y un par de relaciones públicas. Las muchachas llevaban puestos trajes de baño y pareos. Tratábamos de fotografiadas en poses provocativas pero que no resultaran ofensivas para los lectores de nuestro «periódico familiar». -Pronunció las dos últimas palabras con sarcasmo-. Más tarde me reí al pensar el cuidado exquisito que puse en sacar fotos de buen gusto de aquellas chicas tan guapas para después asistir a la escena más repugnante que jamás haya visto. Y eso está bien, es material de primera plana. Sé que parece una hipocresía, pero fotografiar a esos pobres ancianos tendidos en el suelo me hizo sentir sucio. Me hizo sentir que el demente era yo, por enfocar sus cadáveres con mi cámara y robarles la poca dignidad que les quedaba. A veces pienso que soy un parásito. Todos lo somos.

– Escucha -dije-, si quieres dejar esta noticia, puedo hablar con Nolan. Él convencerá al jefe de fotografía.

– No -contestó, en un tono repentinamente despreocupado-. ¿Lo ves? Eso es lo más absurdo de todo. No quiero dejarlo. No soportaría no enterarme de lo que pasa, no estar allí. -Se rió-. Todos nos estamos volviendo locos. Con una historia como ésta, no se puede evitar. Nadie puede. ¿Te has fijado en ese tipo que estaba comprando armas? Es probable que acabe tiroteándose con su esposa alguna noche, después de una discusión y unas copas de más. Al menos estarán bien armados. ¡Dios mío! ¿Crees que el asesino es consciente de todo esto?

– Sí.

– Sí -convino Porter-, seguro que sí. -Luego añadió-: ¿Lo ves? Nadie tiene el menor escrúpulo.

Estacionó el coche con facilidad en el aparcamiento del Journal. Guardó su equipo y cerró el maletero de un golpe.

Detrás del edificio se divisaban las aguas de la bahía. Pensé en la sensación de estar en un barco, navegando frente a Miami Beach por Goverment Cut, el canal donde juegan los grandes delfines y hienden la superficie con su lomo gris.

Les gusta saltar detrás de los barcos de los pescadores deportivos que van en busca de peces grandes. Los delfines giran sobre sí mismos y súbitamente atraviesan la estela, se retuercen y caen ruidosamente: luego dan media vuelta y se lanzan otra vez a través de la estela. A veces, las aguas parecen vivas cuando se agitan contra el azul del cielo matutino.

No había vuelto a navegar desde finales de primavera, el fin de semana en que cayó Saigón, a miles de kilómetros de aquí. Nolan estaba allí, y también otros colegas. Por la mañana, topamos con una manada de delfines grandes, minutos después de cruzar la aparente línea de demarcación que se aprecia en el agua y que señala la corriente del Golfo. Estábamos sentados en las sillas de pesca, hablando de béisbol y de la guerra, bebiendo cerveza a pesar de que aún era temprano. El sol brillaba ya sobre nosotros y el aire salado parecía adherirse a mi piel, mezclándose con el sudor y el frío de la lata de cerveza. Los sedales estaban sujetos por dos profundizadores que emitían un sonido agudo al soltarse, un sonido que se elevaba por encima del constante ruido de los dos motores diesel que nos propulsaban a la velocidad adecuada para la pesca al curricán.

El delfín había venido y probado la carnada. Para cuando los sedales se tensaron, los peces habían iniciado su danza entre las olas. Eran hermosos: con su cabeza achatada y gruesa, su largo cuerpo azulplateado y verde nadaban justo por debajo de la superficie y saltaban proyectando en todas direcciones gotas de agua que destellaban al sol. Conseguimos subir esos dos a bordo y luego a tres más, antes de perder el cardumen. Tenían buen tamaño; pesaban entre seis y nueve kilos cada uno. Nos dimos palmaditas en la espalda, bebimos más cerveza y reanudamos la conversación en el punto en que la habíamos interrumpido. Más tarde, picó el pez vela.

Nolan acababa de finalizar una perorata sobre la cobertura informativa de la caída de Saigón: era un discurso emotivo acerca de las imágenes impactantes de esos días. Habíamos publicado en primera plana una foto de gente colgada de los patines de un helicóptero que despegaba de la azotea de la embajada estadounidense.

Una figura se aferraba con un solo brazo, pataleando como si intentara nadar en el aire, mientras pugnaba por agarrarse también con el otro brazo. Parecía obvio que el hombre caería, pero él debía decidir en qué momento soltarse, y se apreciaba que ese cuerpo que se retorcía en el aire estaba dominado por el pánico. La fotografía había molestado a la gente: el periódico había recibido a lo largo de la mayor parte del día llamadas de lectores molestos o enfurecidos, y sólo unos pocos habían telefoneado para charlar.

Yo escuchaba la voz de Nolan, que se confundía con el ruido del motor, y observaba cómo el cebo rebotaba sobre la superficie, dejando atrás una pequeña estela, y en sus costados plateados relucía el sol. Era una imagen hipnótica, y comencé a sentir que la cerveza se me subía a la cabeza. Al principio no me fijé en la figura que seguía a la carnada: parecía una mancha oscura en el agua. Entonces vi emerger la larga espada y el capitán rompió a gritar: «¡Miren, miren, maldita sea, un pez vela grande! ¡En el profundizador derecho, en el derecho, muévanse!»

El sedal saltó del profundizador y los gritos se intensificaron.

Comencé a soltar hilo.

– ¡Ya está! ¡No sueltes más! -bramó el capitán-. ¡Es hora de sacarlo del agua!

Accioné el freno del carrete y puse el dedo en el sedal. Sentí que el pez volvía a mordisquear la carnada: luego hubo una explosión de agua, y de pronto el pez saltó desde el azul, recortado contra el cielo: su vientre brillaba.

– ¡Buen pez! -exclamó el capitán.

Yo eché el cuerpo hacia atrás con fuerza, para clavar el anzuelo. El pez vela continuaba saltando y retorciéndose; el sol se reflejaba en el agua que le escurría por los costados.

Entonces, con la misma rapidez, se sumergió.

– ¿Por dónde se ha enganchado? -le preguntó el capitán al oficial de cubierta.

Éste se volvió hacia el puente, protegiéndose los ojos del sol con la mano.

– No veo la aleta dorsal -respondió con tristeza-. Creo que se ha enganchado por el vientre.

– Oh, maldición -masculló el capitán. Su voz había perdido el entusiasmo y ahora reflejaba furia.

– Oh, no -dije-. Espero que no.

Sentía que el pez tiraba del sedal, los metros de delgado filamento que lo sujetaban, con todo su peso, torciendo la cabeza; lo notaba en las sacudidas de la caña. Pasaron cinco minutos, luego otros cinco. Vi que el sedal comenzaba a aflojarse.

– Está subiendo -señaló el oficial-. Demasiado pronto. Mierda.

– ¿Qué significa eso de que se ha enganchado por el vientre? -preguntó Nolan.

El oficial de cubierta se lo explicó rápidamente.

– Significa que el pez se ha tragado la carnada entera y que el anzuelo se le ha clavado en el estómago, no en la boca. Significa que, si llegara a soltarse, moriría desangrado. Y significa un dolor insoportable para él; está subiendo, y un pez grande como éste tiene mucho aguante. Maldición.

Continué recogiendo hilo y en cuestión de segundos vislumbré la forma azul en el agua. Debía de medir más de un metro ochenta y pesar más de cuarenta y cinco kilos.

– Mierda -barbotó el oficial de cubierta, inclinándose sobre el espejo de popa, con la mirada fija en el pez. Se dirigió al costado y agarró un arpón.

– ¡Apártense de la borda! -gritó el capitán-. ¡Cuando salga se moverá como un condenado!

Tiré un poco más del pez y el capitán hizo girar el barco para colocar al oficial en posición. Éste era un hombre delgado, de piel bronceada, una melena rubia que le llegaba hasta los hombros y largos músculos en los brazos.

– Cuando suba -me indicó-, levántese de la silla enseguida.

Hubo unos instantes de silencio.

– Ya se ve la sutileza -señalé.

La parte más fina del sedal estaba sólo unos centímetros por debajo de la punta de la caña.

El oficial de cubierta agarró el mango del arpón e hizo girar el garfio, de modo que el sol le arrancó un destello.

Extendió la mano hacia la sutileza, murmuró «Allá vamos» y de pronto el arpón surcó el aire con violencia en dirección al pez. Se produjo una lluvia de agua marina y oímos que la cola del pez vela golpeaba el costado del barco. Se levantó una gran ola que empapó la cubierta y al oficial.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! -bramó.

Mientras su voz se elevaba por encima del rumor del oleaje salté de la silla y escudriñé el verde y azul de la corriente del Golfo.

Alcancé a divisar al pez vela, que chorreaba sangre y descendía hacia el frío y la oscuridad. El oficial de cubierta tenía en la mano el arpón roto.

– Irá a morir allá abajo -dijo-. Un triste fin para un hermoso pez. Servirá de alimento a los tiburones, el todos los peces. -Dirigiéndose al capitán, añadió-: Se ha movido en el último momento y le he dado al sedal con el arpón.

El capitán asintió con la cabeza.

– Lo siento -me dijo el oficial.

Me encogí de hombros.

Parecía injusto; no para mí, sino para el pez. Si el anzuelo se le hubiese enganchado en la boca, él habría luchado, se habría retorcido y saltado, sacudiendo la cabeza, y habría tenido una buena posibilidad de salvarse. Un fallo mínimo en el sedal o en el carrete le habría permitido liberarse y regresar a la fresca seguridad de las profundidades.

Me pregunté si el pez sabría que moriría, o si buscaba la oscuridad por instinto. Lo imaginaba surcando las aguas, con su espada apuntando al frente y su pequeño cerebro de pez sumiéndose en las tinieblas debido a la proximidad de la muerte.

El asesino no llamó ese día, ni el siguiente.

Sin embargo, Christine había perdido todo su optimismo. Decía que él llamaría, que estaba jugando con nosotros, que le gustaba comprobar que cada día se hablaba menos de él en el periódico para luego actuar de nuevo y volver a los titulares. Me contó que el asesino era el tema de conversación favorito de los pacientes del pabellón: se sentían a salvo porque sabían que él no podía traspasar aquellas paredes blancas ni penetrar en los limpios pasillos del hospital. En el quirófano, los médicos también hablaban del asesino. Los más jóvenes describían las heridas de bala que habían visto durante su período de servicio en Vietnam o de prestación social en los hospitales de los guetos, en e! norte. Christine decía que había descubierto una nueva clase de temor: no el pánico súbito que se siente cuando uno ve que un coche se le echa encima, sino una tenue aprensión que hacía que cada acto que ella realizaba durante el día, por insignificante que fuese, como lavarse las manos, le pareciera más importante. Cada bocanada de aire se le antojaba cargada de sustancia, y el esfuerzo de respirar, una decisión consciente. Era como si estuviese pendiente del tiempo, esperando el momento en que avanzara la acción de la obra y el telón se levantara para dar comienzo a una nueva escena.

Para mí la rutina ya no existía. Cada vez que sonaba el teléfono, me ponía rígido. Cuando no sonaba, estaba tenso. A veces dejaba el aparato descolgado y salía a recorrer la ciudad con una libreta en el bolsillo. Cuando Porter me acompañaba, realizábamos entrevistas en la calle y todas las voces se elevaban hacia el cielo azul.

La ciudad era una bestia que despertaba de un largo período de hibernación; sus sentidos adormecidos comenzaban a afinarse y a ponerse alerta.

Estábamos hablando de mi familia; de mi padre, sus libros, sus leyes.

– Este asesino ha acabado con el imperio de la ley -dije-. No se puede dictar ninguna disposición adecuada para la situación que ha creado.

Christine se mostró de acuerdo. La observé estirar los brazos, con los dedos extendidos, echar la cabeza hacia atrás.

– Me pregunto si, en este tipo de situación, la gente tiende a unirse o a distanciarse aún más.

Me puse de pie y atravesé la sala hacia ella. Cuando me senté a su lado, Christine apoyó la cabeza en mi regazo.

Le acaricié la espalda y, por un momento, ella se quedó callada.

Entonces sonó el teléfono.

– No contestes -dijo Christine-. Ésta es nuestra casa.

Continuó sonando, tuve la sensación de que el volumen de los timbrazos iba en aumento.

– Por favor -insistió-. Déjalo.

Pero me puse de pie y fui a contestar. Vacilé por un segundo, sintiendo la vibración del auricular bajo mis dedos.

Luego lo levanté.

Silencio.

– ¿Quién es? -pregunté.

Pero lo adiviné.

– Ha llegado la hora otra vez -dijo el asesino.

Y supe que nada había cambiado.

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