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A la mañana siguiente se publicó la noticia con grandes titulares:


EL ASESINO ANUNCIA UNA «PESADILLA»;

PROMETE MÁS ASESINATOS.


Mi teléfono sonó a las 5.30 de la mañana, la hora en que la edición principal del periódico, con la crónica impresa justo debajo de la cabecera, pasaba de la imprenta a los camiones de reparto. La primera llamada fue de un periodista de la oficina de Associated Press en Miami. Christine intentó explicarle que yo aún dormía, pero me incorporé y respondí sus preguntas medio atontado. Esa noche había soñado varias veces que perseguía a mi tío por toda la ciudad. En ese sueño, las formas y las sombras aparecían deformes y extrañas, como vistas en un espejo curvo. Dalinianas.

Mientras yo hablaba, Christine se sentó a beber café y a leer el periódico desplegado ante ella sobre la mesa. La luz de las primeras horas de la mañana inundaba la habitación. Cada pocos segundos, Christine me miraba y sacudía la cabeza. Yo sorteé las preguntas como buenamente pude. Todos querían una copia de la cinta. Terminé con el de AP, y sólo un par de minutos después volvió a sonar el teléfono. Era un reportero del Miami Post que preparaba su artículo para la primera edición. Parecía furioso porque el asesino se había puesto en contacto conmigo y no con él. Me libré de él lo más rápidamente posible. Al cabo de otro minuto o dos, llamaron de United Press International para asediarme con las mismas preguntas y peticiones. Yo les contesté que podían leer toda esa información en el periódico y aprovechar lo que quisieran. Pero ellos querían entrevistarme. Los de UPI incluso pretendían que les facilitase una fotografía. Les dije que no. Luego dejé el teléfono descolgado. Por un rato emitió un pitido electrónico que tenía algo de grito y finalmente enmudeció. Christine levantó la vista del periódico.

– Esto es apenas el comienzo, ¿sabes? -dijo.

Posé las manos sobre sus hombros y se los masajeé por un momento; luego las deslicé bajo su bata y las coloqué sobre sus senos. Sentí que los pezones se endurecían al contacto de mis dedos, pero ella me agarró los brazos y los apartó.

– Lo siento -dijo-, pero leer esto me quita las ganas. No sé cómo tú puedes soportado. Creo que a mí me habrían entrado ganas de chillar. -Reflexionó por un instante-. ¿Le pediste al tipo que se entregara?

– No. -La idea me pilló por sorpresa-. No se me ocurrió. Hablaba con demasiada serenidad; daba la impresión de haberse preparado muy bien, de estar muy inmerso en lo que hacía y decía. No hablaba como un hombre dispuesto a entregarse.

– Otros lo han hecho. Me refiero a los que se han entregado a algún periodista porque temían que la policía les hiciese daño. O a lo que ocurrió en Attica, donde querían observadores.

– No les sirvió de mucho, ¿verdad?

– No -admitió-, pero tú sabes a qué me refiero.

– Ojalá se me hubiera ocurrido. Me pregunto cómo habría reaccionado él.

– ¿Qué crees tú?

– Creo que se habría reído.

Christine guardó silencio por un momento, pensativa. Se puso de pie y se dirigió a la ventana. De pronto, su rostro quedó enmarcado por el resplandor que le iluminaba los pómulos y hacía brillar sus ojos. Traté de pensar en algo que decir para arrancarla del estado de ánimo en que se estaba sumiendo. No entendía que se sintiese oprimida; esa historia se estaba convirtiendo en la más importante de mi vida. Yo estaba entusiasmado. Creo que, en el fondo, no quería que atraparan al asesino ni que éste se rindiera… Aún no, pensé. Christine debía de estar pensando lo mismo, porque preguntó:

– ¿Crees que lo hará? ¿Cometerá más asesinatos?

– No veo por qué no -respondí.

Ella se volvió.

– ¿Quieres que lo haga?

Me encogí de hombros.

– Si lo hace, la historia será más sensacional, ¿verdad? -añadió.

– Sí -reconocí. No podía negarlo.

– Tal vez ganarías un premio.

– Es probable.

– Quizás incluso conseguirías el sueño dorado de todo periodista, ¿eh? El Pulitzer. ¿Has pensado en eso?

– Oh, vamos -la reconvine-, no te entusiasmes tanto.

Pero lo cierto es que lo había pensado. Christine se rió, pero su risa era amarga. Creo que sabía que estaba mintiendo.

– ¿Eso no te molesta?

Volví a encogerme de hombros, pero ella continuó acosándome a preguntas.

– ¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez ese tipo necesita la atención que le dedican la prensa y la televisión? ¿Que sin ella se sentiría vulgar y olvidado? ¿Que el interés que despierta lo incitará a cometer actos más graves y más impactantes?

– Sí -respondí-, esas ideas me han pasado por la mente. Pero ¿qué se supone que debo hacer? ¿Ignorarlo? Además, ¿quién sabe?, él podría continuar con los crímenes a pesar de lo que escriba yo o cualquiera.

– ¿No te importa? -insistió.

– Aún no.

Me detuve en el aparcamiento del Journal. El cielo era de un color celeste virulento: no parecía tener fin ni límite de altura. Andrew Porter me divisó y se acercó a grandes zancadas.

– Así que también los famosos tienen que venir a trabajar -comentó con una carcajada.

– ¿De qué hablas?

– Ya lo verás.

En la entrada principal había al menos media docena de cámaras de televisión.

– Hasta luego -dijo-. Recuerda: no dejes de sonreír. -Y se perdió entre la multitud que me rodeaba.

Intenté llegar a las puertas; noté que el calor aumentaba bruscamente debido a los focos. Me detuve cuando vi ante mí el primero de varios micrófonos. Las preguntas llegaron en oleadas rápidas, incesantes, incoherentes. Apenas alcanzaba a responder una cuando ya me lanzaban otra.

– ¿Cómo hablaba?

– ¿Especificó cuándo comenzarían los asesinatos?

– ¿Por qué cree que le llamó a usted?

– ¿Cree que está loco?

– ¿Cree que volverá a llamar?

– ¿Por qué está haciendo esto?

Finalmente, levanté la mano.

– Lo siento -dije-, pero todo lo que sé está en la crónica publicada en el Journal de hoy: no hay nada que pueda agregar. No tengo idea de lo que ocurrirá ahora.

Entonces me excusé y entré en el edificio. Había algunas periodistas más, esperando junto a las puertas. Entre risitas, me hicieron la misma broma que Porter. Sonreí.

– Es sólo mi manera de conseguir un aumento de sueldo.

En el fondo, me complacía ser el centro de atención. Me di cuenta de que me había gustado verme rodeado de cámaras, acribillado a preguntas. Mientras me dirigía a mi escritorio, pasé junto al jefe de redacción.

– Magnífica historia -aseveró-. Continúe con ella.

– Y me dio una palmadita en la espalda.

Nolan me sonrió desde el otro extremo de la oficina.

– Buen trabajo -dijo en voz alta-. Ahora tal vez quieras un contrato en la televisión.

El resto de la redacción rió con él.

Me senté a mi escritorio mientras echaba un vistazo a la primera edición del Post. Allí también la llamada del asesino era la noticia de portada. La firmaba el periodista que me había telefoneado antes. Después de las citas del asesino, extraídas de mi artículo, había varias citas mías.


Anderson, de 27 años, periodista del Journal desde hace tres, declaró que la calma y la clara determinación que demostraba el asesino lo habían sorprendido. «Hablaba con mucha franqueza y seguridad en sí mismo», ha dicho esta mañana el periodista.


Leí el texto una y otra vez.

Sonó el teléfono.

Por un momento, el tiempo pareció detenerse.

Dejé el periódico, sintiendo que se me aceleraba el pulso. Pulsé la tecla de grabación y levanté el auricular.

– Anderson, Journal.

Con la misma rapidez con que me había asaltado, la emoción se disipó. Noté que mi organismo recuperaba su ritmo normal. Era la operadora de la centralita.

– Señor Anderson -dijo, mientras yo apagaba la grabadora-, ¿qué debo hacer con todas las llamadas?

– ¿Qué llamadas?

– Tengo mensajes para usted de periodistas de una docena de periódicos -me informó-. Además, la gente no para de llamar a la centralita para preguntar por usted. Creo que quieren hablar del artículo de hoy. -La operadora tenía una voz lastimera y metálica.

Durante la hora siguiente, respondí a preguntas y atendí a lectores furiosos. Hacia el mediodía empezó a amainar el chaparrón de llamadas. Cada vez que sonaba el teléfono ponía en marcha la grabadora y cada vez tenía que borrar la cinta. Sin embargo, tomé notas. Planeaba escribir un breve artículo sobre los que llamaban y su ira.

Nolan quería una crónica sobre el efecto de la noticia en la opinión pública. Envió a unos periodistas a realizar encuestas en la calle. Encargó a otros que telefoneasen a ciudadanos prominentes de Miami para conocer sus impresiones sobre el asunto. Yo debía coordinarlo todo; según dijo Nolan, era una decisión de, arriba. Los artículos llevarían mi nombre, con el propósito de que el asesino pensara que yo seguía cubriendo el caso. Nolan temía que el asesino llamara al otro periódico, a la radio o, peor aún, a las cadenas de televisión.

– No hay que soltar a este tipo por nada del mundo -dijo Nolan.

El día transcurrió con increíble velocidad.

Concerté una entrevista con el psiquiatra para esa tarde. Por un momento, me inquietó la idea de ausentarme de la oficina. No quería que el asesino llamase y, al no encontrarme, decidiera romper el contacto conmigo. Después de reflexionar un poco, concluí que nada podía hacer para evitarlo.

Intenté llamar a Martínez y a Wilson, pero estaban trabajando fuera.

Miré el teléfono sobre mi escritorio. Era un aparato negro, común, simple. Yo había repasado algunos de los números con un bolígrafo. Tenía una grieta a un costado, consecuencia de una airada conversación con un político a la que yo había puesto fin colgando el auricular con tal furia que el aparato había caído al suelo. Me daba la sensación de ser una criatura viviente, que respiraba y aguardaba sobre el escritorio con tanta paciencia como yo. Fijé en él la vista por unos instantes antes de partir, como para ordenarle que no sonara mientras yo no estuviera allí.


Cuando entré en el despacho del psiquiatra, éste estaba comiéndose un sándwich.

– No le importa, ¿verdad? -preguntó, señalándolo-. Es mi hora del almuerzo.

Negué con la cabeza y miré alrededor. La oficina se encontraba en un centro sanitario del centro, una zona de rascacielos acristalados que reflejaban el sol. Advertí que desde su escritorio se alcanzaba a ver Miami Beach al otro lado de la bahía y, más allá, el océano.

Era un despacho pequeño, con una pared cubierta de diplomas y un retrato a plumilla de Freud colocado en un rincón. En otra pared había unos estantes con varias hileras de libros. Un grabado de Picasso, Los músicos, una de las primeras incursiones del artista en el cubismo, estaba colgado sobre un diván de cuero.

Tomé asiento frente al escritorio del doctor, que me observó mientras paseaba la mirada en torno a mí.

– ¿Lo pone nervioso? -preguntó.

Reí y no respondí.

– La gente tiene ideas extrañísimas acerca de cómo debe ser la decoración de la consulta de un psiquiatra -aseguró-. Bueno, saben que debe tener un diván en alguna parte, pero en cuanto al resto… -Dejó la frase inconclusa-. Tenía el presentimiento que vendría usted. Supongo que desea averiguar algo acerca del individuo que lo llamó, ¿verdad?

– Correcto -contesté.

– Difícil -dijo-. Muy difícil.

Continuó comiendo. Era un hombre bajo y llevaba gafas de montura metálica y un traje azul marino con el que imaginé que debía de pasar mucho calor al aire libre.

Tenía el cabello gris, aún abundante, apartado de la frente de modo que daba a su rostro un aspecto infantil, abierto y discreto. Nos habíamos visto antes, habitualmente en los tribunales, donde él emitía su dictamen como perito para varios de los jueces.

– Le serviría de algo escuchar la cinta? -pregunte.

Sonrió.

– ¿Qué cree usted?

Extraje la cinta y una grabadora. El doctor se sacó una pluma del bolsillo y colocó frente a sí una hoja en blanco. Asintió y puse en marcha el aparato.

«He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo», decía la voz del asesino.

En el despacho sonaba débil pero resuelta; en cambio, la mía sonaba vacilante.

Durante los minutos siguientes, lo único que oí fue la voz del asesino mezclada con el sonido de la pluma del doctor al desplazarse sobre el papel. No dejaba de tomar notas; sólo de cuando en cuando levantaba la vista y la posaba en mí. Una sola vez enarcó las cejas, sorprendido ante una declaración del asesino.

Me volví y contemplé un enorme buque petrolero que surcaba el azul transparente de la bahía; los colores del Picasso en la pared se parecían mucho a los del agua. El barco se dirigía al puerto de Miami, con la línea de flotación baja, pues no llevaba carga. Al fondo, la voz del asesino continuaba hablando, imprimiendo una fría pasión a sus palabras.

Cuando la cinta terminó, miré de nuevo al psiquiatra. Soltó el aire como si durante todo ese tiempo hubiese estado conteniendo el aliento. Eso me trajo a la memoria un extraño recuerdo de un viaje con mi padre y mi hermano en el coche familiar. En una ocasión mi padre me dijo que si uno lograba aguantar la respiración durante todo el tiempo que tardara en atravesar un túnel, se le concedería un deseo. Jamás especificó quién lo concedería (supuse que algún genio de los túneles o algo así), pero recuerdo que durante años yo contenía el aliento automáticamente cuando el coche quedaba envuelto en la oscuridad, esforzándome en silencio por aguantar lo máximo posible. En los alrededores de Nueva York eso resultaba particularmente difícil; los túneles Lincoln y Holland resultaron ser demasiado largos para mis pequeños pulmones. Siempre experimentaba una breve sensación de derrota cuando expulsaba de golpe el aire de mi cuerpo.

– Bien -dijo el psiquiatra, titubeante-, esto es un problema.

– ¿En qué sentido?

– Le diré algo extraoficialmente. -Cuando asentí con la cabeza, prosiguió-: Sé que la policía ya ha llamado a dos de mis colegas para que escucharan la grabación. Hablé con ellos anoche, pues sabía que usted vendría hoy. Verá, yo tengo la costumbre de estar en desacuerdo con mis colegas. -Soltó una carcajada y luego sonrió por unos instantes-. Pero no en esta ocasión.

– ¿Cuál es el veredicto? -pregunté-. O sea, ¿qué puede decirme acerca de este tipo? No quiero parecer demasiado simplista, pero mi instinto me dice que ese hombre habla en serio. Y que es peligroso.

– Bueno -volvió a comenzar el doctor-, está en lo cierto en ambos aspectos. -Echó una ojeada a sus notas-. Me temo que es demasiado pronto para colocarle una etiqueta que pueda usted ofrecer a sus lectores. En realidad, no hay suficiente material para formarse una idea precisa, aunque la cinta es notable.

»A menudo empleamos los términos psicótico, psicópata, sociópata. Los dos últimos significan más o menos lo mismo. Hablamos de perversiones sexuales, conducta aberrante, paranoia, esquizofrenia, todos los términos conocidos para usted y muchos otros profanos en la materia. Este asesino parece tener varios rasgos dominantes que se prestarían a varias interpretaciones psiquiátricas. Yo no he detectado síntomas evidentes de paranoia, pero eso no significa que él no padezca el trastorno. De hecho, la parte de su discurso en que habla de la víctima parece indicar que lo padece. Es obvio que está muy desequilibrado, al borde de la psicopatía… -El doctor vaciló de nuevo y clavó en mí una mirada intensa-. Pero dejémonos de palabrería y vayamos al grano, ¿de acuerdo?

Asentí otra vez.

– Por regla general, quienes ejercemos la psiquiatría no emitimos juicios sobre la posible peligrosidad de los diversos trastornos. Sin embargo, en mi opinión, este asesino es sumamente peligroso. También creo que volverá a matar. Más de una vez. -Ojeó sus notas. «La gente tiene que entender», leyó en voz alta-. Bueno, esto parece expresar su necesidad de aceptación; lo importante que es para él justificarse por lo que él mismo considera una conducta fuera de lo normal.

»Luego se extiende en una larga relación de su niñez atribulada en una granja de Ohio. El hecho de que hable con tanta frialdad de los malos tratos de que fue objeto resulta insólito; por lo general, la mente bloquea esos recuerdos. Él asegura que lo castigaban de forma irracional. Sospecho que el abuso que sufrió fue mayor y más arbitrario que el que describió. Después se produce una crisis; todos sus sentimientos respecto de la culpa, el castigo, el bien y el mal, todos se invierten: sus esquemas se rompen. Fíjese en que él recuerda que su padre lo obligaba a contar en voz alta los golpes; ahora vemos ese aspecto repetido en su numeración de la víctima. Ella es el Número Uno.

»También me llama la atención la imagen que él da de la madre. Ella parece una no-persona; se limita a observar todo el tiempo. Dudo de que realmente haya sido así, creo que es probable que ella también haya tenido un comportamiento aberrante, pero no es más que una especulación.

»Luego él habla de un largo período de inquietud, de noches en vela. Desde el punto de vista psiquiátrico, esa época corresponde al momento de su despertar sexual. Pero a estas alturas él está tan confundido… Me pregunto si realmente oía correr el agua del baño o si se trataba de algún otro sonido nocturno relacionado con sus padres. Claro que sólo estoy haciendo conjeturas.

»Después vienen esas declaraciones tan notables. Mire, lo he anotado: "Intentaba ahuyentar todas las pesadillas. Más tarde, en Vietnam, me dejaban solo en el puesto de escucha del perímetro…" ¿Lo ve? Pasa bruscamente del tema de su niñez al de la guerra. Vietnam. Así. pues, cabe la posibilidad de que acuse los efectos de un tipo de fatiga de combate. Durante la década de los cincuenta, después de la guerra de Corea, colaboré en algunos estudios. Descubrimos síntomas de psicosis que surgían bajo ciertos tipos de tensión y fatiga. Bien. En general, no duraban mucho tiempo y se disipaban cuando el sujeto se apartaba de la situación de tensión. Sin embargo, algunos de mis colegas que han trabajado con veteranos de Vietnam dan cuenta del mismo síndrome, sólo que en un grado más agudo: en esos casos, los síntomas no desaparecen con tanta rapidez. Hay muchas teorías que intentan explicar el fenómeno en función de la naturaleza de la guerra, la contrainsurgencia, el salvajismo, la falta de un enemigo definido, la ausencia de un frente y la absurdidad de todo, especialmente en combinación con las contradicciones de la guerra. Me refiero a que eran hombres que estaban en campaña y realizaban tareas rutinarias que a veces teman consecuencias terribles: temían pisar una mina terrestre, perder las piernas o los genitales; extraviarse en un entorno ajeno; encontrarse de pronto en medio de un fuego cruzado, incapaces de ver o de combatir al enemigo, rodeados de muerte. Entonces, momentos después, subían a la cima de alguna colina, descendía un helicóptero y todo el mundo bebía Coca-Cola fría o una cerveza, casi como si estuvieran en casa. Eso resulta increíblemente desorientador. En efecto, no sabían dónde estaban. Y en medio de todo aquello, nuestro hombre halla paz."… fue una época tranquila para mí…" Extraordinario.

»Pero -continuó el psiquiatra-, y éste es un pero muy importante, sucede algo. En cierto momento alude al "verdadero horror". Lo ve como una especie de obra de teatro, una manera de describir lo que nosotros llamamos reacción disociativa, que consiste en verse a sí mismo como desde fuera. Y luego dice que hablará de eso más tarde.

»Supongo que ésa es la clave. Si yo fuese aficionado al juego, apostaría a que la serie de asesinatos en la que parece haberse embarcado es, en su mente enmarañada, una suerte de reconstrucción. En efecto, él está reproduciendo una experiencia personal. Es como esos casos tan sonados de veteranos de guerra que disputan con la gente en la calle; reconstrucciones inconscientes de momentos vividos en la guerra. La mente se confunde; la paz del hogar se convierte a sus ojos en escenario de guerra. Y el soldado que llevan dentro reacciona.

»Creo que nos ayudaría mucho a comprender la forma de pensar del asesino el que usted averiguase la naturaleza de ese "horror". Pero tenga cuidado: la mente del hombre aún puede adaptarse. Él todavía aprecia el simbolismo. No le propondrá necesariamente un trato equitativo.

El psiquiatra giró en su silla y se puso de pie. Se dirigió a la ventana panorámica y dirigió la vista a la bahía. Levantó las manos en un movimiento reflejo para apartarse un mechón de la frente. Sin dejar de mirar al exterior, prosiguió:

– Recuerdo cuando estuve en el ejército, en una unidad psiquiátrica a las afueras de Vacaville, en California. Allí tratamos miles de hombres aquejados de fatiga inducida por las condiciones de batalla, secuelas de la guerra de Carea. Dios mío, cuesta creer que haya pasado un cuarto de siglo. La mayor parte de los casos permanecen frescos en mi memoria. Eran como piezas en una cadena de montaje, ensambladas con rapidez y eficiencia, pero con algún defecto interior que no saltaba a la vista pero que les impedía funcionar de manera apropiada.

»En un pabellón teníamos que mantener las luces encendidas durante toda la noche porque los hombres tenían un miedo atroz a la oscuridad; eran hombres fuertes, que habían pasado por experiencias terribles y sobrevivido, pero, de pronto, no podían controlar sus temores cuando se apagaban las luces. Hay un caso que recuerdo particularmente. No estoy seguro de que venga a cuento: júzguelo usted mismo.

»Él llegó poco después de la invasión china, cuando los chinos cruzaron el río Yalu y dejaron divisiones enteras aisladas antes de que el mando estuviese centralizado y las líneas se formasen de nuevo. Tal vez usted no lo recuerde y, por cierto, pocas personas en Estados Unidos llegaron a enterarse de lo inesperado y aterrador que resultó ese ataque. En ese entonces prevalecía el racismo que aún encontramos hoy, en menor grado, en la guerra de Vietnam; el miedo derivado de la propaganda acerca del peligro amarillo y los orientales insensibles y bestiales. Todavía imperaban en buena medida el patrioterismo y el sentimiento anti oriental de la Segunda Guerra Mundial. Bueno, basta decir que era una época difícil.

»La desorientación y la consiguiente proyección de emociones que veo en el asesinato me recuerda a uno de los pacientes que traté entonces. Era un hombre joven, rubio, de pómulos altos, con un semblante que denotaba una buena educación. Por cierto, procedía de buena familia; la madre pertenecía a la alta sociedad de Nueva York, y el padre era lo que podríamos llamar un magnate de la industria. El hijo se había criado en un ambiente de colegios privados, chóferes, profesores de piano y ópera. A los diecisiete años ingresó en Harvard, donde se licenció en historia y ciencias políticas. Estaba destinado al servicio diplomático, al menos al principio; tal vez a la facultad de derecho, o quizás a emprender una carrera política. Un muchacho muy valioso, ¿verdad?, con un potencial tremendo. Me hablaba mucho de una conversación que había mantenido con su padre acerca del futuro, y de que ambos convenían en que servir en el ejército durante un tiempo sería una experiencia muy valiosa, incluso imprescindible. Otro paso en el camino al éxito.

»Poco después de su graduación, el joven obtuvo un cargo de oficial en el ejército. Se ofreció voluntario para la guerra de Corea después de largas discusiones con su familia; pensaba entrar en combate un par de veces y quizá conseguir una o dos medallas. El padre había prestado servicio militar en tiempos de paz, entre las dos guerras mundiales. Ninguno de ellos era consciente de lo peligrosa que era la situación en que se estaba poniendo el muchacho. No tiene usted idea del grado al que llegaba su ingenuidad; se manifestaba constantemente en nuestras conversaciones. Por tanto, cuando los chinos cruzaron el Yalu, este joven estaba al mando de una compañía de fusileros, cerca de la línea del frente.

»Fueron aislados, rodeados por una fuerza superior y masacrados. El joven estaba con un pelotón que acabó acribillado por las armas automáticas. Cuando el fuego cesó, él era el único que quedaba con vida. Entonces advirtió que los chinos recorrían el escenario de la carnicería, revisando sistemáticamente los cuerpos. En una fracción de segundo decidió que, para evitar que lo capturasen o lo matasen, tendría que hacerse el muerto. Mojó los dedos en la sangre de sus hombres y se manchó la ropa con ella. Según me contó, obró con rapidez, mecánicamente, sin pensar realmente en lo que hacía. Al final, cuando sus heridas parecían auténticas, colocó dos cadáveres de modo que él quedaba medio oculto debajo de ellos. Su último acto fue tomar un puñado de sangre y materia cerebral de un cadáver y embadurnarse la frente y la cabeza. Luego cerró los ojos y esperó, temeroso de que el aire frío delatara su respiración, sintiendo el peso muerto de los hombres que tenía encima.

»Entonces sufrió una alteración de la percepción; sus sentidos quedaron reducidos al oído y el olfato. Era como un ciego; cada sonido se le figuraba una nota de terror extraña, aterradora. Me dijo que oyó voces que se acercaban y pies que se arrastraban. En un momento, alguien habló en inglés, a lo que siguieron respuestas guturales en chino. Luego sonaron disparos, cada vez más cercanos. El joven sintió que el frío del suelo penetraba como la muerte misma en su cuerpo, ya sepultado bajo los cadáveres de sus soldados, los hombres que él había tenido a su cargo y a quienes había conocido apenas unas horas antes. Tenía las extremidades paralizadas de terror, pues creía que de un momento a otro lo sumirían en una oscuridad más profunda que la que encerraban sus párpados apretados. Finalmente, oyó pasos cerca de él y notó que los cuerpos bajo los que yacía se movían, como si alguien los empujase con la punta de un arma. Luego las pisadas se alejaron y él permaneció inmóvil durante horas, en espera de otro sonido. Me aseguró que tuvo que reunir todo su valor para abrir los ojos y mirar en torno a sí. Estaba solo, salvo por los muertos.

»Pasó dos días aislado tras las líneas enemigas. Vagó por allí, escondiéndose entre arbustos y árboles. Por las noches, se resguardaba de la nieve con ramas lo mejor que podía. No comía: no encontraba nada. Al tercer día se topó con un grupo de hombres que también habían quedado aislados pero que habían logrado establecer contacto por medio de la radio. En pocas horas, estuvo a salvo tras nuestras líneas. Presentó un informe a sus superiores describiendo el ataque y la pérdida de sus hombres con todo detalle. Según creo, los nombró a casi todos de memoria. Lo examinó un médico, que dictaminó que se encontraba en buen estado de salud a pesar del duro trance por el que había pasado, y poco después lo enviaron de regreso a Estados Unidos. El ejército le otorgó la Medalla al Servicio Distinguido.

»En su primera noche en casa, despertó gritando que no podía respirar, como si algún peso le aplastara los pulmones. Se echó a temblar descontroladamente a pesar del calor que hacía en la habitación y de las mantas sobre la cama. Lo aterrorizaba cerrar los ojos, porque temía no poder volver a abrirlos. Pocos días después, mientras disfrutaba una comida con su madre, su padre y algunos invitados, cerró los párpados con fuerza durante un minuto, tal vez dos, y cuando los abrió había perdido la vista. Estaba ciego. Poco después, me lo enviaron a Vacaville.

»El diagnóstico oficial fue reacción histérica. Una sencilla conversión de la experiencia que había vivido: la ceguera equivale a la muerte. Así pues, la atrajo sobre sí para compensar el haber sido el único superviviente de su compañía.

»Hablamos. Trabajamos. Él no ocultaba los hechos, incluso logré convencerlo del origen psiquiátrico de su pérdida de visión, pero no la recuperó. Entonces me pregunté qué castigo más severo estaría infligiéndose.

»Le concedieron la licencia. Llegó a su apartamento en Nueva York, besó a su madre, estrechó la mano de su padre, anunció que quería cambiarse (palabras proféticas, ¿verdad?) y se dirigió a su dormitorio. Dejó el bastón, sacó un revólver que guardaba desde hacía años y se pegó un tiro. Exactamente en el mismo punto donde se había aplicado la sangre de sus compañeros.

El psiquiatra me miró. Fuera, el sol se reflejaba en la superficie de la bahía y una bandada de gaviotas volaba sobre las aguas.

– Por eso -prosiguió el doctor-, no subestime la fuerza de un trauma inducido por la batalla combinado con una enfermedad mental más primaria.

– ¿Pronóstico?

– Muy malo. Malo para las víctimas, malo para el asesino. Y otra cosa…

– ¿Qué?

– No podrán atraparlo.

– ¿De qué habla?

– Los asesinos de esa clase son los más difíciles de capturar. La policía siempre tiene muchos problemas para echar el guante a los asesinos psicópatas. Recuerda a Jack el Destripador: jamás lo atraparon. Verá, ellos eluden los métodos habituales de detección debido a la irracionalidad esencial de sus actos. Sus motivos se hallan dentro de su mente, no en la codicia ni la furia, ni en ninguna de las emociones habituales con las que los policías están familiarizados y que suelen ser motivo de homicidio.

Fijé la mirada en el psiquiatra. Él se volvió hacia la bahía.

– A menos que el asesino cometa un error como los que cometería un criminal común, será casi imposible capturarlo. Existe la posibilidad de que alguien lo reconozca, o que la policía identifique y localice su arma. Eso podría conducir a su detención. Pero no cuente con ello.

»Verá, una de las paradojas esenciales que envuelven a este tipo de asesino es que, si bien experimenta satisfacción al burlar a la policía y desafiar a la comunidad a que lo encuentre (ése es el impulso subyacente a la llamada telefónica), inconscientemente desea ser detenido. Sin embargo, su mente consciente no pasa por alto el menor detalle. Pensará detenidamente en todas las precauciones que debe adoptar para evitar la captura. Dígame, ¿cómo puede la policía manejar un caso así?

– No lo sé -contesté-. ¿Cree que cometerá algún desliz por teléfono?

– Tal vez. Tal vez no.

Sonó un timbre bajo el escritorio del psiquiatra. Se inclinó, accionó un interruptor y me miró de nuevo.

– Un paciente -me informó.

Recogí la grabadora. Él me acompañó hasta la puerta.

– ¿Sabe? -dijo-, espero equivocarme. Y no dé por sentado que todo lo que le he dicho sea la verdad absoluta. Estamos hablando de un individuo gravemente desequilibrado: es capaz de casi cualquier cosa. Quizás esto le parezca terrible, pero no hay que descartar la posibilidad del suicidio. Una persona que dice lo que hemos oído siente un odio profundo hacia sí mismo. De sus palabras se desprende que se considera lo peor del mundo. Tendremos que esperar.

– Gracias por su ayuda.

– Ha sido un placer -respondió.

Mientras cerraba la puerta, eché una última ojeada por la ventana al azul de la bahía.

Más tarde, comencé a redactar el artículo sobre la reacción del público. Otros periodistas dejaban notas sobre mi escritorio: en general, declaraciones mecanografiadas de funcionarios o gente de la calle. Muchas de ellas reflejaban escepticismo, una actitud retadora. Era como si la gente quisiera obligar al asesino a cumplir con su palabra o a callar: una especie de desafío macabro. Intercalé las opiniones del psiquiatra con las impresiones de las demás personas.

«Ese chalado no me asusta…» Un adolescente, junto a un campo de juegos.

«Yo creo que sólo es un tipo que quiere llamar la atención. Dudo mucho que cumpla su amenaza…» Un hombre de negocios, en la calle.

«Confío en que la policía lo pillará pronto…» Una ama de casa de los suburbios.

«Todos los agentes han recibido instrucciones de estar atentos a comportamientos extraños. Se han anulado todos los permisos innecesarios. Se enviarán coches patrulla de refuerzo a zonas de alto riesgo…» Un jefe de policía local.

Intenté imaginar los semblantes que acompañaban a las palabras, las expresiones de furia o de miedo. Me sentía oprimido entre las palabras del asesino y las de la comunidad. Continué escribiendo con rapidez, deteniéndome sólo de vez en cuando para transcribir una cita de las páginas de notas. No levanté la vista hasta que oí gritos procedentes del fondo de la redacción. Al girar en la silla, vi a un muchacho de veintitantos años que intentaba soltarse de las manos de uno de los guardias de seguridad del Journal.

Los ojos de todos los presentes se volvieron hacia el alboroto y, de pronto, percibí los gritos con la claridad de una imagen bien enfocada. El joven gritaba: «¡Quiero hablar con el tipo que escribió esto. ¡Déjame en paz, maldita sea!» El guardia de seguridad lo tenía agarrado por el brazo, intentando arrastrado hacia la puerta. Yo sabía que era conmigo con quien quería hablar. De reojo, vi que Andrew Porter se había asomado desde el laboratorio fotográfico, atraído por el ruido. Logré llamar su atención con las manos e hice un gesto con ellas como si tomase una fotografía. Él asintió y reapareció un momento después con su cámara. Hizo girar la lente y comenzó a tomar fotos de la manera más discreta posible. Para entonces, el joven ya se había calmado un poco y discutía con el guardia, que aún lo sujetaba por el brazo. Yo atravesé la oficina; ambos hombres me miraron.

– Creo que quieres hablar conmigo -dije, con la mayor suavidad posible.

El muchacho tenía los ojos enrojecidos. Su cabello rubio le caía sobre las orejas, desgreñado. Me contempló por un momento y pareció derrumbarse, como si una cuerda se hubiese roto bruscamente. Dejó caer los brazos a los costados y cesó de forcejear. El guardia, un cubano fornido de espeso bigote, me dirigió una mirada inquisitiva. Yo asentí y él soltó al chico. Sin embargo, se quedó cerca de nosotros, con los músculos tensos.

– ¿Es usted Anderson? -preguntó el muchacho. Moví la cabeza afirmativamente.

– Yo soy el hermano de ella -dijo.

– Lo suponía -contesté.

– ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

– Sentémonos.

El joven inclinó la cabeza y le señalé un escritorio desocupado. Se dejó caer sobre la silla como si estuviese exhausto.

– No lo entiendo -se lamentó-. He leído esto una y otra vez, y aún no lo entiendo. ¿Qué mal hizo ella? ¿Por qué tuvo que pagar por algún… oh, no sé… por algo que ocurrió en otro lugar? Quiero decir, ¿qué culpa tenía?

– Debes de haberla querido mucho -observé.

Él me miró fijamente.

– Ella era muy… -Entonces vaciló. Advertí que buscaba las palabras adecuadas-. No lo sé. Era… tenía algo especial. Todos la queríamos. Era la pequeña de la familia.

Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.

– ¿En qué puedo ayudarte? -pregunté.

– No sé por qué he venido -dijo-. Supongo que por un momento pensé que usted y él eran la misma persona, ¿sabe? Usted es su contacto; él lo llamó, así que se me ocurrió venir a hablar con usted como si fuera él. -Hizo una pausa-. Eso no tiene mucho sentido, ¿verdad? Quiero decir, ahora veo… -Paseó la vista por la sala, por los reporteros y redactores-. ¿Volverá a llamar?

– Creo que sí -respondí-. Es difícil saberlo.

– Ojalá pudiera pasar al menos cinco minutos a solas con ese tipo. No me importa cuánto entrenamiento haya recibido él, en el ejército o donde fuese. Me da igual que lo hayan convertido en una especie de máquina de matar. ¡Le juro que podría con él! Sólo quiero una oportunidad. Oiga. -Su voz empezaba a reflejar entusiasmo-. Voy a dejarle mi dirección. Désela al asesino, ¿de acuerdo? Si realmente quiere iniciar una cadena de asesinatos, bueno, ¿por qué no trata de empezar por mí? Entonces veremos quién será el primero en caer.

El joven tomó un trozo de papel del escritorio y un lápiz y se puso a escribir con furia.

– Dele esto -me indicó, entregándome el papel.

Leí la dirección. Era la casa familiar en la zona sur de la ciudad.

– De acuerdo -accedí. Mentía.

El muchacho se sentó de nuevo, más sereno.

– Sólo cinco minutos -dijo. Clavó los ojos en mí-. Dígame por qué. Usted habló con ese tipo. Dígame por qué.

Sacudí la cabeza.

– Está loco. Los locos cometen locuras. ¿Qué puedo decirte? Me encogí de hombros de manera exagerada, consciente de que mentía otra vez.

– Me da igual que sea un enfermo -aseveró el joven-. Quiero verlo muerto. Del mismo modo que él mató a mi hermana.

– No me extraña…

Se secó los ojos y, durante largo rato, se los frotó con las manos.

– No me parece justo. ¿Cómo pudo Dios hacer esto? Ella nunca hizo daño a nadie en su vida. Incluso participó en una manifestación por la paz cuando tenía diez años. ¿Puede creer eso? Desfilaba, corriendo para no quedarse atrás, gritando: «¡Queremos paz! ¡No a la guerra!», con su vocecita de niña. Volvió a casa con lágrimas en los ojos porque los policías eran tan malvados. ¿Puede creer eso? Malvados, ésa es la palabra que empleó. Y lo eran; eso es exactamente lo que eran. Ella no tenía miedo de nada. Apuesto a que ni siquiera tuvo miedo cuando llegó su hora.

– Seguramente tienes razón.

El joven echó un vistazo alrededor.

– Estoy haciéndole perder el tiempo -dijo-. Supongo que está trabajando en otro artículo, ¿verdad?

– Sí -respondí-, sobre la reacción de la gente. Saldrá en el periódico de mañana.

– Bien -murmuró poniéndose de pie-, cuando ese cabrón llame, dígale que Jerry Hookes quiere vérselas con él. Plantéeselo como un desafío de verdad: dígale que lo espero. -Cerró el puño y lo agitó en el aire-. Lo mataré con mis propias manos.

– Se lo diré -aseguré.

«Quizá sí -pensé-, quizá no.»

– Está bien -dijo y, dirigiéndose al guardia de seguridad, añadió-: Discúlpeme.

El guardia asintió, impasible.

– Perdóneme -se disculpó el joven, volviéndose hacia mí-. Por haberlo molestado así. Creo que todo esto me ha trastocado un poco. -Me tendió la mano Y se la estreché-. No lo culpo -agregó.

Luego se marchó, acompañado por el guardia. Nolan se acercó.

– Un momento intenso -comentó.

Me mostré de acuerdo con él.

– Escríbelo. Palabra por palabra. Que sea el núcleo del artículo sobre las reacciones.

Asentí.

– Muy bien.

– Es un material estupendo -prosiguió Nolan-. Diablos, ese pobre chico debe de estar realmente alterado con todo esto. Pobre diablo. -Me miró con fijeza-. Descríbelo todo: su expresión, el ansia con que escribió esa dirección. No te dejes un detalle. Fenomenal.

Regresé a mi escritorio, pero antes de comenzar a escribir repasé en mi mente una y otra vez las palabras finales del joven. Resonaban en mis oídos, acusadoras. Sacudí la cabeza con fuerza, como para desecharlas, y procedí a reconstruir toda la conversación. Menos las últimas palabras.

Cuando llegué a casa, Christine me esperaba. El cielo había adquirido un intenso color púrpura violáceo. Las últimas luces del día iluminaban los gigantescos cúmulos que flotaban sobre los Everglades, al oeste.

– Te he visto en la tele -dijo-. En las noticias locales. Cronkite, Brinkley y Chancellor también te han mencionado. Tu padre también te ha visto. Ha llamado hace unos minutos. -Me echó los brazos al cuello-. No sé muy bien si debo estar orgullosa o asustada. Creo que me siento un poco de las dos maneras.

Fui a la cocina y abrí una botella de cerveza. Christine se sirvió una copa de vino y nos sentamos a conversar. A ella le agradaba pasarse los dedos por el cabello, levantando los mechones y echándoselos hacia atrás, como para apartárselos de las orejas. La cerveza estaba fría y yo sentía como si se extendiese por todo mi cuerpo; refrescante. Me aflojé la corbata, me recosté y levanté mi vaso.

– Por ti -dije.

Christine chocó su copa con mi vaso.

– Y bien -dije-, ¿cómo te ha ido el día?

– Ha sido un día común y corriente. Nos han traído un chico. No, un chico no; un muchacho en esa edad difícil en que la voz no es aguda ni grave. Recordarás la época en que, en cuanto te enamoras, te sale un grano en medio de la frente.

Sonrió y me reí.

– ¿Y?

– Bueno, ha sido alegre y triste al mismo tiempo. A veces me preocupa que me afecten demasiado los casos de los pacientes que ingresan en el pabellón. ¿Sabes?, el director me ha preguntado si yo estaría dispuesta a trasladarme a la sala de terminales. Lo único que ellos tienen es esperanza. A veces, ni siquiera eso. Le he contestado que no. Al menos en mi pabellón la gente tiene posibilidades de recuperarse. Escasas, pero son posibilidades al fin y al cabo.

– ¿Y el muchacho?

– Tenía un tumor muy grande en el tobillo. No sabremos lo grave que es hasta que lo abran. Es decir, las radiografías te muestran que está allí y te dan una idea del tamaño y todo eso, pero la gravedad sólo se aprecia cuando se examina el tumor al descubierto bajo las luces del quirófano. Los tumores tienen una fealdad, una malevolencia propia.

»El caso es que trajeron al muchacho… Lo que nunca deja de sorprenderme de los chicos de esa edad es que se comportan como si fuesen inmortales. Uno puede darles la peor noticia del mundo, decirles que les quedan días, horas, minutos de vida, y ellos siguen pensando que tienen toda la eternidad por delante. Demuestran una confianza increíble en su propio cuerpo. Son demasiado jóvenes para saber que el organismo puede ser muy traicionero.

»El muchacho pasó la noche correteando por todo el pabellón. La enfermera nocturna me ha contado que, incluso sedado, se pasó casi toda la noche despierto y hablando. Ella le hizo compañía durante un par de horas. Le interesaba el béisbol, según me ha dicho ella; él quería hablar de los Yankees y los Red Sox. Ojalá hubieras estado allí. Podrías haberle dado conversación.

»Bueno, por la mañana ya estaba preparado. La enfermera de turno lo ha llevado al quirófano en silla de ruedas. Él se ha quedado mirando al médico y le ha dicho: "Confío en usted, pero no se emocione demasiado." Entonces se ha echado a reír y todos nos hemos reído con él. Yo estaba de pie detrás de su cabeza para evitar que se pusiera nervioso, pero el chico estaba más tranquilo que yo. Se ha dormido enseguida, en cuanto le ha hecho efecto el pentotal. Recuerdo que en el momento en que le extirparon una sección del tumor para realizar la biopsia, he rezado por que el resultado fuese negativo.

»Este trabajo me está convirtiendo en una fanática religiosa. Continuamente mantengo conversaciones en mi mente, y pienso cosas como: "Oye, Dios, éste es un buen chico. Dale una oportunidad, ¿vale?" Sea como fuere, esta vez ha funcionado: el tumor era benigno. El patólogo ha vuelto al quirófano con una sonrisa de oreja a oreja, y todos hemos sonreído al conocer el resultado. Es gracioso ver sonreír a los médicos detrás de la mascarilla; sólo se intuye la forma de la sonrisa.

»Pero la mala noticia es que, para extirparlo todo, hemos tenido que fracturarle la pierna. El cirujano se ha esforzado durante una hora por extirparlo antes de recurrir a eso. Maldecía y se quejaba; él tiene un hijo de la misma edad.

»Al chico le ha costado mucho comprenderlo. Al despertar parecía muy decepcionado; no hablaba más que de su equipo de la liga juvenil y de que se iba a perder la temporada. Estaba confundido porque no acababa de entender por qué todos estábamos tan contentos. Lo estábamos porque el tumor era benigno y él no había perdido toda la maldita pierna. Lo único que entendía era que tenía una pierna rota, y ni siquiera podía jactarse de habérsela roto robando una base o completando una carrera.

Christine apuró la copa y volvió a llenarla. Me miró desde el otro extremo de la habitación.

– ¿Recuerdas tu pubertad? No logro imaginarte a esa edad.

Reflexioné por un momento. En lugar de una imagen de mí mismo, visualicé a un chico delgaducho en un camino de macadán, andando entre las sombras una tarde de primavera. No podía concentrarme en el rostro del asesino, pero vi una habitación pequeña y una tabla, y oí la respiración agitada del padre mientras le propinaba a su hijo golpes en el trasero hasta dejárselo ensangrentado.

– ¿Jugabas al béisbol? -preguntó Christine.

– En el campo corto -respondí-. Mi hermano era receptor. -Me vino a la mente un sol brillante. Verano. Reí en voz alta-. Una vez estábamos en un partido muy reñido y uno de los tipos del otro equipo bateó con mucha fuerza y la pelota salió disparada hacia mi derecha, entre la tercera base y yo. Ellos tenían un tipo en la tercera. El chico arrancó a correr hacia la base del bateador. Habían puesto fuera ya a dos jugadores, ¿sabes? La consigna era correr cuando se presentase la ocasión. Yo pegué un buen salto, tal vez no muy alto, pero a esa edad todo parece más grande y acelerado, y atrapé la pelota. Lo más probable es que la pelota cayese en mi guante por casualidad. De todos modos, cuando se es un chaval se tienen instintos casi perfectos para el béisbol. Sólo después, con el entrenamiento, se echan a perder. Me puse de pie y lancé la pelota hacia la base del bateador. En la actualidad no podría hacer un lanzamiento más perfecto. A la altura de la cintura, con mucha fuerza. Llegó casi tres metros por delante del chico del equipo contrario que estaba corriendo. Y mi hermano la dejó caer. No le hablé durante una semana.

Sonreí, pero Christine frunció el ceño.

– Eso parece cruel -comentó.

– La pubertad es cruel.

Pensé de nuevo en el asesino. No tan cruel, decidí.

Sonó el teléfono y fui a contestar.

– Tal vez sea tu padre -señaló Christine.

Se dirigió a la cocina y comenzó a preparar un sándwich.

– Te he visto en las noticias -dijo mi padre y soltó una carcajada-. Parecía que te sacaba de quicio el ver que se había vuelto la tortilla.

– Bueno, creo que al principio, sí.

– Seguro que te ha pillado por sorpresa. ¿Ha vuelto a llamarte el asesino?

– Aún no -respondí-, pero sospecho que lo hará.

– Debe de ser emocionante. Me pregunto si saldrá algo en el Times mañana.

– Bueno, uno de sus periodistas me ha telefoneado.

– ¿Y bien? -inquirió-. ¿Cómo sienta esta fama repentina?

Varias respuestas cruzaron mi mente. Pensé en decirle que no me afectaba, que seguía siendo el mismo periodista objetivo a pesar de lo sensacional de la noticia y la atención que estaba recibiendo. O que era sólo una crónica más y que en realidad no creía que a la larga tuviese grandes repercusiones. Sin embargo, habría sido una mentira descarada. Por eso opté por contestar que en efecto era emocionante y que disfrutaba el hecho de haberme convertido en el centro de todas las miradas.

– No es distinto de lo que te sucede a ti -dije-, cuando intervienes como abogado defensor en un caso muy sonado. De pronto te encuentras en medio de la sala y todo el mundo está pendiente de tus palabras. Supongo que lo que me ocurre a mí es parecido; por primera vez noto que lo que he escrito realmente produce efecto en la gente. El asesino dijo un par de veces que pretende montar una obra, un teatro; creo que es más que evidente que ahora yo represento un papel en ella.

– Ah -murmuró mi padre-. Así que lo disfrutas.

– A decir verdad -admití-, sí.

Meditó por un momento.

– En cierto modo, esto me trae a la memoria una época en que yo era más joven y trabajaba para aquella gran empresa de Wall Street; tú la recuerdas: Clay, Michaels y Black. Habitualmente, la firma prestaba servicios gratuitamente a organizaciones sociales; en general, demandas colectivas y cosas por el estilo. Eso era a principios de los cincuenta, la época en que el viejo Joe McCarthy acaparaba todos los titulares. Bueno, nos pidieron que representáramos a un joven acusado de homicidio y me asignaron el caso. Era un trabajador portuario desempleado, un tipo rudo, miembro del Partido Comunista. Recuerdo que me contó que su hermano mayor había muerto luchando con la brigada Lincoln en España. A él lo habían acusado de matar a otro hombre en una pelea, de un puñetazo en la mandíbula. El problema era que el otro hombre era hermano de un policía, de modo que los fiscales estaban presionados para conseguir una condena muy severa. Nada de acuerdos. Tuve que salir solo a la arena; los periódicos daban mucha publicidad al caso. Decidimos alegar defensa propia. Recuerdo lo que sentí en la sala. Era apenas mayor de lo que eres tú ahora. El caso, el juicio, el alegato, todo parecía secundario en comparación con la atención pública. Era una sensación electrizante, emocionante, como la que uno tiene después de estar con una mujer hermosa. -Rió al recordarlo.

– ¿Y qué sucedió?

– Oh, ganadores y perdedores. El jurado lo absolvió del cargo de asesinato pero pidió para él una condena por homicidio sin premeditación.

– ¿Y?

– Fue triste. -La voz de mi padre se alteró ligeramente-. El juez cedió ante tanta presión y condenó al chico. Murió en una pelea en el patio de Sing Sing un año después. -Guardó silencio por unos instantes-. Te diré algo: no quisiera estar en la piel del fiscal del caso ni del defensor si llegan a atrapar a este tipo. Aunque… -hizo una pausa- no creo que lo pillen.

– ¿Por qué no?

– Parece demasiado desequilibrado, demasiado astuto. Una mala combinación. Deberías ir con cuidado. -Hizo otra pausa-. La notoriedad no significa nada -aseveró-. Yo lo lamenté más tarde. Tú también lo harás.

– Tal vez -dije.

Pero no estaba seguro. Me imaginé a mi padre ante su escritorio, en su estudio, en casa. Estaría bebiendo un martini; habría libros de derecho apilados frente a él, papeles llenos de notas y reflexiones suyas. Era un hombre dedicado a las complejidades de la ley. Su enfoque de los códigos y reglamentos era similar al de un cirujano que trabaja con tejidos vivos. Era un mundo que yo conocía sólo indirectamente; había visto a menudo los libros y a mi padre trabajando. Una vez intenté leer un alegato suyo. Yo era pequeño y pensé que, puesto que lo había escrito él, seguramente versaba sobre sus inquietudes e intereses, y que leerlo me permitiría conocer un poco mejor a aquel hombre tan reservado. Durante días batallé con cada página, cada cita, cada nota al pie, buscando a mi padre en el texto. En cierto modo, como descubrí más tarde, lo encontré, aunque en ese momento no era consciente de ello. Él era el motivo por el que yo me había hecho periodista. Había aprobado todos los cursos sin mucho esfuerzo gracias a mi habilidad para escribir. Un día, él me preguntó: «¿Qué has aprendido?» «No gran cosa», respondí. «Escribes bien», dijo. «Es verdad», asentí. «Pues dedícate a una profesión en la que tengas que escribir mucho», me recomendó. Una semana después, él regresó de la oficina después de pasar por la biblioteca local. Traía consigo un ejemplar del Anuario de Editores, que contenía listas completas de periódicos y ejecutivos del mundo de la información de todo el país.

– Otra cosa -dijo ahora-. No me acabo de creer toda esa historia de Vietnam.

– ¿Cómo es eso?

– Es una excusa demasiado manida. Parece que todo el mundo quiere culpar a esa maldita guerra de todo: la economía, la recesión, la inflación. Todo es culpa de Vietnam. El Watergate, el maldito presidente. Vietnam, dicen. Ahora este tipo piensa que puede ir por ahí matando gente y achacarle sus crímenes a la guerra. No lo veo lógico. Tu tío pasó momentos muy duros en la guerra. Fueron tiempos muy difíciles. Y cuando regresó, no se puso a matar gente.

– Excepto a sí mismo.

Las palabras brotaron de mi boca antes de que pudiera contenerlas. Mi padre vaciló.

– Sí, tal vez sea verdad.

Entonces le pregunté por mi madre, mi hermano y mi hermana, y conversamos durante un rato. Antes de colgar me aconsejó:

– No te vuelvas demasiado dependiente de ese tipo, y ten mucho cuidado.

Comprendí la segunda parte del mensaje, pero no la primera.

Esa noche, en la cama, Christine intentó disculparse por no mostrarse muy comprensiva conmigo los últimos días. Me explicó que la proximidad del asesino la preocupaba demasiado. Luego apoyó las manos sobre mi pecho y comenzó a acariciarme lenta, hábilmente. Finalmente me atrajo sobre sí y, con el mismo movimiento, dentro de sí, tomando el control de la relación sexual. Después se durmió, pero yo me quedé inquieto. Recordé las conversaciones con el psiquiatra, con el hermano de la víctima, con mi padre. Me acerqué a la ventana y miré al exterior. Más allá de los árboles, entreví la calle vacía. A lo lejos oí una sirena, cuyo aullido lastimero ahogaba el zumbido de los insectos nocturnos. Las luces callejeras brillaban débilmente, y la de la luna, más intensa, lo bañaba todo en un resplandor pálido. Pensé en la ciudad iluminada por la luna, y me pregunté si el asesino también estaría despierto.

Vislumbré a un hombre que caminaba lentamente por la calle. Observé su silueta en la oscuridad. Parecía estar buscando una dirección y se detuvo cerca de la fachada de mi edificio. Alzó la mirada, pero nuestros ojos no se encontraron. Luego se alejó despacio) sin dejar de mirar. Lo seguí con la vista hasta que desapareció tras el brillo amarillento de una farola. Pensé en el teléfono de mi escritorio, en la oficina, y me pregunté si volvería a sonar.

Entonces comprendí que quería que el asesino llamara. Imaginé la serie de artículos, los destellos de las cámaras frente a mis ojos, los micrófonos ante mi boca. Reí en voz alta ante la novedad de todo aquello.

Llama, maldito seas, pensé.

Haz lo que tengas que hacer, pero llama.

Pero no llamó. Durante tres días, el teléfono permaneció mudo. Escribí dos artículos: uno sobre la investigación policial, con un perfil de Martínez y Wilson; el otro sobre las reacciones de gente de la calle. Al tercer día, Nolan se acercó y dijo:

– Diablos, creo que el asesino no aguantaba el calor y se ha ido de viaje. -Miró la grabadora, aún conectada a mi teléfono-. Veremos.

El timbre del teléfono me sobresaltó.

Aguardé un instante; dejé que sonara una, dos veces, lo levanté en mitad de la tercera.

– Anderson, Journal.

Silencio.

Me puse tenso y comprobé que la grabadora estuviese funcionando bien. Tomé aliento y repetí el saludo. Oía una respiración. Agarré un lápiz y una hoja de papel.

– ¿Quién es? -pregunté.

Y entonces oí una risita aguda.

– ¡Christine!

– Lo has adivinado -dijo.

– ¡Maldición! ¿Qué pasa contigo? -Apagué la grabadora-. ¿Por qué haces esto?

– Oh, trata de calmarte un poco, ¿quieres?

– Joder, Christine, esto es algo serio.

Estaba furioso. Mientras hablaba descargué varios golpes sobre el escritorio con el puño apretado para subrayar mis palabras.

– Lo sé, lo sé -respondió-. Lo siento. Es sólo que… bueno, estás tan inmerso en todo esto… Sólo quería que… no lo sé… que no te lo tomaras tan en serio.

– ¡Es que es un asunto muy serio! Maldición, llevas días con la misma cantinela.

– Lo sé -dijo-. Pero eso no es lo único que te importa, ¿verdad?

– En estos momentos, no hay mucho más.

– No digas eso. -Su voz se había apagado un poco-. Oh, Malcolm, no es el fin del mundo. Es sólo otra noticia. Tú mismo lo dijiste.

– Pues entonces me equivoqué.

– Hipócrita.

No era un exabrupto, sino, más bien, la constatación de un hecho. Sentí que los músculos de mi cuello y mi espalda se relajaban.

– Lo soy -admití-. Tienes razón.

– Lo siento -se disculpó-. No debería haberte llamado así. Pero parece que no puedes apartar la mente de eso, ni siquiera por un momento.

Había tristeza en cada palabra.

– No pasa nada -dije.

Entonces colgó y yo me concentré de nuevo en mi trabajo. Estaba nervioso, sudando. El teléfono sonó varias veces más. En cada ocasión, yo extendía la mano, como alguien que se ahoga e intenta agarrarse a una cuerda. Apenas podía disimular la decepción cuando comprobaba que no se trataba del asesino. Esa noche, en casa, Christine me observó mientras yo atendía una llamada telefónica; en un instante, mi cuerpo se tensó; momentos después, frustrado, colgué el auricular de un golpe.

– Me alegro -comentó-; nadie ha muerto.

Puso algo de música en el estéreo, música country.

Me hizo levantarme del sillón y comenzó a bailar alrededor de mí.

– «Do, si, do -canturreaba-. Un paso a la derecha, un paso a la izquierda. Saluda a tu pareja. Giro a la derecha, giro a la izquierda.»

Yo estaba de pie en el centro de la habitación mientras ella daba vueltas en torno a mí sin soltarme la mano.

– Oh, vamos -me rogó-. Trata de relajarte. Sólo un poco.

Se detuvo y me abrazó.

– «Quédate junto a tu hombre» -cantó, aunque la letra no concordaba con la música.

Entonces, incapaz de contenerme, dejé escapar una carcajada. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.

– Vaya -exclamó-. ¡Eh, fijaos! ¡La octava maravilla del mundo! ¡Aquí, en nuestra sala! ¡El gran periodista cara de piedra, alias «Sólo los hechos, señora, sólo los hechos», ha sonreído! ¡Todo un hito en la historia médica!

Y nos reímos juntos.

Pero esa noche, en la cama, con Christine dormida a mi lado, yo no podía pensar más que en el asesino. Intenté enviarle un mensaje telepático: llama, maldición, aunque sea para anunciar que todo ha terminado. Extendí la mano y le acaricié la espalda a Christine; ella emitió un leve gemido y cambió de posición. «Ambos -pensé- somos amantes desdeñados.»

La tarde del día siguiente, mientras el cielo cambiaba de color y el calor comenzaba a remitir, el teléfono volvió a sonar. Era la cuarta llamada sucesiva; había recibido dos de un par de chiflados y una de un político. Contesté, irritado.

– Anderson -dije, mientras encendía la grabadora y mantenía el dedo sobre la tecla, listo para apagada de inmediato.

– He puesto a prueba su fe, ¿verdad? -dijo la voz. Un escalofrío me recorrió la espalda.

– Creí que no volvería a llamar -respondí.

– Le dije que esto no había hecho más que empezar. Se quedó callado por un momento.

– Lo vi en la tele -prosiguió-. Bien, muy bien. He decidido que ahora estamos sólo usted y yo.

– ¿Qué quieres decir?

– Las explicaciones, más tarde. Primero la acción, como en el ejército. Disparar primero, preguntar después.

– No lo entiendo -dije.

– Ya lo entenderá. Anote esta dirección: Nautilus Avenue, 2295, en Miami Beach.

– ¿Qué hay con eso?

– Bueno -dijo-, en realidad, usted no tiene que hacer nada. Supongo que dentro de uno o dos días los vecinos comenzarán a sospechar. Luego irán a llamar a la puerta. Entonces tal vez perciban el olor. Es un olor extraordinario: tiene cierta dulzura y, al mismo tiempo, te atraviesa el cuerpo y te quema las entrañas. Una vez que lo has olido, nunca lo olvidas. Y lo más extraño es que, cuando lo hueles, identificas enseguida su origen, aun sin verlo, sin saberlo de antemano. -Otra vacilación-. Volveremos a hablar pronto -agregó-. Hasta luego.

Luego oí el clic en la línea y después sólo un vacío.

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