7

El caso dio un vuelco cuando se descubrieron los cadáveres de la pareja de ancianos. Sus muertes también modificaron mi punto de vista sobre los hechos acaecidos ese verano. Gran parte del entusiasmo y el placer que había experimentado al convertirme en el objeto de tanta atención (las entrevistas en la televisión, mis palabras citadas en el periódico de la competencia y en la radio) se desvanecieron entre las sombras de una calle tranquila de la zona más antigua de Miami Beach. Hasta ese momento, había tomado al asesino por un simple desequilibrado. Ahora, su crueldad se hizo evidente.

El asesinato de la pareja de ancianos también tuvo un efecto extraño sobre la comunidad; comencé a apreciar las primeras señales de tensión y pánico. Creo que yo, como la mayoría de la población de Miami, pensaba que el asesino elegiría exclusivamente a chicas adolescentes como víctimas, que la raíz del impulso de matar estaba en algún instinto sexual retorcido, inexplicable. La muerte de los ancianos conmocionó a toda la comunidad, como un temblor de tierra que sacude los cimientos y produce náuseas. Era como si a todo el mundo lo hubiese asaltado el mismo pensamiento: «Dios mío, yo podría ser el próximo.»

Cuando sonaba el teléfono en mi escritorio, la redacción se sumía en un silencio inoportuno. Yo notaba que los redactores y los demás periodistas se volvían hacia mí y me observaban mientras hablaba para detectar alguna reacción. Me sentía cada vez más aislado, como si estuviese solo con el asesino.

Después de la llamada, me puse en pie de un salto y atravesé la redacción hasta el despacho de Nolan. Él levantó la vista y reparó en la expresión de mi rostro.

– ¿Otra vez?

– En Miami Beach -dije-. Creo que ha vuelto a matar. Me ha dado una dirección: Nautilus Avenue 2295.

Nolan vaciló.

– Busca a Porter y poneos en camino. Yo llamaré a Homicidios.

Momentos después, Nolan estaba hablando con Martínez y Wilson. Lo oí indicarles que se encontraran conmigo en la esquina de la Veintidós con Nautilus. No les explicó por qué, pero supuse que a nadie le cupo la menor duda. Se volvió hacia mí de nuevo, agitando la mano.

– Vete, vete, vete -me apremió.

Porter y yo tomamos el paso elevado Venetian, que cruzaba la bahía hasta Miami Beach. Contemplé las aguas a través de la ventanilla; la brisa formaba palomillas en la superficie. En medio de la carretera, había personas que intentaban pescar en el agua poco profunda. Vi a una anciana negra inclinada sobre el borde, haciendo girar el carrete de la caña de pescar; la punta de ésta se curvaba y se agitaba cuando el pez que había atrapado luchaba por soltarse del anzuelo. La mujer reía, y su voz se coló en el coche a través del calor de la tarde.

Esperamos durante algunos minutos a que llegaran los dos detectives. Mientras tanto, Porter preparaba su equipo. Tenía dos cámaras colgadas del cuello: una con flash para tomar fotos en interiores y la otra cargada con película rápida para exteriores. Me hizo varias preguntas, con la intención de averiguar cuánto sabía yo acerca del lugar adonde íbamos, tratando de imaginar lo que veríamos, lo que tendría que fotografiar.

– Me encanta la emoción de saber que algo está a punto de ocurrir -dijo-, el instante que se da después del pitido del árbitro pero antes de la patada inicial. Es como esa vez que fotografié esa gran tormenta en el Caribe. No había teléfonos ni medios de comunicación. Yo tenía un Land Rover desvencijado y viajaba de ciudad en ciudad. La tormenta había arrasado con todo. Había árboles partidos por la mitad, casas derrumbadas o con el techo arrancado. Siempre, cuando llegaba a la última curva antes de entrar en un pueblo, había un momento en que se me hacía un nudo en el estómago al pensar en lo que vería; me preguntaba cuántos cuerpos habría tendidos en la calle. Se hinchan con el sol, ¿sabes? Así me siento ahora, como si estuviera a punto de tomar la última curva.

No dije nada; miré el papel que tenía en la mano.

Había escrito dos nombres: señor Ira Stein, señora Ruth Stein. Aparecían en la guía telefónica. Era una calle tranquila, típica de la zona. Las casas, casi todas construidas en la década de los treinta, tenían las paredes estucadas y estaban situadas a varios metros de la calle. Eran edificios bonitos, de estilo español, con arcos en la entrada y árboles frutales. Miré hacia un lado de la calle y no vi a nadie. Había algunos automóviles aparcados frente a las casas, pero en general reinaba el silencio. La brisa hizo susurrar las hojas de una palmera cercana.

– Allí están -señaló Porter.

Los dos detectives descendieron de un coche camuflado. Habían colocado una luz intermitente sobre el salpicadero pero no habían encendido la sirena. Los técnicos encargados de recoger pruebas permanecieron en el interior del vehículo.

– Y bien -dijo Martínez-, ¿qué ocurre?

– El asesino ha vuelto a llamar. Me ha dado una dirección. -Apunté hacia el otro lado de la calle-. Es allí.

Wilson siguió con la mirada en la dirección de mi dedo.

– Muy bien. Echemos un vistazo. -Dirigiéndose a Porter, dijo-: Puede entrar, pero debe informarme de lo que fotografíe. No quiero abrir el periódico mañana y ver en primera plana pruebas clave para la investigación.

Porter asintió.

– Entendido… Subimos a los automóviles y nos pusimos en marcha hacia la casa. El número 2295 era el último edificio del lado izquierdo. Porter detuvo el coche justo enfrente.

– Vamos -dije-, quiero echar un vistazo. Atravesamos una pequeña extensión de césped, pasamos junto algunos arbustos y llegamos a la puerta principal. El asesino tenía razón: podía olerlo. Me detuve y esperé a los detectives. Wilson se quedó junto a mí por un momento y luego se volvió hacia Martínez.

– Pide que manden a un forense -le indicó. Luego hizo señas a los técnicos. La puerta estaba entreabierta; uno de ellos sacó un cortaplumas y la abrió por completo.

– No toquen nada -nos advirtió Wilson-. Mantengan las manos en los bolsillos. Si tienen que vomitar, háganlo fuera. -Extrajo un pañuelo-. ¿Tienen uno? -preguntó-. ¿No? Tomen, usen estos de papel. Respiren a través de ellos; tal vez eso les sirva. ¿Listos? -Se volvió hacia Porter-. Qué trabajo tan glamuroso, ¿verdad?

No esperó respuesta.

En el interior, la pestilencia me aturdió; como si me hubiesen colocado una mascarilla impregnada de ese olor. El hedor de los cadáveres no era una novedad para mí, pues había cubierto muchos otros crímenes, pero nunca había olido algo así. Todas las ventanas estaban cerradas; reinaba un ambiente sofocante y cargado. El asesino estaba en lo cierto: era un olor dulzón. Nos encaminamos a la sala.

No habría podido prepararme para lo que vi. Ni siquiera en una pesadilla.

Había sangre por todas partes: en las paredes, el suelo, el sofá, las alfombras, el resto de los muebles. En una de las paredes había un enorme espejo. En él, escritos con sangre marrón oscura, estaban los números dos y tres. A primera vista, parecía la escritura de un niño.

Los dos ancianos yacían en el suelo, uno junto al otro. Estaban desnudos. Bajo su cabeza se había formado un charco de sangre seca. En un rincón, vi una esponja común y corriente, apenas reconocible, pero del mismo color. Los dos cadáveres estaban abotagados y rígidos.

– Dios mío -murmuró Martínez.

Estaba detrás de mí. Porter se acercó la cámara a los ojos una vez y luego la bajó. Se esforzó por recobrar la compostura y levantó de nuevo la cámara. Esta vez el resplandor del flash iluminó la habitación. Oí que el motor de la cámara hacía correr la película con un zumbido veloz. El flash destelló otra vez, luego otra, y después una cuarta. Wilson se dio la vuelta, furioso.

– Basta de fotos -farfulló-. Por Dios, miren este lugar. -Se volvió hacia mí-. Echad una buena ojeada, luego salid y dejad trabajar a los técnicos. No es muy agradable, ¿verdad?

No le respondí. Obligué a mi mente a concentrarse en los detalles de esas muertes. Tomé nota de la posición de los cuerpos y las manchas de sangre. Tenían las manos atadas, al igual que la muchacha. Había un cuadro de un ave en pleno vuelo, una gaviota sobre las olas. Observé los muebles antiguos, las chucherías y los recuerdos de toda una vida. Luego le hice una seña a Porter.

– Está bien.

Una vez fuera, aspiré el aire fresco a grandes bocanadas, notando el sabor del mar, sacudiendo la cabeza para deshacerme del olor.

Porter comenzó a moverse de un lado a otro, fotografiando a los policías que entraban y salían. Me percaté de que varios ancianos habían salido de sus casas para mirar. A lo lejos, oí sirenas, tal vez de la policía local, de ambulancias o del forense. Probablemente se trataba de mandamases de la policía. Me dirigí al buzón de la pareja de ancianos. Había una carta enviada desde la ciudad de Nueva York. Los nombres correspondían a los que había hallado en la guía telefónica.

– Son ellos -dije a Nolan por la radio del coche. Oí interferencias por unos instantes, y luego su voz.

– ¿Y?

– Bien muertos. Desde hace al menos un par de días. Tal vez más. La peste era increíble. Estaban desnudos y había sangre por todas partes. Me han entrado náuseas.

– Dios mío. -Por un momento me extrañó que reaccionara igual que todos, invocando el mismo nombre-. Habla con los vecinos; trata de averiguar quiénes eran, ya sabes a qué me refiero. Retrasaremos el cierre de edición, así que avísame lo antes posible.

La radio se apagó. Al volverme, vi que había llegado el forense. Me avistó y me saludó desde lejos.

– Tenemos que dejar de encontrarnos en estas circunstancias -comentó, sonriendo.

Entró en la casa. Yo tomé mi libreta y comencé a entrevistar a los vecinos. Su sorpresa cedía el paso al horror cuando comprendían lo que había ocurrido tras las puertas cerradas de aquella casa tan cercana a la suya. Me quedé cerca del escenario del crimen hasta que sacaron los cuerpos, en bolsas negras idénticas a aquella en la que habían metido a la muchacha. Para entonces, ya se había congregado en el lugar la gente enviada por las cadenas de televisión, la competencia y las radios, además de periodistas independientes y fotógrafos. La mayoría de ellos querían saber si el asesino me había llamado. Les respondí que sí, que él me había dado la dirección. A ratos sentí el calor de los focos de la televisión, cuyos haces recorrían el grupo de periodistas, buscándome. No le conté a nadie que había estado dentro; sólo que sabía que había dos muertos y que era un espectáculo dantesco.

Mientras esperábamos, reparé en una anciana que estaba de pie, a un lado. Advertí que sus ojos seguían a los policías y se posaban de cuando en cuando en los miembros de la prensa reunidos allí. Llevaba un vestido blanco que caía en amplios pliegues desde su cuello y sus hombros. El viento se lo pegaba al cuerpo de modo que se le marcaban los huesos y la figura envejecida. Vi que sus labios se movían, rezando una plegaria. El Kaddish, supuse. Varios mechones grises ondeaban sobre su frente. Una vez que se llevaron los cuerpos, ella dio media vuelta y se marchó andando lentamente, sola por la calle, bamboleándose por el esfuerzo, con pasos cortos y vacilantes. Pensé en los cadáveres que ahora estaban en las bolsas: a causa de la hinchazón, costaba apreciar su fragilidad. Pero supuse que eran débiles, demasiado para resistir la fuerza y la furia del asesino. Evoqué la imagen de los cuerpos desnudos tendidos uno junto al otro. Me pregunté cuántas veces, con cuánta pasión, habrían buscado solaz y placer en la desnudez del otro.

Al salir, el forense había perdido el buen humor.

– Esperen a que tenga los resultados de la autopsia -le espetó a la multitud de periodistas.

Me miró, sacudió la cabeza y se acercó a su coche sin abrir la boca.

Martínez y Wilson se vieron rodeados con la misma rapidez. Aquella turba se me figuraba una bandada de gaviotas, luchando por unos cuantos restos de comida. Martínez hizo un resumen para los reporteros y describió brevemente la escena del interior. No quiso entrar en detalles y agitó la mano como para espantar las preguntas que le lanzaban. Subió al coche, junto a Wilson, y el motor se puso en marcha. Observé su vehículo mientras se alejaba por la calle. Después busqué a Porter y nos marchamos. Él se pasó todo el trayecto mascullando y maldiciendo. Yo contemplaba las olas mientras recorríamos la carretera elevada. La noche se avecinaba, y las luces de la ciudad se reflejaban ya sobre la superficie de la bahía.

Los dos detectives me esperaban en la redacción.

– Queremos oír la cinta -exigió Wilson-. Queremos oída ahora mismo.

Asentí y me siguieron hasta la oficina.

Nolan nos vio entrar; salió a toda prisa de su despacho y nos interceptó en medio de la redacción. Los demás periodistas dejaron de trabajar para mirarnos.

– ¿Quieren la cinta? -preguntó Nolan.

Wilson asintió.

– Les mandaré una copia -aseguró, extrayendo la cinta de la grabadora-. Queremos cooperar.

Se la entregó al chico de los recados, nos volvió la espalda y le dio instrucciones, mientras los dos detectives se sentaban frente a sendos escritorios desocupados. Me llamó la atención el nerviosismo que provocaban cuando entraban en la redacción. Estábamos acostumbrados a trabajar con ellos, puesto que la crónica negra era una parte esencial del periódico y, sin embargo, su presencia constituía una intrusión en nuestro territorio, una pequeña invasión. Era como si quisiéramos evitar que conociesen las interioridades del periódico, mantener el proceso de edición envuelto en el misterio. Observé a Wilson mientras guardaba su arma en la pistolera: era una Magnum 357 de cañón corto. Su bruñida culata marrón sobresalía de la funda junto a su cadera, imponente y amenazadora.

Nolan se sentó delante de ellos.

– No estarán pensando en intervenir la línea, ¿verdad?

Wilson levantó la vista, sorprendido.

– ¿Para qué? Usted nos dará una copia de la grabación.

– No lo sé -respondió Nolan-. ¿Para intentar rastrear las llamadas del asesino tal vez?

Ambos detectives se rieron. Martínez se recostó en el respaldo de su asiento, sonriendo, y Wilson soltó otra carcajada breve.

– Ve usted demasiada televisión -señaló-. ¡Rastrear la llamada!

– No le entiendo -dijo Nolan.

– Bueno -contestó Wilson, con voz serena, como si hablase con una criatura. Noté que Nolan comenzaba a irritarse-. Es probable que en este edificio haya… ¿cuántas? ¿Dos mil extensiones? Piense en todos los teléfonos que tienen en cada departamento: distribución, publicidad, redacción… Tendríamos que poder localizar el cable que conduce a este teléfono en particular, a este escritorio, la línea que utiliza el asesino. -Gesticulaba con la mano mientras hablaba-. Además, aun suponiendo que lo consiguiéramos, tendríamos que enviar gente a todas las centrales telefónicas de la ciudad para averiguar cuál está conectada a esta línea.

»Sería una tarea imposible. Incluso si el asesino hablara durante, digamos, seis u ocho horas seguidas y tuviésemos un hombre de guardia, nos llevaría el mismo tiempo aislar el número y luego localizarlo. Por otra parte, no tenemos ningún indicio de que él llame de una línea privada. Hipotéticamente, si todo saliese a la perfección, podríamos rastrear la llamada hasta una cabina telefónica. Pero ¿de qué nos serviría eso? Escuche, aun con los ordenadores y todos los sofisticados equipos electrónicos que se desarrollaron durante la guerra, tendríamos más probabilidades de localizar al tipo si interviniésemos llamadas al azar por toda la ciudad. Así que no se preocupen: nadie les pinchará los teléfonos. Excepto tal vez el asesino.

El chico de los recados regresó con la cinta, y Wilson se la guardó en el bolsillo. Los detectives se pusieron de pie para marcharse.

– ¿Por qué estaban desnudos? -pregunté. Martínez se encogió de hombros y desvió la mirada. Wilson clavó en mí los ojos y dijo:

– Yo creo que no es más que un sádico. Nada de sexo, pero tal vez quería humillarlos. Claro que es sólo una hipótesis.

Asentí.

Me costó mucho tiempo redactar la crónica. Nolan pasó un rato rondando la máquina de escribir, juzgando los adelantos, y luego regresó a su oficina. Estuve dándole vueltas al tema principal, escribiendo una y otra vez la misma combinación de palabras; pareja de ancianos, escena sangrienta, asesinatos estilo ejecución, llamada telefónica. No oía más que la voz del asesino al darme la dirección. No veía más que los dos cuerpos tendidos en el suelo.

Me puse a pensar en las víctimas, el señor y la señora Stein. Él era dueño de una tienda de ropa y accesorios para caballero en Long Island y ella era ama de casa. Tenían dos hijos; uno de ellos era médico y vivía en Nueva York. Ellos se habían retirado a Miami Beach doce años antes, cuando empezaron a sentir que el viento del nordeste les helaba los huesos. Pensé en lo comunes, lo aterradoramente típicas que eran esas dos personas.

Andrew Porter salió del estudio fotográfico y se dirigió hacia mí. Tenía el rostro impasible, el ceño fruncido y un brillo de furia en los ojos. Se detuvo por un momento al otro extremo de mi escritorio, con la vista fija en la hoja escrita que sobresalía de la máquina de escribir.

– Toma -dijo-. Esto te ayudará a describir la escena. Dejó caer un puñado de fotos sobre mi escritorio.

Nolan se acercó y, unos segundos después, estábamos rodeados de reporteros y redactores. Miré las fotos; eran las que Porter había tomado en el interior de la casa. En blanco y negro, aquellas imágenes resultaban aún más impactantes. Si hubiesen sido en color, habrían tenido un aspecto surrealista, irreal, pero los implacables tonos de gris transmitían todo el horror.

Se oyeron algunas exclamaciones, palabrotas ahogadas, silbidos de impresión mientras las fotos pasaban de mano en mano. Había una de los dos cadáveres, otra de las manchas de sangre en la pared, otra de las heridas en la parte posterior del cráneo de los ancianos y una, tomada desde un lado para reducir al mínimo el reflejo del flash, de los números escritos en sangre en el gran espejo. Nolan la levantó.

– Publicaremos ésta -dijo. Se volvió hacia Porter-. Supongo que estás revelando algunas más que podremos sacar en el periódico, ¿no?

Porter hizo un gesto de asentimiento.

– Está bien -dijo Nolan-. El plazo de entrega se nos viene encima. -Me miró-. Vamos.

Me incliné una vez más sobre la máquina y coloqué una hoja en blanco en el rodillo. La multitud que rodeaba mi escritorio se dispersó rápidamente y, por un momento, sentí que iba a la deriva, mientras las palabras se arremolinaban en mi mente. Poco a poco se aclararon y comencé a mover los dedos con rapidez sobre el teclado, viendo las palabras saltar a la hoja. Ahuyenté los pensamientos de los últimos minutos de vida de los ancianos y los reemplacé por una sucesión de oraciones breves.

Era como si al describir lo que había visto, lo que había olido, lo que había oído, la realidad de todo eso quedase circunscrita al artículo, bien presentada y lista para su consumo por parte de los cientos de miles de lectores que aguardaban en la creciente oscuridad de la noche.

Estaba escribiendo de nuevo. A salvo.

Esa noche, antes de volver a casa, fui al bar con Nolan, Porter y otros colegas. Nos adueñamos de un par de mesas en un rincón, lejos de la máquina de discos de la que salía música country a todo volumen. Había algunos hombres de prensa y conductores de reparto sentados a la barra. Vi que nos miraban con curiosidad antes de devolver su atención a las latas de cerveza que tenían frente a sí ya la música, con la vista perdida en la oscuridad. La camarera trajo las copas a la mesa y sorteó el comentario de un redactor acerca de sus piernas con una breve sonrisa y las cejas arqueadas. Hubo un estallido de risas; yo me recosté en la silla y me llevé la botella de cerveza a la frente, notando el frescor que penetraba en mi piel. Cuando tomé el primer trago, el líquido se deslizó por mi garganta con rapidez y me hizo sentir extrañamente bien, aliviado.

– ¿Creéis que le estamos dando alas a este tipo? -preguntó Nolan-. ¿Que, cuanta más publicidad le demos, más alicientes tendrá para matar?

Varias voces respondieron al mismo tiempo. Cerré los ojos, escuchando las palabras, meciéndome en la silla.

– Claro que no -repuso alguien-. Sólo estamos cubriendo la noticia como debe cubrirse.

– No lo sé -replicó otra persona-. ¿La estamos cubriendo o estamos participando en ella?

– Os diré algo -intervino Porter-, a juzgar por la escena de hoy, todo lo que ha hecho este tipo hasta ahora no es más que un precalentamiento.

– Pero ¿qué insinúas? -protestó una de las voces-. ¿Que debemos dejar de informar sobre esto para no darle alicientes al asesino? Demonios, no me importa si se carga a mil personas; nosotros tenemos que cumplir con nuestro debe como periodistas. Por Dios, no somos policías.

– Sin embargo -terció Nolan-, en los secuestros, por ejemplo, siempre cooperamos. Ocultamos los datos hasta que se captura a los culpables o hasta que se rescata a la persona (o ésta aparece muerta). Pero colaboramos con ellos para aseguramos de no poner en mayor riesgo a los secuestrados. Imaginaos que dejamos de publicar artículos sobre este caso: continuamos con la investigación y con las entrevistas, pero no las sacamos en el periódico. Luego, cuando atrapan al tipo, lo escribimos todo. ¿Qué tendría eso de malo?

Varios de los presentes hablaron al mismo tiempo.

– La competencia, la televisión, la radio, todo el mundo lo publicaría. Nos quedaríamos solos en esto.

– No lo sé -dijo Nolan.

– Además, el asesino podría llamar a otro periódico -señaló alguien-. Y dejarnos fuera de juego.

Entonces se impuso el silencio. Sólo se oía la música y el entrechocar de vasos en la barra. Este último argumento, pensé, tenía sentido para todos. Abrí los ojos.

– Generosidad de cara a la galería -murmuré.

Nolan se volvió hacia mí.

– ¿Qué?

– Generosidad de cara a la galería, o como quieras llamarlo; da igual. A fin de cuentas, el fondo del asunto es que, con independencia de cuántos asesinatos cometa este tipo, de lo repugnantes que sean los crímenes y de lo estrecha que sea nuestra conexión con ellos, el periódico siempre cubrirá la noticia. No podemos hacer otra cosa. No estamos equipados para reaccionar como una organización responsable, como la burocracia o como la policía. Las cosas suceden, nosotros las difundimos. Para nosotros, siempre habrá otra historia más importante, más escandalosa, que provocará más crispación o alarma. Tal vez eso no suceda dentro de un mes o dentro de un año, pero ocurrirá. Y entonces todos nos volcaremos en esa historia y nos olvidaremos por completo de ésta. Hace un año, en Washington, el Post acabó con el presidente, pero ahora todo el mundo se pregunta: «¿Qué han hecho últimamente?» Ésa es la esencia de esta profesión: el preguntarte qué has hecho últimamente. Tenemos suerte de que haya locos como este asesino que, de vez en cuando, nos ayudan a hacer nuestro trabajo.

Finalicé mi discurso y me serví la cerveza que quedaba en la botella. Contemplé la espuma, que subió por un instante y luego empezó a deshacerse, dejando un cerco blanco en el borde del vaso. En torno a mí se oyó un coro de voces, que en su mayor parte expresaban aprobación. No obstante, Nolan me miró fijamente por encima de su vaso.

Más tarde, salimos los dos solos.

– ¿De veras eres tan cínico? -preguntó.

– ¿Tú qué crees?

– Es lo que pareces. Y también eres un mentiroso.

– ¿Y eso? -inquirí, con una risotada.

Él no se rió.

– Te he visto esta noche, con la mirada clavada en las hojas. Sabía lo que pasaba por tu mente en ese momento. Estabas buscando la escalera, el pasadizo. Cuando un policía llega al escenario de un crimen, bromea, ríe, hace comentarios sarcásticos: es su manera de crear una barrera mental arbitraria entre sí mismo y la escena, como diciendo: «Yo no pertenezco a ese mundo.» Para nosotros es más fácil. Lo hacemos con palabras. Recuerdo que cuando yo trabajaba para Los Angeles Times, teníamos un corrector de estilo, un viejo de aquellos que van por ahí con quemaduras de cigarrillo en los pantalones y migajas en la camisa, ya sabes a qué me refiero. Él sostenía que no necesitaba ver el accidente, o el asesinato, o la persona ahogada, o lo que fuera, para describirlo, decía que su mente se representaba el entorno y las imágenes adecuadas. Hablaba con algunas personas por teléfono y luego se dirigía a su máquina de escribir; de allí salía la prosa más cuidada y precisa. Se entregaba totalmente a su trabajo; iba de su pequeño apartamento en el centro al periódico todos los días, cinco días a la semana, durante años, y tenía el estilo más depurado y vívido del periódico. Creo que todos querríamos ser como ese tipo, únicos e inimitables.

Hizo una pausa para reflexionar. La luna había salido temprano y su pálido resplandor parecía fundirse con la luz fluorescente del aparcamiento, tiñendo el mundo de un azul purpúreo.

– Tienes razón, nosotros nunca dejaríamos de lado la noticia, nunca lo ocultaríamos, aunque ese asesino te llamara mañana y dijera que lo único que lo impulsa a continuar es la publicidad. Supongo que en eso reside el dilema principal, lo más irónico de esta existencia. La complejidad de todo.

»Pero me pregunto hacia dónde estamos yendo cuando comenzamos a justificar nuestra complicidad encogiéndonos de hombros y diciendo: "El negocio de la prensa es así." Y no me repliques: estoy convencido de que somos cómplices. Después de todo, él nos envió a nosotros al escenario del crimen, no a la policía, ni a los bomberos, ni a nadie más.

»Sin embargo, pase lo que pase, sigue siendo una buena historia.

Nos quedamos callados durante uno o dos minutos. Las luces de la autopista brillaban en el crepúsculo.

– Nos vemos mañana -se despidió Nolan-. Tal vez él llame.

Luego se encaminó hacia su automóvil. Yo permanecí inmóvil en la penumbra, volviendo el rostro de modo que lo refrescase la brisa. Pero no la había; lo único que sentía eran los restos del calor diurno que irradiaba la acera y me envolvían como un manto.

Cuando entré, Christine estaba en la sala, frente al televisor.

– Date prisa -dijo-, el telediario acaba de empezar.

Me dejé caer sobre una silla y escuché al presentador dar la historia. Christine iba en ropa interior; había arrojado a un lado su uniforme de enfermera. Mientras el presentador hablaba con voz monótona, admiré sus piernas.

– Ahí estás -señaló, entusiasmada.

Miré la pantalla. En efecto, ahí estaba yo, rodeado de micrófonos, bañado por la luz de los focos. Soplaba el viento y yo levanté una mano para apartarme el cabello de la cara. Hice algunas declaraciones sobre la última llamada y entonces la imagen cambió de pronto a una de los dos cadáveres metidos en bolsas. Después se veía a Martínez abriéndose paso entre la multitud de periodistas en dirección al patrullero. El periodista de la cadena, dirigiéndose a la cámara, concluyó con una descripción de los últimos asesinatos y, finalmente, con una afirmación misteriosa: «Nadie sabe cuándo acabará todo esto.»

Solté un gruñido y me puse de pie para apagar el aparato. Christine enlazó las manos detrás de su cabeza y se desperezó. Estudié su cuerpo con atención, inspeccionando sus piernas, su vientre, sus hombros.

– ¡Qué calor hace esta noche! -exclamó-. Creo que has estado bien. ¿De verdad ha sido tan terrible?

– En realidad los de la tele no han dicho gran casa sobre lo que ocurrió ahí dentro -respondí.

– Bueno, los mató como a la muchacha, ¿no?

– Sí y no. Tenían las manos atadas como ella, y les había pegado un tiro en la nuca, pero allí termina la similitud entre los crímenes.

– ¿Por qué?

– Por la sangre, supongo.

Christine se cubrió la boca con la mano.

– ¿Qué ocurrió?

– El lugar estaba hecho un asco. Había sangre de las víctimas por todas partes. Parecía una carnicería. Y los dos yacían ahí desnudos. Daba la impresión de que él se había vuelto loco después de matarlos. Me sorprende que ningún vecino haya oído nada.

Christine había palidecido.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Eso es lo que todos queremos saber.

– Pero tú deberías saberlo. Has hablado con él. ¿Qué crees?

– ¡Él habla, yo lo escucho! -repliqué-. ¡Eso es todo! No se molesta en darme todos los detalles. ¿Cómo quieres que lo sepa? No soy experto en el tema.

– Tal vez él te explique la razón.

– Eso espero, joder, eso espero. -Las palabras salieron antes de que tomara conciencia de lo que decía.

– ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué?

– ¿Qué harás si te lo explica? ¿Intentarás detenerlo?

– Ése no es mi trabajo.

– Es repugnante -espetó.

La tomé del brazo y ella lanzó un quejido cuando la sacudí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Se soltó y se puso uno de los almohadones sobre la falda, como para cubrir parte de su desnudez.

– Quiero decir que ese hombre anda por ahí, matando gente. Matando, por Dios. Y tú eres la única persona que él ha elegido como confidente. Y tu idea del civismo, de la solidaridad, es tomar notas y escribir artículos que quizá sólo sirvan para alentar a ese demente a otra vez. ¿Qué demonios pasa contigo?

– No me pasa nada -repuse, levantando la voz, casi gritando-. Es mi trabajo. No soy policía, no soy médico. No hay nada que pueda hacer para devolverles la vida. Lo único que hago es informar sobre lo que veo y oigo.

– Un robot.

– No, maldición, la gente depende de mí tanto como ti. Necesitan información, estar enterados de lo que ocurre. ¿De qué otra manera pueden protegerse?

– Ah -dijo-, ¿eres el salvador de las patrullas ciudadanas?

– ¿Sabes que lo que dices tiene sentido?

Christine me volvió la cara y agarró un vaso de vino que descansaba en una mesita. No me había percatado de que estaba bebiendo. Tomó un trago largo y luego apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Contemplé su largo cuello, los músculos y el contorno de su garganta, claramente definido. De pronto, se despertó en mí un deseo ardiente. Me senté junto a ella.

– Lo siento -murmuré-. No sé qué más decirte. Me miró y apoyó la mano en mi brazo.

– Lo que no entiendo -dijo- es por qué crees que el hecho de ser un… observador te vuelve inmune.

Medité sobre ello. En realidad no había respuesta.

– Creo que todos en esta profesión nos sentimos protegidos por una especie de coraza. A nadie le gusta pensar en el peligro. Actuamos como si no existiese. Durante la guerra, varios corresponsales murieron. Algunos simplemente partieron un día y nadie los volvió a ver. Sean Flynn, el hijo del actor, estuvo en Camboya como fotógrafo. Oyó que se estaban librando combates cerca de allí y se alejó hacia allí en una motocicleta. Lo acompañaba otro tipo. Jamás regresaron. Hay un viejo periodista del Journal que cubrió la intervención en República Dominicana; ¿recuerdas cuando enviaron a los marines? Lo hirieron de gravedad. Le organizaron un homenaje en el periódico, pero luego optaron por retirarlo. La presencia de los guerreros heridos puede amedrentar a los que siguen en activo, y eso no es bueno para el negocio. Todos pensamos que el hecho de investigar y difundir noticias nos confiere cierta protección. Eso es porque se supone que somos objetivos, que no tenemos intereses personales en los sucesos que cubrimos. Pensamos que las balas pasarán de largo, en busca de alguno de los verdaderos participantes.

– Tú estás hablando de guerra -objetó Christine-. Yo hablo de un loco.

– Pero eso no es precisamente lo que él está haciendo -repliqué-. Intenta hacemos pensar que estamos en guerra.

Christine guardó silencio por un momento.

– Bueno -dijo finalmente-, creo que lo está logrando. Yo estoy asustada. Temo por ti, y por mí. Tengo la sensación de que somos más vulnerables.

– ¿Por qué?

– Por ti. ¿Cómo sabes que se conformará con llamarte? Parece querer implicarte en esto. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no vendrá a por ti al final? Además, supón que escribes algo que no le gusta. ¿Qué crees que hará entonces?

– No puedo pararme a pensar en eso. Si lo hiciera, no podría escribir.

– Ah -dijo-, tu amigo el psiquiatra llamaría a eso negación.

– Es la base de la profesión -aseveré.

– ¡Pues vaya profesión! -exclamó ella. Luego, con una carcajada, añadió-: Sírveme más vino.

Pero en lugar de alargarme su vaso, me echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza en mi pecho. Intenté mirarla, pero lo único que alcanzaba a ver era la luz que se reflejaba en su cabello y hacía resaltar su color. Al abrazarla, sentí su aliento. Luego ella se incorporó, me entregó su vaso y dejó caer el almohadón.

Sin embargo, hicimos el amor con torpeza, descoordinadamente, como si nuestros cuerpos no estuviesen sincronizados. Después, ella se quedó tendida boca arriba, mirando por la ventana del dormitorio. Yo me senté al borde de la cama, con la vista fija en ella. No dije nada, pero momentos después se colocó de costado y apagó la luz. Fui a sentarme en una silla junto a la ventana y dejé que las formas de la noche crecieran en torno a mí. Pensé en el señor y la señora Stein y en mi vacilación ante la máquina de escribir. Intenté imaginados vivos, caminando hacia la playa cercana, deteniéndose cada pocos metros con esa brusquedad típica de la ancianidad, levantando sus rostros hacia el sol. La imagen de los dos en el suelo de su casa me asaltó de nuevo. Me pregunté quién habría muerto primero y qué habría pasado por la mente del otro durante sus momentos finales. ¿Había aguardado con ansia el estampido, el impacto en la nuca y la oscuridad? ¿O se había aferrado a sus últimos segundos de vida, aun cuando su cónyuge yacía terriblemente masacrado a su lado? Se me ocurrió preguntárselo al asesino cuando llamara. Entonces volví a recordar los cadáveres, pero esta vez los imaginé con los brazos extendidos, como intentando abrazarse. Amantes.

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