Christine se puso a bailar. Era su manera de liberar la energía generada por el temor. A veces, la encontraba por la mañana en el suelo de la sala, abrazada a un almohadón, durmiendo. En la cadena de música sonaba jazz suave; ella prefería a Miles Davis y Keith Jarret. Sin embargo, a veces escuchaba cuartetos de cuerda a un volumen tan bajo que apenas se distinguía el ritmo. Bailaba desnuda y arrojaba su bata al suelo; arqueaba el cuerpo hacia atrás, dejándose llevar por el sonido. Creo que sentía que la música se mezclaba con los sonidos nocturnos de las cigarras y del tránsito lejano. Bailaba hasta caer exhausta; luego se acurrucaba en el suelo y dormía profundamente hasta la mañana.
Por la mañana, sus ojos no mostraban el menor indicio de falta de sueño y ella hablaba con voz clara. Su trabajo en el hospital tampoco se resentía de su actividad nocturna: trabajaba tres días a la semana en el quirófano, donde sus manos tomaban los instrumentos y los entregaban a los médicos con la seguridad de un crupier de Las Vegas; dos días en el pabellón, controlando el estado en que se encontraba la enfermedad de los pacientes; todas las variedades de cáncer que asomaban por debajo de las sábanas cuando ella pasaba, esplendorosa en su uniforme blanco. Había cánceres de la sangre, cánceres de los órganos, cánceres que retrocedían y cánceres que avanzaban sin freno. Ella hablaba a menudo de las enfermedades que trataba en el pabellón, las etapas que atravesaban, los pronósticos, para cada una. Apenas mencionaba al asesino, salvo para señalar que, si conocía nuestro número telefónico, entonces también sabía dónde vivíamos. Cuando unos agentes de policía vinieron a instalar el dispositivo de grabación en nuestro teléfono, ella los observó con una especie de temor indiferente y la misma expresión de preocupación que, supuse, adoptaba cuando, al pasar junto a la cama de un paciente de su pabellón, reparaba en alguna nueva manifestación de la enfermedad.
En cuanto a mí, comencé a fijarme en la gente por la calle. Clasificaba a los transeúntes en dos categorías: la de víctima en potencia o la de asesino en potencia. Cada vez que alguien pasaba a mi lado, yo me preguntaba: «¿Quién eres? ¿En qué piensas? ¿Serás tú el próximo? ¿Eres él?» A menudo, abordaba a personas al azar, extraía mi libreta del bolsillo mientras me presentaba y los entrevistaba. En su mayoría se negaban a dar su nombre, como si temieran que el asesino los identificara y los castigara por haber expresado sus temores. Cuando Porter iba conmigo, le volvían la cara, y él bajaba la cámara, frustrado. Los comentarios y citas que yo recogía comenzaban a parecerse mucho entre sí; eran variaciones de los mismos temas: temor, furia y perplejidad. La gente criticaba cada vez más a la policía por no atrapar al asesino. Empecé a notar un nuevo deje de recelo en las voces y descubrí que la gente me rehuía la mirada.
Tomé la costumbre de conducir por la ciudad de noche intentando descubrir qué había cambiado y qué seguía igual. En los suburbios y en los barrios residentes se apreciaba cierta indecisión; las casas parecían recogerse en la oscuridad. Pese a que era verano, había pocos niños en las calles; a medida que se acercaban los días tórridos de agosto, cada vez era menos frecuente oír las risas y los gritos de chiquillos enfrascados en sus juegos. Todo estaba cerrado; la gente salía de casa lo menos posible.
Claro que había excepciones. Los borrachos y los vagabundos que proliferaban en el centro de Miami continuaban en las calles, protegiendo sus pocas posesiones, juntando centavos para el próximo trago. Hablé con algunos, que aparentemente no se habían enterado del asunto o no estaban preocupados por él. Un viejo barbudo y sucio me miró y dijo: «¿Por qué se iba a cargar a uno de nosotros? ¿Qué diablos demostraría con eso? Nos estamos muriendo de todos modos.» Los hombres que lo rodeaban, al ver que yo anotaba sus palabras en mis libretas, lo felicitaron. Esa noche escribí un artículo sobre ellos y sobre su falta de miedo. Porter había tomado buenas fotografías y a Nolan le encantó la crónica.
– Estupendo, estupendo -dijo-. Así me gusta.
Al día siguiente, entrevisté a una pareja de adolescentes que estaba comiendo hamburguesas y bebiendo batidos en un McDonald's. Esto provocó que Porter se echara a reír y comentara: «Vaya topicazo. ¿Puedes creértelo?» Los jóvenes, ante nuestra insistencia, nos contaron que el sábado anterior, por la noche, habían asistido a una «fiesta del Asesino de los Números». Había bebidas alcohólicas y música, y todos participaron en un juego. Se elegía a uno de los asistentes para que interpretase el papel de asesino y se le daba una lista de todos los jóvenes con números asignados a cada uno. En el transcurso de la fiesta, el «asesino» los mataba a todos uno por uno, figuradamente; los pillaba a solas y, con un rotulador rojo, les marcaba la frente. Los jóvenes, cada vez más entusiasmados al recordar el juego, nos explicaron que dos de ellos habían sido designados policías y tenían que descubrir quién era el asesino. Había sido divertido, aseguraron, porque el asesino se las ingenió para liquidar a una docena de invitados antes de que lo descubrieran entre risas y copas. «Sólo espero que no fuera algo profético», dijo la muchacha. También escribí un artículo sobre eso, en el que describía la fiesta y mi conversación con el chico que había encarnado al asesino. «Fue fácil -me dijo-. Nadie sospechó de mí porque era el que más repetía que había que pillar al asesino.» Le pregunté si estaba asustado, pero respondió que no. Más tarde, su padre me llamó y me rogó que no publicáramos el nombre de su hijo. Lo discutí con Nolan y acordamos nombrarlo sólo por sus iniciales. A Nolan también le encantó esa crónica.
No hubo tiempo de incluir la noticia de la última llamada del asesino en el periódico del día siguiente. Cuando él colgó y me volví hacia Christine, era casi la una de la mañana, demasiado tarde para la edición de ese día. La primera tirada ya había salido de imprenta y los atados de papel de periódico se dirigían sobre cintas transportadoras hacia el almacén de carga situado en el sótano del edificio del Journal. Para cuando logré comunicarme con Nolan, las rotativas estaban funcionando ya a todo tren. Eran unas máquinas Goss Metro enormes que escupían periódicos a un ritmo aproximado de uno por segundo. Cuando las rotativas estaban en marcha, se sentía en todo el edificio. El suelo de la redacción temblaba y vibraba, y mis oídos alcanzaban a percibir un rumor distante.
A veces, cuando me quedaba en el edificio trabajando hasta tarde, me levantaba de mi escritorio e iba a observar los preparativos de la impresión. La habitación enorme y cavernosa se llenaba de prensistas con camisas azules y los tradicionales gorros de papel que les protegían la cabeza de las salpicaduras de tinta. Éstas se habían reducido mucho con las nuevas rotativas de alta velocidad, sofisticadas y controladas electrónicamente, pero los prensistas se aferraban con tenacidad a los usos de su profesión y lucían los pequeños gorros con orgullo. Había relojes en las paredes, y un timbre insistente señalaba el comienzo de la tirada.
Yo me mantenía a un lado mientras los hombres colocaban enormes rollos de papel en las máquinas, las ponían en marcha y se apartaban. Entonces se oía un zumbido acompañado de una vibración que se hacía más intensa hasta que, finalmente, las rotativas trabajaban a toda velocidad y un torrente de periódicos brotaba de ellas. Unas pocas noticias habían ocasionado que se parasen las máquinas: se trataba de momentos extraordinarios. En esas ocasiones el timbre emitía tres pitidos cortos seguidos por uno largo. Los prensistas se miraban por un segundo, se acercaban a las máquinas y, poco a poco, todo se paralizaba, como detenido por una mano gigante. Me recordaba los momentos angustiosos que se viven en un quirófano cuando el corazón del paciente deja de latir, para luego comenzar de nuevo, con fuerza renovada.
– Mantendremos oculta la nota -dijo Nolan, todavía medio dormido-. La dejaremos para el periódico de mañana, así tendremos tiempo de hacerla bien. ¿De acuerdo?
Respondí que sí.
– Ahora bien, lo importante es que la radio, el Post y los canales de televisión no se enteren de esto. -Vaciló-. Tenemos que hablar con los policías. Ésa fue nuestra parte del trato. Pero asegúrate de que ellos cumplan con la suya y no lo divulguen. Esta primicia es nuestra; -Hizo una pausa-. ¿Has tomado muchas notas?
Le hablé de las páginas y más páginas que había llenado de citas.
– Bien -dijo Nolan-. No se las entregues. Deja que te interroguen, presta declaración, haz lo que haga falta. Pero no te desprendas de esas notas por nada del mundo. ¿Qué te ha dicho el tipo?
– Que siente impulsos muy fuertes de matar y de hablar.
– Increíble. Creo que ése será el tema principal. ¿Qué más?
– Me ha contado muchas cosas de su vida; anécdotas, en realidad. No sé muy bien con qué objeto. Después ha descrito el asesinato de los ancianos.
– ¿En detalles?
– Con pelos y señales.
– Dios mío -exclamó Nolan-. ¡Qué noticia!
Christine quería acompañarme a la jefatura de policía. Dijo que no soportaba la idea de quedarse sola, que tenía la sensación de que, de alguna manera, el asesino rondaba cerca. Le dije que si venía se aburriría y que tenía que trabajar por la mañana. Esperé mientras ella se preparaba para irse a dormir; la observé quitarse la ropa y dejarla en el suelo. Pensé en su desnudez y, por un instante, pasó por mi mente la imagen de los ancianos. Luego, con la misma rapidez, la deseché y le cubrí los senos con las manos, apartando la fina sábana bajo la que dormíamos. Ella cerró los ojos y se tendió de costado, vuelta hacia mí. Le acaricié el cuello; luego extendí el brazo y apagué la luz.
– Ojalá pudieras acostarte junto a mí -dijo-, aunque sólo fuera para abrazarme. No sé si podré dormir.
– No seas tonta -repliqué en la oscuridad.
Antes de irme echaría el cerrojo a la puerta. Además, regresaría por la mañana. Examiné a la luz mortecina que, se colaba desde la calle por la ventana los contornos de su cuerpo. Me pregunté por qué no me sentía más excitado; luego ahuyenté este pensamiento. Salí del dormitorio, cerré la puerta y volví a la sala. Mis ojos recorrieron la habitación en busca de mis notas.
Esa noche, Martínez me aguardaba en el vestíbulo del edificio de la jefatura. Llevaba un traje azul, sin corbata; la camisa abierta, dejaba al descubierto el vello de su pecho. Cuando entré, me sonrió.
– Una azafata -dijo.
– ¿Qué? -pregunté, mientras le estrechaba la mano.
– Rubia. De National Airlines. Unos veintitrés años. Estaba enseñándome a volar. -Sonrió de nuevo.
– Lo siento -dije.
Se encogió de hombros.
– El trabajo antes que el placer. De todos modos, jamás debí darle su número a Wilson. Apuesto a que él le encanta eso de levantarse de la cama en mitad de la noche.
Subimos al ascensor con un par de agentes de uniforme. Me miraron por un momento y luego me dieron la espalda. Hablaban de una pelea en la que habían tenido que intervenir esa noche. Uno de ellos se quejaba de un desgarro muscular en la espalda; el otro no lo compadecía demasiado.
– Por aquí -me indicó Martínez cuando las puertas se abrieron en la tercera planta.
Por un instante, las luces me cegaron y tuve que parpadear. El departamento de homicidios estaba en una oficina grande dividida en docenas de compartimentos más pequeños mediante tabiques que no llegaban al techo. Dentro de cada uno, había un par de escritorios orientados en direcciones opuestas, otras tantas sillas y teléfonos. Los escritorios eran viejos, de metal gris, y tenían marcas de cigarrillos.
Los detectives, de pie en las puertas, nos miraban pasar por los pasillos. Sus trajes y corbatas de alguna manera resultaban incongruentes con el marco deprimente que los rodeaba. Vi a un hombre negro con las manos esposadas a la espalda sentado en uno de los reducidos despachos. Estaba recostado en la silla, oyendo hablar a un detective. Tenía una mueca de desdén permanente en el rostro y, periódicamente, sacudía la cabeza. Me fijé en las paredes. Eran verdes y reflejaban la luz fluorescente. En ellas había colgadas fotografías de criminales y carteles de personas buscadas por la justicia, una lista de guardias y un gran letrero escrito a mano que decía: «Todos los agentes asignados al caso del Asesino de los Números deben presentarse a diario ante el sargento Wilson o el oficial de servicio.» Seguí a Martínez por la oficina y me detuve para echar un vistazo a un escritorio.
Sobre él había docenas de fotografías en color. Advertí que se trataba de imágenes del escenario de un crimen.
En ellas aparecía un cadáver cubierto de sangre, encogido dentro del maletero de un coche. Martínez se detuvo al verme. Entró en el despacho y tomó una de las fotografías.
– ¿Alguna vez habías visto los destrozos que hace una pistola de calibre doce disparada a bocajarro? No es muy bonito, ¿verdad? Esto es cosa del hampa. La noticia apenas llegó a publicarse en la sección local del Journal. Como ya te imaginarás, el crimen no desaparece cuando hay un psicópata suelto. Tenemos que encargarnos de esos casos también.
Estudié la fotografía. El rostro ensangrentado de la víctima estaba paralizado en una expresión de horror, con la boca abierta y los ojos en blanco. El disparo lo había alcanzado en el pecho, que ahora estaba hecho un revoltijo de entrañas y sangre. Cerré los ojos y devolví la foto. Por un segundo me sentí mareado.
– ¿Habéis detenido al culpable? -pregunté.
– Sólo es cuestión de tiempo. Tenemos a un sujeto en una celda que aún no se decide a hablar. Él conducía el coche en el que los asesinos se dieron a la fuga. No creo que le atraiga mucho la idea de pagar por lo que hicieron ellos.
Seguimos caminando hacia el fondo entre el murmullo de voces y los timbrazos de los teléfonos. Se oía una docena de conversaciones al mismo tiempo; el ruido parecía un telón de fondo para la actividad, como en la redacción. Los detectives entraban y salían de la oficina: algunos llevaban hojas de papel, otros se ajustaban la pistolera. El ulular de sirenas penetraba desde el exterior a través de la pared y se elevaba sobre el zumbido de los acondicionadores de aire.
Pasamos junto a un despacho que tenía la puerta cerrada, pero en ella había una ventanilla. Martínez se asomó.
– Ah -dijo-, la hora de la confesión.
Eché una ojeada y vi a otro hombre negro. Estaba fumando un cigarrillo. Había dos detectives con él; uno de ellos tomaba notas. En el rincón había un taquígrafo. Sus dedos se movían sobre el teclado.
– Mató a su esposa -explicó Martínez-. Ella había estado tomándole el pelo. Se hallaban en casa, y él decidió demostrarle quién mandaba allí. La molió a golpes.
Seguimos caminando y vi a Wilson esperando a la entrada de una oficina.
– Gracias por venir -dijo-. ¿Habías estado aquí antes?
– No.
– No es muy bonito, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– Escucha, quiero que nos cuentes qué te dijo el asesino, y después, cuando el taquígrafo termine su trabajo en la otra sala, lo mandaremos llamar y podrás contarlo de nuevo. A veces, la segunda vez se recuerdan más cosas. ¿Tomaste notas?
Vacilé.
– Sí. Pero las necesito para mi artículo.
Wilson clavó la vista en mí.
– ¿Y una copia?
Me encogí de hombros.
– ¿Por qué no? Es lo mismo que si fuera una cinta. Me vino a la memoria lo que me había dicho Christine. Yo también era un ciudadano. Y no le había prometido al asesino que no cooperaría con la policía.
– Pero no olvidéis nuestro pacto -señalé-. Nada de filtraciones a otros periódicos. No quiero tener que atender llamadas telefónicas del resto de los medios antes de publicar la historia en mi propio periódico.
– De acuerdo -dijo Wilson-. Comprendo. -Parecía furioso-. Todo el mundo tiene que sacar tajada de esto.
– ¿Y qué esperabas? -repliqué.
Desvió la vista.
– ¿Que importa.
Entramos en el despacho y nos sentamos en silencio. Mis ojos recorrieron la habitación hasta posarse en una pizarra con algunos nombres escritos. Wilson siguió la dirección de mi mirada.
– ¿Sabes cuántas personas están trabajando en esto a jornada completa? Treinta detectives. Más de un tercio del personal. -Se puso de pie y se dirigió a la pizarra-. No has visto esto -me advirtió-. Si alguien se entera puede costarme caro.
Martínez cerró la puerta.
– No sé por qué te ayudo -murmuró Wilson, pasándose los dedos por el cabello corto.
Había cuatro listas de nombres en la pizarra, detectives divididos en cuatro grupos: EJÉRCITO-VIETNAM, HOSPITALES PSIQUIÁTRICOS, DETALLE SEXUAL, CALLE. En otra parte de la pizarra había otras listas de nombres con los encabezamientos: BALÍSTICA, ESCRITURA, VOZ. Encima de la pizarra, en la pared, había fotografías ampliadas de los fragmentos de bala extraídos de los cadáveres. Había varios puntos de comparación numerados y escritos con lápiz rojo.
– Verás -dijo Wilson-, estamos estudiando todo este material. Cada equipo trabaja en una tarea específica durante las veinticuatro horas del día. Por ejemplo, estamos revisando el historial de todos los pacientes que han tenido los hospitales para enfermos mentales de Ohio, Chicago y Florida. Suponemos que la ciudad a la que se mudó el asesino es Chicago, pero es sólo una conjetura. Estamos examinando los registros de oficinas de reclutamiento, escuelas y demás, tratando de encontrar algo a lo que agarrarnos.
– ¿Habéis conseguido algo?
Wilson apartó la mirada.
– Todavía hay demasiadas alternativas. Conocemos el arma; estamos recorriendo todos los establecimientos donde se venden municiones de ese tipo. Compilamos listas, ideas, lo que sea. Pero nada nos servirá de mucho hasta que tengamos un perfil más definido. Pero de momento no tenemos nada; ningún nombre, ninguna identidad.
Eché un vistazo a mis notas.
– Dice que tiene los ojos grises.
La expresión de Wilson cambió rápidamente. Adquirió una especie de intensidad. Martínez sacó una libreta de su bolsillo.
– ¿Te lo dijo él? -preguntó Wilson.
– Dijo que es buen tirador, de ojos grises. Como Daniel Boone.
Wilson asintió.
– Eso servirá. Especialmente para afinar la búsqueda de los registros del ejército.
Volví a mirar mis notas.
– Dijo que en 1971 ya no estaba en el ejército y que estuvo ingresado en un hospital para veteranos.
– ¿Ah, sí? -dijo Wilson, entusiasmado-. Muy bien, muy bien.
– Esto nos será útil -aseguró Martínez, con la misma sonrisa con que había mencionado a la azafata.
Le entregué las hojas.
– Cópialas y las repasaremos línea por línea. Veremos cuánto recuerdo de la conversación; el tipo hablaba muy deprisa.
Wilson posó la mano en mi hombro.
– No te preocupes -dijo-. Tienes mi palabra de que no revelaremos nada a los demás periódicos.
Pensé en la voz del asesino; sus recuerdos, su arrogancia. Tenía la impresión de bascular entre él y la policía, aunque me inclinaba más hacia ellos. Tenía motivos para sentirme eufórico. En cambio, me sentía incómodo. No sabía con seguridad por qué.
La noticia, claro está, eclipsó a todas las demás en el periódico del día siguiente.
Todavía era de mañana cuando salí de la jefatura de policía. Martínez me acompañó a la salida.
– Sigue tirándole de la lengua a ese pardillo -dijo-, tal vez se le escape una pista clave.
Me estrechó la mano. Contemplé la fachada del edificio; las ventanas me miraban como los ojos sin vida del hombre asesinado de la fotografía. Martínez dio media vuelta y se despidió de mí con un gesto mientras yo me encaminaba a mi coche. Sentía un ligero mareo, que atribuí a la noche que había pasado en vela. El sol de la mañana brillaba cada vez con mayor intensidad, y el calor del día empezaba a hacerse notar.
Cuando me senté ante mi escritorio, cerré los ojos, disfrutando con aquella familiaridad sensual, tan parecida a la de meterse en la cama junto a un cuerpo conocido; las curvas, el contacto con mi piel, todas esas sensaciones eran reconfortantes, conocidas. Deslicé los dedos por el teclado de la máquina de escribir, rozando apenas las teclas.
Nolan se acercó.
– ¿Cómo te ha ido con los policías?
– Dicen que les he sido de gran ayuda -respondí-. El asesino me contó varias cosas que podrían contribuir a su identificación.
– ¿Cómo te encuentras?
– Bien, creo -dije-. Sin embargo, me siento como si estuviese haciendo algo que no debo.
– ¿Por qué? -preguntó Nolan-. Siempre intercambiamos información con la policía. ¿Qué nos diferencia del resto de los ciudadanos de esta ciudad? Si tú o yo presenciáramos un crimen, ¿no tendríamos la misma obligación de denunciar al criminal? ¿Qué nos hace diferentes?
– No lo sé -contesté-, pero me siento extraño.
Nolan se rió.
– Eres como cualquier periodista -señaló-. No soportas compartir la información. -Extendió la mano y tomó mis notas-. Debe de haber hablado durante un buen rato.
Asentí.
– Bien -dijo Nolan-. Escríbelo y después vete a casa a dormir un poco. Si hay algún problema te llamaré esta noche.
No fue difícil escribir el artículo. En general, utilicé la voz del asesino. Comencé por la información más sensacional: las frases sobre sus impulsos y su descripción del asesinato de los ancianos. Añadí que había hablado con voz serena, incluso entusiasta, durante toda la conversación, pero no mencioné sus cambios de humor, sus arranques de furia. Además, en lo que se refería a su historia personal, en lugar de emplear sus propias palabras las parafraseé y las condensé en una narración. Se me ocurrió que quizá, de alguna manera, estaba protegiendo los recuerdos del asesino, tratando de no exponerlos con crudeza, como si debieran seguir siendo privados.
Nolan examinó las páginas que le entregué. Era un artículo largo, pero yo sabía que le parecería bien. Observé su bolígrafo rojo moverse entre las oraciones, corrigiendo alguna frase, cambiando alguna palabra.
– Bien -dijo-, esto les abrirá los ojos a algunas personas. Llámame cuando hayas dormido un poco.
Pero más tarde no había mucho que decir. El artículo fue diagramado y preparado para su publicación. El titular abarcaba de nuevo las seis columnas, en primera plana, justo debajo del antetítulo:
VUELVE A LLAMAR EL ASESINO:
«SIENTO IMPULSOS», DICE.
Vi mi nombre debajo del titular y luego leí el texto:
El hombre que la policía local llama «el Asesino de los Números» ha telefoneado de nuevo a este reportero del Journal para referir los espeluznantes detalles del reciente asesinato de una pareja de ancianos de Miami Beach.
Ira y Ruth Stein, dijo el asesino con voz desprovista de emoción, eran «totalmente inocentes». Una vez más, el asesino prometió continuar con su serie de crímenes: una recreación, dijo, de un episodio violento aún no especificado ocurrido en Vietnam durante el conflicto.
Mientras tanto, la policía ha renovado sus esfuerzos por identificar y detener al asesino.
Al continuar leyendo, se me nubló la vista; las palabras parecían derretirse y formar una enorme masa gris sobre la página que tenía frente a mí. Sentía una agradable calidez, la satisfacción de ver el artículo en un lugar tan destacado. Solos él y yo, pensé. Eso fue lo que dijo. Juntos, estábamos reconstruyendo la historia, lentos pero seguros. Me pregunté si comenzaba a necesitado tanto como él me necesitaba a mí.
Unos días después de la llamada del asesino, me entrevisté de nuevo con el psiquiatra para ver si tenía algún consejo que darme. Pareció alegrarse de verme; me tendió la mano y estrechó la mía con afecto. Me indicó que tomara asiento frente a su escritorio e hizo una pausa para encender una pipa, recostado en su silla, manteniendo el equilibrio sobre las patas posteriores como un funámbulo. Caía la tarde y el sol entraba por la ventana.
– He leído todos los artículos con sumo interés -aseveró-. Permítame felicitarlo. Creo que están muy bien escritos.
Asentí a manera de agradecimiento.
– Y bien -prosiguió-, ¿qué lo trae por aquí? Bueno, no necesita responderme; lo sé. Necesita más interpretaciones instantáneas. -Se rió.
– Sólo quería conocer sus impresiones -respondí-. Tal vez se le haya ocurrido algo: alguna pregunta que yo pueda hacerle al asesino para obtener más información acerca de él.
– Bien -dijo el psiquiatra, dejando escapar el humo entre sus labios-, no creo que sea posible hacerlo estallar con una sola pregunta. En realidad, eso sólo sucede en las películas: el gran descubrimiento, la revelación, la confesión sincera en un mundo de mentiras. -Negó con la cabeza-. Ojalá las cosas funcionaran como en Hollywood. Tal vez todos deberíamos mudarnos allí. No -insistió, dando otra profunda calada a la pipa-, aun cuando se produce una revelación, una repentina catarsis, habitualmente ésta va acompañada de negación, un mecanismo mental para compensar la admisión que se acaba de hacer. Siempre es un proceso lento. Pero no me malinterprete: hay victorias y días de grandes progresos, si bien no se dan con tanta rapidez como uno quisiera. -Hizo otra pausa-. De todos modos, al leer sus artículos, especialmente el del otro día, en que describía el segundo asesinato, me dio la impresión de que usted está obteniendo de ese sujeto más información de la que necesita.
– No lo entiendo -dije-. Él menciona una y otra vez un incidente que se produjo durante la guerra, o en su adolescencia. Todo resulta muy confuso.
– ¿Preferiría tratar con alguien totalmente sereno, racional y servicial? La gente así rara vez comete asesinatos en serie. Y, por cierto, tampoco llaman por teléfono para dar pistas a la prensa, a la policía y al público en general.
– De acuerdo -dije, riendo. El doctor sonrió conmigo-. Saque usted las conclusiones por mí.
El psiquiatra reflexionó por un momento, haciendo girar ligeramente su silla; de repente se detuvo y se volvió hacia mí.
– No creo que la situación haya cambiado mucho desde la primera vez que hablamos. El asesino se cree invulnerable pero, al mismo tiempo, proporciona pistas acerca de su identidad. Una parte de él quiere que lo capturen; otra parte está fascinada con la idea de jugar con el mundo entero. Esas dos partes se mezclan en sus conversaciones con usted porque están confundidas en su mente. Los motivos por los que disfruta con el acto de asesinar están, en su mayor parte, arraigados en su niñez. Una madre seductora, o tal vez algo peor; un padre que alternaba exigencias con castigos. Una sensación de aislamiento, de alienación. Él crece con una furia implacable en su interior. Luego se alista en el ejército (o al menos eso dice) y aprende a matar. Dice: «Ya soy un buen tirador» o, en otras palabras: «Ya soy un asesino.» Sin embargo, tengo mis dudas. Es un hombre inteligente. ¿Realmente estuvo en Vietnam? ¿O acaso está aprovechándose de la culpa colectiva nacional para desviar la atención de los sentimientos que ya tenía, del curso que ya había tomado?
– Sus descripciones son muy precisas -lo interrumpí-. Sus conocimientos de la guerra parecen muy reales, muy familiares…
– Casi demasiado, diría yo -observó el psiquiatra.
– Me cuesta creerlo.
– Claro que es sólo una teoría, una posibilidad. Hay tantos indicios de que me equivoco como de que estoy en lo cierto. En realidad, en buena medida sólo estoy lanzando hipótesis. La función de la psiquiatría no es hacer predicciones.
– El pasado es el prólogo -dije, citando a Shakespeare.
El doctor rió.
– Touché. -Se quedó pensando por un instante-. Supongamos que él dice la verdad, que realmente hubo un incidente. Le advierto algo: tenga cuidado, porque lo que es verdad para un psicópata no es necesariamente cierto para un periodista. Yo sospecharía que ese incidente guarda relación con alguna experiencia que tuvo de niño. -Agitó la mano-. Lo sé, lo sé; la gente que lee el periódico no quiere saber nada de la latencia ni de las fases ni de ningún otro concepto relacionado con la pre adolescencia, que constituye la piedra angular de mi profesión. Pero si escarba en ella, le ayudará.
Hizo otra pausa y giró para mirar por la ventana.
– Creo que para él no es más que un juego. Sigo pensando que no lo atraparán, por más información que le proporcione.
– Sigue siendo pesimista -dije.
Se echó a reír.
– Eso forma parte de la profesión.
Le pedí su opinión sobre las reacciones que había observado en la calle: la preocupación, el miedo, incluso la actitud desafiante.
– Creo que la gente continuará temiendo a este hombre. En cuanto a si puede tratarse de síntomas de histeria…, ¿quién sabe? Un colega me ha contado que uno de sus pacientes no habla de otra cosa, hora tras hora. Sospecho que eso es la excepción, más que la regla. Y no subestime la capacidad de la gente para hacer caso omiso de aquello que tiene delante. ¿Ha leído a Poe?
Asentí.
– La máscara de la muerte roja. Muy adecuado, bailar mientras la muerte entra en el salón. -Se puso de pie y se dirigió a la ventana-. Miami es una ciudad muy protegida -dijo-. Tenemos el sol, el agua, los deportes acuáticos, el tenis, actividades al aire libre, la playa. Aquí la comunidad tiene muchas oportunidades para evadirse. Aquí no hay invierno. ¿Cuándo pasó por aquí la última tormenta realmente grande? En el treinta y siete, aproximadamente. Muchos ni siquiera la recuerdan. En esta ciudad resulta más difícil creerse la muerte de esos ancianos, creer que bajo el sol y en el aire cálido acecha algo malo. Bueno, no me malinterprete: vaya donde vaya, verá temor. Usted, libreta en mano, se lo recuerda a la gente. Pero ¿realmente podemos comprender lo que hay ahí fuera? No lo sé.
Guardó silencio. Se volvió hacia mí.
– Debo de estar envejeciendo. Hablo demasiado. Paso tanto tiempo escuchando que, cuando se me presenta la ocasión de hablar, no puedo parar. Perdóneme. -Volvimos a estrechamos la mano-. Todo esto me interesa mucho -afirmó-. Aquí estaré si me necesita.
Durante casi dos semanas, no tuve noticias del asesino.
El tiempo transcurría con lentitud infinita, segundo a segundo. Estaba convencido de que él volvería a actuar pronto, y cada minuto me parecía interminable. Miami atravesaba el mes de agosto, al paso que le dictaba el calor: cansino, irritante. Un hombre resultó muerto en una pelea con alguien que había chocado contra el guardabarros de su coche. El agresor acabó llorando junto a los vehículos abollados, esperando a la policía, mientras la víctima se ahogaba en su propia sangre. Se cometieron varios atracos a comercios, dos de los cuales tuvieron como consecuencia la muerte de los dependientes; el tercero terminó cuando un escuadrón especial de la policía abatió a tiros a los atracadores adolescentes. Se destapó un escándalo relacionado con el gobierno local: un contable descubrió un agujero considerable en un fondo para gastos menores, y la fiscalía citó a declarar al alcalde y dos comisionados. No me asignaron ninguna de esas noticias. Nolan me mantuvo en la oficina la mayor parte del tiempo.
Escribí un largo artículo en el que detallaba las actividades policiales, en especial las de un equipo que trabajaba con registros del ejército que se habían solicitado a Fort Bragg, Carolina del Norte, y al Pentágono, en Washington. También traté otros temas. Una noche acompañé a dos agentes en su ronda en coche patrulla. Me dijeron que habían percibido cambios muy sutiles. Al principio, había menos gente en las calles por la noche; luego, menos adolescentes. Los barrios estaban mucho más tranquilos. El oficial habló con furia del asesino; comentó que le gustaría encontrarse a solas con él durante unos minutos y tener la oportunidad de resolver el asunto a tiros. Ambos eran jóvenes y habían servido en Vietnam. Claro que esa guerra no fue nada buena, dijo uno de ellos, pero ya había terminado y todos habían vuelto a casa. Su compañero se mostró de acuerdo y gruñó mientras conducía en el coche por calles oscurecidas, pasando por casas que parecían cerradas, clausuradas.
Durante esas dos semanas hablé con Wilson y Martínez a diario, algunos días hasta dos veces, tratando de desarrollar artículos a partir de la información que me facilitaban. En su trato conmigo a veces se mostraban abiertos, a veces circunspectos; me hablaban de algunas áreas de investigación, de las pruebas balísticas, de sus pesquisas en las armerías para averiguar quién había comprado balas de calibre 45 en los últimos meses. Los noté más reacios a tocar el tema de la investigación de los registros del ejército. Sospechaba que habían encontrado pistas nuevas, que incluso habían obtenido algunos nombres, pero no querían decírmelo. Transmití mis sospechas a Nolan, que presionó a su contacto, el teniente de homicidios, para que lo averiguase. Sin embargo, el contacto sólo reveló que habían avanzado un poco en la investigación, pero que no había nada concreto. Mis recelos no se dispararon.
Entonces Nolan decidió que debíamos dejar de apoyarnos tanto en la policía, de modo que me puse a trazar un perfil del asesino basándome en las cintas y en las notas de las conversaciones. Cerca del fin de la segunda semana, mientras completaba esta tarea, el jefe de redacción me mandó llamar para preguntarme si creía que el asesino se había marchado. Se puso de pie y se dirigió a la ventana de la puerta de su oficina para observar la actividad que reinaba en la redacción.
Admitió que le preocupaba la posibilidad de que el periódico estuviese prolongando el clima de temor con los artículos diarios acerca del asesino y los progresos de la policía.
– Aparquemos el tema -dijo- hasta estar seguros de que ese sujeto sigue por aquí.
Como estaba vuelto hacia la ventana, tuve que esforzarme para oír sus palabras. Era un hombre pulcro que vestía con trajes de alta confección. Sin embargo, siempre llevaba la camisa arremangada y a menudo tenía las manos manchadas de tinta.
Nolan estaba allí, escuchándolo, y vi que asentía. Después reconoció que estaba indeciso. Se podía argumentar que, al continuar con los artículos, tal vez evitaríamos que se cometieran más asesinatos; que el asesino parecía reaccionar con mayor violencia a la falta de noticias que al flujo constante de ellas. Cada vez que el flujo se reducía, él actuaba; al menos, eso decía. El jefe de redacción estuvo de acuerdo en que eso ponía al periódico en una situación difícil, pero añadió que no podíamos permitir que un demente tomase las decisiones por nosotros.
– Está bien -cedió Nolan-, veremos qué pasa.
En cuanto a mí, no creía que el asesino hubiese desaparecido. Intuía que no estaba lejos.
El perfil constaba simplemente de una serie de notas, pues lo había elaborado sin intención de publicarlo. Como decía Nolan, era un retrato robot para nuestro uso particular. En él había escrito:
Hijo único.
Maltratado.
Humillado.
¿Seducido?
Fui a la biblioteca a consultar un anuario y una enciclopedia. Busqué la entrada sobre Ohio. Los contornos de aquel estado cuadrado y sólido como la expresión firme de alguien del Medio Oeste, aparecieron ante mí. Mis ojos siguieron los caminos que cruzaban el territorio en una y otra dirección y se detenían en los puntitos que correspondían a las poblaciones. Al ver el recorrido sinuoso del río Ohio intenté imaginar una llanura que se extendía desde sus orillas hacia el interior, con campos sembrados cuyas plantas crecían hacia el sol, bajo el cielo de agosto. Porter pasaba por allí y se detuvo a mirar el mapa por encima de mi hombro.
– ¿Has estado allí alguna vez? -preguntó. Negué con la cabeza.
– Hace frío en invierno. Calor en verano. La gente es muy conservadora. Estuve en la Universidad Estatal de Kent cuando los soldados de la Guardia Nacional mataron a los estudiantes. Era un día claro, soleado, brillante. Recuerdo que todo parecía más bien un simulacro: la multitud huía, coreaba consignas, gritaba, lo habitual. Recuerdo el maldito momento, después de los disparos yo no sabía qué había ocurrido, pero estaba aturdido. Era como si la certeza de que habían abierto fuego contra la multitud estuviese en mi cabeza, luchando por penetrar mi conciencia, como los últimos minutos de sueño por la mañana. Se oyó un grito o, más bien, un alarido (me recordó al que soltaban las mujeres árabes de La batalla de Argel) y entonces comprendí, sin verlo, lo que había sucedido. Eché a correr, por supuesto, como todos. Pasé junto a los cadáveres. Aún recuerdo la sangre sobre el asfalto negro. ¿Sabes?, hay una escultura en medio del campus, de líneas muy angulosas y precisas. Está hecha de una especie de acero que parece bronce. Tiene un agujero de bala en una de sus esquinas; un pequeño círculo por el que apenas pasa un dedo. Perfectamente redondo. Regresé a mi escritorio y escribí:
La ciudad.
El ejército.
La guerra.
El incidente.
¿Cuál era e! incidente? En la oficina de prensa de mi universidad, teníamos enmarcada la famosa fotografía de My Lay 4. Era un póster de dimensiones exageradas, amarillo y verde, en cuyo centro aparecía una maraña de cuerpos bañados en el rojo de su propia sangre. Recordé también otras fotografías: la muchacha que corría desnuda hacia la cámara, huyendo de los bombardeos de napalm, con la boca abierta en un gesto de terror; la expresión vacía de la muerte en el rostro de un nativo del Vietcong en el microsegundo en que su cabeza estallaba al recibir el impacto de la bala disparada por el jefe de policía.
¿A qué incidente aludía el asesino? ¿Qué había hecho?
Escribí:
Edad, de 25 a 30.
Pasó una temporada en hospital de veteranos.
Ojos grises.
Me pregunté si él me había dicho la verdad. «¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción?», me había dicho por teléfono.
El teléfono sonó cuando yo salía de la ducha. Oí que Christine lo atendía. Agarré una toalla y comencé a secarme a toda prisa. Oí un golpe en la puerta tan leve que prácticamente lo absorbió el vapor. Christine abrió la puerta, tenía los ojos muy abiertos.
– Es él -dijo-. Estoy segura. Ha vacilado por un momento cuando he contestado y luego ha preguntado por ti. Está esperando.
Me puse una bata y me froté ligeramente la cabeza con la toalla. Cuando levanté el auricular, aún me notaba la espalda mojada.
– Ésa debe de ser su novia -dijo la voz-. Parece muy simpática.
– ¿Dónde ha estado? Han pasado casi dos semanas.
– Aquí y allá -respondió-. En el centro, en los suburbios, por toda la ciudad.
»Dígale a la policía que siga revisando esos registros; seguramente hallarán algo. Conocen el dato de los ojos grises; ¿qué más? Ah, sí, lo de la buena puntería, la medalla que obtuve. Dígales que investiguen eso; así reducirán un poco el campo de búsqueda. La diligencia tiene su recompensa; recuérdeles eso. -Titubeó de nuevo-. Pero eso no les servirá de nada. -Una pausa-. Jamás me atraparán. Por más que yo les ayude. -Otro silencio-. Usted debe de estar ansioso por poner manos a la obra -dijo el asesino-. Bien, aquí tiene un trabajo: Número Cuatro.
– ¿Dónde?
– Hacia el oeste, cerca de Krome Avenue, en el límite de los Everglades. Es una zona maravillosa, tranquila, desierta. Allí se puede pensar; no hay más sonidos que los de los animales y algún que otro avión que pasa. Al salir de la autopista, avance unos cinco kilómetros por Krome. Hacia la izquierda verá un camino de tierra. Tómelo y siga recto un kilómetro. Deténgase y camine unos cien metros por entre los arbustos. Hallará un claro. Más vale que se dé prisa, porque le espera una sorpresa.
Y entonces colgó.
Sólo eran las ocho de la mañana. Oí que Christine arrimaba una silla a la mesa de la cocina y se sentaba en ella.
– Ha vuelto a matar -dije.
Ella no respondió.
– Tenías razón, era él.
Posé la mirada en el teléfono. Más valía que me diese prisa; eso había dicho el asesino.
Wilson no tardó mucho en contestar. Lo imaginé al otro lado de la línea, con el rostro crispado de furia, enrojeciendo hasta la base de su corto cuello.
– ¿Otra vez? -preguntó, como si tuviese un presentimiento, en cuanto descolgó el auricular.
– Por Krome Avenue, hacia los Glades -le indiqué-. Me ha dicho que había una sorpresa, además del Número Cuatro.
– ¿A qué se refiere con la sorpresa?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Él juega conmigo tanto como con vosotros.
– Es una zona muy extensa -protestó Wilson, pero lo interrumpí.
– Oye, mejor escúchalo tú mismo.
Rebobiné la cinta de la grabadora que la policía había conectado a mi teléfono. Luego coloqué el micrófono del auricular contra el altavoz y reproduje la grabación para que la oyera Wilson. Las palabras del asesino llenaron la habitación. Me volví hacia Christine; estaba sentada, sacudiendo la cabeza.
Terminó en lo que pareció un segundo. Detuve la cinta y llevé el auricular a mi oído.
– ¿Lo has entendido? -pregunté a Wilson.
– Hijo de perra -masculló.
Esperé.
– Maldito hijo de perra -prosiguió-. Lo atraparé. Lo atraparé yo mismo. -Cambió el tono de voz-. Gracias por llamar. Te veré allí.
Después de colgar el teléfono, me acerqué a Christine por detrás, apoyé la mano en su hombro y se lo apreté, tratando de transmitirle una sensación de calma. Ella me tomó de la mano pero no dijo nada, sólo continuó meneando la cabeza. Sin embargo, mi mente ya había vuelto a la conversación e intentaba imaginar lo que nos esperaba en Krome Avenue. Fui al dormitorio y comencé a vestirme.
Pasaron varios minutos hasta que advertí que había olvidado llamar a Nolan y avisar a la redacción. Lo recordé de repente y sentí una especie de pánico, como un colegial a quien el profesor le hace una pregunta inesperada cuando no está prestando atención.
Mientras me remetía la camisa en los pantalones, marqué el número de la redacción. Mientras esperaba a que Nolan contestara, me asaltó la imagen del jefe de imprenta, vacilando en el último segundo, recorriendo con la vista la gran habitación y las máquinas que esperaban, antes de oprimir el botón que las ponía en marcha y llenaba el aire de ruido.