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Regresamos a la redacción por la tarde. Porter se alejó hacia el cuarto de revelado y yo me dirigí lentamente a mi escritorio. Nolan estaba sentado ante el suyo. Cuando me vio, se levantó y se acercó a mí, bailoteando, con una amplia sonrisa.

– Has dado en el clavo -dijo.

– ¿Qué?

– Parece que en Gables recibieron anoche al menos media docena de llamada de un tal Jerry Hooks y su esposa. Es un ejecutivo de Eastern Airlines; tiene un puesto muy importante y una casa enorme en la zona suroeste, ya en el municipio de Gables. También tiene una hija de dieciséis años llamada Amy. Anoche ella fue a una fiesta con unos amigos y no volvió a casa. Bingo.

– ¿Estás seguro de que es ella?

– Mi teniente de la policía lo confirmó antes de que tú llegaras. Ya ha enviado a los dos detectives a la casa. Te sugiero que los sigas.

Recuerdo que pensé que ésa era la peor parte de cubrir un suceso criminal y, en especial, un asesinato. Ver el cuerpo mutilado no era nada: sólo un momento de observación impersonal para absorber detalles. Sin embargo, visitar a la familia de la víctima era algo muy distinto. Nunca sabía qué esperar. En el pasado, los deudos me habían amenazado y abrazado, habían llorado en mi hombro y me habían gritado. «Es tan fácil estar con los muertos -me dije-, y tan difícil tratar con los vivos…» Volví a buscar a Porter, que acababa de iniciar el proceso de revelado, y de nuevo cruzamos la ciudad, esta vez en dirección al hogar de la familia afligida.

Cuando llegamos, Martínez y Wilson esperaban frente a la puerta. Martínez llevaba gafas de espejo, de modo que si uno lo miraba a los ojos sólo se veía a sí mismo. Wilson se enjugaba la frente con un pañuelo blanco. De alguna manera, la tela parecía retener el calor y brillaba en su mano.

– Bienvenidos a la realidad, muchachos -dijo Porter. Atravesamos el jardín. Wilson fue el primero en hablar.

– Sí que sois rápidos, vosotros. No podíais esperar, ¿verdad?

Lo miré por un momento y luego me dirigí a Martínez.

– ¿Cuál es la situación ahí dentro?

Sus ojos se clavaron en mí detrás de las gafas de sol.

– Están aturdidos por la noticia. He tenido que decirles que uno de ellos deberá ir a la morgue a identificar el cuerpo. Ahora estamos esperando al padre.

– ¿Tenía novio la chica? ¿Hay algún sospechoso?

– Nada oficial. Por lo visto, nadie tenía motivos para desearle mal. Es decir, no acababa de plantar a nadie.

Wilson lo interrumpió.

– Era una chica buena y decente. Nada de drogas ni de sexo. Era alumna de la escuela Sunset. Sacaba buenas notas. Quería ser veterinaria, ir a la universidad. Dios, sólo de pensar en ello me pongo enfermo. -Sin dejar de secarse la frente con el pañuelo, me espetó-: ¿Cómo piensas escribir esto? Escucha, si le causas más dolor a esta familia…

– ¿Qué? -salté-. ¿Qué crees que somos? Dios mío… -Me volví hacia Martínez-. Entonces, ¿qué pasos seguiréis ahora?

– Haremos algunas indagaciones sobre la fiesta a la que asistió, aunque, por lo que dicen los padres, dudo que averigüemos gran cosa. Sólo eran chicos del instituto. Estamos pendientes del informe de la autopsia. Comenzaremos a revisar los archivos de delincuentes sexuales, pero me temo que eso tampoco nos conducirá a ningún sitio. Quiero decir que esto no parece un crimen sexual.

Miré a Wilson.

– ¿Y tú? ¿Qué piensas?

Mientras él meditaba su respuesta, yo terminé de apuntar lo que había dicho Martínez, garabateando rápidamente en mi libreta.

– Creo que el asesino es una especie de psicópata. ¿Qué otra cosa puede ser? Aún no tenemos nada seguro, pero lo tendremos, te lo juro.

Vi que Martínez daba media vuelta, como frustrado por la promesa de su compañero.

– ¿Sabes? -dijo el detective más joven-, casi siempre, en cuanto llegamos a la escena de un crimen ya sabemos quién lo hizo. La víctima yace en el suelo, y el tipo que la mató está allí, de pie, con una pistola humeante en la mano, llorando. O está la esposa que, harta de que su marido la golpee después de un día difícil en el trabajo, lo ha matado de un tiro. O el padre que ha olvidado guardar bajo llave la pistola que tiene para proteger a su familia y ha visto a su hijo de cinco años matarse delante de sus narices. Luego hay casos menos comunes: el tipo que se pasa la vida detrás de la caja registradora de su bar en el gueto y se carga a su jefe. Pero a ésos también los pillamos porque, tarde o temprano, alguien se va de la lengua. Y están los asuntos de drogas: la gente metida en eso se mata entre sí. Como la mantequilla y la mermelada, así es como funcionan las cosas. Cuando se trata del crimen organizado, la cosa es más difícil; los asesinos profesionales borran sus huellas. Pero al menos tenemos alguna idea de quién lo hizo. De todos modos, ¿a quién le importa, eh?

»Pero los casos más excepcionales son los asesinatos fortuitos. Los crímenes sexuales entran en esa categoría. La víctima y el asesino no se conocen; tal vez nunca se habían visto antes. Son sólo dos vidas que se cruzan un instante. No hay pistas, no hay testigos… Esos casos nos dan mucho trabajo. Creo que ése es el tipo de crimen ante el que nos encontramos. Excepto por el aspecto sexual: no logro comprenderlo.

– ¿Y las manos atadas? -pregunté.

– ¿Quién sabe? -dijo Martínez, encogiéndose de hombros.

Fijé la vista en los dos hombres.

– Estáis ocultando algo -señalé-. Me salís con eso de «no tenemos pistas», pero vais a practicar una detención por la mañana, ¿no es cierto? En el horario del Post. Algo os traéis entre manos. Bueno, no hace falta que me reveléis de qué se trata, pero decidme al menos qué puedo esperar.

Martínez parecía molesto, y Wilson nos dio la espalda.

– ¡No hay nada que decir! -exclamó-. Un cadáver con las manos atadas entre los arbustos. Eso es todo. No hay nada mágico. ¡El asesino no dejó sus huellas en una linda tarjeta blanca con su nombre y dirección! ¿Quieres una detención rápida? Pues realízala tú mismo, qué demonios.

No tuve tiempo de responder porque se abrió la puerta de la casa. Los dos detectives retrocedieron un paso, dejándome al frente. Intenté disimular la irritación y adopté mi tono de voz más solemne. Lo tenía muy ensayado y lo empleaba para hablar con los familiares de cualquier víctima de un crimen, accidente o catástrofe natural. Con él pretendía expresar conmiseración por su tragedia y al mismo tiempo determinación por conseguir material para un artículo. Me presenté primero al hombre que salió de la casa y luego a su esposa. Ambos tenían los ojos enrojecidos por el llanto.

– Sé que éste es un momento difícil -comencé-. Pero me sería de gran ayuda que uno de ustedes me dedicase algún tiempo para hablarme de su hija, sus esperanzas y sus sueños.

El padre asintió con la cabeza. Parecía atolondrado, capaz de comprender mis palabras. Miró a los dos detectives, que permanecían impasibles.

– Es una muchacha encantadora -dijo, utilizando el tiempo presente-. Casi perfecta, de hecho. Todos la queremos mucho. Estamos muy preocupados.

Martínez lo tomó del brazo.

– Esto será muy duro -dijo-. Cuanto antes acabemos con ello, mejor.

El hombre asintió de nuevo, y Martínez y Wilson lo condujeron hacia el automóvil. Observé a los tres cruzar el jardín, con paso vacilante, bajo la intensa luz de la tarde. Oí detrás de mí el chasquido y el zumbido de la cámara fotográfica. Me volví hacia la madre.

– ¿Podríamos sentarnos a hablar? -pregunté-. Ellos tardarán algún tiempo.

Ella hizo un gesto de asentimiento. Entré en la casa tras ella y dejé la puerta abierta para que Porter pudiese pasar también. La madre atravesó lentamente el vestíbulo hasta una enorme sala de estar. Paseé la mirada por la habitación, anotando en mi libreta los detalles con la mayor precisión posible.

– ¿Podría darme un vaso de agua? -pedí-. Hace muchísimo calor ahí fuera.

Por un instante, la mujer pareció confusa.

– Por supuesto -respondió al fin-. Se lo traeré.

Luego franqueó una puerta que daba a lo que supuse sería la cocina. Aproveché ese momento para orientarme y organizar mis pensamientos. Examiné una de las paredes, que estaban cubiertas de fotos de familia. Reparé en la cuidadosa distribución de los muebles, modernos y bajos. «Caros», pensé. En un rincón de la sala había un gran equipo estereofónico y me fijé en los títulos de los discos que estaban fuera: algunos de rock, varios de música clásica. No había televisor. Me dirigí a la parte trasera de la sala, donde había unas puertas corredizas de vidrio con vista al patio. Había una piscina, algunos árboles y un césped muy verde. En Florida, el verdor del césped dice mucho acerca de la dedicación de los dueños de la casa, que deben luchar contra el sol. Oí que la madre entraba y me volví hacia ella.

– Estaba admirando su césped. Me recuerda al que se ve en los jardines del norte.

La mujer logró esbozar una sonrisa mientras me entregaba el vaso con agua y hielo. Echó un vistazo a Porter, que estaba más atrás, intentando tomar fotografías con disimulo. Con expresión resignada, se encogió ligeramente de hombros y se sentó en una silla. Ocultó el rostro entre las manos por un momento y luego alzó los ojos hacia mí.

– No puede usted imaginar lo asustada y preocupada que estoy. -Su voz sonaba tranquila, pero tenía los ojos arrasados en lágrimas. Demostraba un notable dominio de sí misma-. Anoche no pude dormir, y Jerry tampoco. En cierto momento, salió a recorrer el barrio en coche. Dijo que sabía que no la vería pero que no podía quedarse con los brazos cruzados. Es que es la primera vez que ella lo hace…, eso de no aparecer en toda la noche. Ninguno de nuestros hijos lo había hecho nunca.

Utilizaba el tiempo presente, al igual que su marido. Aún no lo había asimilado del todo.

– ¿Cuántos hijos tienen? -pregunté, tomando notas en mi libreta tan rápidamente como podía.

– Tres -respondió-. Amy es la menor. Jerry Junior está cursando el segundo año en Stanford, y su hermano mayor, Stephen, estudia medicina en Boston.

– ¿En Harvard?

La mujer sonrió.

– Creo que eso es lo que a él le gustaría. No, en Tufts.

– Aun así, es toda una hazaña -aseveré.

Ella asintió.

– Estuvo en la guerra, ¿sabe? Como asistente médico en la División America. No recuerdo el número. El caso es que le tocó atender a muchos heridos, y creo que fue allí donde se decidió. A su regreso, siguió cursos de verano de química y de no sé qué otra cosa y logró ingresar en la universidad. Ahora está en segundo año.

– Hábleme de su hija -le pedí.

La mujer contuvo el aliento, como si mi petición la hubiese pillado por sorpresa.

– Todos han sido buenos hijos. Nunca me han dado muchos problemas. Stephen fue a la guerra contra nuestra voluntad porque, según decía, ahora que había terminado la escuela sentía que era su deber. Había pedido todas las prórrogas y todo eso. En cuanto a Jerry Junior… Bueno, él nos dio algunos dolores de cabeza cuando estaba en la escuela secundaria, porque empezó a ir a manifestaciones, se dejó el pelo largo y todo eso. Pero en el fondo no parecía tomarse todo aquello muy en serio. Más que nada, temíamos que tuviese problemas de drogas porque parecía que todos en el colegio las tomaban. Pero le fue muy bien en los estudios. Siempre había sacado buenas notas, como su hermano. A veces me preocupa que Amy se esfuerce demasiado por estar a la altura de sus hermanos. Son muy importantes para ella; siempre ha actuado como ellos y los ha imitado en todo. A veces creo que la confundía el hecho de ser una chica, de ser diferente. Le gustaba mucho estar al aire libre, y supongo que corretear y jugar por ahí le atraía más que las muñecas y… esto… ¿Qué otra cosa hacen las niñas? Cuando nos mudamos aquí… Jerry trabajaba en Northwest y durante años vivimos en Minneapolis. Vinimos aquí hace… bueno, hará dos años en octubre, y me alegró que aquí también ella pudiese salir y divertirse. No era lo mismo que mudamos a Nueva York o algún otro de esos sitios peligrosos, ¿sabe? Además, es una chica tan sensata…

Majorette, ¿verdad?

– Así es. -La madre soltó una carcajada que perturbó por breves instantes la quietud de la sala-. Y es subdelegada de su clase. Va a cursar su último año en Sunset. Quiere estudiar veterinaria. Creo que es una manera de seguir los pasos de su hermano mayor sin miedo a fracasar. Pienso que acabará por estudiar medicina también… -De pronto, se quedó inmóvil, como la imagen congelada de alguien que se lanza desde un trampolín, suspendido sobre las aguas en mitad de la caída-. Es decir, claro está… No lo sé. Oh, Dios mío, ¿qué ha sucedido?

Las lágrimas contenidas brotaron de golpe. La madre emitió un leve gemido y se hundió en la silla. Era un momento de derrota para ella y la mujer parecía perdida y confundida. Tenía el rostro crispado en una expresión que yo había visto antes. La sala estaba en silencio, salvo por el zumbido de la cámara. La mujer se tapó la cara con las manos y comenzó a mecerse adelante y atrás, como si padeciese un dolor físico.

– Dios mío -murmuraba-. Mi hija…

– Por favor, señora, sólo uno o dos minutos más -le pedí-. ¿Tiene alguna fotografía de Amy que podamos llevarnos, algún retrato reciente? Se lo devolveremos, por supuesto.

La madre se apartó las manos del rostro y me miró.

– ¿Un retrato?

– Así es. Del anuario escolar, tal vez, o alguna foto de familia…

– Le traeré una. -Se volvió hacia Porter-. ¿Quiere usted también un vaso de agua?

Incluso yo me sentí impresionado. Me recordó a los boxeadores a quienes había visto recibir un golpe demoledor sin perder la lucidez. La mujer se puso de pie cuando Porter asintió, y la seguí con la mirada. Era alta y llevaba un vestido sencillo, elegante y de colores vivos, y el cabello castaño claro recogido. Noté que el poco maquillaje que se había puesto se le había corrido con las lágrimas. Se movía con agilidad y gracia. Cuando abandonó la habitación, dirigí la vista hacia Porter, que estaba contemplando las fotografías de la pared.

– Son buenas -comentó-. Las tomó alguien que sabe manejar una cámara. Incluso es posible que sea un profesional. Buena composición, iluminación, todo.

La madre entró con una fotografía en una mano y un vaso en la otra.

– Casi todas las sacó Jerry Junior -dijo.

Había oído los comentarios y reaccionado como cualquier madre orgullosa.

– Es probable que intente seguir su vocación cuando termine el bachillerato.

– Bueno, pues puede decirle que me han parecido muy buenas.

La mujer sonrió.

– Gracias. Significará mucho para él.

Me entregó la foto.

– ¿Está bien ésta?

La estudié con atención. Era el retrato de una adolescencia rubia y bonita, de amplia sonrisa y semblante franco. Llevaba pantalón vaquero y estaba de pie junto a la piscina. Junto a ella había un collie.

– Ésa es Lady. Tuvimos que sacrificarla hace unos meses. Esto afectó mucho a Amy. Creo que fue entonces cuando decidió ser veterinaria. Jerry Junior tomó la foto.

– Es perfecta -dije. «Conmoverá a los lectores hasta las lágrimas», pensé-. Se la enviaré cuando hayamos terminado.

– Está bien.

Por un momento los tres permanecimos callados.

– ¿Cree que hay alguna posibilidad de que la policía se equivoque? -preguntó la mujer. Advertí que los ojos se le humedecían de nuevo-. No sería la primera vez que se equivocan, según creo. ¿Ha visto usted el… eh…?

No podía pronunciar la siguiente palabra. Decidí mentirle.

– A menudo se cometen errores. Debería usted esperar a que emitan un dictamen más definitivo. Yo he visto los restos, pero… -señalé la foto- realmente no hay manera de saberlo.

– Llevaba vaqueros y una camiseta de rayas azules y blancas cuando salió anoche.

Me volví hacia Porter. En el mismo instante, la misma imagen debió pasar por su mente. Apartó la mirada.

– Lo siento, no me acerqué tanto.

Pero sí lo había hecho.

La madre se sentó de nuevo.

– Todo parece tan irreal… Tengo la sensación de no saber qué está pasando, aunque sí sé que se trata de algo importante. Es como si todo le estuviera ocurriendo a otra persona, no a mí. Como si ustedes estuvieran aquí por otro. Es todo un gran error. ¿Esto es real? ¡Oh Dios mío! No sé qué sentir, qué pensar. -Levantó la vista hacia mí-. ¿Cómo puedo pensar con coherencia cuando de pronto todo el mundo parece haberse vuelto loco?

No supe qué responder.

Entonces sonó el teléfono, un timbrazo furioso, alarmante. La madre atravesó la habitación y descolgó el auricular. Presté atención. Enseguida supe quién llamaba y por qué, aunque sólo oía las respuestas de la mujer.

– Sí, querido -dijo-. Estoy bien. -De pronto su rostro se contrajo y sus ojos se abrieron desorbitadamente-. ¡Dímelo! -gritó-. ¡Dímelo! -Cerró los párpados y apretó los dientes. Luego se sentó en una silla, con la espalda rígida y la mirada al frente-. ¡Ya estoy sentada! ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡Dímelo!

Entonces, repentinamente, se llevó la mano a la cara, su único gesto de horror.

– Oh, Dios mío -musitó-. Mi niña. -Colgó el auricular con cuidado y suavidad, como si no quisiera despertar a alguien-. Es ella -me dijo con voz apagada-. Mi hija. Mi niña.

– Señora, ¿hay alguien a quien podamos llamar? -pregunté-. ¿Algún vecino, tal vez?

No parecía oírme.

– Mi niña -repetía.

Porter indicó la puerta con un movimiento de cabeza. Yo asentí.

– Ya nos vamos, señora -dije-. Lo sentimos mucho.

– ¿Quién ha podido hacer esto? -dijo ella en un tono frío y uniforme-. ¿Qué clase de animal es capaz de hacer algo así? Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado? ¿Quién querría matar a mi niña? Oh, mi hijita…

Finalmente, la voz se le quebró como si fuera de cristal, y ella comenzó a gemir, balanceándose hacia atrás y hacia delante, sujetándose el vientre. El teléfono volvió a sonar una y otra vez, pero ella no se levantó a contestar. Al final, levanté el auricular. Era su esposo.

– ¡Hola, hola! ¿Querida? -gritaba.

– No -dije-. Soy el periodista del Journal. Oiga, creo que ella necesita que alguien se quede a hacerle compañía. ¿Conoce a algún vecino?

El esposo, confundido, guardó silencio por un momento.

– Sí, al lado -respondió al fin-. Los Allen. En la casa de la derecha. Yo tengo que prestar declaración a la policía. Dígale que iré a casa lo antes posible. Gracias… por su ayuda.

– Llamaremos a los vecinos -le aseguré y colgué. Porter le había pasado su vaso a la mujer, que ahora bebía de él.

– Ya nos vamos, señora. Se pondrá usted bien. Pero ella no reaccionó. Continuaba gimiendo. Cuando salimos tuve la impresión de que hacía aún más calor, si eso era posible.

– Al lado -señalé-. Los Allen.

Porter asintió y atravesó el patio corriendo. Poco después regresó acompañado por un hombre y una mujer. Ellos entraron en la casa y Porter se reunió conmigo.

– ¿Les has advertido acerca de los de la televisión? -inquirí-. Estarán aquí en cualquier momento.

– Se lo he mencionado -contestó-. Pero no sé si me estaban prestando atención. Pronto lo harán.

– Entonces, vámonos. Tal vez podamos llegar a la jefatura de policía antes de que se marche el padre.

Sin una palabra, Porter arrancó el motor. «Seguro que esto empieza a afectarlo -pensé-. Sólo un poquito.» Y sonreí. Él agarró el micrófono de la radio y llamó al departamento fotográfico para informar de nuestra siguiente parada. Nolan debía de estar escuchando, porque pidió a Porter que me dejara hablar con él.

– ¿Y bien? -le oí decir-. ¿Cómo te ha ido?

– Nolan -le dije con voz clara y segura-, escúchame bien: tengo una historia estupenda.

El sol que se reflejaba en el asfalto inundaba de luz el parabrisas. En silencio, excepto por el rumor del acondicionador de aire y de las ruedas sobre el pavimento, nos dirigimos al centro de la ciudad.

Vi al padre salir de la jefatura de policía por la puerta lateral acompañado por los dos detectives. Entramos en el aparcamiento y yo bajé del automóvil antes de que se hubiese detenido por completo. Logré interceptar al grupo unos metros antes de que llegara al coche patrulla y me interpuse entre ellos y el vehículo. Oí los pasos de Porter detrás de mí.

– Señor Hooks -dije-, ¿puedo hablar con usted un momento?

Los policías, evidentemente molestos, titubearon. Advertí que el padre me escrutaba como intentando identificarme.

– Del Journal -expliqué-. Hemos hablado por teléfono hace un momento. Los vecinos están ahora con su esposa.

Noté por su expresión que me había reconocido, pero se debatía en la duda.

– Realmente no sé qué decir. Le agradezco que haya ayudado a mi esposa, pero realmente no tengo nada de qué hablar con usted por el momento. Sólo espero que atrapen al culpable. No entiendo cómo alguien pudo hacer…, pero realmente no tengo nada que decir. ¿Lo entiende?

– Claro -respondí, pero no me moví un milímetro del sitio donde estaba, obstruyéndole el paso-. ¿Sospechaba anoche que había ocurrido algo así?

– ¿Cómo podía sospecharlo? ¿Cómo podría alguien imaginar esto? Bueno, claro que estaba preocupado. ¿Quién no lo estaría? Llamé a todos los centros de urgencias de la ciudad, para preguntar si la habían ingresado. Temí que hubiese sufrido un accidente de tráfico. Eso era lo que más me asustaba: un accidente. Pero realmente no quiero hablar de eso ahora, si no le importa.

Yo continuaba anotando sus palabras en mi libreta.

– ¿Quiere que el hombre que mató a su hija sea castigado?

– ¡Cielo santo, por supuesto! Quiero que sufra -aseveró el padre, y al oírlo levanté la vista porque su voz comenzaba a resquebrajarse, como una capa delgada de hielo bajo los pies de un patinador-. ¡Quiero que sienta lo mismo que siento yo ahora! Espero que lo sienta aunque sea sólo un poco. -Luego se interrumpió y me miró-. Pero realmente no puedo decir nada más por ahora -añadió.

– Claro -dije-. Lo comprendo.

Entonces me aparté de su camino. Wilson me lanzó una mirada furiosa mientras se sentaba al volante del coche patrulla. Mientras el vehículo arrancaba, vi que el padre se cubría los ojos con las manos. Fue un gesto muy similar al de su esposa, como si intentaran evitar la visión de alguna imagen interior, grabada en su mente. Me volví hacia Porter.

– ¿Buen material?

– Sí -contestó-. Inmejorable.

– ¿De portada?

– Sin duda.

– Sin duda -repetí.

Era tarde ya, y advertí que el calor comenzaba a remitir, como si se retirase ante el avance de la noche. Nos encaminamos de regreso a la redacción.

Cuando entré, Nolan salía de la última conferencia de la tarde. Me hizo señas y me acerqué, sonriendo.

– ¿Tenemos una buena historia? -preguntó.

– Eso creo -respondí, evasivo.

– Cuéntame, mientras me sirvo una taza de café. Se dirigió a una máquina que estaba en un rincón de la recepción.

Rápidamente, le expuse los aspectos más relevantes del caso, omitiendo algunos detalles. Le hablé del cadáver hallado cerca del hoyo y del hombre que lo había descubierto entre los arbustos mientras hacía footing. Le hablé de la madre, de las fotografías en la pared y de cómo ella se había derrumbado a causa de la tensión. Luego, le describí al padre y a los detectives y le leí algunas declaraciones. Finalmente, hice una pausa. Nolan tomó un sorbo de café y reflexionó por unos instantes.

– Está bien -dijo-. He pugnado por conseguir la primera página y al final nos la han dado. Han relegado una crónica a las páginas interiores. Escucha, esto es lo que quiero: unos setenta y cinco centímetros para la noticia y unos treinta y ocho para el artículo complementario. Incluye las declaraciones del tipo que hacía footing en el cuerpo de la noticia y dales color. Escribe un artículo aparte sobre la madre y el padre, pero cita una o dos declaraciones de cada uno en el cuerpo de la noticia. Comienza por el hallazgo del cadáver y el estado de la investigación policial, pero introduce color y la reacción de los padres poco después de la entradilla, ¿de acuerdo?

– Suena bien, pero en realidad quisiera hacer un artículo complementario sobre el tipo que descubrió el cadáver. ¿Puedo extenderme sobre ellos?

– A ver si nos ponemos de acuerdo -dijo, sonriendo-. Extiéndete cuanto quieras, pero con comentarios que hagan que la gente sienta auténtica compasión por esa muchacha. y escribe sólo un artículo complementario, sobre los padres. Dentro de un par de días puedes ir a hablar con el tipo que encontró el cadáver y averiguar si aún corre por la misma ruta. Será una continuación interesante.

Asentí.

– De todos modos, incluiré su material en el cuerpo de la noticia.

– Claro -dijo Nolan-. No te guardes nada. Ésta será, con diferencia, la noticia más leída de los periódicos de mañana. ¿Qué hay de las fotos? ¿Son buenas?

Le entregué la que me había dado la madre. Nolan la examinó por un momento.

– Diablos -exclamó-, era muy bonita. Es una foto muy buena. Comenzaré a negociar por el espacio con los del departamento de noticias. Tú empieza a escribir de inmediato; yo mismo me encargaré de todo este material.

– Está bien -dije-. No pierdas la foto. Prometí devolverla.

– ¿Quién la tomó? -preguntó Nolan.

– El hermano. Jerry Hooks, hijo.

– Entonces mencionaremos su nombre en el pie de foto -dijo-. ¿De acuerdo?

– Buena idea.

Llamé a Christine, justo cuando se disponía a marcharse del hospital.

– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Qué tal el funeral?

– Sobreviví -respondí-. Todos sobrevivimos. -¿A qué hora te veré?

– No muy temprano. Tengo una crónica importante que terminar.

– ¿Has ido a trabajar? -inquirió, sorprendida.

– Sí, porque he querido. Era mejor que quedarme sentado rumiando mi tristeza, ¿no? El trabajo me ayuda a distraerme con otras cosas. Es una forma maravillosa de evadirse.

– Y a ti te encanta.

Había una acusación implícita en estas palabras.

– Supongo que sí -dije, riendo, y un instante después ella también rió.

– ¿Preparo algo de comer?

– ¿Qué te parece un bistec?

– Hasta luego -se despidió-. Parece que tienes ganas de celebrar.

– Es sólo una buena historia.

Colgué y me volví hacia la máquina de escribir. A mi alrededor trabajaban otros periodistas, y el sonido de sus voces al hablar por teléfono se mezclaba con el rápido tableteo de las máquinas de escribir eléctricas. La tenue luz del atardecer inundaba la oficina a través de las grandes ventanas que ocupaban una de las paredes. Desde mi escritorio abarcaba con la vista toda la ciudad. Los edificios parecían agrandarse entre las primeras sombras de la noche. Dirigí la mirada hacia el fondo de la oficina, donde estaba la vieja fotografía de la palmera en medio de la tormenta. Vi que la gran tempestad había alterado ligeramente su curso: ahora se desplazaba hacia el norte cuarta al nordeste. En dirección a Miami.

Cerré los ojos por un instante y comencé a evocar imágenes, como un mago. Volví a ver el cadáver y la luz del sol reflejada en su cabello rubio. Recordé a la madre y luego al padre, cada uno sumido a su manera en un estado de pánico. Coloqué una hoja en la máquina de escribir y empecé a teclear, a formar palabras, a construir oraciones y párrafos. Era como si la máquina se hubiese convertido en una extensión de mis manos: ella era un instrumento y yo, un músico.

Escribí:


Una muchacha de dieciséis años, alumna del instituto Sunset… Ha sido descubierta por un hombre que hacía footing, temprano por la mañana… Tenía las manos atadas a la espalda y había sido asesinada «al estilo ejecución»… Su madre, con el rostro contraído por el dolor y la conmoción… Las duras declaraciones del padre…

La policía sigue buscando pistas pero de momento no se ha detenido a ningún sospechoso…


A medida que las hojas salían, una tras otra, del rodillo de la máquina, yo dejé de percibir los demás sonidos de la redacción. Sólo era consciente de que estaba en mi elemento, dando forma a las ideas y las impresiones del día.

Terminé la crónica y continué con el artículo sobre los padres.

Apenas noté que un asistente tomaba las hojas de mi escritorio y las llevaba a la secretaria de redacción a fin de que preparase el texto para su publicación. Terminé unos quince minutos antes de que se cumpliese el plazo, con una cita de la madre: «¿Quién querría hacer una cosa así?»

Repasé la última línea y mi mente se llenó de imágenes de mi tío. Lo visualicé con una copa en una mano y un álbum en la otra, absorto, rememorando momentos pasados. Tenía los labios temblorosos y su ojo sano arrasado en lágrimas. Lo vi cerrar el álbum con un movimiento abrupto, militar, cerrando su vida al mismo tiempo. Avanzó con pasos medidos, lentos, como los de un cortejo fúnebre. Lo vi subir las escaleras hasta su baño, con la pistola limpia y bruñida en la mano. El estruendo del disparo debió de parecerle un chasquido apenas perceptible.

Nolan se inclinó hacia mí.

– Es bueno -opinó-. ¿Has terminado?

Le tendí la última página. Seguí el movimiento de sus ojos mientras leía.

– Está bien -dijo-. Ven conmigo. Te mostraré los cambios que he hecho.

Le entregó la última hoja al diagramador y luego se dirigió a su escritorio. Junto a él había una pequeña pantalla de televisión con un teclado: la terminal de vídeo. Pulsó una serie de teclas y mi crónica apareció en la pantalla.

– Léela.

No había más que modificaciones menores: Notan había cambiado el orden de algunas palabras y de algunos párrafos. Nada importante. Luego puso en pantalla el artículo complementario y lo leímos juntos.

– No está mal -comentó, sonriendo-. Ah, antes de que se me olvide…

En rápida sucesión, escribió, al principio de cada artículo.


POR MALCOM ANDERSON

Redactor de plantilla del Journal


Releyó los dos textos y finalmente llegó a la última cita de la madre.

– Es una frase muy buena para terminar -señalé. Nolan estuvo de acuerdo.

– Lo resume todo muy bien, ¿verdad?

Asentí. Más tarde descubriría que estábamos completamente equivocados.

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