14

A finales de agosto de ese año se formaron grandes tormentas sobre el Caribe que azotaban las islas caprichosamente y se deshacían en violentas ráfagas de viento y lluvia. Sin embargo, la ciudad parecía inmune, protegida. Las tormentas que amenazaban el continente se desviaban hacia el Atlántico y morían en pleno océano. En la ciudad, el calor cubría cada rasgo como una máscara.

La última llamada del asesino reavivó la ira generalizada. La idea de que él andaba por ahí con toda libertad hizo que los ciudadanos se retrajesen más aún. En la calle, las miradas se encontraban y se desviaban; guardar las distancias se convirtió en rutina. Había también cierto nerviosismo, como si, de alguna manera, el contacto fuera peligroso. Vi a una mujer rozar sin querer a un joven mientras ambos esperaban a que un semáforo para peatones se pusiese verde. En el mismo instante, se apartaron y se miraron por un momento con ira. Luego, comenzaron a cruzar la calle en la misma dirección con la vista al frente, como si el otro no existiese.

Había una infinidad de temas que tratar en los artículos. Escribí que la policía había hallado una lista de doscientos cincuenta posibles nombres en los registros del ejército y que estaban trabajando en ella, tratando de identificar al asesino. Martínez se rió al contármelo.

«Como si fuese a figurar en la guía telefónica con su nombre verdadero -dijo-. No es ningún tonto.»

El periódico vespertino, el Post, trajo desde Nueva York a un famoso médium para que intentara localizar al asesino. Éste fue a los escenarios de los crímenes, husmeó por allí, olfateó el aire y dijo que las vibraciones eran muy fuertes. Entonces predijo que nunca hallarían al asesino y que éste moriría en un extraño accidente. Sospeché que eso no era lo que el Post quería oír. Nolan recortó el artículo y lo fijó al tablón de anuncios de la oficina. Garabateó una nota sobre él: «¿Por qué no tenemos más iniciativa como periodistas?» Toda la redacción se divirtió mucho. Se hicieron muchas sugerencias en broma: una varita mágica, sesiones de espiritismo y cosas por el estilo. A Christine no le parecieron divertidas. En cambio, me recordó que el asesino había cometido un homicidio hacía unos días y que, según la pauta que había establecido, no tardaría en volver a matar.

– ¿Qué harás ahora? -preguntó.

– No lo sé -respondí-. Esperar, como todo el mundo.

Ella frunció el ceño.

– Odio las esperas.

– No se puede hacer nada al respecto. Así funciona esto.

– Aun así, las odio. Y creo que el asesino piensa cambiar su rutina.

Emití una especie de bufido en señal de protesta. No volvimos a hablar de ello pero, claro está, ella estaba en lo cierto.

Martínez me llamó una noche. Nolan y yo, al salir del periódico, fuimos a un bar céntrico para hablar con él. Estaba sentado junto a la barra, con un vaso vacío frente a sí. Señaló los asientos que tenía a su lado e hizo un gesto al cantinero. Se frotó los ojos con fuerza por un momento y luego se pasó los dedos por su negra cabellera. Hablaba con una voz cansada y baja, que se confundía con el sonido de las copas, las botellas y las otras voces apagadas que llenaban el lugar. Me pregunté dónde estaría Wilson.

– Tenemos que sonsacarle más información a este tipo -dijo-. Necesitamos algo más a lo que agarramos.

Se bebió de un trago buena parte del whisky que el cantinero había colocado frente a él.

– Creo que no estamos mejor que al principio.

Nolan lo escrutó con una mirada cautelosa de periodista por encima del borde de su vaso de cerveza.

– ¿Qué hay de la lista de nombres del ejército? -preguntó.

– Dudo mucho que figure en ella -respondió el detective-. Este tipo disfruta demasiado con su jueguecito. Tal vez nos proporciona datos falsos para despistarnos.

– Pero el psiquiatra dijo… -comencé a señalar.

Martínez me interrumpió.

– Ellos no lo saben todo. De hecho, a veces saben muy poco. Escucha, él sólo hace conjeturas, como todos. Te daré un ejemplo. Hemos pasado semanas enteras revisando los registros del ejército procedentes del Pentágono y Fort Bragg. Incluso hemos enviado gente a examinar los registros del departamento de reclutamiento de Ohio, con la esperanza de hallar algo. Y durante todo ese tiempo me ha parecido que perdíamos el tiempo. ¿Sabes por qué? Por el arma. Este tipo realmente sabe manejar esa 45. Me refiero a que sabe el modo en que se desvían las balas, cómo controlar el disparo para no destrozar la cabeza de las víctimas. Por eso, imagino que lo adiestraron en su manejo. Eso significa que fue oficial del ejército o, lo que es más probable, policía militar, porque a ellos les enseñan a disparar con pistolas. Los soldados rasos utilizan fusiles. Por otro lado, la 45 era algo común en el cuerpo de marines. Tenían que aprender a usarla y pasar una prueba. ¿Entiendes adónde quiero llegar? Si él vio el combate que describió y, al mismo tiempo, tenía acceso a esa 45 y sabía utilizarla, pues entonces es probable que estuviera en un cuerpo del ejército distinto del que hemos estado investigando. Ten en cuenta que es sólo una teoría. Pero da que pensar. Todo son mentiras, medias verdades e invenciones. Tal vez haya algunas experiencias reales intercaladas.

Nolan lo interrumpió.

– Lo que quiere decir es que en realidad no están llegando a ninguna parte.

– Correcto -dijo Martínez-. Es mi opinión. -Vaciló por un momento y luego prosiguió-: Oigan, no los he llamado para que en el periódico de mañana aparezca un artículo que nos pinte como un puñado de inútiles. Sólo quería que supieran cómo están las cosas.

– De acuerdo -dijo Nolan-. Por ahora.

– Es deprimente -continuó Martínez. Apuró su copa y pidió otra al barman-. Mañana iré a Ohio con Wilson, sólo por un día. Verificaremos algunos nombres. Volveremos por la noche… con las manos vacías.

– ¿Qué opina Wilson? -pregunté.

Martínez sonrió, mirando su vaso.

– Es todo un personaje, ¿verdad? Cuando comencé a trabajar con él, pensé que juntos duraríamos, a lo sumo… tal vez cuarenta y ocho horas. Hace ya casi seis meses de eso. Está loco, ¿sabes? Siempre dice que un policía no debe llevarse el trabajo a casa. Eso es una tontería. Uno nunca lo olvida. Diablos, no nos dejan. De todos modos, se supone que siempre debemos llevar un arma. ¿Cómo vamos a desconectar con una pistola sujeta a la pierna? Les diré que Wilson se muere por atrapar a ese tipo. Para comenzar, la primera víctima era igual a su hija. En segundo lugar, no soporta que el tipo te llame a ti. Ser policía significa estar al tanto de todo. Por eso me dediqué a los homicidios, como Wilson. Porque nos gusta indagar y resolver los casos.

»Y aquí estamos, siempre pendientes de que ese tipo te llame. No hay gran cosa que podamos hacer al respecto, pero desgasta mucho. Especialmente a Wilson. ¿Sabían que perdió a su sobrino en la guerra? El chico tenía diecinueve años. Quería ser policía, como su tío. El hermano de Wilson murió hace mucho tiempo, de un fallo cardíaco, según creo, y Wilson fue como un padre para el muchacho. Cuando se graduó de la escuela secundaria, lo reclutaron y murió en el extranjero. Voló en pedazos. Una mina creo. Sólo estaba caminando por ahí. No lo sé, pero a veces se le cruzan un poco los cables. Creo que, si llegamos a encontrar a ese desgraciado, lo matará. Casi no sale de la oficina. Apenas se toma unas horas para tenderse en un catre, en un rincón. Se ducha y se afeita en la cárcel. Yo no. A veces necesito salir, volver a mi apartamento, escuchar un poco de música. Desconectar durante un rato. Wilson jamás desconecta.

– Entonces, ¿qué cree que ocurrirá? -preguntó Nolan.

Martínez se rió.

– Tal vez tengamos suerte. O tal vez él decida darse por vencido. Una cosa o la otra. Es posible que cometa un descuido como cuando raptó a la señora Kemp: cualquiera pudo estar mirando desde algún apartamento y fijarse en el coche o el número de la matrícula. Algo así.

– Tuvimos esta conversación hace semanas -le reproché-. Dijiste lo mismo.

– ¿Lo ves? -dijo Martínez-. Eso es un buen indicador de cuánto hemos progresado.

Salimos del bar a la oscuridad de la noche. Nolan y yo caminamos juntos unos metros, dejando atrás el olor, el entrechocar de los vasos y al detective. Al cabo de un rato Nolan se detuvo y me preguntó en qué pensaba. Me encogí de hombros.

– Con todo lo que está pasando, ya no sé qué pensar. Él asintió y dimos algunos pasos más.

– ¿Crees que deberíamos publicar la noticia? -pregunté.

– ¿Cuál?

– Lo que nos ha confesado Martínez -contesté-. Que en realidad no están más cerca de la solución que al principio. Sería un artículo sensacional.

– Lo sé -murmuró, pero no respondió a mi pregunta de inmediato. Caminamos a lo largo de media manzana en silencio-. No, no lo hagamos.

– ¿Por qué?

– ¿Qué efecto crees que tendría eso en la gente de la ciudad?

– Un efecto -admití-. Más patrullas de vigilancia. Más ciudadanos comprando armas. Más locura.

– Es lo que yo pienso. Ocultémoslo al menos hasta que hayan terminado de investigar esa lista de nombres. Y tratemos de encontrar alguna manera de suavizar el impacto cuando eso ocurra; darle a la noticia un enfoque menos negativo.

Seguimos andando en silencio. Luego, Nolan agregó:

– No olvides que la opinión pública está pendiente de nosotros. A nadie le importa lo que digan los canales de televisión ni el Post. El asesino nos llama a nosotros. Te llama a ti. Somos nosotros quienes estamos metidos de lleno en todo esto, de modo que lo que digamos es cien veces más importante. Si decimos que están haciendo cuanto pueden, bueno, todos lo creerán también. Nosotros somos… ¡qué gracioso suena!… el periódico oficial de este asesino. Si decimos a todo el mundo que se deje llevar por el pánico, entonces, joder, eso es lo que harán. ¿Sabes que las suscripciones han aumentado en un diez por ciento? Y nosotros creíamos que ya habíamos alcanzado el nivel de saturación. ¿Sabías que en los días que aparece algún artículo tuyo en primera plana se venden unos quince mil ejemplares más? Han hecho una encuesta: la mayoría de la gente recibe el periódico en su casa. No pueden esperar hasta la mañana para leer la próxima noticia. -Sonrió-. A veces pienso que el asesino es alguien del departamento de distribución. Se están volviendo locos. Adoran a ese tipo.

»Por eso debemos tener mucho cuidado con lo que decimos. Todas las miradas están puestas en nosotros… en ti. Los de distribución han realizado otro estudio. ¿Sabías que nadie lee el nombre del autor de los artículos? Pues bien, comenzaron a preguntar a los suscriptores si sabían quién eras tú. Muchísima gente reconoció tu nombre y lo relacionó con los artículos. La fama puede ser fugaz, pero, por el momento, te sonríe.

Vaciló un instante mientras caminábamos. Oí una sirena y levanté la vista hacia el imponente edificio del Journal, erguido sobre la bahía, con las luces de las oficinas aún encendidas.

– Ya ves cuál es la situación. Tenemos que estar bien seguros de lo que escribimos. Sí, lo sé, siempre somos cuidadosos. Pero la gente cuenta con nosotros. Más de lo que tú y yo imaginamos.

Nos detuvimos en el aparcamiento.

– ¡Vaya manera de hacerse famoso! -comenté. Nolan sonrió.

– Ya ti te encanta -dijo-. A todos nos encanta. Un artículo es algo vivo, ¿no es cierto? Escurridizo, palpitante de vida, difícil de aprehender, difícil de conservar. Pero nos encanta.

Nos estrechamos la mano en señal de complicidad.

A la mañana siguiente recibí la carta.

Estaba escrita a máquina, sin orden ni concierto, y con una cinta muy gastada, de modo que las palabras apenas habían quedado marcadas en la única hoja de papel. Examiné el sobre barato antes de abrirlo. Había llegado con el correo matutino, junto con los comunicados de prensa y las declaraciones políticas. No llevaba remite: sólo mi nombre, la dirección del Journal y un sello de correos. Lo abrí y leí la carta.


He seguido con mucho interés sus artículos relacionados con la reciente ola de asesinatos que se han cometido en Miami.

Pero sólo después del último homicidio advertí que la pauta que el asesino dice seguir reproduce un incidente que presencié mientras servía en el ejército de Estados Unidos en Vietnam. El asesinato de la madre y el abandono de la niña me convencieron de que yo fui testigo de los hechos que el asesino intenta recrear.

Estoy dispuesto a hablar sólo con usted. Nada de policías, nada de cámaras, nadie más. Si veo alguna otra persona, lo negaré todo.

Estaré en mi apartamento del número 671 de la Avenida 13 Noroeste a la una de la tarde en la fecha en que usted reciba esta carta. Apartamento número cinco.


La carta no estaba firmada.

Conduje mi automóvil por el gueto céntrico: un conjunto de casas decrépitas de madera y edificios de apartamentos de dos pisos construidos con bloques de hormigón. En las aceras había una mezcla de indigentes y miembros de la clase más baja: hombres negros cansados, con el rostro surcado de arrugas que semejaban cicatrices de la edad; vagabundos y personas sin ocupación fija; habitantes de Miami, con el pelo entrecano por el tiempo y ropa andrajosa. Se recostaban contra las fachadas blancas de los edificios, con la mirada perdida. El sol se filtraba a través del calor del día; el cielo tenía el mismo tono celeste, intenso y vivo, que sobre los yates lujosos y las lanchas que atravesaban la bahía. Era un mundo desolado bañado en una luz implacable. Al pasar, noté que los ojos se posaban en mí. Se oía a lo lejos el ruido profundo y amortiguado del trabajo en una obra en construcción, mezclado con el bullicio de los niños que correteaban esquivando a los marginados y los sonidos de las partidas de dominó que se jugaban sobre la acera. Había un letrero junto a la puerta del edificio que yo buscaba: «Habitaciones amuebladas.» Se trataba de un típico edificio céntrico, pero estaba pintado de un rojo pálido, en contraste con el blanco de las demás viviendas. Tenía tres pisos, por lo que descollaba ligeramente sobre los otros edificios de la manzana. Una escalera externa, de acero negro, empinada, conducía a los pisos superiores. Había dos apartamentos por piso y un pequeño patio cruzado por tendederos, donde algunas sábanas y camisas ondeaban con la suave brisa.

Me detuve al pie de la escalera dudando, contuve el aliento, acalorado, intentando no dejarme intimidar por las miradas de los vecinos que se habían asomado a la calle para observarme. Supongo que pensaron que era un cobrador o un detective. Ninguno de ellos dijo palabra. Subí la escalera lentamente.

Encontré el apartamento cinco al final de la escalera. No había ninguna placa ni un buzón con el nombre del inquilino, sólo un número pintado sobre una vieja puerta de madera. La puerta mostraba señales de maltrato: una profunda muesca junto a la cerradura, tal vez como resultado de un robo frustrado. Llamé una vez y luego cuatro veces más. Los golpes reverberaron en el aire caliente que me rodeaba.

La puerta se entreabrió. No alcancé a ver el interior, pero sentí que los ojos del inquilino me recorrían de arriba abajo, examinándome. Una voz apagada preguntó: «¿Viene solo?», y respondí que sí.

Tardé un momento en poder de inspeccionar el lugar: el paso de la luz a la oscuridad me había cegado. Parpadeé deprisa, tratando de acelerar la dilatación de las pupilas.

– Me alegra que esté aquí -dijo la persona-. No estoy seguro de lo que habría hecho si usted no hubiese venido.

Bajé la vista y vi que la voz provenía de un hombre en una silla de ruedas. Asentí con la cabeza; él hizo girar la silla y luego se dirigió al interior del apartamento. La tenue luz que se colaba por una ventanita arrojaba sombras en la habitación y arrancaba destellos a los rayos de las ruedas y el acero pulido del armazón.

– Venga -me indicó, señalando con una mano un asiento junto a la mesa de la cocina.

Había pocos muebles en el apartamento: un sofá deformado, una mesa forrada de plástico junto a unos hornillos y una pequeña nevera, algunas sillas dispersas. Sobre todas las superficies planas había ceniceros con colillas. Vi algunas revistas (Time, Newsweek, Playboy, desordenadas y también una pila de periódicos en el suelo. Encima de todo estaba el número en que aparecía mi último artículo. Advertí que varios párrafos estaban encerrados en grandes círculos rojos. Me senté y extraje mi libreta y la grabadora. El hombre de la silla de ruedas se quedó mirándolos.

Llevaba grandes gafas de aviador con los cristales amarillos: sus mechones rubios, apartados de la frente, le caían sobre las orejas. Tenía una barba de varios días, que parecía más oscura por contraste con el amarillo de las gafas. Sus brazos eran largos y musculosos. Iba vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, pero tenía las piernas tapadas con una sábana blanca. Un costado de su cara parecía hinchado; al percatarse de que lo miraba, dijo:

– No se preocupe. Es sólo un absceso en una muela. Mañana iré al hospital de veteranos para que me la saquen. Allí me atienden bastante bien.

Sus ojos se volvieron hacia la grabadora.

– ¿Va a usar esa cosa?

Costaba entender sus palabras, debido a la hinchazón.

– Si me lo permite -respondí.

Se encogió de hombros.

– Diablos, ¿por qué no?

Guardó silencio. Al cabo de un momento, prosiguió:

– ¿Sabe? He pasado tanto tiempo preguntándome si usted aparecería por aquí, que ahora no sé qué decir.

– ¿Por qué no comenzamos por su nombre? -sugerí, mientras pulsaba la tecla de grabación.

– No estoy seguro de que deba decírselo -repuso-. Tiene que prometerme que no lo usará.

– ¿Por qué?

– Porque conozco a ese tipo, el asesino, y sé que no dudaría un instante en venir a acabar conmigo. -Se rió-. Ya estoy bastante acabado -dijo, señalando sus piernas-. Tengo que tratar de conservar lo poco que me queda.

Reflexioné un momento. ¿Por qué no? Primero conseguiría la historia, luego el nombre.

– Está bien. Le garantizo el anonimato, pero sé que la policía querrá hablar con usted.

– Déjeme pensarlo -dijo-. Primero le contaré lo que sé.

Titubeó de nuevo.

– Supongo que no sacaré un centavo de esto; ¿para los gastos, tal vez?

Negué con la cabeza.

– Me lo imaginaba. Pero había que intentarlo, ¿sabe? La pensión que recibo del Tío Sam no da para mucho. Éste no es un lugar muy bonito donde vivir.

Volví a asentir.

– ¿Qué le ocurrió? -pregunté-. Es decir, si no le importa.

Sacudió la cabeza enérgicamente.

– Ya no me molesta mucho.

Se llevó la mano a la cara y se frotó el mentón. Oí el sonido del roce de los dedos con la barba. Entonces habló, al principio en un tono enfático, dirigido a la grabadora.

– Me llamo Mike Hilson. Fui soldado del ejército de Estados Unidos. Me hirió un fragmento de metralla cuando nos bombardeaban con morteros en enero de 1971, cerca de un pueblucho del que ni siquiera recuerdo el nombre. En la península de Batangan. Un auténtico estercolero. ¿Sabe qué es lo peor? Que ya me quedaba poco tiempo allí. Había pasado nueve meses en el interior del país y casi estaba a punto de largarme, conseguir que me trasladasen del pelotón de combate a Saigón, o a Da Nang, o a algún otro lugar para trabajar como archivador durante un tiempo, con un horario regular. Bueno, el caso es que esa noche empezaron a llover proyectiles de mortero, y me desperté y oí gritos de «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!» y las explosiones. Todo el mundo corría buscando refugio. Menos yo.

»Estaba ahí tendido boca abajo, preguntándome por qué no podía moverme y a qué demonios se debía el entumecimiento de mi espalda. Entonces todo empezó a dar vueltas y me sentí mareado, como cuando uno ha bebido demasiado y está en el último segundo antes de perder el conocimiento. Y eso fue lo que ocurrió. En el hospital de la base me extrajeron un trozo de metal y después me enviaron de vuelta a casa, a Estados Unidos. El único problema era que ya no podía usar las piernas. Tampoco podía tener una erección. Estuve unos tres años en el hospital de veteranos y después me echaron a la calle. -Paseó la mirada vidriosa por la habitación, las paredes desnudas y agrietadas, los muebles gastados.

– No parece un hogar, ¿verdad? Pues le diré que es una vista mucho más agradable que el pabellón de paralíticos. Hay una enfermera que viene por las tardes a echarme una mano. Me las apaño, ¿sabe?; el hospital no está muy lejos. Voy allí más o menos día sí día no. Salgo a comprar la comida, todo eso. -Hizo un amplio gesto con la mano…

– ¿Es usted de por aquí?

– Mis padres lo eran. Murieron hace un año en un accidente de tráfico, en el norte. Los dos pasaron a mejor vida. Tengo una hermana, vive en Orlando. Eso es todo.

– Bueno -dije-. Hábleme del asesino.

Rió.

– No conozco su verdadero nombre. Eso era bastante común en la guerra. Todo el mundo tenía un apodo. A mí me llamaban Brillantina porque me peinaba como en el instituto. En el pelotón a todos nos llamaban por un sobrenombre distinto. Era casi como si no quisiéramos ensuciar nuestro nombre auténtico matando en la guerra.

Bajó la mano y tamborileó sobre la rueda de la silla. Comenzó a hablar de la guerra, del pelotón. Cuando se entusiasmaba, golpeteaba la silla con los dedos para recalcar sus recuerdos. A veces se recostaba en la silla, levantaba las ruedas delanteras y las hacía girar bajo sus piernas mientras ordenaba sus ideas.

– Había un negro de Arkansas al que llamábamos Negrote y otro chico del Bronx, de Nueva York, al que llamábamos Calles. Un tipo, reclutado en alguna facultad de postín de Boston, era Universitario. ¿Entiende a qué me refiero? En el ejército nos obligaban a prendernos esas plaquitas de identificación en la camisa, aun cuando llevábamos uniforme de faena. Hilson, decía la mía. Creo que nadie, excepto algunos de los oficiales, me llamó jamás por ese nombre. Y si algún tipo no me conocía lo suficiente para llamarme Brillantina, me gritaba alguna palabrota, y eso daba el mismo resultado. -Extrajo un cigarrillo de un paquete abierto que tenía frente a sí y lo encendió-. Usted tiene que entender que en 1970 ése era un lugar muy extraño. Yo todavía no logro comprenderlo del todo, y eso que lo que hago la mayor parte del tiempo es pensar en ello. Se lo debo al ejército. -Señaló la silla-. Y tanto que sí.

Soltó el humo formando anillos que se elevaron hacia el techo del apartamento.

– ¿Estuvo usted allí? -preguntó.

Mi mente se llenó de imágenes de esos años: el instituto, la universidad. Me asaltó un recuerdo fugaz de la conversación con mi padre. Huir o no huir, ésa había sido la cuestión. Recordé la carta de reclutamiento en la que se me emplazaba a presentarme para un examen físico. Me habían vuelto a declarar disponible para el servicio militar. Mi padre se había puesto furioso y me había echado la bronca con el rostro enrojecido. Yo no había rellenado en su momento la solicitud de que renovasen mi prórroga por estudios. «Mierda -había exclamado mi padre-. ¿Cómo es posible?» Yo no le respondí. No me había olvidado. Había recordado los formularios: todo lo que tenía que hacer era escribir mi nombre, mi número de clasificación, el número de créditos que había obtenido en la universidad y mi dirección. Luego debía depositarlos en el buzón de la secretaría: ellos se encargaban del resto. Pero los formularios habían permanecido sobre mi escritorio durante meses. De vez en cuando, los contemplaba extrañado, preguntándome por qué no quería rellenados. Era como desafiar al mundo real, el que existía fuera de la universidad: «Venid a buscarme.» Y lo intentaron.

Sin embargo, solucioné el asunto con bastante facilidad. El servicio de asesoramiento local sobre reclutamiento, que tenía oficinas en la universidad, me sacó del aprieto. Fui aplazando mi reconocimiento médico durante el semestre crítico y, cuando me llegó el turno de presentarme, dejé pasar la fecha. Al final, renovaron mi prórroga. Fue así de simple.

Sentado en ese pequeño apartamento, pensé en todos los aspectos en que la guerra había afectado a mi vida. Todos los días leía las últimas noticias: miraba las fotografías en blanco y negro de los hombres sin rostro, con cascos y uniformes que avanzaban por aquel extraño país. Yo participaba en marchas, repartía panfletos, coreaba consignas en docenas de manifestaciones, saludaba con el puño en alto a cientos de oradores diferentes. Pero en realidad no sabía lo que hacía.

En mi último año de la universidad, el ocupante del cuarto contiguo en la residencia de estudiantes era un veterano de la guerra: un hombre alto de cabello negro y rebelde que le caía en grandes rizos sobre las orejas y el cuello. Cojeaba al caminar y usaba bastón, como recuerdo de una herida en el pie. En la pared de su habitación tenía una foto de sí mismo, tomada por un fotógrafo de la revista Life, a todo color. Él estaba en el centro agachado, con el rostro contraído y los brazos extendidos hacia el suelo mientras un chorro de sangre manaba de su zapato. El fotógrafo había capturado la escena como una naturaleza muerta: un médico saltando sobre algunos sacos de arena, otro tendiendo la mano. Al fondo, una explosión arrojaba tierra y lodo al aire. Todos parecían manchados por la misma suciedad, dominados por el mismo terror.

Mi vecino no participaba en manifestaciones: tampoco asistía a las reuniones ni a los discursos. Rehusaba hablar de la guerra y daba con la puerta en las narices a los activistas de la universidad que acudían a pedirle su apoyo. «No lo entendéis», decía, y luego cerraba la puerta. Una vez le pregunté por qué, pero él simplemente sacudió la cabeza.

Una mañana, poco después de la graduación, vi su fotografía en el periódico. Un grupo de veteranos había organizado una marcha hacia el Congreso; aquellos soldados con sus viejos trajes de faena habían avanzado en una fila desigual, desacompasados, por las calles que conducían al Capitolio. Iban a devolver sus medallas. La fotografía, transmitida por Associated Press, mostraba a mi vecino de pie junto a una cerca, arrojando su condecoración a los escalones del Congreso. El pie de imagen decía que devolvía una Estrella de Plata, la segunda medalla más importante que otorga la nación en reconocimiento del valor. Me pregunté qué habría hecho él para merecer ese honor. Era como si los veteranos llevasen dos vidas: la del hogar, la normalidad, las hamburguesas con queso y los automóviles veloces; y, por otro lado, la de la guerra. Nunca volví a ver a mi vecino, pero leí en la revista de ex alumnos de la universidad que se había graduado en medicina.

– No -respondí-. Me libré.

– Estudiante, ¿eh? Apuesto a que consiguió una prórroga -dijo el hombre de la silla de ruedas.

– Así es.

Soltó una risa que degeneró en tos, y me miró.

– Ah, debería haber estado allí. Quiero decir, fue algo realmente increíble.

– Lo sé.

Negó con la cabeza.

– No. No, no lo sabe. Tendría que haber estado allí. Ése es el problema. Nadie lo comprende a menos que haya estado allí.

– Cuéntemelo -le pedí.

La frase de la que vivo.

El hombre volvió a toser.

– Está bien -dijo-. Póngase cómodo y relájese. Tengo una buena historia de guerra para usted.

Oí voces procedentes del pasillo, pasos sobre el cemento del rellano. El hombre de la silla de ruedas se volvió rápidamente en aquella dirección; sus manos se aferraron a los brazos de la silla con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Una voz gritó: «¡Que te den, tío!», y se oyeron pisadas que se alejaban corriendo. El hombre se relajó, visiblemente aliviado. Alisó la sábana que cubría sus piernas.

– A veces los niños del vecindario tratan de entrar. Cabrones. Debería conseguir una pistola y matar a uno o dos. Tal vez así me dejarían en paz. Tal vez éste no sea el mejor barrio de la ciudad, pero para mí está bien.

Siguió con la vista el movimiento de mi bolígrafo sobre el papel y luego miró hacia la grabadora.

– Bien -dijo-, como le decía, todos nos conocíamos por apodos, y el tipo que pienso que está cometiendo esos asesinatos es uno al que llamábamos Ojos Nocturnos porque parecía que no necesitaba dormir de noche. Uno estaba en el perímetro, luchando por mantener los ojos abiertos, con un miedo atroz a la oscuridad, y en cambio ese tipo llegaba, tranquilo, bien despierto, observando la selva como si pudiera ver con la misma claridad que durante el día. Su guardia comenzaba al atardecer y después, al alba, se metía en su agujero, se envolvía en su poncho y se dormía. Era como si necesitara menos horas de sueño que todos los demás.

»Bueno, la cuestión es que estuvo allí el mismo tiempo que yo. De hecho, estuvo más, aunque oí decir que se volvió loco (es decir, más loco) después de que me hiriese aquel proyectil. Según me contaron, lo mandaron a la sección ocho, a una sala de psiquiatría. Y lo creo; mire lo que está haciendo ahora. Creo que jamás vi a ese tipo drogado, ni borracho, ni nada. Lo único que hacía era jugar al soldado. Disfrutaba matando, eso se notaba. Nunca hablaba mucho con nadie. Le gustaba avanzar en cabeza, para estar lejos de los demás. Era un tipo muy callado, muy raro. No creo que el pelotón lo hubiese soportado demasiado tiempo de no haber sido porque todos íbamos un poco colocados. Había muchos chiflados por allí.

– ¿No conocía su verdadero nombre?

– No, ya se lo he dicho.

– Bueno, ¿cuál era el nombre de la unidad? ¿Quién era el oficial al mando?

– El oficial al mando era un teniente llamado O'Shaughnessy. De nombre Peter. No podría olvidar un nombre así. Pelirrojo, tal como era de esperarse. Compañía 352 de infantería, División Americana.

– Y, ¿dónde…?

– Ya se lo he dicho, hombre. En la península de Batangan.

– Es verdad -admití-. Sólo quería confirmarlo.

El hombre sonrió y comenzó a tamborilear otra vez sobre el acero.

– Muy bien -dijo-. Quiero que todo esté correcto.

– ¿Recuerda algún otro nombre de la unidad?

– No. Como le he dicho, sólo los apodos. Extraño, ¿no cree?

Me encogí de hombros.

– ¿Dónde aprendió ese tipo a manejar una pistola?

Suspiró.

– Hombre, no lo sé. Pero recuerdo que allí tenía una. Una enorme 45, como la que está usando aquí. Tal vez la haya conseguido en Saigón, en el mercado negro. Verá, nosotros llevábamos a cabo misiones de «búsqueda y destrucción», como las llamaban. Todos buscaban siempre algo que les diese ventaja, que los ayudara a salir de un aprieto. Este tipo llevaba una 45, al igual que un par de sujetos más que conocía. A veces, por las tardes, se sentaba en el margen del perímetro, cuando no salíamos a los malditos cenagales ni a la selva, y se ponía a hacer prácticas de tiro con ese trasto. Disparaba a los cocoteros, a los pájaros, a cualquier cosa.

– ¿Alguien lo interrogó al respecto?

– No; como le dije, era un tipo raro. Loco. Todos, hasta el teniente, lo dejaban en paz. ¿Por qué no? No hacía ningún daño. Además, se ofrecía voluntario para cualquier misión de mierda, como expediciones por la selva. Yo no, no, señor. Quería conservar intacto el poco trasero que me quedaba. Mientras él hiciera eso y montara guardia por la noche, todos lo dejábamos en paz. Nos daba igual lo que le pasara por la cabeza.

– ¿Y no sabe qué fue lo que le ocurrió?

– Sólo rumores. De repente se puso a gritar y a disparar. Alguien dijo que mató a unos campesinos y se echó a reír sin parar hasta que fueron a buscarlo. Supongo que echaron tierra al asunto. ¿Sabe?, el ejército no tiene inconveniente en glorificar a los héroes que, como yo, pierden el trasero en una explosión mientras duermen, pero a los tipos a los que se les afloja un tornillo, bueno, en general los mandan de regreso a casa y se deshacen de ellos.

Asentí. El hombre de la silla de ruedas sacudía la cabeza, repitiendo por lo bajo: «Qué tipo más raro.»

– Bien -lo corté-, hábleme del incidente. Exhaló otro largo suspiro mientras pensaba.

– Hacía un calor infernal: recuerdo eso muy bien. Un calor pegajoso, persistente, como el de ahora. Realizábamos misiones de búsqueda y destrucción como ya le he dicho, y no hay nada peor que eso, se lo aseguro: era terrible. -Se rió-. Nos recogían los helicópteros por la mañana y nos llevaban a la zona designada como objetivo para que la peinásemos. Si alguna vez se le presenta la oportunidad de volar en uno de esos aparatos, hágalo. Los pilotos estaban tan asustados como nosotros; uno está en el aire a unos seiscientos metros de altura y, al momento siguiente, el helicóptero se precipita hacia la zona de aterrizaje. El soldado de la ametralladora grita y maldice por encima del rugido del motor y dispara la calibre 50 lo más rápidamente posible, destrozando la selva. ¿Sabe cuál era una de las cosas más extrañas de Vietnam? Siempre estábamos disparando contra cosas que, en realidad, no estaban allí. Me refiero a que, cuando nos dirigíamos a una zona de aterrizaje, todo el mundo descargaba sus armas contra un enemigo imaginario oculto entre la maleza. Por la noche, la artillería disparaba por encima de nuestras cabezas, para ajustar las coordenadas en caso de que nos atacaran en la oscuridad. Y nunca había nadie. Bueno, casi nunca.

»Aquel día nos llevaron a una zona de aterrizaje desierta; nadie nos devolvió el fuego, lo cual alegró a los pilotos, que se fueron enseguida. Teníamos que dividirnos en dos unidades para realizar una batida y encontrarnos en un pueblo que figuraba en el mapa. Una vez allí, debíamos atravesar algunos arrozales y perseguir cualquier cosa que encontráramos hacia otra compañía que se dirigía a nosotros, en bloque. Era una de esas ideas estúpidas que parecían estupendas en el papel en el cuartel general pero que en la práctica no daban resultado. Bueno, recuerdo al teniente O'Shaughnessy. Dios, era el irlandés más corpulento que pueda imaginar. Medía casi dos metros y debía de pesar más de cien kilos. Como usted comprenderá, cuando él nos daba una orden, hombre, lo obedecíamos. Tenía un carácter de mil demonios. Siempre me sorprendió que nadie se lo hubiese cargado en un tiroteo. Hasta donde yo sé, nadie lo hizo. Además, tengo que decir en su honor que cuando me hirieron él le gritó a ese piloto de helicóptero que lo mataría con sus propias manos si no me sacaba de allí cuanto antes. Así que, en realidad, no puedo quejarme.

»Entonces, como le decía, nos dejaron en medio de ese arrozal, reunidos en torno a O'Shaughnessy, y los helicópteros se alejaron hacia el sol. Recuerdo la sensación de estar solo, a pesar de estar rodeado de otros hombres y de disponer de una radio con la que pedir ayuda en caso necesario. Nunca pude librarme de la sensación de soledad, de estar a la deriva en medio del océano, ¿entiende? Como una especie de Robinson Crusoe. Hacía tanto calor que al cabo de pocos segundos estábamos chorreando: El sudor me corría bajo el casco, entre los ojos. No lo soportaba; me moría de ganas de gritar. Pero no hay manera de enjugar el sudor cuando uno está sujetando un arma y necesita el otro brazo para mantener el equilibrio. Vi a tipos perder la cabeza a causa del calor; comenzaban a gritar, se negaban a moverse, hundidos hasta el trasero en el barro, el agua y las sanguijuelas de los arrozales. A veces, el sol era tan malo como cualquier cosa que hicieran los Vietcong.

O'Shaughnessy nos dividió en dos pelotones. Él tomó el mando de uno, y el sargento primero, el del otro. Debíamos avanzar en paralelo a una distancia de unos cuatrocientos metros, como hacíamos en los ejercicios, pero, qué diablos, eso nunca era posible. Me refiero a que un pelotón se quedaba atascado en alguna ciénaga y el otro se adelantaba, pero luego avanzaban más despacio y después apretaban el paso. Todo aquello me parecía una locura, absolutamente todo. En el terreno ocurría exactamente lo mismo. Entonces nos pusimos en marcha, más o menos una docena de hombres. Pronto estábamos chapoteando en el barro, como siempre. Tengo un recuerdo bastante borroso de aquella mañana, ¿sabe? No era más que una de tantas mañanas en Vietnam. Sólo cuando nos acercamos al pueblo las cosas comenzaron a cambiar.

Hizo una pausa para encender otro cigarrillo. Detrás de las gafas, sus ojos siguieron el humo que se elevaba desde el cenicero.

– Llegamos primero, mucho antes que el otro pelotón. Acampamos en las afueras y esperamos. Eso no estuvo tan mal; todos necesitábamos un respiro. Bueno, el tipo del que le hablaba, el que está cometiendo estos asesinatos, iba delante, como siempre. Cuando nos detuvimos, se sentó un poco más lejos, como de costumbre. Mientras estábamos allí sentados, él se quedó mirando la aldea a través de la maleza. De pronto, se puso en pie y se volvió hacia el resto del escuadrón. «He visto algo», dijo. «Parecía una muchacha con un kalashnikov.»

»Bueno, todos tomamos las armas y nos enderezamos enseguida. No olvide que ese tipo tenía una vista capaz de distinguir una silueta en plena noche, así que siempre confiábamos en él. Y recuerdo lo que dijo porque él estaba allí de pie, de espaldas al sol, y yo tenía que cubrirme los ojos para poder verle la cara.

»Bueno, hubo mucha discusión sobre lo que había que hacer. Casi todos querían esperar a que llegara el teniente con el otro pelotón, pero el sargento era militar de carrera y supongo que buscaba una especie de ascenso o alguna medalla, porque dijo: "De ninguna manera", y al minuto siguiente estábamos dispersos y avanzábamos agachados hacia el pueblo íbamos de choza en choza como en las películas, pero estábamos asustados, muertos de miedo.

»Habría unas… tal vez cinco o seis chozas patéticas en toda la aldea. Quiero decir, apenas se la podía considerar una aldea; no era más que un grano insignificante en el trasero del mundo. Por eso no tardamos mucho en recorrerlo, aunque íbamos con mucho cuidado por lo que el tipo decía haber visto. -Hilson se pasó la mano por el cabello y dio una calada al cigarrillo. Luego comenzó a tabalear sobre el costado de la silla, como para acelerar el ritmo de las palabras en la quietud del apartamento-. Nunca le había contado esta historia a nadie -me confió-. No quiero que me lleven a juicio como aquel tipo, Calley.

Asentí.

– Comprendo. Esto es confidencial.

– Correcto. -Entonces prosiguió-: Al final del pueblo nos detuvimos y nos reunimos. El sargento apostó a unos hombres en el perímetro y envió a un par de tipos a esperar al otro pelotón. Yo estaba muy nervioso: todos lo estábamos. En parte era por el calor, ¿sabe? Además nos habían dicho que los Vietcong estaban muy fuertes en ese sector. Nos advirtieron que era probable que tuviésemos algún encuentro con ellos, que cualquiera que viésemos podía ser Vietcong. Así que creo que todos lo esperábamos.

»Después de todo, eso es lo que nos dijeron. "¡No confiéis en nadie! Ni siquiera en el anciano de aspecto más atontado. En cuanto le deis la espalda, os volará el trasero. Os costará los testículos si le sonreís. Tampoco os fiéis de las mujeres." ¡No había manera de identificarlos! Era imposible. Ni siquiera cuando enviaron a esos desertores del Vietcong o a esos tipos del ejército vietnamita con nosotros. Tan pronto nos decían que matáramos a alguien como que lo interrogáramos. No servían de nada. Y aquel día ni siquiera llevábamos a uno de ellos con nosotros.

»Entonces pusimos en fila a toda la gente del pueblo. Eran nueve. Viejos y niños. Ningún hombre joven. Había un viejo que hablaba un poco de inglés. Fue a él a quien interrogamos. Recuerdo que estaba allí sentado, moviendo la cabeza arriba y abajo. "No Vietcong aquí", decía. "No Vietcong." y el sargento le gritaba: "¡Mentira! ¡Mentira!", y el tipo, Ojos Nocturnos, decía: "Estoy seguro de lo que he visto." Estaba allí de pie, con la 45 en la mano. Solía llevarla en una pistolera junto a la axila, bajo la chaqueta, pero ahora la había desenfundado y jugueteaba con el seguro: lo ponía y lo quitaba.

»Entonces el sargento nos gritó que empezáramos a registrar las chozas: enseguida estábamos destrozándolas, furiosos por el calor y el miedo. Uno de los tipos encontró un fusil escondido entre las vigas, bajo la paja del techo. Entonces nos asustamos y nos cabreamos de verdad.

»El sargento seguía gritándole al viejo, pero él no decía más que: "No Vietcong aquí", incluso cuando le ponían un arma bajo la nariz. El resto de la gente parecía muy atemorizada. Había un par de niños llorando y un bebé también. Recuerdo que me volví hacia el tipo y le dije: "Por lo visto tenías razón", y él sólo asintió y sonrió. El sargento estaba a punto de darse por vencido cuando el tipo dijo: "Yo me encargo de esto, sargento." y el sargento se encogió de hombros y contestó: "Haga lo que quiera."

»Entonces el tipo se acercó a una muchachita que estaba sentada en el suelo, a punto de orinarse en los pantalones, la tomó del brazo y la llevó frente al viejo. Amartilló su 45 y preguntó: "¿Dónde Vietcong?" Cuando el viejo sacudió la cabeza, el tipo apretó el gatillo.

»¡Diablos! Aún recuerdo el chasquido cuando el percutor golpeó la recámara vacía y el segundo chasquido cuando el mecanismo tiró de él hacia atrás. Nadie sabía si la había descargado a propósito o no. Y él, sonriéndole al viejo, volvió a preguntar: "¿Dónde Vietcong?" El viejo negó con la cabeza.

»Después recuerdo la detonación de esa maldita 45. Estaba cargada, después de todo. La chica cayó hacia delante con media cabeza destrozada, a los pies del viejo. La imagen se me quedó grabada, tan clara como una fotografía. El viejo estaba manchado de sangre y trozos de cerebro. Entonces vi que se le crispaba la cara. Debió de sentir mil cosas al mismo tiempo: sobre todo miedo, supongo. Sin embargo, se quedó allí, sacudiendo la cabeza, repitiendo una y otra vez como un disco rayado "No Vietcong. No Vietcong". El sargento primero miró a Ojos Nocturnos como si éste estuviera loco, y creo que lo estaba. Pero el tipo ni siquiera se había movido: tenía la misma expresión fría de antes y tenía los ojos clavados en los del viejo. Caminó lentamente hasta el grupo de nativos y agarró del brazo a una pareja de ancianos. Miró al jefe del pueblo. El jefe dijo: "No Vietcong", y entonces esa maldita 45 soltó dos estampidos más, ¡bum! ¡bum!, y los viejos cayeron al suelo. Recuerdo que la sangre se mezclaba con el polvo. Y mientras todos los demás nos quedamos allí de pie, mirando. Estábamos paralizados, observando lo que pasaba. Creo que en ningún momento me pasó por la cabeza intentar detener a ese tipo. Al fin y al cabo, era la única persona que estaba haciendo algo. Yo tenía la impresión de estar viviendo alguna extraña pesadilla.

»Oiga, no estoy orgulloso de ello. Diablos, no. Pero usted tiene que entender que aquel día todos estábamos un poco desquiciados. Por el sol, tal vez. La maldita selva, los malditos arrozales. No lo sé. Cuando pienso en Vietnam, recuerdo más que nada el sol. Nos hacía perder la cabeza a todos.

– Entonces supongo que por eso nadie lo detuvo. Hubo un momento de silencio. Me fijé en sus ojos, semiocultos tras las gafas amarillas. Estaban vueltos hacia arriba, hacia el techo blanco.

– La siguiente persona que separó de la fila fue una madre con su bebé. Nadie se movió. ¡Bum!, hizo la 45. Entonces oí que el tipo se reía. Como si, después de todo, no estuviese enfadado con el jefe del pueblo. Sólo quería continuar con todo eso, como si se tratara de algún juego. "¿Dónde Vietcong?", preguntó otra vez, con una risotada.

»Pero no hizo falta que el viejo respondiera, porque pronto lo averiguamos de otro modo.

»De pronto, desde el perímetro, llegó ese sonido. Diablos, una vez que has oído el sonido de disparos de armas pequeñas, nunca lo olvidas. Y detrás de nosotros sonó un ¡bam! Y una explosión cuando un proyectil de mortero desintegró una de las chozas. Recuerdo que el tipo sólo reía. Levantó su M-16 mientras todo el mundo gritaba y corría a protegerse. Todos salimos disparados en la dirección de donde sabíamos que vendría el teniente. ¡Demonios! Los proyectiles llovían por todas partes, y el fuego de mortero y los disparos zumbaban en el aire. Yo también disparaba, hacia el frente, aunque no sabía a qué. Hay una cosa que recuerdo muy bien. Cuando me volví, vi a todos los nativos amontonados en el suelo todos muertos. Excepto el bebé, el hijo de esa mujer. La criatura lloraba y gritaba. Alcancé a oírla durante un minuto, tal vez sólo por un segundo. Después el ruido ahogó su voz.

»Todos volvimos a reunimos en el claro. Recuerdo que el operador de radio llamaba a gritos al teniente. Al final el teniente respondió y nos indicó que nos retiráramos hacia él, porque ordenaría un ataque aéreo. Era muy simple, ¿sabe? Así es como hacíamos las cosas allí. Nuestro grupo, que seguía disparando algún tiro que otro por puro miedo, se alejó de la aldea. Unos minutos después oí ese estruendo, el sonido estridente de un Phantom cuando el piloto lo baja a unos sesenta metros. Había cuatro de ellos; podía verlos acercarse por los destellos del sol en las alas… que parecían luces de posición muy potentes. Dejaron caer esas latitas con las que arrasaron el pueblo junto con cualquiera que estuviese por ahí.

»Todas las pruebas de lo que había hecho ese tipo se perdieron en una nube de humo, porque el lugar quedó reducido a cenizas. -Hizo otra pausa prolongada, supuse que para meditar sobre lo que había visto-. Presentamos un informe. O'Shaughnessy nos convocó a todos, nos preguntó qué habíamos visto, qué habíamos hecho. Incluso mandó llamar a ese tipo. ¿Sabe qué fue lo más extraño? Que nadie mintió. Nadie le contó al teniente otra cosa que la verdad sobre lo que había pasado. Y ¿sabe a quién dio parte él? Correcto: a nadie. Recuerdo que salió y lo oí decirle al sargento: "Qué diablos, ¿a quién le importa?" Y el sargento asintió. Una semana después lo trasladaron a Saigón. Y una bomba me dejó en este estado. Y eso fue todo.

Guardamos silencio por un instante.

– ¿No hubo ninguna investigación? -pregunté. Sacudió la cabeza.

– ¿No se dejó constancia de lo ocurrido en un informe?

Volvió a negar con un gesto.

– ¿Y el teniente?

– Oí decir que lo mataron. Creo que una granada lo hizo saltar en pedazos. ¿Quién sabe?

En mi imaginación se agolpaban los detalles: la muchachita, la pareja de ancianos, la mujer con el bebé. Estaban todos allí.

– Acláreme una cosa -le pedí-. Cuando usted se volvió, todos los nativos estaban muertos, ¿no es así? Asintió y clavó los ojos en los míos.

– ¿Cómo murieron?

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, ¿los liquidó ese tipo, quedaron atrapados en el fuego cruzado o los mataron los proyectiles de mortero?

– ¿Acaso importa? Le digo que estaban muertos, hombre.

– Sí -insistí-. Oh, sí, es muy importante.

Mi mente se adelantaba a su respuesta, barajando febrilmente las posibilidades. Si Hilson estaba en lo cierto, el asesino había terminado… o acababa de empezar. Y yo era el único que lo sabría. Sentí que el entusiasmo crecía en mi interior.

El hombre vaciló, frotándose la barba.

– No lo sé, tío. Creo que entiendo lo que me está preguntando. Es decir, quiere saber qué va a hacer ahora ese tipo, ¿verdad? No creo que pueda ayudarlo. Lo único que recuerdo es que caí al suelo cuando se produjeron las primeras explosiones y después me levanté y me fui corriendo de allí. ¿Sabe?, en esas circunstancias uno no se dedica a hacer turismo. -Hizo otra pausa-. Sin embargo, recuerdo los cadáveres. Era como si alguien los hubiese acribillado con una automática. Pero no podría asegurarle quién lo hizo porque, diablos, había disparos en todas direcciones. ¿Entiende lo que le quiero decir? Pudo pasar cualquier cosa.

La decepción se apoderó de mí, pero luego pensé que ese hombre me había dado muchas respuestas a pesar de todo. Aunque la pregunta principal había quedado en el aire, el caso estaba mucho más cerca de su conclusión. Intenté imaginar el grupo de nativos, manchados de polvo y sangre, pero no pude. Al menos, no como los había visto ese hombre.

– Y bien -dijo-, ¿deducirá el resto a partir de lo que le he contado? -Sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y parejos-. Es una buena historia, ¿eh?

– Sí -respondí.

Miré mis notas a la luz tenue que se filtraba a través del humo. En cierto modo, pensé, esto es el principio y el fin. Cada vez estaba más cerca de comprender el móvil de los asesinatos. Comencé a representarme los titulares, la primera plana. Aspiré profundamente y me puse de pie para marcharme.

El hombre de la silla de ruedas me guió hasta la puerta. Le estreché la mano, que estaba húmeda de sudor.

Me detuve en la puerta a contemplar la tarde que caía. Me volví hacia él. Estaba probando el cerrojo de la puerta, corriéndolo de un lado a otro con nerviosismo.

– Lo he ayudado mucho, ¿eh?

– Sí -respondí-. Sin duda.

– ¡Qué bien!

Levanté la mano y entonces recordé la pregunta clave, que se me había olvidado hasta ese momento.

– Escuche, sólo una cosa más. Necesito saber quién puede confirmar su relato.

Se encogió de hombros.

– Tal vez Dios. Pero creo que a Él no le importaba mucho lo que ocurría en Vietnam.

Entonces cerró la puerta y oí que corría el cerrojo.

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