La «sorpresa» del asesino fue un acto de extraordinaria crueldad.
Provocó una ira generalizada por toda la ciudad y, al mismo tiempo, aumentó el temor que estaba ya tan extendido. Por primera vez, la gente comenzó a formar grupos; las asociaciones cívicas celebraban reuniones y se organizaron patrullas. La publicidad del caso también se intensificó; Time y Newsweek dedicaron considerable espacio al asesino y a su serie de crímenes y llamadas telefónicas. Cada revista publicó una fotografía mía y ambas me citaron. También me entrevistaron para las noticias de televisión, pero eso ya se había convertido casi en una rutina. El New York Times y el Washington Post enviaron a sus corresponsales locales a hablar conmigo y luego publicaron extensos artículos. El Chicago Tribune mandó a una periodista a Miami. Ésta se alojó en uno de los hoteles de Miami Beach y yo la llevé a recorrer los lugres donde se habían descubierto los cadáveres. Publicaron la historia en la parte inferior de la primera plana; algunos días más tarde, ella me envió una copia. Comencé a recortar los artículos (los míos y los que veía en la prensa nacional) para guardados en mi escritorio, en un archivo que crecía a diario.
Había intentado atravesar la ciudad sorteando el tráfico con la mayor rapidez posible, hacia la autopista. Había atascos en la dirección contraria en las calles que conducían a la bahía y el centro de Miami, de modo que no me resultó difícil rebasar el límite de velocidad, con la ventanilla bajada de modo que el aire caliente entraba a raudales. La luz cegadora del sol se reflejaba en el asfalto, de modo que mantuve una mano sobre el volante mientras, con la otra, sacaba de su estuche mis gafas de sol. Advertí que un automóvil se acercaba rápidamente desde atrás. Era Porter, conduciendo muy por encima del límite de velocidad, cambiando continuamente de carril, sin preocuparse por los obstáculos. Me saludó con un gesto al pasar y yo aceleré para no quedar atrás.
Ambos íbamos a más de ciento cuarenta. Pronto llegamos a la salida de Krome Avenue y, al enfilar la calle de dos carriles, vi un coche policial verde y blanco que nos adelantó con un rugido. Fue entonces cuando oí las primeras sirenas y supe que formábamos parte de una oleada de vehículos que descendía hacia los Everglades. Avisté un grupo de garzas blancas que levantaban vuelo desde el pantano; media docena de aves cuyas plumas brillaban al sol, alejándose en el cielo azul. Detrás de nosotros venía una ambulancia, con sus luces intermitentes rojas y amarillas y su sirena ululando con estridente apremio. Aminoramos la marcha para dejada pasar y luego volvimos a acelerar. Sabía que no estábamos lejos. Segundos más tarde, vi una docena de automóviles y coches camuflados aparcados desordenadamente al costado del camino; sus luces de posición destellaban en una discordante sinfonía visual. La ambulancia llegó tan lejos como pudo; luego se detuvo y sus ruedas despidieron grava y tierra. Tres hombres del equipo de rescate, vestidos de amarillo, saltaron de la ambulancia, cargados con una camilla. Uno de ellos llevaba un maletín de médico y un estetoscopio colgado del cuello. Aparqué y los seguí, observando a los agentes uniformados que guiaban al equipo de rescate por la ciénaga. Porter se volvió hacia mí y gritó: «¡Vamos, vamos!», caminando rápidamente en pos de los policías, que estaban abriendo un sendero en medio de la maleza. Mientras lo seguía, llegaron dos furgonetas de la televisión y un coche del Post.
El terreno era un lodazal, y resbalábamos al correr. Los arbustos parecían extender sus ramas para hacernos tropezar. A cada lado del sendero por el que nos alejábamos del camino había pantanos cenagosos; nosotros avanzábamos por la única franja de tierra relativamente seca. Más adelante, vislumbré una pequeña isla, un trozo de tierra firme cubierto de juncias y matojos. Allí estaban reunidos los policías. Y desde allí nos llegó el primer grito.
Era un chillido agudo, inarticulado, que reflejaba soledad y desesperación. No reconocí lo que era; creo que Porter sí, pues se volvió por un instante hacia mí. Subimos un pequeño terraplén. Cuando nos vieron varios de los oficiales uniformados, nos prohibieron seguir avanzando. Porter ya había comenzado a tomar fotografías con un teleobjetivo.
– Allá -dijo, enfocando con la cámara.
Seguí la dirección de la lente y vi un cuerpo inclinado hacia delante, oculto a medias por el follaje. Había un solo agente junto a él, en actitud de protegerlo. Pero los ojos del policía estaban fijos en la multitud de personal de rescate y otros agentes que estaban a poca distancia. Divisé una especie de cobertizo tosco e improvisado que se alzaba en medio de la multitud. Entonces volví a oír el llanto desgarrador que traspasó el calor de la mañana.
– Dios mío -exclamó Porter, bajando por un instante la cámara-, es una criatura.
Los policías retrocedieron y los vi darse palmadas en la espalda y estrecharse las manos. Los tres hombres del equipo de rescate dieron media vuelta y regresaron a la carrera hacia el sendero atestado de periodistas y camarógrafos. El que venía al frente llevaba al bebé en brazos, envuelto en una tosca manta azul, estrechándolo contra su traje amarillo. El hombre sonreía y le hablaba con suavidad, escudándolo de las cámaras y las luces.
– ¿Qué edad tiene? -le pregunté al pasar.
– Un año, tal vez -respondió-. Dieciocho meses.
– ¿Está herido?
– Es una niña, y creo que sólo sufre los efectos de la exposición a la intemperie.
Continuó abriéndose paso entre el gentío hacia la ambulancia, susurrándole a la criatura.
– Dios mío -repitió Porter-. ¿Puedes creer eso?
Durante casi dos horas, la policía no nos permitió llegar hasta el escenario del cuarto crimen. A esa hora, el sol ya estaba bien alto y la mañana se había disuelto bajo el calor sofocante. Como siempre, los demás periodistas me interrogaron. Les confirmé que el asesino me había llamado y proporcionado instrucciones para llegar hasta allí. Aproximadamente una hora después, informaron por medio del equipo de onda corta de una furgoneta de televisión de que la niña parecía estar bien y se hallaba en el pabellón de pediatría de un importante hospital céntrico. Les expliqué a los otros periodistas que el asesino había prometido una «sorpresa» y que suponía que se refería al bebé. Las preguntas terminaron y nos pusimos a esperar. Me senté junto al sendero, sobre el suelo húmedo, observando a los técnicos del laboratorio criminológico que registraban el área y al asistente del forense que se ocupaba del cuerpo. Porter se quejó de que no le dejaran acercarse para tomar fotografías y se puso en pie de un salto cuando trasladaron el cadáver a la ambulancia. Recuerdo que pensé que era la cuarta bolsa negra que veía ese verano y me pregunté si se trataría de una de las mismas bolsas que habían utilizado para las otras víctimas.
Finalmente, vinieron Wilson y Martínez para informar a la prensa, incluido yo mismo. Aparentemente, el bebé y la víctima (una mujer blanca de entre veinticinco y treinta años) habían permanecido junto al asesino en ese claro durante uno o dos días. Había residuos, dijeron, que indicaban que habían comido varias veces. No quisieron revelarnos el nombre de la víctima. Martínez asintió cuando le pregunté por la causa de la muerte y el estilo del asesinato: el cadáver tenía las manos atadas y una herida en la nuca. Wilson señaló que se había usado el mismo tipo de nudo para atar las manos de la mujer que para construir el pequeño refugio. Era evidente que se trataba de algo improvisado para proteger a la niña del sol. Wilson anunció que no haría más comentarios. Me miró por un momento, pero sus ojos no me dijeron nada.
En fila india, nos guiaron a todos los periodistas y camarógrafos hasta el escenario del crimen. Nos advirtieron que no tocásemos nada, y todos guardamos silencio durante la mayor parte del tiempo. Vi las manchas de sangre en la hierba sobre la que había estado tendida la mujer. Un técnico estaba registrando y etiquetando una pila de artículos. Vi cajas de hamburguesas vacías, varias botellas de plástico, algunos pañales y varios paquetes de cigarrillos estrujados. Me detuve junto al refugio. Las paredes estaban hechas de tablas y trozos de madera, y la techumbre era de paja y hojas de palma, todo ello sujeto con cuerda. Me dio la impresión de que un poco de viento bastaría para echarlo abajo.
La prensa en conjunto entrevistó a los dos policías (agentes que realizaban su ronda habitual por el campo) que habían encontrado el refugio y el bebé. Les habían ordenado proteger la zona para cuando llegaran los detectives, pero uno de ellos había oído lo que le pareció un grito, y los dos habían atravesado la maleza hasta dar con el cobertizo y la criatura. En sus rostros había una combinación de orgullo y furia: los complacía haber salvado a la niña, pero estaban confundidos y furiosos por las circunstancias.
– ¿Qué clase de persona -preguntó uno de ellos, un joven rubio de bigote poblado- abandonaría así a un bebé después de asesinar a su madre?
Ésa, claro está, era la pregunta que todos nos hacíamos.
Mi padre llamó poco después de que aparecieran los artículos en los semanarios. Contesté el teléfono con vacilación, con una incertidumbre provocada por mi falta de contacto con el asesino. Me había adaptado, sólo en parte, a mi dependencia del teléfono. Cada vez que sonaba, me invadía una oleada de excitación, pensando que tal vez sería él. Cuando comprobaba que no lo era, sentía una mezcla de decepción y alivio. Hasta entonces no me había percatado de la frecuencia con que sonaba el teléfono ni de hasta qué punto había llegado a afectar mi vida.
– He visto tu fotografía -dijo mi padre-. Estás convirtiéndote en toda una celebridad.
No respondí.
– Me parece una manera terrible de darte a conocer -agregó-. ¿Crees que la policía está más cerca de atrapar a ese tipo?
Le dije que no lo sabía. El asesino parecía estar jugando con la policía, con sus descripciones parciales de sí mismo, que ni siquiera eran totalmente fidedignas.
Continuamos conversando acerca del trabajo de mi hermano como abogado, de los estudios de mi hermana, de mi madre. Ella había conseguido un empleo como asistente social en un hospital local, según me informó mi padre; en un pabellón de psiquiatría, un lugar muy interesante. Dijo que ella estaba preocupada por mí, especialmente por la relación que parecía haberse establecido entre el asesino y yo.
– ¿Qué relación? -pregunté-. Yo estoy en este extremo de la cuerda. Él tira, yo respondo. Él llama, yo escribo. La distancia sigue siendo infinita.
– No -repuso mi padre y, de pronto, advertí que él estaba tan preocupado como mi madre-. Te equivocas. Con cada llamada, en cada conversación, él estrecha el vínculo contigo. Creo que la distancia disminuye.
– No tengo miedo.
– Deberías tenerlo.
«La distancia -pensé- siempre ha sido importante para mi familia.»
Mi padre debió de pensar lo mismo, porque se quedó callado. Al cabo de un momento, prosiguió:
– De pequeño, y también durante la adolescencia, eras el silencioso de la familia. Tu hermano, tu hermana, ambos se enfrentaban a los hechos con mayor facilidad. Tú siempre vacilabas. Supongo que ya entonces sabía que serías periodista. Pasabas mucho tiempo observando a los demás.
– Estaré bien -le aseguré, pero mi voz sonó como un eco en un cañón.
Todos mis pensamientos se centraron en la historia.
No se identificó a la mujer ni a la niña sino hasta varios días después. A todos los periodistas de Miami que trabajaban en ello les irritaba aquel misterio; no podían dar a la mujer asesinada un pasado, un perfil que la hiciese más real a ojos de los lectores. A medida que transcurrían los días, aumentaban las especulaciones. Nos preguntábamos de dónde había salido ella, si habría tenido alguna conexión especial con el asesino, cuál había sido su papel en la recreación simbólica. Una amante, pensaban algunos; una mujer que conocía su identidad; una hermana, tal vez. Barajábamos todas las posibilidades, haciendo su muerte más importante que su vida.
Escribí y reescribí una y otra vez cada nueva partícula de la historia que descubría. La reunión con Nolan y el jefe de redacción quedó en el olvido; el caso volvía a ser de plena actualidad. Los titulares adquirieron un tono muy sensacionalista; las expresiones «búsqueda masiva» e «investigación imparable» aparecían con frecuencia en el cuerpo de la noticia. Todos los tópicos de los crímenes de las grandes ciudades estaban allí. Nosotros alternábamos los sobrenombres; a veces lo llamábamos «el Asesino de los Números», y otras veces «el Asesino del Teléfono». No obstante, todo el mundo sabía a quién nos referíamos.
Un cine local puso en cartel un programa doble: Crimen perfecto y Sola en la oscuridad. La sala siempre estaba llena. Pasé una noche hablando con la gente que hacía cola para la siguiente sesión.
– Es increíble -me dijo una muchacha. Era rubia y se aferraba al brazo de su novio fingiéndose asustada-. Parece cosa de Hollywood y, sin embargo, realmente está ocurriendo.
Utilicé su frase para la entradilla de un artículo. Hablé con muchos otros. Pasé otra noche recorriendo la zona sur de la ciudad: hilera tras hilera de casas bajas y blancas, de clase media. Esta vez no fui con la policía sino con un grupo de vecinos. Habían formado una «asociación» entre cuyas actividades estaba el patrullaje de la zona. La primera noche habían frustrado un atraco, según dijo el conductor. El otro hombre que iba en el automóvil, corpulento, de brazos fuertes y patillas que se curvaban a los lados de su rostro, se volvió hacia mí.
– La policía dice que no debemos portar armas -susurró-, pero…
Levantó su camisa y me mostró la culata nacarada de un Colt 32 que sobresalía de la cintura del pantalón. Se rió, y su voz llenó el interior del vehículo para luego salir por las ventanillas hacia la oscuridad.
Él también se convirtió en parte del artículo. Asistí a una reunión de un grupo cívico: todos los oradores, uno tras otro, pusieron en duda los esfuerzos de la policía por encontrar al asesino. La reunión se celebró en el gimnasio de un instituto. Levanté la vista hacia el techo y, a través de las luces, vi colgada una enorme pancarta de la temporada de campeonatos. Todas las palabras parecían iguales esa noche; iguales que las que había oído de boca de la gente en la calle, de los hombres del automóvil, de todo el mundo. Una mujer se puso en pie y miró a la multitud. Vi que su rostro se contraía mientras luchaba con sus pensamientos. Finalmente, habló.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó.
Yo pensé: nada. No se puede hacer nada. Anoté sus palabras en mi libreta y mantuve mi pesimismo fuera del artículo.
Los políticos locales también tuvieron su oportunidad de hablar. Hubo una serie casi interminable de conferencias de prensa y un gran despliegue publicitario; acompañaban a la policía, portaban armas en las reuniones en el ayuntamiento. Ellos también llegaron a formar parte de la historia.
Además, estaba el papel que yo desempeñaba.
En una reunión similar había una mujer menuda (debía medir un metro cincuenta) pero con una voz aguda y potente que contrastaba con su estatura. Tenía el rostro crispado, y las arrugas de su frente parecían trazadas con un bolígrafo. Cuando le formulé una pregunta, me miró fijamente, con la boca abierta, como si estuviese haciendo memoria.
– ¡Usted habló con él! -exclamó finalmente. Asentí, y ella prosiguió:
– ¡Es a usted a quien llama!
Volví a asentir.
Su voz se elevó por encima del bullicio del auditorio; se congregó una multitud y sentí una repentina oleada de calor cuando los cuerpos comenzaron a apiñarse en torno a mí. Porter estaba cerca; podía oír el sonido de su cámara.
– ¿Por qué no le dice que deje de matar? -inquirió la mujer-. ¿Por qué no lo hace parar?
Su voz se había convertido en un chillido al que se sumaron las expresiones de aprobación de quienes la rodeaban.
– Lo he intentado -respondí.
– ¡Pues vuelva a intentado! -gritó-. ¡Siga intentando!
– ¿Cómo? -pregunté.
Pero la mujer había apartado la mirada; temblaba de furia y lloraba. Un hombre corpulento blandió el puño.
– ¡Dígale que lo esperamos! ¡Dígale que no tenemos miedo!
Pensé en lo simple que era todo. El miedo engendra esas reacciones básicas: el hombre amenazado responde con agresividad, se pavonea; la mujer, realista a su manera, responde con angustia.
Porter hizo un comentario muy acorde con mis pensamientos.
– Por una vez -dijo, sonriendo-, quisiera ver a un tipo retorciéndose las manos, con lágrimas en los ojos, gimiendo: «¿Qué puedo hacer?», mientras su esposa da un paso al frente, agita el puño ante nosotros y dice: «Estoy lista para plantarle cara a ese desgraciado, maldito sea. ¡Que venga!» -Soltó una carcajada y continuó tomando fotografías de la reunión.
Esa noche, frente a mi máquina de escribir, me vinieron a la cabeza las palabras de la mujer. «Vuelva a intentarlo, insista.» Pero ¿cómo podía hacer eso? Lo borré de mi mente y comencé a escribir el artículo del día siguiente.
Wilson llamó una noche, mientras me disponía a marcharme de la oficina.
– Tengo algo que tal vez te interese ver -dijo.
Salí a la oscuridad de las calles de Miami. La negrura parecía brillar, viva en medio de las leves ráfagas de viento. Tuve la impresión de que podía extender la mano y tocar la noche, tomar grandes puñados de aire. Atravesé el centro de la ciudad; las luces delanteras del automóvil se mezclaban con las de la calle, abriendo claros de luz entre las sombras. Wilson me esperaba a la entrada de la jefatura.
– Vamos -dijo-. Es hora de que amplíes tus horizontes.
Rió de la frase hecha y me guió a través de la entrada. La intensidad de las luces fluorescentes me deslumbró por un instante, y parpadeé mientras nos dirigíamos a un ascensor. Las miradas de los policías me siguieron por el vestíbulo.
Salimos del ascensor en la planta del departamento de homicidios pero, en lugar de entrar en la oficina principal, Wilson me llevó por un pasillo lateral. Las paredes estaban pintadas de blanco y no había señales ni letreros, nada que indicara adónde conducía. Seguí al detective por el centro del pasillo, pues él no dejaba espacio suficiente para que pudiese caminar a su lado. Finalmente, se detuvo frente a una puerta marrón sin identificación alguna.
– Bien -dijo-, no hagas nada hasta que todo haya terminado. No hagas movimientos bruscos, ni enciendas ningún cigarrillo. Limítate a observar, ¿vale? Escucha y aprende.
Abrió la puerta rápidamente y ambos entramos en una habitación en penumbra. Había sólo una luz, tan tamizada que apenas se distinguían las sombras de los hombres que estaban allí. Vi una mesa sobre la que había una grabadora. Un hombre estaba sentado junto a ella, observando girar las bobinas, pero mi atención se dirigió de inmediato a la ventana. Medía aproximadamente medio metro por uno y, a través de ella, se podía ver una habitación contigua inundada de luz.
– Es un espejo unidireccional -murmuró Wilson.
En ella había un joven sentado a una mesa. Tenía cabello largo, castaño rojizo, una barba rala y los ojos oscuros. Se secaba la nariz constantemente con el dorso de la mano, restregándose el rostro en un movimiento lento y mecánico. Al hablar, sacudía la cabeza, intentando seguir la mirada de los dos detectives que estaban con él. Uno de ellos era Martínez, que tenía la corbata floja y el primer botón de la camisa desabrochado. Su chaleco entreabierto dejaba al descubierto su pistolera vacía. El otro detective, también en mangas de camisa, estaba sentado en una silla, recostado en el respaldo, con los brazos cruzados y una expresión escéptica y furiosa.
– Muy bien -dijo Martínez-, cuéntanoslo todo de nuevo, ¿quieres, Joey?
Comenzó a pasearse por la habitación, a espaldas del joven; se detenía y luego continuaba, variando la velocidad, mirando hacia el techo, hacia el suelo, clavando la vista en el hombre que estaba sentado a la mesa.
– ¿Qué es lo que quieres de mí? -soltó el hombre-. Yo lo hice. Yo me cargué a todos y cada uno de ellos. ¿Qué más necesitan?
Su voz sonaba entrecortada, tensa, y adquiría un timbre metálico al salir por el altavoz instalado en el techo.
– Primero a la chica, después a los viejos, ahora a la mujer y la criatura. Ya me he cansado de esto.
– ¿Por eso te has entregado? -preguntó Martínez.
– Sí.
– ¿Dónde está la pistola?
– La arrojé a un canal.
– ¿Qué canal?
– No lo sé. ¿Cómo quiere que lo recuerde?
– ¿Cuándo?
– Antes de venir aquí.
– ¿Y no lo recuerdas? Vamos, Joey.
– Les digo que no lo recuerdo.
– ¿Cómo has llegado aquí?
– Caminando.
– ¿Por dónde?
– Desde los suburbios.
– Por allí no hay canales.
– Sí, había uno -insistió, en tono suplicante.
– Está bien, Joey; háblame de la muchacha.
– ¿Qué quiere que le diga? La maté.
– Tienes que esforzarte un poquito más.
– Muy bien -dijo el hombre, después de un momento-. También la violé.
Martínez negó con la cabeza.
– ¿Por qué llamaste al periódico, Joey?
– Quería contárselo. Quería que todos se enterasen.
– ¿Porqué?
– Para que supieran que soy importante.
– ¿Matar te hace sentir importante, Joey?
– Así es.
– ¿Te sientes importante ahora?
El hombre vaciló y se frotó la nariz con fuerza.
– Claro -respondió.
Sonrió a los detectives. Vi que Martínez hacía una señal a su colega con la cabeza. De pronto, éste estalló; levantó el brazo y descargó un golpe en la mesa, a pocos centímetros de las manos de Joey. La palmada resonó en la pequeña habitación.
– ¡Mentiroso! -gritó el detective-. ¡Maldito mentiroso! ¡Nos haces perder el tiempo!
Joey se echó hacia atrás en la silla, levantando las manos para protegerse el rostro.
– ¡No! -gritó-. Es verdad. Lo juro.
– ¡Mentiroso! -repitió el detective.
Martínez se había retirado al fondo de la habitación y estaba recostado contra la pared, encendiendo un cigarrillo, como si allí no sucediera nada. El otro detective se puso de pie y rodeó la mesa hasta llegar junto a Joey. Se inclinó hacia éste, que se encogió, atemorizado.
– ¡Sólo has venido a contarnos una sarta de gilipolleces! ¡Eso es lo que son! ¡Gilipolleces! -El detective alzó la mano-. Debería darte una…
Luego se detuvo. Se impuso el silencio en la habitación, excepto por la respiración agitada de Joey. El detective se situó detrás de él y el joven giró sobre su silla, tratando de no perderlo de vista. De pronto, el detective se agachó hasta que su boca quedó a apenas unos centímetros del oído de Joey.
– ¡Maldito mentiroso! -gritó.
Joey se estremeció, como si lo hubiesen golpeado. El detective aferró el respaldo de la silla y le dio una fuerte sacudida; el hombre estuvo a punto de caer al suelo. Vi que Martínez daba una larga calada a su cigarrillo y hacía un gesto con la mano al otro detective, que asintió, volvió a inclinarse, gritó «¡Jodido mentiroso!» al oído de Joey y luego salió de su campo de visión.
– Bien, Joey -dijo Martínez muy despacio-, ¿por qué no volvemos a intentarlo?
Joey rompió a llorar y Martínez esperó con paciencia a que los sollozos cesaran.
– Lo siento -dijo Joey-. Todo era mentira.
Martínez se puso en pie y se desperezó. Tomó otro cigarrillo, lo encendió y se lo alargó al hombre.
– ¿Aún puedo pasar la noche en la cárcel? -preguntó Joey, fumando agradecido.
Martínez se echó a reír y, segundos después, se oyeron también las carcajadas del otro detective.
Finalmente, también se rió el joven, pero su risa era vacilante y él no dejaba de volverse con nerviosismo, buscando al detective con la mirada.
Wilson me tocó el brazo.
– Vámonos.
Nos encontramos con Martínez en el corredor.
– Todo un espectáculo -le comenté.
Sonrió.
– Ha sido fácil, no era ningún desafío. Pero esto se está volviendo muy molesto. Éste es el quinto que ha venido esta semana. Se presentan y dicen que son el asesino y que quieren descargar la conciencia. A veces tardamos una hora, dos, tres, en hacerle cambiar de idea, aunque desde el principio sabemos que no es él. No tienen la información ni la personalidad que lo acreditarían como el asesino. Y, lo que es más importante, no cuentan con la prueba principal: el arma.
Los detectives me acompañaron a la puerta. Después de estar en la pequeña habitación, fue un alivio para mí mirar el cielo oscuro. Les pregunté si habían avanzado en la investigación de los registros.
– No disponemos de ordenadores -dijo Martínez-. Tienen que revisar a mano cada dossier. Es un trabajo duro y lento.
Wilson me miró.
– ¿No ha vuelto a llamar?
– Aún no -respondí-. ¿Qué otros datos necesitáis?
– ¿Qué te parecen las fechas en que se alistó y en que se licenció, el rango que alcanzó? Eso serviría de mucho.
– Lo intentaré -dije.
Últimamente hacía esa promesa muy a menudo. Los dos detectives regresaron al edificio, y yo a la oficina. Mi descripción de la falsa confesión se convirtió en un artículo más. A Nolan le gustó, y también a los de la redacción. La publicaron en un rincón de la primera página.
Christine sólo estaba dispuesta a hacer el amor con el teléfono descolgado. Me explicó que no soportaba la idea de que el asesino llamase mientras estábamos, como decía ella, ocupados. Yo me encogía de hombros y accedía a sus deseos, pero después me levantaba de la cama y volvía a colocar el auricular en su lugar, preguntándome si en ese lapso habría perdido alguna oportunidad de contacto.
– ¿Es que no puedes pensar en otra cosa? -preguntó.
– Tú no entiendes -repliqué-. Una historia como ésta lo es todo. No puedo dejarlo de lado ahora, en la fase en que se encuentra. No soy el único. Cualquier periodista haría lo mismo.
Christine sacudió la cabeza.
– No lo creo -repuso.
Me dirigí a una ventana y dirigí la vista al exterior. Se formó una imagen en mi mente: yo, a los once años, mirando por la ventana del primer piso de mi casa. Estaba observando a los demás, mi padre, mi madre y mis hermanos en el patio, sentados cerca de una mesa de picnic. Mi hermano y mi padre se pusieron de pie y empezaron a arrojarse una pelota mientras mi hermana se sentó más cerca de mi madre. Entonces las cosas se sucedieron en etapas. Mi mano se cerró; oí el crujido del cristal al romperse. El dorso de mi mano sangraba, y en el marco quedaban trozos de vidrio. Me volví con un grito de niño y corrí al baño. Sumergí la mano en agua y me fijé en que el borde del lavabo se teñía de rosa y luego de rojo a causa de la sangre. Al cabo de un momento el dolor remitió un poco y me enrollé una toalla en la mano. Poco después, dejó de sangrar y vi que tenía un corte irregular sobre los nudillos y otro más profundo en el dedo índice. Con la mano bien envuelta en la toalla, regresé a mi habitación. No me asomé para ver si habían oído el estrépito. Tampoco levanté la mirada cuando, una hora después, mi padre asomó la cabeza por la puerta, echó un vistazo a la ventana y se sentó al borde de la cama. Recordé la sensación de su mano apoyada en mi frente, fresca, como una compresa fría.
Christine reparó en mi expresión, se levantó de la cama y me abrazó. Apoyó la cabeza en mi hombro y sentí que me acariciaba la nuca, casi como si me hubiese convertido de nuevo en aquel niño.
Anochecía cuando, una semana después del cuarto asesinato, Wilson me llamó. Oí voces al fondo y el tintineo de una caja registradora.
– Wilson al habla -anunció-. Sabemos quién es ella.
– ¿Quién? -pregunté, mientras buscaba papel y lápiz.
– Si quieres saberlo, reúnete conmigo aquí. Si no, espera a que se emita el comunicado de prensa esta noche.
Se encontraba en un bar llamado The Alibi, en un hotel que se alzaba frente a los tribunales del condado. Yo ya había estado antes en ese lugar, oscuro como la mayor parte de los bares, y con una decoración muy austera, excepto por las botellas de licor alineadas detrás de una barra de imitación caoba. Había reservados donde se podía conversar en voz baja, atendidos por mujeres de falda corta y medias negras de red. Era un sitio frecuentado por detectives, abogados defensores y fiscales, un lugar donde se prescindía de las formalidades, donde se cerraban tratos y se intercambiaban insultos. Siempre estaba lleno y siempre reinaba d bullicio. Avisté a Wilson en un reservado, en un rincón. Martínez estaba con él, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas.
– ¿Qué quieres beber? -preguntó.
Pedí una cerveza. Miré a los dos detectives, esperando.
– Mierda -exclamó Martínez, enderezándose en la silla-. Aquí lo tienes.
Vi que Wilson seguía con la vista la mano del joven detective, que extrajo del bolsillo de su chaqueta un papel blanco. Me lo entregó y luego ambos hombres clavaron los ojos en mí mientras lo leía.
El encabezamiento de la página, sobre el sello del condado, rezaba:
COMUNICADO DE PRENSA.
Más abajo, se leían las palabras:
La cuarta víctima en el caso del Asesino de los Números ha sido identificada como Susan Kemp, de 29 años, residente en el edificio 6, puerta 110, en el complejo de apartamentos Fontainebleau Park. La niña ha sido identificada como su hija Jennifer, de 21 meses. La criatura se mantiene en condición estable en el hospital Jackson Memorial. La investigación continúa.
– Esto no me dice gran cosa -señalé-. ¿Cómo habéis realizado la identificación? ¿Cómo la eligió el asesino?
– Esperábamos -dijo Martínez lentamente- que a estas alturas tú pudieras damos esa información.
– ¿Por qué no llama ese condenado? -espetó Wilson, y bebió un largo sorbo de su vaso.
Me encogí de hombros. Martínez miró de reojo a Wilson y prosiguió.
– No sé por qué la eligió, ni cómo. Es obvio que usaron un vehículo para llegar a los Glades. Además, a juzgar por los desperdicios que dejaron, resulta evidente que pasaron allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Pero Dios sabe por qué.
– ¿Cómo la habéis identificado?
Martínez se volvió hacia Wilson. Éste asintió y tomó otro trago.
– No llevaba ninguna identificación, ninguna tarjeta con su nombre, ni permiso de conducir, nada. Tampoco el bebé. Pero esta mañana una mujer ha llamado a la oficina. Ha dicho que vive en ese complejo urbano, y que su vecina de al lado se ajusta a la descripción que publicaron los periódicos; no la había visto desde hacía días y estaba preocupada. Hemos ido a verificarlo; es un procedimiento de rutina, hay que hacerlo. El administrador nos ha dejado entrar en el apartamento; por lo visto él también estaba preocupado. Cruzamos la puerta y allí, en la pared, había una foto de la mujer y la niña. Tal vez haya sido tomada hace un mes. No hay duda de que se trata de ella.
– ¿Quién es?
Martínez se recostó y se llevó el vaso a la frente.
– Nadie especial -respondió-. Acababa de divorciarse. Era profesora de cuarto grado y estaba de vacaciones.
– ¿Estaba casada?
– Su marido es un hombre de negocios de Tampa. Ha llegado esta tarde y ha identificado el cadáver. Se llevará a la niña, cuando se recupere de la impresión.
– ¿Dónde está?
Wilson levantó la mano y Martínez lo cortó antes de que empezara a hablar.
– Oh, por favor -dijo el detective, sacudiendo la cabeza-. ¿No te parece que el hombre ya ha tenido suficiente por un día?
– Tal vez quiera declarar algo -repliqué-. En general, es así.
Wilson apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.
– Te propongo algo -dijo-. Se lo preguntaré. Le daré tu número de teléfono. Dejemos que él lo decida.
Asentí. De todos modos, era probable que el hombre estuviera en un cuarto de ese hotel. No resultaría difícil verificarlo.
– ¿Aún no tenéis idea de cómo la raptó el asesino?
– No -respondió Martínez-. Nadie en el complejo de apartamentos advirtió nada raro. Nadie vio a ningún extraño rondar por ahí. Nada.
– ¿Y los registros del ejército?
– Solicitamos los del período comprendido entre 1963 y 1973. Como mínimo, estamos hablando de varios miles de nombres…, además de aquellos que hay que examinar con más atención por el color de ojos. Después tenemos que buscar sus direcciones. Nos llevará muchísimo tiempo. -Hablaba con voz monótona, deprimida-. Tenemos más probabilidades de que alguien descubra algo aquí. A menos que él mismo revele algo más.
– El psiquiatra con quien hablé piensa que seguirá proporcionando información. Como un juego, para desafiarnos.
Wilson cerró los ojos.
– Eso es lo que más me irrita -murmuró. Parpadeó, abrió los ojos y me miró a través de la penumbra del bar.
– ¿Sabes? Hoy he decidido enviar a mi esposa y a mis hijos a casa de sus abuelos. En la maldita Minnesota, por Dios. Tal vez esté lo bastante lejos. -Soltó una risotada, o más bien una especie de bufido-. Martínez no tiene por qué preocuparse. Con tantas amiguitas, diablos, no echará de menos a una o dos.
Martínez esbozó una sonrisa, pero no se rió. Wilson continuó hablando, interrumpiéndose sólo para pedir otra copa.
– Salimos a patrullar las calles, a hablar con confidentes, con cualquiera que pueda damos una pista. En las últimas tres semanas he retorcido más brazos que en los últimos años. Nadie sabe nada. Joder, los drogadictos de Liberty City tienen tanto miedo como las madres de Kendall.
– Todos los días -dijo Martínez- recibimos llamadas, a veces cada hora, especialmente cuando ya ha salido la primera edición del Journal. Alguien que quiere delatar a su vecino, que actúa en forma sospechosa, o alguien que cree haber visto una pistola calibre 45 en casa de su cuñado. Tomamos nota de la información y luego vamos a verificarla. Lo verificamos todo: cada detalle, lo que sea. Y no hemos avanzado nada.
– Algo aparecerá -dije.
– Sí, claro. -Martínez resopló-. Como que el maldito deje tirado el próximo cadáver a la entrada de la jefatura. Al menos, así nos enteraríamos antes que el resto del mundo.
Wilson levantó la vista y la fijó en un hombre que se acercaba a nosotros con una copa en la mano.
– Oh, mierda.
El hombre se detuvo por un momento en el límite de la oscuridad. Miró a los dos policías e hizo caso omiso de mí. Se llevó lentamente el vaso a los labios y, sin apartar la mirada de los detectives, lo vació. Luego habló con voz insegura.
– Bien -dijo-. Así que no están de servicio, ¿eh? No hay por qué buscar asesinos cuando se puede tomar un trago, ¿verdad?
Martínez se puso de pie y arrimó una silla de una mesa contigua.
– Señor Kemp -dijo-, siéntese, por favor.
Saqué de nuevo mi libreta.
– No quiero sentarme con ustedes -repuso el hombre, pero se dejó caer en la silla.
– Señor Kemp -dijo Martínez-, éste es Malcolm Anderson. Es periodista del Journal.
Asentí con la cabeza, a manera de saludo.
– Usted es el que habla con ese tipo, ¿verdad?
– Así es. ¿La víctima era su esposa?
– Sí.
El hombre llevaba un traje azul muy formal, pero éste parecía colgar de sus hombros, como si, en el transcurso del día, él hubiese empequeñecido.
– Lo siento -dije.
Me fulminó con la mirada.
– No, no lo siente. Y ellos, tampoco…
Me disponía a replicar, pero él levantó la mano en un movimiento que delataba una ligera embriaguez.
– No lo tome a mal -dijo-. En realidad, ¿por qué habría de importarle? ¿Por qué habría de importarle a nadie? -Advertí que se le empañaban los ojos-. ¿Sabe?, lo más gracioso es que hace dos meses, cuando tramitamos el divorcio, nos gritábamos todo el tiempo. Por el bebé, por la casa, el coche, por todas esas tonterías. Debo de haber deseado su muerte una docena, cientos de veces. Y ahora está muerta. -Me miró por un instante, con los ojos llorosos. Luego, muy despacio, se volvió hacia los policías-. Sólo un cadáver más. Seguro que han visto un montón, ¿verdad?
– Señor Kemp… -protestó Martínez, pero el hombre lo interrumpió con el mismo gesto de la mano.
– Oh, no se enfaden por mi actitud -dijo el hombre, sacudiendo la cabeza torpemente-. Ella no era nada especial. No fue una pérdida terrible. Sólo otra víctima de asesinato. Oigan, si les queda un poco de tiempo libre, tal vez encuentren a ese tipo. Sé que tienen mejores cosas que hacer. -Se puso en pie de pronto y su silla cayó hacia atrás con un estrépito que provocó el silencio en el bar e hizo que todos los ojos se volvieran en nuestra dirección-. ¡No, no se levanten! -exclamó al ver que Martínez comenzaba a ponerse de pie-. No se esfuercen demasiado. Sigan con su pequeña investigación, y usted siga escribiendo sus articulitos… -Me miró-. No significa nada. Nada significa nada. -Dio media vuelta, con movimientos inseguros, y se dirigió a los hombres que lo miraban desde otras mesas-. Que os jodan a todos.
Nadie se movió. Sus palabras quedaron flotando en el aire durante unos segundos. El hombre cerró el puño y lo blandió hacia los demás. Luego se detuvo, echó un vistazo alrededor y, con la cabeza escondida entre las manos, huyó del lugar.
En la semi oscuridad, me apresuré a garabatear las palabras y notas sobre la actitud, para tenerlo todo en mi libreta. Wilson me observaba.
– ¿Lo has anotado todo? -preguntó, con sarcasmo. Alcé los ojos hacia él y no respondí de inmediato.
– De eso se trata -dije.
Me levanté para marcharme y Wilson me siguió con la vista. Por un momento, nuestras miradas se encontraron y me pareció que él daba vueltas a algo en la cabeza. Finalmente, habló.
– Tiéndele una trampa -dijo. Martínez también me miró.
– Hazlo -dijo-. Tiéndele una trampa.
– Lo pensaré -respondí.
Les di la espalda y los dejé en el bar. Salí al atardecer, bajo un cielo negro azulado sin nubes. Aspiré profundamente, llenándome los pulmones con el calor residual del día, que desplazó el aire estancado del bar. Sentí un súbito mareo al recordar las palabras de los detectives. Éstas se confundieron con las de mi padre y las de Christine. Vi al marido de la mujer asesinada, tambaleándose de dolor, amenazando al vacío en el bar, confundido por su propia impotencia.