13

Nolan escuchó con atención la última grabación. Tenía el tronco ligeramente inclinado y los dedos apoyados sobre la mesa. Seguía con la mirada los ejes giratorios de la grabadora. En dos ocasiones tomó notas en un papel. Cuando la cinta llegó al final, él se enderezó y me miró por un momento antes de hablar:

– Bueno, lo intentaste -dijo.

– Creo que sí. -Me encogí de hombros-. Supongo.

– Me preocupa ese tono -dijo Nolan-. Los cambios respecto a conversaciones anteriores. Es como si ahora tuviese más prisa. No se tomó su tiempo. No mezcló sus sentimientos con las descripciones, como hacía antes. ¿Por qué estaba tan tenso por este asesinato? Me gustaría saberlo.

Rebobinó la cinta y, por segunda vez, la voz del asesino llenó la pequeña habitación.

– Escucha -dijo Nolan-. Parece nervioso. ¿Dónde está su confianza habitual?

«Tuve que observarla durante varios días…»

– La espió -observó Nolan-. Eso no fue espontáneo.

«Me pareció que el sol era un reflector que me buscaba…»

– Entonces, tenía miedo. Miedo de que lo vieran.

«En el centro de la foto aparece un bebé…»

– En ese punto -señaló Nolan-. Lo relaciona con un recuerdo.

«… se produjo un incidente, y ella desempeñó un papel importante en él.»

– ¿Lo ves? Habla de la foto y luego de su propio recuerdo.

«No sea ridículo.»

Luego, el chasquido al cortarse la comunicación.

Nolan comenzó a caminar de un lado a otro del despacho con nerviosismo, pasándose la mano por la cabeza. De cuando en cuando, se detenía y echaba un vistazo a los recortes de los artículos que yo había escrito sobre el asesino, que estaban clavados a la pared.

– Creo que está experimentando un cambio -dijo Nolan-. No estoy seguro, es sólo un presentimiento. Tal vez se ha hartado de matar. Supón que estamos frente a un caso de trastorno de personalidad múltiple. Quizás otra de las personalidades esté a punto de aflorar. ¿Se lo preguntaste a tu amigo psiquiatra?

Negué con la cabeza.

– No creo que haya visto indicios de personalidad múltiple en las grabaciones que le puse. Por otro lado, ¿cómo iba a notarlo? Quiero decir, si la personalidad que oía era coherente… Psicópata, dijo. Un asesino nato.

Nolan me miró con expresión de redactor jefe.

– Está bien -dije-. Lo llamaré y se lo preguntaré.

Esa tarde, hice escuchar la cinta al psiquiatra por teléfono. Como siempre, hizo una pausa para pensar.

– Interesante -dijo-. Imagine el conflicto que debe de haber en la mente del asesino: mató a la mujer, dejó con vida al bebé. Me pregunto si, simbólicamente, no estaría matando a su propia madre.

– Nolan cree que el asesino padece un trastorno de personalidad múltiple y que una de ellas comienza a dominar a la que asesina gente. ¿Qué opina usted?

Nuevamente, el psiquiatra vaciló. Imaginé el humo de su pipa formando volutas sobre su cabeza.

– No es imposible -respondió-. No sabemos mucho acerca de esa enfermedad.

– ¿Es probable? -pregunté.

– No. Pero tampoco es improbable. En realidad, no es una idea en absoluto descabellada. Pero no habría manera de estar seguro de ello a menos que el asesino comenzara a manifestar distintas personalidades en una situación clínicamente controlada. Supongo que es concebible. En este momento no recuerdo ningún caso en que una personalidad fuese homicida y la otra no, pero podría suceder. Una personalidad psicopática, otra suicida, otra homicida y otra más, digamos… propia de un bibliotecario. Todas enfrentadas entre sí. Uno pensaría que provocarían una explosión…, pero estas cosas son sumamente complejas. Dígale a su redactor jefe que es una buena teoría pero, por el momento, resulta imposible de comprobar.

– ¿Y la conversación? -pregunté-. ¿No le parece que él muestra una actitud diferente?

– No, de ningún modo. Tal vez parece un poco desilusionado. Este asesinato no le salió tan bien como los demás. Su elección parece haber sido menos acertada; aparentemente, hubo menos interacción entre él y la víctima. Esto debe de haberlo decepcionado.

– ¿Alguna predicción? Se rió.

– ¿Con qué? ¿Con mi bola de cristal? -Adoptó un tono más serio-. Bueno, sabemos una cosa: que este incidente de la guerra, el que dice estar recreando, tuvo que ver con una madre y su bebé. Las experiencias de esa clase son potentes bombas psicológicas… Yo me guardaría mucho de proponerle un encuentro.

– ¿Cree que podría hacerme daño?

– ¿Por qué no?

Pero no le creí.

Un día fui al hospital para subir a la sala de pediatría y ver a la niña. Tuve la tentación de pasar a saludar a Christine antes, pero pensé que tal vez estaría en el quirófano. Nunca la había visitado en el hospital y me parecía mejor no hacerlo. Prefería que ella me contara sus impresiones en lugar de formarme las mías propias.

Al principio, la enfermera se mostró reacia a permitirme pasar, pero reconoció mi nombre al ver mi tarjeta de periodista y decidió que no perdería nada con dejarme mirar por la ventana. La seguí por un pasillo blanco, oyendo el taconeo de sus zapatos sobre el suelo encerado. El interior del hospital era un mundo blanco y brillante como el momento en que el sol se refleja en el agua y nos encandila.

La enfermera me condujo hasta una ventana y señaló una cuna.

– Allí, en la segunda.

A través del cristal, vi una habitación llena de cunas.

– Ya ha salido del estado crítico. Le darán el alta dentro de uno o dos días.

Observé a la niña por unos instantes. Dormía de costado, con un chupete en la boca. Yo no sabía bien qué me había llevado hasta ahí, qué buscaba ni qué esperaba ver. Tal vez una expresión de temor, algún recuerdo del sol, el pantano y el calor de la tarde. Me volví y le di las gracias a la enfermera.

– No hay mucho que ver -dijo-. Al mirarla no se percibe nada especial. Su aspecto es igual que el de los demás niños, llora como ellos, se mueve como ellos. Me pregunto en qué será diferente. -Hizo una pausa y luego me preguntó, mientras caminábamos hacia el ascensor-: ¿Por qué? Es decir, ¿qué razón podría haber?

Sacudí la cabeza.

– La rabia, supongo. La vulnerabilidad. La crueldad. Yo tampoco lo sé.

Era una mujer joven; tenía el cabello negro recogido bajo su cofia de enfermera, lo cual no la favorecía. Se despidió de mí con una sonrisa, y la puerta del ascensor se cerró con un sonido metálico.

Pensé en lo que yo mismo había dicho. Era absurdo buscarle una lógica a los asesinatos. Pertenecían a un plano diferente, a otro tiempo; pero no tenían sentido, y eso era lo principal. Eran brutales, eso era lo principal. Eran inconcebibles, eso era lo principal.

También me pregunté por qué era incapaz de odiar al asesino, a diferencia de tantas personas a quienes había visto y entrevistado, cuyas palabras habían llegado a través de mis dedos a las columnas del periódico.

Por la tarde, Porter pasó por mi escritorio. Con una mano sostenía el cuerpo de una cámara mientras con la otra le acoplaba una serie de lentes que llevaba en una correa colgada de su cuello. Cuando terminó, levantó la cámara y miró la redacción a través de ella.

– ¿Sabes qué hice anoche? -preguntó, y sin esperar mi respuesta agregó-: Fui al escenario de lo que los policías llaman «un caso de violencia doméstica». Fue en Carol City, en el barrio de clase trabajadora; ya sabes, la mayoría de la gente que vive ahí son negros que cada semana traen a casa un cheque por trabajar como basureros. Cuando llegué allí, habría cuatro o cinco coches de la policía aparcados en el patio delantero y en la calle.

»Parece ser que un tipo pasó por el salón de billar después del trabajo y perdió una buena parte de su paga. Tenía que pagar el alquiler a fin de mes y las facturas de los servicios públicos, debía dinero a la tienda de comestibles, ya no tenía crédito en el supermercado, ese tipo de cosas. Entonces, como era de esperarse, el hombre y su esposa comenzaron a gritarse, lo suficiente para que los vecinos lo oyeran casi todo. En cierto momento, la mujer le arreó una bofetada. A él eso no le hizo mucha gracia, así que le devolvió el golpe, justo en la boca. Y le gustó, ¿sabes?, así que decidió seguir golpeándola. Ella comenzó a retroceder hasta que se encontró arrinconada contra el fregadero de la cocina.

»El tipo se estaba poniendo muy violento, estaba a punto de pegarle una buena paliza. Entonces ella agarró lo primero que encontró, que resultó ser un enorme cuchillo de cocina, y le lanzó un golpe con él. Le dio en el cuello y le seccionó la yugular. Él se desplomó a sus pies.

»Ella se quedó allí, llorando y gritando, hasta que los vecinos llamaron a la policía. El tipo se debe de haber desangrado en un par de segundos. Bueno, la policía llegó, sacó fotos, le tomó declaración allí mismo y la acusó de homicidio. Se la llevaron al centro de detención femenino. Tomé una buena foto de la policía llevándosela de la casa: en la imagen ella tiene una expresión confundida y angustiada. Cuando la subieron al coche patrulla, ella pidió ayuda. ¿Sabes a quién llamó? A su marido, el hombre que acababa de matar.

Me miró desde el otro lado del escritorio, se levantó un faldón de la camisa, limpió una de las lentes con él y luego miró a través de ella. Al cabo de un instante, prosiguió:

– Le pregunté a uno de los policías cuántos homicidios habían cometido últimamente, sin contar los de nuestro muchacho, claro está. Me miró y dijo: «Bueno, los de costumbre. Por lo general matan a alguien cada noche.» Entonces se me ocurrió algo: no habría diferencia. Ninguna diferencia en absoluto. No hace falta que atrapen al asesino.

Se quedó callado.

– No te sigo -dije.

– Supón -explicó- que ignorásemos al asesino, que lo dejáramos continuar con lo que está haciendo. Eso no cambiaría el promedio anual. Es decir, se cometerá la misma cantidad de asesinatos en la ciudad, haga lo que haga el asesino. En realidad, él no es más que otra estadística. Otro acto de furia entre otros cientos. El marido de esa mujer está tan muerto como cualquiera de las víctimas del asesino. También lo estaba el tipo que mataron la noche anterior, y lo estará aquel al que maten esta noche. Él no es distinto de los demás: sólo más consciente de sus actos. -Porter se enderezó y soltó una risotada-. ¿Te das cuenta de lo cínicos que nos volvemos?

Pero yo no participé de su humor.

Sin embargo, su historia me dio una idea. Esa noche acudí con un equipo del departamento de homicidios al escenario de otro crimen: un homicidio en un bar del gueto del centro. El muerto estaba tendido boca arriba con una navaja clavada en el pecho. Las luces intermitentes de un anuncio de cerveza que había en la ventana se reflejaban en la sangre que manchaba el suelo del bar. Al fondo, se oían los golpes de un taco contra las bolas: dos parroquianos jugaban al billar, ajenos al espectáculo macabro pero común que se desarrollaba ante ellos.

En otro rincón, una prostituta observaba con expresión de rabia contenida a los detectives y al forense que trabajaban rápida y eficientemente junto al cadáver. El sospechoso ya estaba esposado en el asiento trasero de un coche patrulla, mirando por la ventanilla a la multitud de curiosos que se había congregado alrededor.

Escribí todo eso y enumeré los asesinatos perpetrados en la ciudad desde el primero de los crímenes del asesino. El artículo apareció en primera plana bajo el título:


LOS HOMICIDIOS «CORRIENTES» CONTINÚAN.


Como era un día de pocas noticias, me concedieron mucho espacio.

Me encontré con Porter después de la publicación del artículo. Me sonrió desde el otro extremo de la oficina e hizo el gesto universal con el pulgar levantado. El jefe de redacción me envió una nota por el correo interno; decía: «Buen artículo. Ayuda a ver las cosas con la debida perspectiva.»

Sin embargo, me pregunté algo: si hubiese sido el asesino quien entró en ese bar y hubiese matado al hombre con su 45, ¿el juego de billar se habría interrumpido?

Porter encontró la fotografía que había descrito el asesino. Pasé una tarde sentado a mi escritorio, mirándola, dejando volar mi imaginación, oyendo en mi mente las explosiones de las bombas. También pensé en mi padre. Me pregunté cuántos niños habrían llorado después de cada uno de sus ataques. Imaginé a mi padre encorvado sobre los mandos del B-52, contemplando a través de la mira de bombardeo… ¿qué? ¿Una ciudad? ¿Un ferrocarril? ¿Una fábrica? Para él serían formas sin sustancia, como dibujos en una hoja de papel. Él leería las coordenadas de un plan de ataque, ajustaría la mira en el morro del avión y, en el momento justo o lo más aproximado posible, soltaría la carga. Cerca del avión estallarían los proyectiles antiaéreos y éste saldría propulsado a mayor velocidad, más ligero después de soltar las bombas, alejándose de la furia y del humo, hacia el cielo y las nubes.

Casi todas sus misiones arrancaban del norte de África; mi padre despegaba de una pista de tierra entre colinas polvorientas y atravesaba el Mediterráneo hacia Italia y Sicilia. Imaginé qué sentiría allí suspendido entre el azul del mar y el azul infinito del cielo. Supuse también que habría vivido momentos de terror, cuando parecía que la tierra se acercaba a él vertiginosamente y el aire se estremecía con las explosiones. Él nunca hablaba mucho de la guerra en sí. En cambio, hablaba del regreso, las celebraciones y los desfiles, la exaltación de la victoria antes del retorno a la rutina. Según me contó, fue una época embriagadora, de euforia y ligereza de espíritu. Lo maravillaba el simple hecho de estar intacto, de que todos sus órganos y sus extremidades funcionasen correctamente. Casi sentía la sangre correrle por las venas. Entonces le hizo una visita su hermano, que aún estaba hospitalizado, recuperándose de la pérdida de su ojo.

Sentado en mi escritorio, levanté una mano y me tapé con ella el ojo derecho. Paseé la vista por el hervidero de actividad de la redacción. Tuve que volver la cabeza para verlo todo: reporteros trabajando al teléfono, redactores frente a los terminales de ordenador. Imaginé a mi tío volviendo la cabeza al oír que se abría la puerta de su cuarto de hospital.

Por un instante, el bullicio de los teléfonos y las voces se desvaneció e intenté representarme en la mente a los dos hombres, frente a frente. ¿Qué se dijeron? Uno, intacto; el otro, mutilado. Sus vidas discurrían por caminos diferentes.

Cuando yo era niño, el mediano de los tres hermanos, mi padre dirimía nuestras disputas con un simulacro de juicio. Cada uno de nosotros tenía unos minutos para explicar su punto de vista. Mi hermano hablaba con rapidez y entusiasmo; exponía hechos, impresiones y deseos de forma lineal. De su boca salía un torrente de palabras rápidas y persuasivas. Mi hermana hablaba entrecortadamente, vacilaba; el llanto le quebraba la voz y, finalmente, recurría al argumento más persuasivo de todos: corría a arrojarse en brazos de mi padre. En cuanto a mí, la furia invadía mi cerebro, impidiéndome dar con las palabras que buscaba, bloqueando todas las razones, los argumentos. Titubeaba y balbucía… y perdía. Mi padre, sentado ante su escritorio, golpeteando distraídamente con un lápiz un bloc de papel, tomaba sus decisiones, emitía sus opiniones. No era un hombre severo ni injusto. Era un hombre de códigos y reglas. Yo tenía la impresión de que sus decisiones venían de arriba, de que eran inviolables y precisas…, tan explosivas como las bombas que lanzaba desde su puesto en el bombardero, sobrevolando el horror en una reducida cabina de plexiglás.

Como mi voz me llevaba al fracaso, me dediqué a escribir las voces de otras personas…

Entonces sonó el teléfono.

El ruido de la redacción pareció intensificarse, como si alguien subiese el volumen de una radio, y luego volvió al murmullo constante y familiar. Extendí la mano y accioné el mecanismo de grabación: mi mano se movía independientemente, como si perteneciera a otra persona. Puse la mano sobre el auricular, que estaba fresco, y, muy despacio, me lo acerqué al oído. Esperé a oír la voz.

Él habló fríamente, sin prisa. No empleó un tono de familiaridad y se saltó los preámbulos. A veces se quedaba callado, y al momento siguiente se oía su voz inexpresiva.

– He estado pensando en usted -dijo.

– ¿Y?

No respondió; en cambio, dejó que el silencio llenara la línea.

– Recuerdo algo que sucedió cuando estaba en Vietnam. Yo me ofrecí como voluntario para lo que el ejército llamaba LURPS, las siglas en inglés de Patrullas de Reconocimiento de Largo Alcance. Junto a mí iban un operador de radio y otro fusilero, solos, avanzando entre la maleza con la lentitud irritante que impone la selva. Había tanta humedad en el ambiente que casi notaba la fricción del aire contra la piel de mis brazos al abrirme paso con el machete entre las enredaderas y las matas que crecían por todas partes. Era como si pudiese sentir el vapor que flotaba alrededor de mí: estábamos empapados en sudor, casi como si hubiese llovido.

»Me fascinaba la sensación de estar solo… o prácticamente solo. En realidad, la radio era nuestro único vínculo con la seguridad y, claro está, no podíamos confiar demasiado en ella. Creo que no hay nada tan estimulante, tan sensual, como caminar por tierras extrañas y peligrosas. Sentía el miedo y la excitación en todo el cuerpo. Pensaba: "Moriré aquí y nadie me encontrará jamás. Será como si hubiese desaparecido, como si me hubiera desvanecido del mundo." Pero eso nunca ocurrió, aunque más de una vez vi la muerte de cerca.

»Un día estábamos abriéndonos camino tan despacio por la espesura que pensé que la selva tendría tiempo de crecer a nuestra espalda. Una patrulla del Vietcong debía de estar acercándose en la dirección opuesta, con la misma idea que nosotros, concentrados en los matorrales y las enredaderas, tratando de avanzar otro paso.

»Yo iba en cabeza y, de pronto, oí el sonido de machetazos y el crujir de ramas, unos metros más adelante. Me detuve en el mismo instante en que el primer hombre del Vietcong debió de vacilar. Transcurrió un largo segundo: luego levanté mi fusil y disparé en su dirección. El operador y el otro fusilero hicieron lo mismo. En ese preciso momento, la vegetación que nos rodeaba comenzó a desgarrarse bajo el fuego de las automáticas de los otros: AK-47, recuerdo, por su sonido característico, como el de una hoja de papel al rasgarse. Todos debimos de ser presas del pánico simultáneamente: en un instante reinaba el silencio y al siguiente los disparos estaban despedazando la selva.

»Entonces sobrevino ese momento notable. Todo se detuvo. Se impuso una quietud súbita y total.

»Todos habíamos estado disparando ininterrumpidamente, y se nos acabaron las municiones al mismo tiempo. Entonces, del silencio surgieron esos chasquidos perversos. Bajé la vista y advertí que provenían tanto de mí como de los otros. Todos estábamos cambiando los cargadores a la mayor velocidad posible. Clic, clic, salía un cargador. Clic, clic, entraba un nuevo cargador. Comencé a reírme de todo eso: tanto temor agotado en un segundo fugaz, tanto instinto asesino. Mis carcajadas se elevaron sobre la espesura. Los otros dos me miraron y les hice una señal con la mano. Volvimos sobre nuestros pasos por el sendero que habíamos abierto, alejándonos, retirándonos. Supongo que los Vietcong hicieron lo mismo al advertir lo socialmente inapropiado que había sido nuestro encuentro. No podía contener la risa.

»Lo que siento ahora es muy similar. Sería un tópico decirle que, para mí, no hay diferencias entre la ciudad y la selva, pero es verdad. Tiendo a pensar que voy abriéndome paso por la ciudad como lo hacía en la selva: que salgo de patrulla, para buscar y aniquilar en una tierra extraña y peligrosa. Camino por las calles como usted, observando a la gente, mirándolos a los ojos, viendo cómo apartan la mirada.

»Una noche fui a una reunión de vecinos. Usted sabe cómo son: ha asistido a algunas, lo he leído en sus artículos. De hecho, he leído cada palabra que usted ha escrito. Como le decía, fui una noche, temprano, al auditorio de un colegio, el típico lugar donde se organizan esas reuniones. Hay algo en las luces fluorescentes, en los colores brillantes de las escuelas, en las banderas y las insignias, que me resulta familiar y tranquilizador. Una multitud se dirigía al interior, en grupos de dos o cuatro. Simplemente los seguí y me senté en medio del gentío: otro rostro preocupado y temeroso.

»Había un hombre sentado junto a mí. Estaba con su esposa, una mujer regordeta con el rostro enrojecido por el esfuerzo de encajonarse en un asiento diseñado para un niño. El hombre estaba furioso; tenía el ceño fruncido y la mirada fija en el estrado. Observé que apretaba los puños, luego relajaba las manos por un instante antes de volver a cerrarlas. En cierto momento, se volvió hacia mí. "Maldición", dijo, "esto ya ha durado demasiado. ¿Qué diablos pasa con la policía?" Yo asentí con aire sensato y respondí: "Creo que no están haciendo todo cuanto deberían." La cabeza del tipo subió y bajó en señal de asentimiento. "Tiene mucha razón", dijo. "Tiene toda la razón", y murmuró la misma frase varias veces más.

»Para entonces, el auditorio estaba casi lleno. Entonces un hombre subió al escenario. Parpadeó ante las luces por un momento y luego se presentó. Era un político. Agradeció a todos su asistencia e hizo algunos comentarios acerca de la policía. Aseguró que confiaba en ellos. Estaba convencido de que hacían cuanto podían. Luego presentó a un oficial de uniforme, la clase de oficial de alto rango que conocí en el ejército, que tiene acceso a información clasificada y sin embargo no entiende una palabra de ella.

»Subió al estrado y permaneció allí, balanceándose ligeramente adelante y atrás, observando a la multitud. Pronunció un breve discurso sobre todas las horas hombre y los detectives que se están destinando al caso; lo mismo que usted ha dicho en sus artículos. Mi vecino repetía todo el tiempo: "Tonterías. Tonterías. Ve al grano." Pero el policía no fue al grano. Sólo dijo: "Sé que es difícil conservar la calma, pero la policía está siguiendo cada pista, por pequeña que sea. Se están analizando todas las pruebas. Tenemos equipos investigando los registros del Pentágono."

»Se ofreció a responder preguntas del público, aunque advirtió que no podía entrar en detalles. Observé que la gente se rebullía en sus asientos por unos instantes, indecisa. Luego, uno tras otro, comenzaron a ponerse en pie y a formular preguntas. ¿Esperaban detener al culpable? ¿Cuánto habían avanzado los que investigaban los registros? ¿Por qué la policía parecía incapaz de actuar hasta que aparecía una nueva víctima? Creo que a usted le habría gustado estar allí: eran preguntas pertinentes, difíciles. El policía estaba notoriamente incómodo bajo las luces y se cubría los ojos para poder ver a quienes hacían las preguntas.

»Daba pocas respuestas y, cuantas más dudas dejaba sin aclarar, más furiosa se ponía la gente. Era contagiosa la indignación que mostraban todos aquellos padres y madres, maridos y esposas de clase media. A medida que el policía eludía sus dardos verbales, más se rebelaban ellos. La gente comenzó a gritar desde sus asientos; ya no se ponían de pie para hablar por turnos. Se oyeron algunas obscenidades que explotaron entre la multitud como granadas, aumentando la indignación.

»Vi que el rostro de mi vecino también se crispaba. "¿Por qué no hay patrullas de refuerzo por las noches?", gritó. Cuando el policía comenzó a hablar de la escasez de efectivos, lo hicieron callar a gritos. Finalmente, ya no puede reprimirme más; tuve que unirme a ellos. Fue como si oyese mi propia voz desde algún otro lugar, quizá como una grabación. "Lo que queremos saber -grité, por encima del bullicio-, es una cosa. ¿Cómo es posible que un solo hombre sea capaz de tomar a toda una ciudad como rehén? ¿Es que la policía, con todos los cientos de miles de dólares que pagamos de impuestos, no puede hacer nada?"

»Todos callaron. Mi vecino me dio una palmadita en la rodilla y dijo: "Muy cierto. Tiene toda la razón." Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Sobre el escenario, el policía se volvió hacia mí. "Lo único que puedo decir -declaró- es que estamos haciendo cuanto está en nuestra mano.» El resto de su respuesta se ahogó bajo los gritos de furia de la muchedumbre.

»Entonces la reunión se disolvió: todos nos pusimos de pie y salimos. Perdí de vista a mi vecino. Recuerdo qué distinto era todo en el exterior: hacía tanto calor como en el auditorio, pero se respiraba un aire menos opresivo. Noté que soplaba una ligera brisa, como si la oscuridad quisiera apartarme de la multitud y dejarme nuevamente solo. Me dirigía a mi coche cuando divisé a los dos policías. Estaban de pie junto a su vehículo, observando a la gente que se dispersaba por el aparcamiento. Por un momento me asaltó el impulso de echar a correr con todas mis fuerzas en la dirección opuesta, pero era como si me hubiese salido de mi cuerpo y contemplase mis actos desde fuera. Era como avanzar en cabeza en Vietnam: tenía la sensación de estar delante, expuesto, en peligro. Entonces, seguí caminando y pasé junto a ellos. Miraban hacia otro lado: creo que ni siquiera me vieron. Entonces supe que era libre. Invisible. -Tras un instante de vacilación, continuó-. Cuando subí a mi automóvil, apenas pude contenerme. Rompí a reír a carcajadas. Subí las ventanillas para que no pudieran oírme. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas y, momentos después, estaba sin aliento. -Hizo otra pausa-. Jamás me atraparán -aseveró-. A menos que yo quiera.

– ¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? -lo interrumpí.

– ¿Con los asesinatos? Oh, un poco más.

– ¿Cuánto tiempo más?

– No demasiado. No sea tan impaciente.

– Y entonces, ¿qué?

Meditó por un instante.

– Tal vez otra ciudad. Otra identidad. Una nueva vida. O quizá -agregó después de unos momentos de silencio, para dar más énfasis a sus palabras- continúe con lo mismo.

– Con los asesinatos.

– Puede llamarlos así -dijo-. O recordatorios. Lecciones del pasado.

– Lo atraparán -afirmé.

– No. Y, si me pillan ¿qué? ¡Imagínese qué juicio se montaría! Supongo que sería lo mejor para usted. -Se quedó callado otra vez, como si pensara-. Pero dudo de que eso llegue a ocurrir. Creo que, en cambio, me desvaneceré en medio de toda la confusión. Seré como esos hombres a quienes declaran desaparecidos en combate: un cadáver que se descompone en algún lugar oculto a la vista y al olfato. Pero no a la mente. -Se rió-. Muerto, pero no olvidado.

Tomé aliento mientras escuchaba su risa lúgubre.

– ¿Por qué tenemos que hablar así? -pregunté-. ¿Por qué no nos encontramos cara a cara?

La risa cesó de pronto.

– ¿Para qué? -soltó-. ¿Para que usted pueda conducir a la policía hasta mí?

– No, yo no haría eso -mentí-. Estaríamos solos los dos.

– No -repuso-. No podría ser así.

Ambos guardamos silencio. Después de un momento, prosiguió, sin abandonar aquel tono tan inusual en él.

– ¿Qué le hace pensar que no nos hemos visto ya?

Tosí. No pude responder.

– En la calle, tal vez. En alguna multitud. En un ascensor. ¿Nunca se ha quedado mirando a la persona que está junto a usted y se ha preguntado: «¿Será él?» ¿Nunca ha detenido su coche ante un semáforo y se ha vuelto en su asiento con la sensación de que alguien lo observa, para descubrir los ojos de otro conductor clavados en usted? Es un momento de contacto casi físico. Entonces el semáforo se pone verde y ambos se alejan, indemnes, solos. Piénselo. Quizás una de esas veces, era yo. Piense en todas las pequeñas señales que puedo haberle hecho: una mirada, un movimiento de cabeza o de la mano. Cualquier gesto casi imperceptible, privado, entre nosotros dos, para que usted lo supiese: es él. Y sin embargo usted sigue sin saberlo. Estamos muy cerca, usted y yo, pero no me reconoce. Está ciego, avanza a tientas, dando traspiés, con las manos extendidas en busca de la pared. Y yo estoy allí, a su lado. -Tomó aliento, resollando.

– No le creo -repliqué.

Lo oí encogerse de hombros.

– Crea lo que quiera. Recuerde: la verdad y la mentira a menudo se confunden… Sólo una línea muy fina separa la realidad de la ficción.

Otro silencio. Advertí que los sonidos de la redacción comenzaban a prevalecer, como si la voz del asesino se apagara poco a poco y el mundo que me rodeaba volviera a la vida.

– Tengo un aspecto muy común -dijo el asesino-. Mido poco menos de un metro ochenta, peso unos setenta y cinco kilos. Tengo el cabello castaño, como el suyo. Dígaselo a la policía. Tal vez les sirva.

– ¿Qué le hace pensar que se lo diré?

– No me mienta -respondió-. Tiene el teléfono intervenido. Ellos consiguen las cintas que usted graba. Lo siguen. Usted habla con ellos, y después ellos hablan con usted. Es una especie de sociedad. Usted debería ser más independiente. -Hizo una pausa y tomó aliento antes de proseguir-. Ya ve cuánto sé sobre usted. Podría estar en cualquier lugar. Podría ser cualquier persona. Así que no me mienta.

– ¿Por qué hace esto? -pregunté.

Fueron las únicas palabras que se me ocurrieron. No respondió.

– Adiós, Anderson. Volveremos a hablar pronto.

Y colgó el teléfono.

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