4

De pronto sentí calor, como si el bochorno exterior hubiese atravesado abruptamente las paredes del edificio. Mi mano derecha se lanzó en un acto reflejo en busca de papel y lápiz para tomar notas.

El silencio se había impuesto a ambos lados de la línea.

Aproveché esos momentos para recobrarme de la confusión y garabatear en una hoja de papel gris las palabras: «Tengo un interés especial en sus notas porque yo la maté.»

Miré las palabras que había escrito, sin despegar la oreja del auricular, del que no salía sonido alguno. Por un momento tuve la impresión de que mi interlocutor ya no estaba allí, casi como si nunca hubiese estado. Me esforcé por pensar alguna pregunta. A posteriori, me resulta extraño que, en esos instantes en que mil posibilidades se arremolinaban en mi mente, se me olvidasen por completo los fundamentos de mi profesión. Tardé segundos en recurrir a las preguntas más simples, más obvias, y un rato más en recobrar el escepticismo. Durante la prolongada pausa, él aguardó pacientemente.

– ¿Con quién hablo? -pregunté, al fin.

El hombre soltó una risita.

– No esperará que conteste a esa pregunta, ¿verdad?

– No -respondí-, pero puede darme alguna idea de quién es usted.

– Está bien -accedió-. Me parece justo. -Entonces titubeó por un instante, como si meditase su respuesta-. Soy un hombre común y corriente. Provengo de una familia americana típica. Sé desenvolverme en cualquier ambiente, en cualquier lugar; me siento cómodo en todas partes. Me adapto a mi entorno como un camaleón. Soy el estadounidense medio.

– Los estadounidenses medios -repliqué- no asesinan a jovencitas.

– ¿Ah, no? -preguntó.

Entonces volvimos a quedamos callados por un momento.

– Dígame por qué lo hizo -le pedí.

– Es una pregunta difícil de responder.

Hizo otra pausa, como si pusiese en orden sus pensamientos antes de hablar.

Se trataba de un hombre cauteloso. Su voz era profunda pero clara. Lo imaginé encerrado en una habitación, con la mirada fija en las paredes desnudas, las ventanas cerradas y el acondicionador de aire funcionando a todo trapo para mantener fresco el ambiente. Era una voz que parecía indiferente a la tensión, a las emociones, como si ni la llamada ni lo que había detrás se saliesen de la normalidad. Por primera vez tuve la sensación de estar tratando con una malevolencia excepcional.

– Ya antes de llamarle había previsto que me haría esta pregunta -prosiguió-. He pasado algún tiempo pensando qué le respondería. Podría decirle que cometí el asesinato por diversión, sólo por la descarga de adrenalina, y no le estaría mintiendo del todo. Podría decirle que fue el primer acto de un experimento de terror, como el que llevaron a cabo Leopold y Loeb en los años veinte, y eso también sería cierto en parte. Podría decirle que la escogí y la ejecuté arbitrariamente y de nuevo estaría diciendo la verdad, pero aún le faltaría una explicación completa, una visión de conjunto. Podría añadir que la chica fue una víctima de la venganza, de una vendetta personal, y entonces se aclararían algunos puntos más del cuadro.

»Tampoco le mentiría, aunque seguramente le confundiría, si le dijera que no la conocía antes de esa noche, que no conozco a su familia y que no tengo nada contra ellos.

»Por cierto, me conmovió la descripción que hizo usted de su dolor, y los acompaño en el sentimiento. No siento más que compasión por todas las víctimas. De modo que usted podría pensar que ella fue asesinada como un símbolo; yo podría confirmarlo y, una vez más, habríamos descubierto un dato concreto.

»Mírelo de esta manera: yo podría decir cualquiera de esas cosas y todas serían hitos en el camino que conduce a la verdad. Pero usted no lo comprenderá hasta que llegue al final de ese camino. Además, si yo le dijera ahora, de entrada, todo lo que tengo en mente, le privaría de la emoción del descubrimiento. Por otra parte, usted podría dudar de mi sinceridad; después de todo, apenas nos conocemos. De hecho, el propósito de esta llamada es averiguar algo sobre usted además de hacerle saber que existo, que estoy aquí y que todo esto apenas ha comenzado.

Anoté fragmentos de lo que decía. Parecía un hombre distanciado de la realidad de lo que había hecho. Era como si hablara de un libro o de política, no de un asesinato. Entonces adopté una actitud escéptica.

– ¿Por qué habría de creerle? -pregunté-. ¿Acaso puede demostrar que en verdad es usted el asesino?

– ¿Quiere pruebas?

– Sí -respondí-. Y no comprendo por qué me ha llamado. Ni por qué la mató, si es que realmente lo hizo.

– Ah. -De nuevo oí aquella risa breve y repentina, un sonido frío, falto de jovialidad-. El periodista escéptico. Esperaba eso.

– Bien -dije-. Pruebas. ¿Cómo sé que no es usted algún chiflado? No sería tan raro. Todos los días hay gente que confiesa crímenes que no ha cometido. Llámelo un complejo de culpa mal canalizado, o llámelo locura.

– No estoy loco -me cortó-. Quiero que eso quede claro desde el principio. -Por primera vez percibí en su voz un auténtico matiz de furia. Recalcaba cada palabra con aspereza-. ¿Entiende?

Decidí provocarlo.

– Digamos que mantengo la mente abierta durante algún tiempo.

Nuevamente se produjo un silencio.

– Está bien -dijo. Su tono había cambiado abruptamente; la ira había cedido el paso a la resignación-. También había previsto esta respuesta. Digamos, por el momento, que le he proporcionado una prueba de que soy quien digo ser. Llegaremos a eso en un momento. En cuanto a mis motivos para llamarle y para llevar a cabo la ejecución, se harán patentes en breve. Ya le he dado algunas de las razones, pero en forma abstracta. Sólo tendrá que comenzar a resolver el puzzle. Después de todo, para eso le paga el Journal, para resolver puzzles.

– ¿Cómo sé que está diciendo la verdad? -inquirí.

Estaba impaciente. No quería perder tiempo con un tipo excéntrico, por muy bien que se expresara. Si realmente era quien decía ser, yo estaba ante una noticia sensacional, extraordinaria. Si no lo era, bueno, ya había perdido tiempo antes; no sería nada nuevo.

– Está bien -dijo-. Supongo que tiene usted contactos en la policía. Esta pista es muy simple: pregúnteles qué llevaba ella en su bolsillo trasero derecho. ¿Lo ha entendido?

– En el bolsillo trasero derecho. ¿Qué es? ¿Una nota o algo parecido?

– Usted pregúnteles. Volveré a llamarlo dentro de treinta minutos y entonces podremos hablar un poco más. No se aparte de su teléfono. Si me contesta otra persona, colgaré.

– El bolsillo trasero derecho -repetí.

– Quédese junto al teléfono. Treinta minutos.

– De acuerdo.

– Bien -respondió-, ahora sí nos entendemos.

Entonces la línea quedó muda. Oí un ligero chasquido cuando colgó el auricular y, por un momento, mantuve el mío pegado al oído, atento a la ausencia de sonido. Colgué lentamente, pensando en el bolsillo trasero derecho de la muchacha. Me asaltó un recuerdo fugaz y vi en mi mente el sol y el verde de la maleza. Vi a todos los hombres que rodeaban el cadáver que yacía entre los arbustos. Vi a la muchacha tendida y me concentré, como la lente de una cámara, en sus piernas y su espalda. Recordé sus pantalones vaqueros, tan desteñidos que eran de color azul celeste, e intenté visualizar los bolsillos traseros.

Entonces levanté la vista y la pasé por la redacción. Había periodistas trabajando en todas partes y tomé conciencia del ruido de las máquinas de escribir y los teléfonos, de las voces que resonaban en la oficina. Miré a Nolan, que estaba sentado a su escritorio, trabajando entre papeles y con el rostro bañado en el brillo grisáceo de la pantalla de vídeo. Por un momento pensé en referirle la conversación, pero descarté la idea con la misma rapidez. Sabía que hallaría la respuesta a la pregunta más importante si llamaba a Martínez y a Wilson.

Volví a levantar el auricular, pensando que, de alguna manera, yo estaba conectado al teléfono, como si éste fuese un cordón umbilical que me unía al mundo. Marqué rápidamente y de memoria el número de homicidios y esperé a que contestasen los detectives. Primero oí la voz de Martínez y noté que Wilson también escuchaba.

– No hay novedades -aseveró Martínez, anticipándose a mi primera pregunta-. Ojalá tuviera algo que decirte, como que hemos atrapado al tipo y le hemos arrancado una declaración firmada. Pero no tenemos tanta suerte. Creo que nos llevará un tiempo. Tal vez deberías empezar a ocuparte de otra noticia.

Rió. Decidí saltarme los preliminares.

– Habéis estado ocultándome algo -afirmé.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -preguntó.

Wilson, levantando la voz.

– ¿Qué te hemos estado ocultando? -inquirió Martínez. Ya no reía.

– El bolsillo trasero derecho -dije.

Se quedaron callados. Los imaginaba mirándose por encima del escritorio. Martínez fue el primero en hablar, haciendo un evidente esfuerzo por controlarse y revestirse de aquella calma premeditada que formaba parte de su armadura y de su arsenal.

– ¿Qué hay con el bolsillo trasero derecho?

– Dímelo tú -respondí, subiendo el tono a mi vez.

– ¿Quién te ha hablado de eso? -intervino Wilson, también pugnando por no perder la serenidad. Se notaba la tensión, el ansia en su voz.

– Responderé a vuestras preguntas después de que vosotros contestéis a las mías. Ahora contadme lo del bolsillo.

– Maldición -exclamó Martínez.

– ¿Quién te lo ha dicho? -me acució Wilson-. Escucha, maldita sea, nos encontramos ante un asesinato, un homicidio en primer grado, y tú quieres jugar con nosotros. ¡Habla! ¿Quién te lo ha dicho?

– ¿Qué había en el bolsillo? -insistí, intentando mantener la voz tranquila y firme.

– Maldición -farfulló de nuevo Martínez-. Escucha, Anderson, esto no es un juego; aquí no estamos holgazaneando. Si tú nos ayudas, nosotros te ayudamos. Siempre ha sido así, ya lo sabes…

Wilson lo interrumpió, gritando.

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo sabes?

– Primero contadme qué había en el bolsillo -me planté-. Ése es el trato.

– Espera un segundo -dijo Martínez.

La línea quedó en silencio. Supuse que Martínez había cubierto el micrófono con la mano mientras hablaba con Wilson. Al cabo de un momento, volví a oír sus voces.

– Está bien -dijo Martínez-, intercambiaremos información. Pero no debes publicado, ¿de acuerdo?

– No puedo asegurártelo hasta saber de qué se trata.

– Mierda -soltó Wilson-. ¿Qué te pasa? ¿Quieres sembrar el pánico? ¿Es eso lo que quieres? ¡Demonios!

No respondí. Sentía correr el sudor desde mis axilas por debajo de la camisa. Apreté los brazos contra los costados mientras volvía a hacerse el silencio al otro lado de la línea y los detectives hablaban entre sí. Cuando Martínez se puso de nuevo al aparato se oía al fondo la respiración agitada de Wilson.

– Está bien -dijo el primero-. Como ya sabes, forma parte del procedimiento registrar el cadáver. Eso incluye la ropa y cualquier orificio corporal, por lo general, eso se lleva a cabo durante la autopsia, en condiciones controladas y en presencia de un fotógrafo para obtener pruebas gráficas que más tarde pueden presentarse en el juicio. El otro día, cuando trajimos el cadáver de la muchacha, procedimos al registro. Mientras el forense la abría, nosotros revisamos la ropa. En su bolsillo trasero derecho encontramos lo que sospechamos que es un mensaje, aunque no queda del todo claro.

– ¿Qué tipo de mensaje?

Mi nerviosismo se había disipado. Ya comenzaba a entusiasmarme. Ya pensaba en la próxima llamada del asesino.

– Un mensaje muy breve -dijo Martínez. Titubeó-. En realidad, no estamos seguros de lo que significa, aunque al parecer no se trataba de nada bueno.

– ¿Qué es? -Apenas lograba contener la excitación.

– Estaba escrito en una pequeña hoja de papel -continuó Martínez-, de las que se pueden comprar en cualquier papelería. Estaba plegada varias veces, formando un cuadrado pequeño. En el centro había dos palabras escritas con lápiz, con letra de imprenta, repasadas varias veces. Eso hace imposible cualquier análisis grafológico.

– Demonios, Martínez, ¿qué decía?

Vaciló de nuevo. Supe que estaba pensando como todo policía: con precisión y con todo detalle, tal vez evocando la imagen de la nota, el momento en que palparon por primera vez el bulto en el bolsillo trasero de la chica, la cuidadosa extracción con pinzas y la suavidad con que desplegaron el papel, todo bajo las potentes luces fluorescentes de la sala de autopsias.

– Decía «Número uno». Es todo.

– Escucha… -dijo Martínez.

Podía imaginar su alta figura inclinada sobre el escritorio, con el auricular pegado al oído; brillantes luces de la oficina de homicidios, que iluminaban las monótonas hileras de escritorios y archivadores, proyectaban sombras sobre los rostros de las fotografías clavadas a la pared. Martínez, al igual que su socio y tantos otros detectives, era un hombre pulcro. Me pregunté si él también estaría sudando.

– Mira -prosiguió-, en un caso como éste, ese mensaje podría significar casi cualquier cosa, si es que realmente se trata de un mensaje. El papel aún está en el laboratorio y lo están analizando. Eso no significa necesariamente que vaya a haber un número dos o algo así. Me refiero a que el asesino podría haberlo metido allí tanto para distraemos como para advertimos. ¿Entiendes?

– ¿Se lo habéis mostrado a la familia? Quiero decir…

– ¿Crees que somos estúpidos? -saltó Wilson-. Claro que se lo mostramos. Y, por supuesto, no lo reconocieron ni sabían de dónde pudo sacarlo la chica. Tampoco sus amigos. De modo que todo apunta a que fue el asesino quien lo escribió. Estamos bastante seguros de no habérselo dicho a nadie más, así que ¿cómo diablos te has enterado tú?

Pensé en mentirles, a pesar de que sabía que los detectives no tardarían en adivinar la verdad. Además, una mentira podía costarme la relación de colaboración con Martínez y Wilson. Resolví la ecuación en mi mente con rapidez, consciente de que debía mantener a los detectives de mi lado sin proporcionarles demasiada información. Si la historia que tenía entre manos era tan importante como creía, necesitaría su ayuda.

– He recibido una llamada -dije.

– ¿Qué clase de llamada? -preguntó Wilson.

– Por teléfono. Una voz. La de un desconocido.

– ¿Qué te ha dicho exactamente?

– Bueno, no he tomado notas -mentí.

Miré las hojas de papel en las que había garabateado mis frases.

– ¿Qué te ha dicho? -insistió Wilson, con impaciencia.

– Me ha dicho: «Yo la maté.» Luego me ha indicado que os pregunte qué llevaba la chica en el bolsillo trasero derecho. Me ha dicho que ha estado leyendo mis artículos en el periódico. Después de divagar un poco, ha colgado. No sabía cómo interpretar eso, y por eso os he llamado.

– ¿Volverá a llamar? -inquirió Wilson, de nuevo con un deje de furia en la voz.

– No lo sé -mentí.

Una mentirijilla sin importancia, pensé. En realidad no estaba seguro, a pesar de que el asesino lo había prometido.

– Demonios -masculló Wilson-. ¿Alguna idea…?

– No -respondí, interrumpiéndolo-. No tengo la menor idea de quién es ni de dónde llamaba. Hablaba con voz suave, serena. Es probable que la haya falseado para que yo no pudiera reconocerlo. Lo siento, sé que eso no os sirve de mucho.

– ¿Qué más? -preguntó Martínez.

Oí a Wilson murmurando obscenidades.

– Ya os lo he dicho, se ha puesto a divagar. Sigo sin encontrar sentido a sus palabras. Eso es todo.

– Esfuérzate más -me apremió Martínez-. Cualquier cosa podría servimos, lo que sea.

– Lo sé -dije-. Intentaré reconstruirlo en mi mente y volveré a llamaros.

– Mierda -soltó Wilson.

Colgué el auricular y miré el reloj de pared. Sólo faltaban unos minutos para que se cumpliera el plazo de media hora y el asesino volviera a llamarme. Salté de la silla y corrí al escritorio de Nolan. Él levantó la vista de los papeles que estaba leyendo y la posó en mí. Por un momento clavé los ojos en el cúmulo de palabras impresas que había frente a él, como si no supiera leer.

– Nolan, el asesino me ha llamado.

Lo dije tan exaltado y tan atropelladamente que otros periodistas y redactores alzaron la mirada hacia mí. Yo sonreía, balanceando los brazos adelante y atrás, como si el movimiento me ayudase a hablar más deprisa.

– Volverá a llamar en unos minutos. Tengo que conseguir una grabadora, una de esas que se pueden conectar al teléfono. Tengo que grabar lo que diga ese tipo sin que él se entere.

Observé que la expresión de Nolan pasaba de la sorpresa al entusiasmo. Luego sonrió.

– ¿Estás seguro de que es el asesino?

– Sí -respondí.

Le dije que se lo explicaría más tarde; el plazo estaba a punto de vencer. Nolan asintió y segundos después nos hallábamos en la biblioteca, abriendo un armario para sacar una grabadora. Regresamos rápidamente a la redacción mientras yo preparaba el aparato. Lo conecté al teléfono mientras intentaba responder a las preguntas de Nolan. Quería asegurarse de que quien me había llamado era realmente el asesino. Le hablé de la primera conversación y le mostré las notas que había garrapateado. Las estudió con atención y luego arqueó las cejas y manifestó su curiosidad por saber qué tenía la chica en el bolsillo trasero derecho. Le conté lo que había dicho el asesino y luego le referí la conversación que había mantenido con los dos detectives. Yo consultaba continuamente el reloj, nervioso, esperando que el minutero llegase a la marca de los treinta minutos. Oí que Nolan murmuraba más para sí mismo que para mí «Número uno», sacudiendo la cabeza.

El minutero llegó a la marca.

El segundero pasó por ella. Diez segundos. Veinte segundos.

El teléfono sonó.

Miré a Nolan, que asintió. Pulsé la tecla del grabador y levanté el auricular.

– Anderson -contesté con suavidad.

– Hola -dijo el asesino-. Supongo que temía que no volviese a llamar.

– No las tenía todas conmigo -admití.

Se rió.

– He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo.

Se produjo un instante de vacilación.

– ¿Ha hablado usted con la policía? -preguntó.

– Sí. El bolsillo trasero derecho.

– ¿Y bien?

– ¿Por qué no me dice usted lo que me han respondido?

– ¡Ah! Cautela -dijo. Volví a oír aquella risita impersonal. Me pareció horrible-. Está bien -prosiguió-. No lo culpo por querer estar seguro. Lo que la policía encontró en el bolsillo trasero derecho de los pantalones de la señorita fue una hoja de papel blanco plegada. Papel de notas, común y corriente. En ella había dos palabras escritas. Las palabras eran «Número uno», ¿correcto?

– Eso es lo que me han dicho -confirmé.

– ¿Está convencido ahora?

– Sí.

– Bien. Ahora podemos continuar.

– ¿Qué es lo que quiere? -pregunté.

Él debió de contener el aliento, porque momentos después soltó bruscamente el aire. Otra vez parecía estar poniendo en orden sus pensamientos. Me volví hacia Nolan, que tenía la vista fija en la grabadora y recordé que él no podía oír al asesino.

– Le necesito a usted -aseveró-. Necesito al periódico.

– No le sigo -dije.

– La gente tiene que entender.

– ¿Entender qué?

– Por qué hubo un número uno. Por qué habrá un número dos. Por qué habrá un número tres. Cuatro. Cinco. Seis. Podrá contarlos usted mismo.

Tomé un trozo de papel y escribí: «Habla de más asesinatos.» Le pasé la hoja a Nolan, que la miró por un instante. Luego tomó el lápiz, escribió «¿Por qué?» y lo subrayó tres veces.

– Dígame por qué -pedí.

Hizo otra pausa para meditar y, un momento después, comenzó a hablar en tono bajo y sereno.

– Cuando era niño, vivíamos en Ohio, en una zona rural de tonalidades verdes y marrones. Aún recuerdo los campos en primavera, hectáreas y hectáreas de tierra parda llena de surcos abiertos por los arados de los que tiraban los tractores. A veces, camino de regreso de la escuela, me detenía a observar a los granjeros montados en las máquinas, conduciéndolas en interminables líneas rectas por los campos, volviendo de vez en cuando la mirada atrás, como si quisieran leer el futuro en las huellas que dejaban.

»Era una época repleta de sensaciones, la de la siembra. Los árboles se cubrían de hojas, y el gris y el negro del invierno se desvanecían bajo el verdor. Los días eran templados, y yo contemplaba a los agricultores, esperando a que terminaran. Recuerdo el estruendo distante de las máquinas que cruzaban los campos de un lado a otro durante todo el día.

»Vivíamos en una casa pequeña, contigua a una enorme granja. El autobús escolar me dejaba a más de un kilómetro, y tenía que hacer el resto del camino a pie.

»En casa sólo éramos tres: mi madre, mi padre y yo. Él era maestro y trabajaba en la escuela a la que yo asistía, pero enseñaba a niños mayores que yo. Sólo había dos dormitorios en la casa y recuerdo que, por las noches, oía correr el agua del baño e intentaba imaginar si sería mi madre o mi padre quien se había levantado a orinar. Él me pegaba casi siempre, a veces con razón, a veces sin ella. Era un hombre pequeño, fuerte, musculoso. No tenía aspecto de maestro, sino más bien de peón de granja. Por las noches se sentaba a leer junto a la lámpara de la sala. Casi siempre leía grandes obras: Tólstoi, Dostoievski, Dickens, Melville. De cuando en cuando, se detenía y leía algún pasaje en voz alta.

»Entonces me miraba fijamente y me hacía repetir las palabras que había oído, para poner a prueba mi memoria. Cuando me castigaba, lo hacía en la cocina. Tenía una vara, una vieja palmeta que guardaba de la época en que estaba permitido su uso en el distrito escolar. Mi madre se mantenía a un lado, a menudo removiendo la cena lentamente, observando, sin abrir la boca. Él me obligaba a confesar mi falta: regresar tarde, irme por ahí con amigos con los que él me prohibía juntarme, alguna travesura, lo que fuese; lo que hacen los niños pequeños.

»Siempre me avisaba cuántas veces me golpearía. Llegué a conocer bien mi tolerancia, de modo que podía calibrar si valía o no la pena exponerme a un castigo por una travesura determinada. Siempre me propinaba los golpes con la misma fuerza; ninguno dolía más que el otro. A medida que me los daba, me hacía contarlos en voz alta. Era un hombre muy estricto. Aún hoy, emplea siempre un tono de desaprobación al hablar. Mientras me pegaba, yo miraba por la ventana de la cocina. Recuerdo que alcanzaba a ver un árbol y, entre sus ramas, el cielo. El dolor me resultaba más llevadero en esas ocasiones en que dejaba que mi imaginación se evadiese hacia el cielo azul, gris, negro o del color que fuese.

»Los castigos se endurecieron el verano en que cumplí trece años. Aumentó el número de palmetazos contra mi espalda, y el tono de mi padre se volvió más severo. Ese verano crecí mucho, demasiado para él. De pronto, era más alto y más corpulento, y mi voz se volvió profunda como la de él. Una vez levantó la vara y nuestras miradas se encontraron. Le dije "Basta"; él dejó la palmeta y asintió. Creo que ésa fue la primera vez que me tuvo miedo. Entonces miré a mi madre. Ella sonrió y dijo "Bien" con su voz débil.

»Esa noche, en la cama, esperaba oír correr el agua del baño, pero eso no sucedió. Me sumí en un sueño inquieto hasta momentos antes del amanecer, cuando desperté sobresaltado por una pesadilla. No la he olvidado: en ella mi padre me castigaba con la vara y, con cada golpe, crecía y se hacía más fuerte y más duro. En el sueño, me invadía un terror implacable que me impedía respirar; sentía que los varazos me dejaban sin aire en los pulmones y que me ahogaba mientras mi madre observaba con expresión benigna.

»Esa tarde me entretuve al volver de la escuela en casa de un amigo y llegué tarde para la cena. Mi padre me gritó y me insultó y protestó, pero no volvió a empuñar la vara. Recuerdo que tuve una sensación de pérdida, como si contara con recibir mi castigo y, curiosamente, lamenté el haberme librado de los golpes. En los días siguientes intenté algunas cosas más, maniobras simples que normalmente habrían provocado la reacción de él.

»Ninguna tuvo éxito. Era como si en esos momentos hubiese dejado atrás mi niñez. Después de eso, jamás volví a dormir bien. Las noches convertían la oscuridad en pesadilla. Me despertaba sudando, con las sábanas húmedas y frías arrebujadas en torno a mí. A veces permanecía despierto, aguzando el oído, con los ojos muy abiertos. Cada sonido se me antojaba un alarido estridente, por débil que fuese. Esa inquietud no me abandonó cuando nos mudamos a la ciudad. A veces, por las noches, tenía la impresión de que oía crecer mi cuerpo e intentaba encerrarme en mí mismo, ahuyentar todas las pesadillas.

»Más tarde, en Vietnam, me dejaban solo en el puesto de escucha del perímetro en las horas más oscuras de la noche, porque el teniente sabía que, de todos modos, yo apenas podía dormir y que mis oídos eran sensibles al menor ruido. De modo que, en cierta manera, eso contribuía a que los demás descansaran mejor porque sabían que yo los alertaría a tiempo de la proximidad de zapadores enemigos o de cualquier otro peligro.

»Yo me tendía con las piernas extendidas, con la espalda recostada en la pared de tierra de la trinchera y la cabeza echada hacia atrás, escuchando. La mayor parte del tiempo miraba hacia el cielo. Recuerdo que me parecía extraño que tuviese el mismo aspecto en ese país que en Ohio, que estaba a tantos años y miles de kilómetros de distancia. De vez en cuando, me revolvía en la trinchera tal como lo habría hecho en mi cama, en casa, y escrutaba la oscuridad del perímetro. Para algunos, la jungla cobraba vida por la noche y se rebullía, amenazadora. Pero para mí era acogedora. Yo no tenía miedo, a diferencia de los demás. Por alguna razón, a mí me agradaba estar allí y, mientras esperaba, acariciaba la boca de mi fusil.

»Ésa fue una época tranquila para mí. Supongo que en eso residía la paradoja esencial: en el hecho de que lo que aterrorizaba a los demás me produjese a mí una sensación de placidez. Eso es lo que siento ahora. Recuerdo que, más tarde, cuando sobrevino el verdadero horror, pensé que me encontraba en medio de una representación teatral, de un ejercicio dramático, que el horror que veían mis ojos no era real. Pero ya hablaré de eso más tarde. Fue entonces cuando decidí que había que hacer algo. ¿Quiere saber por qué? Todo esto no es más que teatro. Es una obra. Quiero brindarle a toda la gente de esta ciudad bien iluminada la oportunidad de saber lo que es el vacío de la noche. De conocer la pesadilla.

Entonces se interrumpió.

Yo oía su respiración regular. Mientras hablaba, su tono apenas había cambiado. Por un momento intenté pensar en algo que decir, en una pregunta. Luego me di por vencido y me quedé escuchando el sonido de la grabadora y contemplando las bobinas que giraban lentamente.

– ¿Por qué ha llamado? -pregunté.

– Usted -dijo con su voz clara, serena, cruel- es mi medio de expresión. Sus artículos, publicados en el periódico de la comunidad, transmiten mi mensaje. Bienvenido -hizo una pausa- a los parámetros de la pesadilla.

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