19

La carta llegó al día siguiente, el octavo desde la desaparición del asesino.

Estaba escrita en el mismo tipo de papel común y corriente, y el sobre no llevaba remite. Al agarrarlo, supe que contenía una sola hoja. Miré el matasellos: era de Miami, pero el resto estaba borroso. Mi nombre figuraba en grandes letras negras, trazadas con esmero. Esperé hasta regresar a mi escritorio para abrirlo. Nolan estaba hablando por teléfono, de espaldas a mí. Abrí el sobre con cuidado. La escritura de la carta era la misma.


ANDERSON:

He aquí una cita para usted.

A veces es tan razonable representar una clase de encarcelamiento con otra como simbolizar cualquier cosa que realmente existe con aquello que no existe.

Piénselo. Y he aquí un mensaje para usted.

No crea todo lo que ve.

¿Entiende? Y esto es lo más importante.

Estoy vivo.


No estaba firmada.

No sé por qué no le mostré la carta a Nolan ni a la policía. La dejé en el primer cajón de mi escritorio, junto con la última grabación, y lo cerré con llave. Sé que parece extraño; podría haber escrito un artículo sobre la carta y la cinta. Podría haber puesto de relieve la relación entre el asesino y yo; habría sido otro detalle, tal vez crucial, para los lectores, otra pincelada en el retrato pintado en el transcurso de ese verano. Me senté, pensando que había docenas de razones para mostrar la carta, para sacada a la luz. Pero no lo hice.

«Estoy vivo.»

¿Qué es lo que no debía creer?

La respuesta llegaría cinco días más tarde.

Yo había vuelto a escribir sobre el estado de la investigación policial: entre ocho y diez párrafos que informaban de que no había nada nuevo sobre lo que informar. Salí y volví a entrevistarme con el psiquiatra. Llamé a las familias de las víctimas, pero ninguna quiso hablar conmigo. Hice entrevistas en la calle. Las reacciones eran, en general, las mismas: la tensión de la espera unida al alivio de saber que el asesino tenía nombre, fotografía y pasado. Una mujer dijo: «Sólo es cuestión de tiempo. -Me sonrió-. Pero creo que se ha ido muy lejos. A California, probablemente.» No le pregunté por qué a ese estado en particular.

Comenzó a llegar información sobre el asesino. Su historial del ejército: nada excepcional. Su expediente académico en los colegios públicos de Illinois y Ohio. Nunca sobresalió; sus profesores no recordaban nada. Intenté hallar a alguien que lo conociera. No tuve éxito. Lo mismo ocurrió con los vecinos del edificio de apartamentos en que había vivido. Era un solitario, dijeron. Podría haber adivinado sus palabras. Pero incluso la falta de información era noticia: la gente que declaraba que no conocía al asesino era tan digna de citarse como alguien que sí lo conociera. A los jefes les gustó ese artículo. Lo publicaron en la parte inferior de la primera página.

Nolan recibió la llamada en su oficina.

Giró en su silla, levantó el brazo y me hizo señas para llamar mi atención y para que me reuniera con él.

Era septiembre; agosto ya se desvanecía. Hacía más calor, había más tormentas en el Caribe, azotando las islas. Aún faltaba más de un mes para el fin de la temporada de huracanes. Algunos de los empleados más antiguos de la redacción hablaban de las tormentas tardías que parecían tomarse su tiempo durante el opresivo verano y luego, cuando el tiempo daba muestras de cambiar, se formaban y se desplazaban sobre el mar. Sin embargo, el calor seguía imperando en la ciudad, agobiada bajo el aire sofocante.

Yo dormía poco. Desde la noche en que había oído la mano en mi puerta, me había acostumbrado a mantenerme despierto hasta la madrugada. Conservaba la pistola cerca de mí; no estaba seguro sobre lo que había oído esa noche. Martínez y Wilson habían sacudido la cabeza al mismo tiempo al ver la puerta destrozada.

– Hace calor -comentó Wilson-. Hace un calor bochornoso aquí, ¿verdad?

No comprendí adónde quería llegar.

Pulsé la tecla del teléfono correspondiente a la extensión de Nolan y levanté el auricular. Nolan gesticulaba frenéticamente: quería que hablara yo.

– ¿Sí? -dije.

– ¿Es usted Anderson? ¿El periodista?

El acento delataba el origen sureño del hombre.

– Así es.

– Tengo una carta para usted -dijo-. La he encontrado esta mañana en una de mis barcas. Sobre el asiento, muy a la vista. Diablos, hacía casi tres días que buscaba ese maldito bote. Al final lo he encontrado y ahí estaba esta maldita carta. ¿Quiere que la abra?

– Sí.

Miré a Nolan y me encogí de hombros. Él estaba inclinado sobre el escritorio, pendiente de las palabras del hombre.

– Diablos -farfulló el hombre-. No dice gran cosa.

– ¿Qué?

– Dice… déjeme ver… sólo esto: «Estoy aquí, esperándole.» Eso es todo. No hay firma ni nada más. Me parece bastante raro.

Me volví hacia Nolan. Tenía los ojos muy abiertos, clavados en los míos. Se echó atrás en su silla, con el rostro encendido de entusiasmo, y levantó una mano en señal de victoria.

– ¡Eso es! -exclamó-. ¡Maldición, es él!

El puño cerrado de Nolan se agitó en el aire.

Dejamos atrás la ciudad, envuelta en una bruma cálida, bajo el sol. Porter conducía; Nolan iba en el asiento trasero, mirando por la ventanilla con una media sonrisa. Yo observaba la carretera que se internaba en la maleza hacia el oeste mientras atravesábamos la enorme extensión pantanosa de los Everglades.

– ¿Sabéis? Él podría esconderse aquí durante meses si quisiera -dijo Porter-. Yo solía venir a pescar lubinas. Una vez me perdí. Había lagartos y serpientes en el agua. Pensé que iba a morir; no había nadie. Estaba tan solo que concebí la absurda idea de que no había civilización, de que estaba solo en el mundo. Los guardabosques me encontraron hacia la medianoche. No hacía frío, pero yo estaba tiritando. Si él ha estado por aquí, no me extraña que nadie lo haya encontrado.

– Nosotros tampoco lo hemos encontrado aún -dijo Nolan-. ¿Crees que planea emprenderla a tiros?

No respondí. Porter se encogió de hombros.

– Tal vez -dijo-. ¡Mirad!

Se inclinó y señaló por el parabrisas. Por encima de nosotros, un helicóptero policial surcaba el aire: el ruido de las hélices llenó el automóvil, haciéndonos estremecer. Porter aceleró.

Una hora después, salimos de la autopista y tomamos una carretera secundaria de dos carriles, llena de baches. Los gigantescos cipreses y palmeras se encorvaban sobre nosotros; avanzábamos entre colores abigarrados y sombras. Vi el azul del cielo arriba, entre los árboles; parecía perderse en una extensión de luz blanca. Divisé un halcón volando en lentos círculos a lo lejos. Flotaba en el aire, dejándose llevar por la brisa, girando como suspendido de un móvil invisible. Luego, justo antes de que lo perdiéramos de vista, el ave se elevó de pronto; plegó las alas contra su cuerpo y se lanzó en picado hacia abajo, hacia alguna presa que había avistado. Imaginé su grito asesino al bajar desde el cielo claro hacia las sombras.

Seguimos avanzando. Más adelante, vi un claro, algunas cabañas construidas al borde del pantano, con toscos carteles pintados a mano que anunciaban cerveza, carnada y botes de alquiler, Detrás de las cabañas había algunas barcas de pesca amarradas a la orilla y un par de lanchas inflables.

– ¡Debe de ser allí! -señaló Nolan.

Al otro lado, acercándose a gran velocidad ahora que Porter había pisado el acelerador de nuevo, centelleaban las luces azules familiares de los coches de policía. Otro helicóptero nos sobrevoló, y la presión de las aspas pareció aplastarnos contra el suelo. Yo me agaché en un acto reflejo.

– Joder -exclamó Porter por lo bajo-, tienen todo un ejército.

Fuera se arremolinaban equipos de operaciones especiales que habían descendido de dos enormes furgones azules. Muchos de ellos comprobaban que sus armas y municiones estuviesen a punto. A un lado vi el vehículo del forense. «Esperan que haya cadáveres», pensé. Se había colocado una barrera en el camino y detuvimos el coche al llegar a ella. Porter comenzó a cargar sus cámaras con rapidez. Nolan bajó de un salto y yo lo seguí. El calor se ciñó a mi cuerpo como un lazo corredizo.

Otro helicóptero pasó por encima, levantando nubes de polvo. Me cubrí la cara y vi a Martínez y a Wilson junto a los botes, hablando con un viejo curtido. El cartero, pensé.

Los dos detectives nos indicaron por señas que nos acercáramos. Martínez me entregó un trozo de papel. Vi las letras de imprenta iguales a las de cartas anteriores.

– ¿Te resulta familiar? -preguntó.

– Es él.

– No os mováis de aquí -nos advirtió el detective-. Esto se va a poner interesante.

Esperamos con el viejo en una de las cabañas. Un gastado acondicionador de aire refrescaba ligeramente el ambiente con un ruido lastimero. El hombre me contó que había descubierto hacía varios días que faltaba uno de sus botes; había salido a buscarlo pero no había tenido éxito. La barca había aparecido unos días después con la carta sobre el asiento, dentro de una bolsa de plástico.

– Lo más extraño de todo -dijo- es que estaba seguro de haber buscado en ese lugar. No lo entiendo, créanme.

«Ha vuelto a la selva -pensé-. La selva en la que antes tenía miedo de luchar.»

– ¿Puede sobrevivir mucho tiempo allí? -preguntó Nolan.

– Diablos, si se empeña… -respondió el hombre-. Pero no es nada agradable.

Esperé. En mi mente se agolparon imágenes de la guerra: barro, sol, sangre y muerte. «Eso es», pensé. Nolan dijo las mismas palabras en voz alta:

– Eso es lo que esperaba. Eso es.

Pasó una hora. Dos. Continuamos esperando. Los policías salían en equipos; oía crepitar sus radios mientras coordinaban sus posiciones con los helicópteros que daban vueltas en lo alto.

Otros treinta minutos.

– Diablos, nunca van a pescar a ese tipo.

La situación cambió de repente: oí que un policía gritaba a una unidad de operaciones especiales que estaba descansando: «¡Es él!» Los hombres se pusieron de pie de un salto y empuñaron sus armas. Porter maldecía.

– Joder, tengo que ir allí, tengo que conseguir una buena foto.

Nolan aferró mi brazo, pero no para detenerme sino para tranquilizarse.

Entonces, al igual que en el apartamento del asesino, el ambiente se relajó.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nolan.

No hubo respuesta. Intenté preguntárselo a algunos de los policías, pero sacudieron la cabeza. Martínez y Wilson se habían marchado, y también el médico forense. Seguimos esperando al borde del pantano. Transcurrieron otros treinta minutos. El tiempo parecía estirarse como el cuero: correoso, no elástico.

Vi que un bote con dos agentes uniformados se dirigía a la orilla. Sus trajes especiales estaban ennegrecidos por el sudor y el lodo. Uno de ellos nos miró y condujo la pequeña fueraborda hacia nosotros.

– ¿Es usted Anderson? -gritó, desde cierta distancia. Asentí.

– Suba. Los detectives lo necesitan. El cadáver está a un kilómetro más o menos.

– ¿Cadáver? -preguntó Nolan.

El policía no respondió. Volvió a poner en marcha el motor. Los tres nos apiñamos al frente; los asientos de metal quemaban.

– No logro entenderlo -dijo el policía mientras hacía virar el bote-. No pudo haber llegado a nado desde donde dejó el bote hasta donde está ahora.

Maniobró para esquivar una masa de malezas y troncos. A mi derecha, una bandada de garcetas levantó el vuelo. Recordé la descripción que había hecho el asesino de su cuarta víctima, la mujer, cerca de los Glades. Nosotros estábamos internándonos mucho más, hacia un lugar mucho más oculto.

– Verá -prosiguió el policía-, no se puede nadar en medio de toda esta mierda. Te enredas en las malezas y te hundes. Las serpientes pueden matarte. Los caimanes… ¡Eh, miren allí!

Me di la vuelta y divisé un caimán de un metro ochenta de largo que reptaba entre las matas…

– ¿Les gustaría vérselas con ese bicho en la oscuridad? A mí no.

Porter tomaba fotografías.

Tras doblar una curva en el pequeño canal vi un promontorio que sobresalía del agua, un islote de barro y arbustos. Había algunos policías en la orilla, en el centro estaban Martínez y Wilson junto con el forense. No alcancé a distinguir lo que examinaban.

– Lo han avistado desde el helicóptero -dijo el policía-. Habría sido imposible verlo desde el agua, aunque pasáramos justo al lado.

El bote tocó fondo.

– Fin del recorrido -anunció el policía.

Bajé y me hundí unos tres centímetros en el barro. Martínez nos hizo señas de que nos acercáramos.

No percibí el hedor hasta que estuvimos casi encima del cadáver, gracias a un ligero cambio en la dirección de la brisa. Por un segundo pensé que iba a vomitar; luego la sensación pasó y quedamos inmersos en el horrible olor dulzón de la muerte. Pensé por un instante en la casa de Miami Beach. Wilson advirtió en mi rostro el efecto del olor y le dijo algo al médico forense. Ambos rieron, pero yo no capté el chiste. Martínez fue el primero en hablar.

– Échale un vistazo -dijo.

El forense estaba encendiendo su pipa y seguía mis movimientos con la mirada.

– ¿Un vistazo a qué?

– Aquí -dijo Wilson, señalando algo a sus pies-. No es una visión agradable.

Me acerqué a los tres hombres y observé la figura en el suelo.

A primera vista costaba creer que había sido un hombre. La carne se había vuelto blanca y pastosa, como un pescado que se deja demasiado tiempo en el horno. Tenía los párpados abiertos, pero los globos oculares habían desaparecido. La piel parecía estirada, agrietada y quemada en los bordes por el sol. La mitad inferior de la cara del hombre estaba destrozada; donde debía estar la mandíbula, sobresalían algunos huesos mellados. La parte posterior del cráneo había volado en pedazos. Me aparté, asqueado.

– Míralo bien -dijo Wilson.

Tomé aliento y eché un nuevo vistazo. El cadáver estaba vestido con botas militares especiales para la selva, hechas de lona y goma. Los pantalones vaqueros se habían desteñido bajo el sol. Tenía manchas de sangre seca en la camiseta, a la altura del pecho.

– ¿Qué se supone que debo ver? -pregunté.

Martínez señaló algo y vi la pistola. La 45 de metal gris destelló al sol por un instante, iluminando la maleza verde y pardusca. La automática se hallaba a pocos centímetros de la mano extendida del cadáver, como si la hubiese dejado caer en el momento de la muerte.

– ¿Y bien? -dijo Wilson-. ¿Has visto bastante?

Asentí.

– Entonces, ¿quién es?

Por un momento me sentí confundido. Sacudí la cabeza.

– Ya lo sabéis -respondí.

– Dímelo tú -insistió Wilson.

Permanecí en silencio. Volví a mirar el rostro desfigurado por el disparo y por el sol. «¿Quién es?», pensé. Martínez se acercó a mí y le indicó a Nolan que se uniera a nosotros.

– Necesitamos una identificación -dijo- para hacerlo oficial. Tenemos que estar seguros.

Nolan habló antes de que yo pudiera abrir la boca.

– ¿De qué demonios está hablando? -Su voz, furiosa, rompió el silencio de los Glades-. Está la pistola. El color de cabello. La estatura. Todo cuadra. Por Dios, examinen sus huellas digitales. ¿Y los dientes? El ejército debe de tener fichas dentales, ¿o no?

El forense intervino en la conversación, dando caladas a su pipa y soltando nubes de humo que la brisa transportaba por encima de los pantanos.

– No serviría de nada -aseveró.

– Explíqueme eso -pidió Nolan.

– Muy bien -dijo, con voz serena, en un tono más apropiado para un aula-. Número uno: la piel está demasiado descompuesta para tomar huellas digitales. Es imposible, dado el grado de estiramiento y de la pérdida de la consistencia e integridad de los tejidos, obtener una impresión exacta, de modo que ese método queda descartado. Número dos: el color de los ojos. Eso nos ayudaría para buscar en los archivos del ejército, pero las aves locales se han encargado de destruir las pruebas. Veamos otro método: la identificación dental. Magnífico. El ejército nos facilitaría al instante sus fichas. El único problema es que este sujeto debió de preverlo o, si no, tuvo suerte. Puso la pistola contra su mentón y apretó el gatillo. Se voló toda la boca pero dejó intacta una porción de la cara. ¿Otras marcas o cicatrices identificadoras? Ése habría sido, seguramente, el siguiente paso, pero los archivos del ejército dicen que el asesino no las tenía. De modo que nos queda un último método de identificación: la observación personal. Claro está que la pistola resultará ser la del asesino, pero eso no prueba nada. ¿Es él? Ha estado aquí varios días. Es difícil saberlo con seguridad. Al menos tres, cinco, tal vez una semana. Ahora ni siquiera contaría con que lo reconociese su madre. -El forense levantó la mano para atajar la pregunta obvia-. Sí, nos hemos puesto en contacto con ella. Se ha negado. No ha visto a su hijo desde la guerra. Pero esa información ya apareció publicada en su periódico. -Hizo una pausa, mirándome-. ¿Comprende e! dilema?

Pensé en la carta que estaba en el primer cajón de mi escritorio. ¿Cuán cerca había estado?, me pregunté.

– Hay muchos factores que contribuyen a la descomposición de un cadáver -prosiguió e! forense-. El sol alternado con la lluvia. La humedad. Verá, en esta región, puede llover a cántaros a un kilómetro de aquí mientras esta zona permanece seca. No hay ningún método científico para determinar el tiempo. Una vez, sabíamos con seguridad que habían abandonado un cadáver aquí cerca. Era un caso de asesinato por encargo. Atrapamos al asesino. Cuando encontramos el cuerpo, prácticamente sólo quedaban los huesos. Y sólo había pasado una semana. Hay muchos factores.

«Estoy vivo -pensé-. No crea todo lo que ve.»

– Verás, tenemos que estar seguros -terció Wilson-. Tú eres quien lo vio más de cerca, en ese apartamento. ¿Es éste el hombre que conociste allí, e! de la silla de ruedas?

Vacilé.

– No lo sé.

Wilson explotó.

– ¡Fíjate bien, maldición! ¡Míralo! ¡Fíjate en su cara! ¡En las mejillas, la nariz, las orejas, las cejas! ¿Es él? Tenemos que saberlo. No más tarde; ¡ahora mismo! ¿Es él?

Volví a estudiar esos rasgos, aspirando y conteniendo el aliento. Nolan me tomó del brazo y me volvió hacia él, pero yo no aparté la vista de! rostro destrozado.

– Es importante -dijo-. Ellos tienen razón. Es importante. Oye -me susurró al oído-, esta historia ha sido nuestra exclusiva desde el comienzo; de nadie más. Tenemos que ser nosotros quienes escribamos el final. Si no escribimos que es él, entonces nadie lo sabrá nunca, nadie podrá estar seguro jamás. No se trata sólo de una identificación; el estado de ánimo de toda la ciudad depende de ello. No podemos mostramos inseguros. No importa en absoluto lo que digan los demás; sólo lo que digamos nosotros. Somos el único periódico al que la gente creerá. Sentí sus ojos clavados en mí, evaluándome.

– Míralo bien -me pidió-. Tenemos que estar seguros. ¿Es él?

– ¿Es él?

La voz era de Wilson, que estaba de pie junto al cadáver; agitó el puño hacia mí y luego hacia el cuerpo inerte que, poco a poco, se confundía con la tierra y el aire.

– ¿Es él?

Miré a Wilson, luego a Martínez y al forense. Vi que este último extraía una fotografía de su bolsillo y se inclinaba sobre e! cadáver. Lo examinó con atención por un momento; luego sacudió la cabeza, se encogió de hombros y se volvió hacia mí. Nolan también me observaba. Porter estaba a un lado; su cámara zumbaba. Luego él también se quedó quieto, en espera de mi respuesta.

– ¿Es él? -volvió a preguntar Nolan.

Me obligué a mirar las cavidades oculares vacías.

La luz de! sol parecía bajar en espiral y paralizar a todos en un estallido de calor y luminosidad. Sentí el sol sobre mi cabeza, taladrándome el cerebro. Las imágenes se agolpaban en mi mente, luchando por el espacio. Vi la sonrisa del asesino a través del humo y las sombras del apartamento en penumbra, sus dedos tamborileando sobre la silla de ruedas. Lo imaginé inclinado sobre la ventanilla, mirando a Christine. Vi a las víctimas como en fila: la muchacha, la pareja de ancianos, la mujer y su bebé. Miré alrededor, el pantano y los árboles. Pensé en la guerra, en la morgue junto a la pista de aterrizaje. Volví a oír las palabras del asesino: nosotros dos solos, él y yo. Pensé en la carta en el cajón. ¿Era él? «No crea todo lo que ve.» Pero ¿qué estaba viendo?

Mi mente elaboró toda una trama: una imagen de la noche en que él había realizado su simulacro de asesinato con Christine. Pensé en los jóvenes de las calles céntricas y mal iluminadas de Miami: vagaban sin rumbo, sin nombre, abandonados. El ligue casual… ¡Qué fácil habría sido para él recorrer las calles en busca de un doble que tuviese su estatura, su físico y su mismo color de cabello! Una palabra, un rápido gesto de la mano, tal vez un poco de dinero, y su víctima sube al coche, sin miedo, sin saber lo que le esperaba. Luego él conduce hacia el oeste, adentrándose en los Glades. Roba un bote. Navega hasta este islote. Coloca la boca de la pistola contra el mentón de la víctima y aprieta el gatillo. La deja caer junto a la mano: el suicidio aparente. Recuerdo el bote perdido, la nota cuidadosamente preparada para que alguien la encontrara y me llamase, el policía que me llevó hasta el islote. No pudo haber nadado hasta allí, dijo. Tal vez vinieron dos y se marchó uno, perdiéndose en la oscuridad, con rumbo a otra ciudad, para asumir otra identidad.

Contemplé el cadáver que estaba en el suelo. ¿Era él? Lo estudié con más atención. ¿Era un impostor? ¿Acaso se trataba de otra mentira, de otra invención? Era posible. Todo era posible. Miré el cadáver.

No, pensé; es él.

Volví a mirar.

No, no es él; es otra persona.

No. Sí.

¿Quién es?

Nolan estaba a mi lado. Me hablaba con voz suave, pero insistente.

– Tenemos que estar seguros. Sin dudas, sin vacilaciones. La ciudad tiene que saberlo, tiene que respirar tranquila de una vez por todas. Todo depende de ti. Así ha sido desde el principio. ¿Es él?

– ¡Deja de jugar con nosotros! -soltó Wilson, furioso-. ¡Vamos! ¿Es él?

Pensé en Christine, en mi padre, en mi tío y su féretro cubierto por la bandera. El sol parecía un péndulo que se balanceaba al viento, acercándose a mí inexorablemente.

– ¿Es él?

Oí la voz pero no supe quién hablaba. Entonces mentí.

– Sí -respondí-. Es él.

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