A la mañana siguiente, no eché una ojeada a la primera página de inmediato. Christine se levantó primero y recogió el periódico del umbral de la entrada. Preparó el desayuno mientras yo me duchaba y me hizo desde la puerta del baño la misma pregunta que la madre de la muchacha:
– Dios mío, ¿quién querría hacer una cosa así?
Le respondí que tal vez el asesino resultaría ser, como de costumbre, algún novio con quien la chica había decidido terminar, alguien a quien los padres no conocían.
– Pero eso tampoco lo explicaría -la oí decir.
Guardé silencio mientras sentía correr el agua tibia por mi cabello y mi rostro. La ventana del baño estaba abierta y ya se comenzaba a notar un calor como el que irradia un motor al poco tiempo de ponerse en marcha.
– Me da asco -dijo Christine cuando salí.
– ¿El qué?
– Esa clase de crímenes. ¿Sabes? Se me ocurre un montón de explicaciones posibles para ello: celos, perversión, robo, cualquier cosa. Pero ninguna me parece razón suficiente para arrebatarle la vida a esa pobre chica. Me pongo enferma sólo de pensado. ¿A ti no te afecta?
– Trato de no enfocarlo así.
– Entonces, ¿cómo lo enfocas?
Christine estaba untando un panecillo con mantequilla y mermelada. El sol que entraba por las ventanas de la cocina arrancó un destello al mango del cuchillo cuando ella lo dejó sobre la mesa. Christine tenía una cabellera de color caoba que le enmarcaba el rostro y caía sobre sus hombros. La luz que bañaba la habitación hacía resaltar su tono rojizo, de tal manera que ella parecía envuelta en un halo de color.
– ¿Y bien? -dijo.
– Es sólo un artículo -contesté-. Es a lo que me dedico. Mira, el periódico es sobre todo una crónica de la tragedia, ¿verdad? Ayer me tocó a mí ahondar en una tragedia en particular y luego darle forma escrita para que todos los lectores ávidos de noticias trágicas del mundo, o al menos de nuestra zona de distribución, se compadezcan de la chica. Es probable que tu reacción haya sido la de todos los que han leído la noticia mientras desayunaban en el área del Gran Miami. Pero todos los que la lean dirán: «Menos mal que no me pasó a mí», y ésa es en parte la razón por la que está escrita. Oye, tal vez ocurra lo mismo en tu trabajo. Cuando asistes a una operación, ¿no lo miras todo desde cierta distancia? ¿No te alegras en cierto modo de no ser la persona afectada?
– No -respondió ella-. No exactamente.
Bebí un poco de zumo de naranja y tomé la sección deportiva. Los Yankees habían consolidado su liderato en el Este al derrotar a Baltimore y a los Red Sox. En la Liga Nacional sólo parecía estar Cincinnati. Tom Seaver había jugado como lanzador para los Mets. Me gustaba ver lanzar a Seaver; era como si utilizase todo su cuerpo con absoluta precisión para arrojar la pelota. Se inclinaba hacia atrás muy ligeramente y luego impulsaba el brazo y el cuerpo hacia delante. Bajaba la rodilla hasta rozar el montículo, y su brazo, como una bala, pasaba zumbando junto a su oreja a toda velocidad y soltaba la bola en el momento justo. Daba la impresión de que la pelota aparecía instantáneamente en la base del bateador, como si Seaver tuviese el don devolverla invisible durante una fracción de segundo. Me gustaba verlo lanzarla a noventa o noventa y cinco kilómetros por hora, de modo que cuando la pelota se materializaba sobre la base comenzaba a descender y a desviarse, como si ya no fuese un objeto inanimado sino dotado de vida propia.
Al entrar en la redacción advertí que la mayoría de los periodistas ya estaba por allí, bebiendo café y hojeando el periódico. Siempre había una pila de los periódicos del día junto a la entrada. Recogí uno y eché un vistazo a los titulares, sin prestarles mucha atención. Quería sentarme a mi escritorio para saborear la crónica con calma. También tomé la primera edición vespertina del Post pues tenía curiosidad por ver cómo habían tratado la noticia. No recordaba haberme topado con periodistas del Post durante el día anterior, pero eso no significaba que no hubiesen estado allí. Cuando me dirigía a mi escritorio, algunos de los demás me llamaron. Uno dijo: «Buen artículo», y otro bromeó: «¡Otro, otro!» Sucedía lo mismo cada vez que alguien traía entre manos una tarea importante, una historia que había dado un salto desde la rutina a la primera plana. Asentí con la cabeza fingiendo agradecer sus elogios y tomé asiento ante el escritorio.
La crónica había sido publicada en la parte superior, encima del artículo principal de la sección nacional. El titular rezaba:
HALLAN UNA ADOLESCENTE ASESINADA;
LA POLICÍA BUSCA AL ASESINO.
El texto estaba distribuido en las seis columnas. Observé la fotografía de la muchacha: incluso en la reproducción en blanco y negro del periódico tenía un aspecto hermoso, casi angelical. El artículo complementario también comenzaba en la primera página, insertado en el texto del reportaje, con un título en cuerpo más pequeño: UNA LLAMADA TELEFÓNICA… Y LA TRAGEDIA. Me pareció un poco exagerado pero, por otro lado, había que recordar que los periódicos no se caracterizaban por su sutileza. Examiné ambos escritos con una satisfacción interior. Me producían una sensación de familiaridad. Era como si los recuerdos del día anterior se hubiesen desvanecido y hubiesen sido reemplazados por las palabras impresas, como si las descripciones del reportaje hubiesen reemplazado a las personas.
Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Era Christine.
– No era mi intención provocar una discusión -dijo.
– ¿Acaso hemos discutido? -pregunté, riendo.
– No. Pero no pretendía acusarte de ser un cínico.
– Lo soy. Deformación profesional, como se dice.
– Bueno… en realidad no eres así.
– Sí lo soy -repuse, un tanto exasperado-. ¿Dónde estás?
– En el hospital. Sólo tengo unos minutos. Los cirujanos bajarán a lavarse en un momento y tengo que verificar los instrumentos. Sólo quería llamarte porque… No sé, pareces tan indiferente…
– Es verdad. Me volvería loco si permitiera que todo me afectara. Cualquiera se volvería loco. Es mi mecanismo de defensa contra tanta locura.
– Bueno -replicó-, creo que no deberías actuar así.
– Oye -solté-, di me una cosa: ¿a quién abrirán hoy?
– A un hombre de negocios. O un abogado, no lo recuerdo. De mediana edad.
– ¿Tiene familia?
– Claro.
– ¿Probabilidades de salir con vida?
– No lo sé. Es una exploración del estómago. En realidad no creo que sepan qué encontrarán, pero lo que sí sé es que no será nada bueno.
– ¿Has hablado con él? ¿Lo has visto con su familia?
– Un poco. Lo vi ayer, con una mujer y un hijo adolescente. Todos parecían muy enfermos, especialmente los dos que no lo estaban.
– Y dime, ¿qué sentiste en ese momento?
– No lo sé. Tristeza. Una especie de desesperanza. Quería acercarme a ellos y asegurarles que no tenían por qué preocuparse, que los cirujanos eran muy competentes y que él empezaba a recuperarse. Quería decirles que podían estar tranquilos y disfrutar de su tiempo juntos porque tenían un futuro por delante.
– Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
– Porque habría sido una mentira. -Hizo una pausa. Oí voces al fondo-. He de irme.
– Bien -dije-, ése es mi punto de vista. No soporto la idea de mentir.
– ¿Te resulta así de simple?
– Sí. Me limito a observar y a dejar constancia de lo que veo. A veces pienso en mí mismo como en una cámara fotográfica. Mis ojos son el objetivo, las palabras son los positivos. ¿Eso tiene sentido para ti?
– Tengo que irme.
– Te veré esta noche -me despedí.
– Hasta entonces.
Al colgar el auricular, imaginé a Christine vestida con la holgada ropa de quirófano, el cabello recogido en una severa cola oculta bajo el gorro sanitario y la mascarilla colgando de su cuello igual que un adorno. Era una mujer delgada; se le notaba incluso cuando llevaba la camisa y los pantalones embolsados del quirófano. Con la mascarilla puesta, lo único visible serían sus ojos.
A mí no me parecía demasiado bonita, pero tenía unos ojos extraordinarios: eran vivaces, brillantes y expresivos. A veces, me daba la impresión de que hablaban antes de que las palabras salieran de su boca. A menudo yo los observaba con atención, para anticipar sus cambios de humor. Hacía ya algún tiempo que vivíamos juntos, aunque ella tenía un apartamento de una habitación cerca del hospital. Se alojaba allí cuando yo me ausentaba de la ciudad por cuestiones de trabajo o bien por asuntos familiares, como el funeral de mi tío.
Cuando nos vimos, Christine me interrogó al respecto. Yo prefería hablar del artículo, pero ella insistió en que describiera la reacción de mi familia.
– La de mi padre fue la única interesante -dije.
– ¿Por qué?
– Porque era el que más sufría y el que menos lo demostraba.
– ¿Cómo es eso? ¿Quería mucho a su hermano?
– Todos los hermanos se quieren -respondí-, a pesar de las diferencias que puedan haber tenido. Aunque se odien, se profesan una especie de odio cariñoso. Los vínculos entre hermanos nunca se rompen del todo.
Christine asintió y no formuló más preguntas.
Ella y yo nos habíamos conocido un año atrás. Yo sustituía al periodista encargado de la escucha nocturna de las frecuencias de la policía, que estaba de vacaciones, había captado la transmisión confusa de una persecución en la carretera 95, que atravesaba el centro de Miami. No tenía mucho que hacer, de modo que me fui a ver qué ocurriría cuando alcanzaran al automovilista en fuga.
Resultó ser un muchacho de dieciocho años, hijo de un comisario del distrito. Mientras una docena de coches patrulla lo perseguía por toda la ciudad, se las arregló para ocasionar que otros dos conductores se salieran de la calzada, dejar inservibles varios de los vehículos policiales que lo perseguían y, finalmente, estrellarse contra un poste telefónico.
En el complejo médico del centro de la ciudad, seguí de cerca el desfile de heridos y furiosos. Vi a un agente uniformado que, mientras se sostenía una gasa ensangrentada contra la frente, observaba al muchacho, que entraba transportado en una camilla.
– Espero que ese atolondrado haya aprendido la lección -comentó el policía.
Anoté sus palabras, pensando: «Ahí está, la primera perla de la noche.» En ese momento una enfermera me apartó de un empujón.
– Por favor -dijo-, no obstruya el paso.
– Es mi trabajo -repliqué.
Me miró de una manera extraña y luego soltó una risita.
– Supongo que sí.
Contemplé su figura estilizada, la serenidad con que manejaba a tantas personas accidentadas y asustadas que se apiñaban en la sala de urgencias. La seguí con la mirada mientras ella pasaba rápidamente de las camas a las camillas, deteniéndose para controlar signos vitales. Al principio me quedé admirado de su eficiencia; luego, de su serenidad. «Como una roca en una tormenta», pensé, y luego me sonreí ante el lugar común. Ella lo advirtió y sonrió también.
– ¿Se divierte? -preguntó-. Por favor comparta el chiste conmigo.
No era un reproche.
– Estaba observándola -contesté.
– Ah -dijo, y me dedicó otra sonrisa. Recuerdo que ese gesto se me antojó totalmente fuera de lugar; parecía elevarse por encima de aquella escena de dolor-. Más vale no perder el sentido del humor -agregó.
– Estoy de acuerdo -asentí.
Entonces ella se volvió hacia uno de los pacientes. Mi plazo estaba a punto de cumplirse; necesitaba un teléfono y luego una máquina de escribir. Sin embargo, antes de salir, me detuve en la cabina de las enfermeras y encontré el nombre de ella en un registro. Anoté el número de teléfono que figuraba junto a él. A la tarde siguiente la llamé.
Mis ojos se posaron de nuevo en el periódico que estaba sobre mi escritorio. Lo abrí directamente por la página donde continuaba la crónica y vi que estaba llena de fotografías del hombre que había descubierto el cadáver de la muchacha y de los padres de ésta, en distintas poses. Había una del padre mientras subía al coche patrulla, frente a la jefatura de policía. Tenía el semblante tenso y sombrío. En otra, se veía a la madre colgando el teléfono, con una expresión de desconcierto que, justo en ese mismo instante, se teñía de angustia. Eran imágenes impactantes.
Tomé el teléfono y marqué el número del estudio fotográfico. Pedí hablar con Porter y, momentos después, éste se puso al aparato.
– Muy buenas fotos -lo felicité.
– Gracias. Tenía mucho material bueno. No utilizaron la del cadáver en la bolsa, como yo pensaba. Pero estuvieron a punto. Pensaban aprovecharla hasta que vieron el retrato que nos dio la madre. De todos modos, el tema se prestaba para sacar buenas fotos, y también para escribir una buena crónica.
– Es verdad.
– Y bien -dijo-, ¿qué vendrá ahora? ¿Tienes alguna continuación en mente?
– Aún no lo sé. Hablaré con Nolan.
– Bueno, si necesitas fotografías, llámame. Me gustaría seguir en este caso, de ser posible.
– Te avisaré -le aseguré y colgué el auricular.
A continuación eché un vistazo al Post. Ellos también habían publicado la noticia en primera página, pero con menos detalles que nosotros. Habían hablado con uno de los vecinos adolescentes que habían visto a la muchacha esa noche. El chico declaró que ella estaba caminando sola por la calle. En realidad, eso no significaba gran cosa, pero la manera en que lo habían escrito daba a entender que nadie la había visto después de eso y que por tanto la habían raptado durante ese paseo nocturno. Era un texto hábilmente redactado que creaba una ilusión de conocimiento donde no lo había. Advertí asimismo que no habían incluido ninguna fotografía de la muchacha; sólo una del personal de rescate transportando el cadáver en la bolsa. Además, se habían visto obligados a entrevistar a los Allen, los vecinos a quienes habíamos llamado.
Cerré el periódico con una sonrisa de satisfacción. Quienes nos dedicamos al negocio de la información experimentamos cierto placer, mezcla de perversidad y orgullo, cuando le sacamos ventaja a la competencia. Los resultados son muy claros e inmediatos.
Volví a descolgar el auricular para poner manos a la obra. Valdría la pena hablar con los detectives antes que con Nolan, al menos para tener alguna idea de qué hacer. Una voz respondió:
– Homicidios.
– Quiero hablar con Martínez -dije-. Soy Anderson, del Journal.
Oí el tono que indicaba que la llamada había sido transferida y luego la voz de Martínez.
– Es un gran día para el mundo de la prensa -dijo-. Ya puedo ver los titulares: «Periodista del Journal salta a la fama y consigue empleo en el New York Times.» -Se rió.
– Yo jamás os abandonaría, muchachos -repuse-. Si no fuera por todos vosotros, ¿de dónde sacaría la información?
– La inventarías. Ya lo haces. -Soltó otra carcajada.
– Touché.
– Y bien, ¿qué puedo hacer por ti? Oye, creo que has hecho un buen trabajo. Hasta Wilson lo cree, aunque no lo admita. Todavía está bastante furioso por todo esto.
– ¿Qué novedades hay? -pregunté-. Necesito una continuación.
– Bien -respondió Martínez-, esta mañana tendremos el informe de la autopsia, y los de balística dicen que pronto presentarán un dictamen preliminar. Además de eso, lo único que tenemos planeado es una pesquisa entre el vecindario. Trabajo de rutina, para averiguar si alguien la vio subir a un automóvil o vio algún sospechoso por la zona. Hablaremos con algunos de los amigos de la chica. Será una tarea monótona, nada emocionante como lo que esperan vuestros lectores.
– ¿Cuánto tiempo os llevará?
– Tal vez todo el día. Habrá mucha presión sobre Wilson y sobre mí para que atrapemos a ese tipo, pero dudo que lo consigamos. Por supuesto, te pido que no publiques esto. Tenemos algunas teorías, principalmente la de que el sujeto está loco. No quiero hablar demasiado de eso.
– Está bien -dije-. Es temprano para mí. Volveré a llamarte esta tarde, ¿de acuerdo?
– Está bien. El forense dará a conocer los resultados de la autopsia. No creo que haya nada en ella que deba ser confidencial. De todos modos, él nos lo dirá.
Colgué el teléfono y revisé las notas que había tomado de la conversación. «Un loco -pensé-. Tal vez podamos hacer un artículo sobre eso.»
Recogí la pila de papeles y me dirigí a la oficina de Nolan. Lo encontré hablando por teléfono con otro periodista, el enviado a los tribunales, discutiendo la cobertura de un juicio. Minutos más tarde, se volvió hacia mí.
– Ese cabrón no cree que ese juicio por asesinato valga la pena. Lo más irritante es que tiene razón, porque sabe mucho más al respecto que yo. Bien, hiciste un buen trabajo ayer, pero no nos durmamos en los laureles. Como dicen por allí, ¿qué has hecho hoy por mí?
Sonreí.
– Hoy tendremos los informes de la autopsia y de balística. Martínez dice que saldrán a interrogar a los vecinos. No espera muchos resultados.
– Tal vez nosotros deberíamos hacer lo mismo.
– Hace calor -protesté-. Si mi madre hubiese querido que fuese vendedor ambulante, me habría dado una enciclopedia.
Nolan rió.
– Esta mañana me he tomado unas píldoras de crueldad, junto con mi dosis habitual de sadismo y una inyección de mal humor. Sugiéreme una alternativa mejor, antes de que haga algo desconsiderado como enviarte allí afuera.
– Bueno -dije-, Martínez cree que el asesino puede ser una especie de chiflado. Un maníaco sexual, supongo. Podría entrevistar a algunos de los psiquiatras forenses de los tribunales para ver qué opinan ellos.
– Buena idea, pero creo que aún no tenemos suficiente información para proporcionarles. Podrías llamar a algunos y concertar una cita para mañana o más adelante. Entonces sabremos un poco más y las aguas estarán un poco más tranquilas. Luego dirígete al barrio de la chica y llama a algunas puertas. Observa la reacción de la gente. Fíjate en si están comprando perros de defensa, detalles por el estilo.
– El miedo cunde -dije.
Nolan soltó una risotada.
– Así es. El miedo cunde en un barrio tranquilo a raíz del asesinato de la muchacha. Admito que es un tópico periodístico, pero sigue siendo buen material para un artículo, por más que se escriba al respecto. Además, así mantendremos la historia en primera plana un día más. Llévate a un fotógrafo.
Esperé fuera a que Porter trajese el automóvil. El edificio del Journal estaba justo enfrente de la bahía. Permanecí allí de pie, dejándome acariciar por la cálida brisa que agitaba ligeramente las aguas. El azul pálido del mar prácticamente se confundía con el del cielo, y por un momento me sentí suspendido entre ambos. Noté que el calor me envolvía como una capa de niebla. Oí la bocina de un automóvil, me volví y vi al fotógrafo.
– Aquí estamos, de nuevo en la brecha -dijo. Con un gruñido, me acomodé en el asiento, con la frente ya empapada en sudor.
Pasamos delante de la casa de la muchacha asesinada. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y la puerta cerrada. No percibí la menor señal de actividad, pero me percaté de que había varios vehículos en el camino particular. «Amigos -pensé-, tal vez los hermanos de la chica, todos reunidos por la muerte.»
Aparcamos en esa calle. Avisté a dos muchachitas que caminaban por la acera y me acerqué a ellas, seguido por Porter.
– ¿Es usted un periodista de verdad? -preguntó una de ellas.
Yo sonreí y le enseñé mi identificación. La muchacha clavó la mirada en ella y luego en mí.
– No es una buena foto -señaló.
Su amiga se inclinó y observó la fotografía sin decir palabra.
– ¿Conocíais a la víctima? -pregunté.
– Oh, claro que sí -respondió la primera muchacha, mientras su amiga asentía con la cabeza-. Todo el vecindario la conocía. Era muy popular.
– ¿Erais compañeras de clase?
– No, ella iba un curso por delante -intervino finalmente la segunda joven-. Pero siempre la veíamos.
– Y vosotras ¿no tenéis miedo? Es decir, estáis paseando por aquí como si nada hubiese ocurrido. ¿Qué pensáis?
Las dos se miraron. Parecían mellizas con sus tejanos recortados y sus camisetas. Ambas lucían melenas que les llegaban hasta los hombros y parecían incapaces de hablar sin mover las manos, fruncir los labios o sonreír para recalcar sus palabras.
– Mi padre me ha prohibido que salga de noche hasta que atrapen al asesino -dijo la primera.
– ¿Y tú? -pregunté a la segunda.
– Mi madre me ha largado un sermón -contestó-. No me deja ir a ninguna parte, ni siquiera al club de natación a menos que me acompañe alguna amiga. Además, tengo que decirles adónde iré por la noche. De todos modos, no creo que me dejen salir.
– ¿Cuándo han hablado con vosotras?
– Esta mañana, en cuanto han leído la noticia en los periódicos. Pero nos enteramos anoche. Todo el mundo hablaba de ello, en todas partes. Aún no puedo creerlo -comentó la primera muchacha.
Su amiga prosiguió.
– Jamás había pensado que pudiera pasar algo así. Me pregunto quién la reemplazará como majorette.
«Estupendo -pensé-. La mente adolescente en acción.»
– ¿Creéis que todos están asustados? -inquirí.
– Oh, sí -respondieron ambas al unísono.
– Todos los adultos -añadió la segunda.
– ¿Y vosotros no?
– Bueno -titubeó-, tal vez un poco, aunque así, de día, es más difícil tener miedo. Quizás esta noche esté más asustada.
Mientras hablaban, yo anotaba sus palabras y algunos detalles de su expresión. Advertí que algunos niños, en su mayoría de entre nueve y catorce años, se habían acercado, movidos por la curiosidad. Era la cámara lo que les llamaba la atención; es un elemento de nuestro trabajo que siempre ejerce cierta fascinación sobre la gente.
Les indiqué con señas a algunos de ellos que se acercaran, y al cabo de un momento estaba rodeado por unos diez niños del vecindario. Comencé a formular mis preguntas mientras Porter se movía alrededor tomándoles fotografías.
– Yo tengo miedo -dijo un niño-. No quiero que a mí me pase lo mismo.
– Pues yo le daría una patada al asesino donde más duele -aseveró una adolescente que debía de aproximarse a la mayoría de edad. Su respuesta provocó un murmullo de risas nerviosas en el grupo.
– No creo que el asesino vuelva -dijo un pequeño de unos nueve años, visiblemente preocupado por la situación-. Nunca vuelven a la escena del crimen. Lo he leído en un libro.
Entretanto, yo apuntaba lo que decían, junto con sus nombres y direcciones. Mi libreta se estaba llenando de garabatos, jeroglíficos que sólo yo podía interpretar. Manifestaban sus opiniones con presteza y entusiasmo; quizá fuese la primera vez que alguien se las pedía. Pensé en lo incongruente del tiempo y el lugar: en pleno día, con el reportero y el fotógrafo, la experiencia constituía una novedad para ellos. Sin embargo, esa noche, solos en su habitación, la mayoría de ellos permanecería insomne por el temor. «La imaginación de un niño -me dije-. Notable.»
De pronto, se quedaron callados. Al levantar la vista vi a una mujer a unos metros de allí, en medio de su patio delantero. Todos los ojos se volvieron hacia ella.
– ¿Quién es usted? -preguntó.
– Anderson, del Journal -me presenté-. Sólo estaba haciéndoles algunas preguntas a los niños.
– Joey -llamó la mujer-, ven aquí.
El niño de nueve años, el que aseguraba tener miedo, se apartó del grupo.
– Ve a jugar dentro.
El niño atravesó el jardín hacia la casa.
– Espero que sepa usted lo que hace -me dijo la mujer.
– ¿Cómo dice?
– Tal vez esté asustando mucho a estos niños.
Fue entonces cuando percibí por primera vez la ansiedad en su voz.
– Creo que no la comprendo, señora -le dije, acercándome.
– Es por este asesinato -explicó-; al venir aquí, les meterá más miedo a todos. Oh, Dios mío, ¿piensa publicar sus nombres?
– Tal vez sólo su nombre de pila, señora -mentí-. Nadie podrá identificarlos a partir de eso.
La mujer sacudía la cabeza, como intentando desechar algún pensamiento terrible.
– No puedo creer lo que ha ocurrido. Para su información, no somos fenómenos de feria. ¿Con qué derecho viene usted a fisgonear por aquí?
– Cálmese, por favor.
– ¿Cómo quiere que me calme? -Levantó la voz, alterada por el miedo-. ¿Cómo puede alguien calmarse después de lo que ha sucedido? Anoche, después de enterarme, apenas pegué ojo. Y los periódicos, esta mañana… Estoy convencida de que hay un loco suelto, un demente. No quiero que regrese por aquí. -Entonces se volvió hacia su casa y gritó-: ¡Joey! ¡Te he dicho que te quedaras dentro!
Yo seguía ocupado garabateando en mi libreta.
– Lo siento -dijo de pronto la mujer, un poco más serena-. Todos por aquí estamos muy preocupados por lo de la chica Hooks. Algunos padres han llamado por teléfono esta mañana, tratando de organizar grupos para patrullar las calles. Todo ha quedado en nada, pero la gente sigue inquieta. Yo también lo estoy.
Entonces, la mujer hizo una pausa. Nuestras miradas se encontraron. Parecía estar buscando palabras para expresar lo que sentía.
– Es probable que éste sea un caso en un millón -dije-, ¿no le parece?
– Bueno -murmuró-, supongo que tal vez tiene razón. Mi esposo opina lo mismo. Pero no puedo evitar la sensación de que todos estamos… no lo sé, expuestos al peligro; que somos vulnerables. Por eso tengo miedo. Es como una invasión de enemigos invisibles. Uno sabe que están allí fuera, pero no puede combatirlos porque no los ve, y es eso lo que me asusta tanto. Sé que no debería gritarle a Joey, porque él ya tiene bastante miedo y no le hace ningún bien vernos a mí y a su padre tan nerviosos, pero ¿cómo se puede luchar contra los sentimientos? Además, ¿por qué habría de hacerlo? Prefiero mantenerlo a salvo dentro de la casa, al menos hasta que pase toda esta locura. Quiero decir: estamos en los suburbios. Aquí no estamos acostumbrados a ese tipo de crímenes urbanos. Se cometen robos y atracos, pero nada como esto… -Se interrumpió. Luego, se le ocurrió una pregunta-: Dígame usted que es profesional. Apuesto a que ha seguido casos parecidos. ¿Qué ocurrirá? ¿Cuándo atrapará la policía a ese tipo?
Reflexioné por un instante, dudando entre tranquilizar a la mujer o alarmada aún más. Debía calibrar cuál de las dos respuestas posibles daría más juego para el artículo que iba a escribir.
– Creo que hacen bien en preocuparse -respondí al fin-. Pero nadie puede predecir lo que hará un criminal de esta clase. De nada sirve hacer conjeturas.
A la mujer se le demudó el rostro.
– Cree que puede regresar…
Era una pregunta a medias. Se le había entrecortado la voz a causa del miedo, una emoción que yo no alcanzaba a comprender, que tenía algo de resignación. Me encogí de hombros.
– Supongo que ya nadie está a salvo.
– Oh, Dios mío -exclamó-, es terrible, terrible.
Asentí. El viento cálido me soplaba en la espalda, haciendo que la camisa se me adhiriera a la piel.
– Oh, Dios -musitó la mujer-. ¿Qué nos espera?
Más tarde, en el coche, Porter comentó:
– La mujer ha estado perfecta, ¿no crees? La mezcla exacta de patetismo y miedo, de sensatez e irracionalidad. No sabía qué era más razonable: si dejarse llevar por el pánico o conservar la calma.
– Cierto -dije.
Durante el viaje, hablamos de ella; éramos dos hombres jóvenes que se distanciaban fácilmente de lo que veían. El interior del vehículo estaba bien aislado; el acondicionador de aire y el sonido de la radio encendida nos resguardaban del calor y el ruido de la calle.
De regreso en la oficina, me senté ante mi escritorio y marqué el número de Homicidios. Un momento después, Martínez contestó: Oí que se conectaba otra extensión y supuse que Wilson se había unido a la conversación.
– Bien -dije-, cuéntame. ¿Qué hay de la autopsia?
– He llamado al forense -respondió el detective-. Es extraño. Pero algo puedo decirte: la mataron de un solo disparo de una automática calibre 45 y no hay señales de abuso sexual, tal como esperábamos.
– Entonces, ¿qué tiene de raro?
Martínez titubeó.
– Bueno, demonios, no veo por qué no has de saberlo. El médico dice que la mataron en la madrugada, alrededor de las cuatro y media o las cinco de la mañana. Al parecer eso indica la pérdida de temperatura del cuerpo. Interesante.
– ¿Por qué es importante eso? -pregunté.
– Porque la raptaron hacia las diez de la noche -terció Wilson con impaciencia-. ¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo? ¿Por qué no hubo agresión sexual? ¿O acaso fue un secuestro frustrado? En algún sitio tiene que haber pasado todas esas horas, y será muy difícil averiguarlo.
– ¿Dónde la mataron?
– Ya lo sabes -dijo Martínez-. Exactamente donde la encontraron. Ese dato figuraba en tu artículo.
– Demonios -farfulló Wilson-, deberías leer lo que escribes.
Lo había olvidado. A veces formulaba preguntas cuya respuesta ya conocía a fin de ganar tiempo para pensar otras preguntas. Ésta no era una de esas ocasiones.
– ¿Y qué me decís del arma? Yo creía que, a esa distancia, una 45 le volaría la cabeza.
– La bala entró oblicuamente -contestó Martínez.
– Te diré algo -volvió a intervenir Wilson-. Ese cabrón realmente sabe de armas. Eso se nota.
– ¿Es probable que sea un profesional? ¿Que se trate de un secuestro? -inquirí.
– Digamos que de momento no hemos descartado ninguna posibilidad. -Hubo un momento de silencio-. Oye -prosiguió Martínez-, intentamos colaborar con vosotros y esperamos un poco de cooperación a cambio. Dejo a tu criterio lo que conviene o no divulgar de todo esto. Pero te aseguro que no dejaremos piedra sin mover. Tenemos buzos buscando la pistola en el estanque del campo de golf y en todas las vías fluviales cercanas. El problema es que aún no estamos seguros del tipo de crimen al que nos enfrentamos. Pero lo descubriremos, te lo prometo. Siempre sucede. Es probable que eso no nos lleve a ninguna parte, pero algo sucederá.
– Sí -convino Wilson-, algo.
No pude comunicarme con el forense, de modo que le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Hablé brevemente con Nolan acerca de la continuación de la historia. Él quería que relacionara en el artículo la escena de la calle con el estado de la investigación policial. Me quedé sentado ante el escritorio por un momento, con la mirada fija en el papel colocado en el rodillo de la máquina de escribir, aun cuando el plazo de entrega estaba a punto de cumplirse, a fin de ordenar las imágenes en mi mente. En rápida sucesión, recordé la casa cerrada al mundo, los niños en la calle, las voces y los gestos con que respondían a mis preguntas. Luego, visualicé a la madre que había salido y contribuido a la sensación de pánico con aquel dejo de temor y confusión en su voz. Escribí:
La casa de la calle 62 Suroeste, con las cortinas echadas para evitar las miradas de los curiosos, es un mudo testigo de la tragedia que se ha abatido sobre sus ocupantes.
Sin embargo, en las soleadas calles de esta exclusiva zona residencial impera una nueva sensación, un nuevo estado de ánimo. En estas calles, habitualmente invadidas por los niños con su alboroto y sus juegos, reina ahora el silencio.
La gente tiene miedo.
Es un clima generado por el asesinato de una vecina de dieciséis años, Amy Hooks, cometido la madrugada del martes. Mientras la policía continúa buscando pistas para esclarecer las causas de ese crimen, el temor ha unido al vecindario…
Nolan se acercó por detrás para echar un vistazo sobre mi hombro a las palabras que aparecían en la página. Me detuve por un momento y él continuó leyendo en silencio. Luego hizo un gesto de asentimiento.
– Bien, muy bien. Ahora cita algunas declaraciones y luego lo de la policía y la autopsia. Da un poco de información nueva a la gente y luego vuelve a la escena de la calle.
Se alejó para hablar con algunos de los demás periodistas que trabajaban en algún artículo, pero lo llamé.
– ¡Eh, Nolan! ¿Tú no vives por ahí?
– No -respondió-. Vivo más hacia el sur, en Kendall. El miedo no ha llegado a mi calle -añadió, riendo-. Al menos por ahora.
Me concentré de nuevo en mi crónica. Recordé lo que había dicho Martínez y repasé mis notas. Decidí restar importancia a la incapacidad policial para hallar pistas concluyentes en el crimen y, en cambio, enfatizar el hecho de que estaban siguiendo varias líneas de investigación. Además, formularía alguna hipótesis para explicar la dificultad de este caso; a los detectives les gustaría eso. Por otro lado, tal vez conseguiría con ello que el asesino se relajase y bajase la guardia, lo cual era bueno, y que el público dejara de presionar tanto a la policía. Además, de este modo, si al final pillaban al tipo, quedarían como unos héroes.
Volví a evocar la imagen de la mujer frente a su casa, la expresión de sus ojos, el tono de su voz, la combinación de miedo y resignación. Me pregunté cuántos más habría como ella.
Bajé la vista a la página y mis dedos se movieron velozmente sobre el teclado. Las descripciones comenzaron a fluir una vez más y, un segundo después, yo había recuperado el ritmo de las palabras y de la historia.
Esa noche, Nolan quería salir a tomar una copa. Llamé a Christine para avisarle que llegaría tarde. Ella, acostumbrada a mis retrasos, no hizo comentarios al respecto.
– Estaré aquí. Tengo un buen libro para leer.
– ¿Cuál es? -pregunté.
– La peste, de Camus. Hoy, después de una operación, algunos de los médicos estaban discutiendo muy alterados. Uno de ellos se quejaba de que, con todos nuestros conocimientos y toda nuestra tecnología, a veces estamos tan indefensos como en el siglo XIV, cuando la peste asolaba las ciudades. Decía que tal vez deberíamos regresar a los remedios caseros… Después, al llegar aquí, me he puesto a examinar la biblioteca y he descubierto este libro, de cuando iba al colegio, creo… ¿Recuerdas el principio? El médico ve una rata muerta en el rellano del edificio donde vive, y entonces todo el mundo comienza a quejarse de las ratas moribundas que salen de todos los agujeros de la tierra y de las sombras para morir al sol. Las descripciones de la ciudad me recuerdan a Miami. Entonces la gente empieza a caer como moscas…
– ¿Por qué estaban tan enfadados los médicos?
– Porque cuando hemos abierto a ese hombre de negocios, aquel del que te he hablado esta mañana, en la exploración, lo que hemos encontrado no era nada bueno. El cáncer se había extendido por todo el estómago. Han intentado extirpar el cáncer, pero estaba por todas partes. Lo tenía todo negro y rojo, horrible; es inconfundible. -Su voz sonaba cada vez más tensa.
– ¿Y? -la interrumpí-. ¿Qué ocurrió?
– Murió.
– Oh -murmuré-, lo siento.
– Está bien -dijo-. He llorado antes, cuando se lo han comunicado a la familia. No sé por qué. Es sólo que a veces me afecta y quiero estar sola. Entonces me he encerrado en el almacén del laboratorio y me he desahogado un poco. Ahora estoy bien.
Cuando colgué el teléfono me sentí un poco culpable porque el no tener que consolarla me producía cierto alivio. «A veces -pensé-, ella se permite el lujo de ser demasiado sensible.» Pero no debía reprochárselo; tal vez eran sus sentimientos, junto con su eficiencia, los que la hacían una buena enfermera.
Alcé la mirada y vi a Nolan junto a la puerta, haciéndome señas levantando la mano con el pulgar y el meñique extendidos, en ademán de beber. Tomé mi chaqueta y salí tras él.
El bar estaba en Biscayne Boulevard. Era un lugar frecuentado por periodistas y hombres de prensa que se apretujaban ante la barra en una incómoda tregua.
Nolan y yo llevamos nuestras copas a un reservado y nos sentamos en los asientos tapizados de escay rojo. Un momento después, Porter se reunió con nosotros.
– Y bien, ¿qué pensáis? -preguntó Nolan-. ¿Qué vendrá después? ¿Qué otras historias relacionadas con el caso podemos publicar?
Porter se encogió de hombros.
– Tal vez detengan a alguien.
– Hoy he conseguido que nos concedan otra vez la primera plana -dijo Nolan-. Pero pasado mañana, a menos que descubramos algo, la historia volverá a la sección local. Después pasará a las páginas interiores y finalmente desaparecerá. ¿Qué os parece?
Medité por un instante.
– Tal vez sea lo mejor -dije. Miré a Porter, pero estaba ocupado bebiendo cerveza-. Sé que esto ha causado un gran revuelo, pero, por otro lado, eso sucede con casi todos los crímenes, especialmente cuando nos tocan de cerca. Es probable que éste sea uno de esos casos destinados al olvido, a menos que se practique una detención.
– Supongo que tienes razón -suspiró Nolan-. No me atrae la idea de enterrar el asunto tan rápidamente.
¿Por qué no intentas hablar mañana con algunos médicos, para ver si podemos trazar una especie de perfil psicológico del asesino?
– No lo sé. Los policías no parecen muy interesados en el aspecto psicológico. ¿Sabes? Esa familia debe de estar en muy buena posición. Tal vez haya sido un secuestro frustrado.
– No lo creo -repuso Porter-. Podría equivocarme, pero creo que no tiene mucho sentido. Si ése fuera el caso, habría sido más fácil para los secuestradores arrojar su cadáver a algún pantano de los Everglades; habrían pasado semanas antes de que lo hallaran. Tal vez nunca habría aparecido, habrían clasificado el caso como el de otra adolescente fugada. Fugada, pero no olvidada. Y es probable que los asesinos le pidieran un rescate a la familia, que no estaría al corriente de su muerte. No tendrían nada que perder.
– No está mal tu teoría -opinó Nolan-. Volvamos al aspecto psicológico. Eso mantendrá la historia en el periódico otro día, aunque no en primera plana. -Dirigiéndose a mí, agregó-: Trata de sonsacar información a Martínez y a Wilson. Yo conozco a esos tipos. Seguro que ocultan algo.
Porter se puso de pie para traer tres cervezas más. Lo seguí con la vista mientras se alejaba en la penumbra entre el rumor de la gente que bebía y el tintineo de la caja registradora. Oí una risa procedente de algún rincón del bar.
– ¿Cómo van tus cosas? -preguntó Nolan.
– Bien -respondí-. Ah, Christine te manda saludos.
– Salúdala de mi parte. Me refería al funeral, tu familia, todo eso…
Nolan estaba inclinado sobre la mesa con los ojos fijos en los míos, como si pudiera leer en ellos.
– Gracias por tu interés -respondí-, pero en realidad no hay nada que decir.
– Está bien. Lo olvidaré. Sólo quería estar seguro. Cuando regresaste parecías afectado, y no esperaba verte de vuelta tan pronto.
– He dado con una buena historia, ¿no es así?
– Es verdad, una buena historia. Eso ayuda mucho a recuperarse de los males y los golpes de la vida. -Rió-. Hay muchas cosas que una buena historia puede curar.
– Muchos dolores -dije, levantando mi vaso.
Porter había regresado y se acomodaba en su asiento.
– Por los dolores -brindó.
– Por todos los males del mundo que nos mantienen ocupados -dije.
– Por la buena historia -agregó Nolan. Entonces, todos bebimos entre carcajadas.
Esa noche, en la cama, Christine dijo:
– Se me olvidaba: ha llamado tu padre. Ha dicho que intentaría hablar contigo mañana. Le he advertido que estás trabajando en una noticia importante, pero lo intentará de todas maneras.
Estábamos desnudos en la oscuridad. Yo había abierto las ventanas y oía el zumbido de los insectos nocturnos y, a lo lejos, el ulular lastimero de una sirena: sonaba muy distante, ajena a la noche inmediata que nos cubría. Christine se había destapado y, a la tenue luz de la luna, yo entreveía sus senos y su vello pubiano. Me acerqué y la acaricié. Ella se volvió hacia mí.
– Nunca sé qué decirle cuando llama -me confesó-. Parece bastante agradable, pero me intimida.
Mientras hablaba, sentí su mano sobre mi hombro y su aliento en mi rostro.
– Son sólo sus maneras de abogado -aseguré-. A veces pienso que nació ya adulto de la frente de su padre, como Atenea, recitando sentencias y dictámenes legales, precedentes y agravios, la esencia de su vida. -Oí la risa de Christine-. Desde que recuerdo, siempre ha sido abogado, siempre ha hablado como tal, actuado como tal. Así es en casa. Está la Ley, y luego la ley. Él las define a ambas.
Me vino a la mente la imagen de mi padre, alto, robusto, trabajando en su estudio los domingos, ante tacos de papeles amarillos llenos de notas garabateadas, libros abiertos dispersos en torno a él como cadáveres en un campo de batalla. Podía imaginado así, inalterable a lo largo de los años, ante mis ojos de niño, de adolescente y, finalmente, de adulto.
– ¿Por qué no estudiaste derecho? -preguntó Christine.
– Se daba por sentado que eso era para el mayor. Le ha ido muy bien.
– ¿Qué quería tu padre que estudiaras?
– Nada.
– No te entiendo.
– Para él sólo existen las leyes -contesté-. Aparte de eso, no hay nada. No fui yo quien estudió derecho, sino mi hermano, de modo que no me quedaban carreras importantes que elegir. Bueno, no quiero decir que él no respete mucho la profesión de periodista. Sólo que no es lo mismo que la abogacía.
– Debe de ser triste para ti.
Christine me daba masaje en los hombros. Me volví hacia ella.
– Es algo que ya no me afecta -mentí.
Entonces me atrajo hacia sí, acariciándome la espalda, arañándome ligeramente. Solté un quejido y ella dijo:
– ¿Ves cuánto sabemos las enfermeras acerca del cuerpo?
Christine se fue por la mañana. Había recibido una llamada muy temprano, según escribió en el espejo del baño con carmín. Yo me lo tomé con calma: preparé café, tostadas y tocino, y leí el periódico. La noche anterior, los Red Sox habían derrotado a los Yankees. Luis Tiant había jugado como lanzador durante todo el juego, torciéndose, girando y levantando la pierna con su estilo inimitable, para lanzar finalmente hacia la base del bateador pelotas rápidas con efecto.
Pensé en lo mucho que me gustaba observar a los lanzadores, porque eran ellos quienes marcaban el ritmo del partido.
En la oficina, sobre mi máquina de escribir, me habían dejado el mensaje de que el forense había intentado comunicarse conmigo y que mi padre había telefoneado. Me olvidé de ambos por el momento y descolgué el auricular para llamar al psiquiatra. Era una eminencia, procedente de Nueva York, que trabajaba durante buena parte de su tiempo en los tribunales penales. Había colaborado conmigo en otros artículos como experto, así que pensé que le gustaría que le pidiese su opinión sobre este crimen. Sin embargo, estaba con un paciente, de modo que le dejé un mensaje. Luego me dispuse a leer el Post antes de entregarme a la rutina diaria de hacer llamadas y recabar información.
Advertí que ya habían trasladado la historia a una a página interior y que aportaban poca información nueva. Después de su derrota inicial, daba la impresión de que habían arrojado la toalla. Mejor así, pensé.
Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Recuerdo que no contesté de inmediato, como lo hacía siempre. Supongo que pensé que sería mi padre. En cambio, consulté el reloj y vi que eran las diez de la mañana. Luego, mis ojos se fijaron en el mapa del huracán, al fondo de la habitación. Reparé en que la tormenta había desviado su curso -ahora se dirigía a América Central y contemplé por unos segundos la fotografía del árbol doblado por el viento. Al fin, levanté el auricular.
– Anderson, del Journal.
– Hola -dijo una voz-. Sólo quería que supiera que he estado leyendo sus artículos sobre el asesinato. Me gustan mucho.
– Gracias -respondí.
Mi interlocutor tenía una voz juvenil y hablaba pausadamente. Me formé la imagen mental de alguien de menos de treinta años, que rondaba mi propia edad.
– Quiero decir -prosiguió- que me parecen muy precisos. Y descriptivos.
– Bueno, gracias otra vez -dije. Ya era tiempo de cortar-. Oiga, le agradezco su llamada, pero en este momento estoy un poco ocupado…
El hombre me interrumpió sin abandonar su tono tranquilo, sereno, directo.
– Verá usted -dijo-, tengo un interés especial en sus notas.
Hablaba con un deje amistoso, despreocupado. En general, a quienes llaman para felicitar se les nota el entusiasmo o la vergüenza. Este hombre parecía tenaz y, al mismo tiempo, tranquilo.
– ¿Cómo? -pregunté-. ¿Por qué es tan especial para usted este asunto?
Titubeó apenas un segundo.
– Porque -respondió el hombre- yo la maté.