Esa noche regresé tarde a la oficina. Al entrar en la redacción, percibí la vibración de las rotativas en el suelo, mientras los ejemplares de la primera edición atravesaban la red de catacumbas de máquinas clasificadoras y montadoras. El temblor continuo ascendía por mis piernas y mi cuerpo; al sentarme frente a mi máquina de escribir, sentí que formaba parte de una enorme maquinaria.
Más temprano, Porter y yo habíamos estado en el apartamento de la mujer asesinada. Llamamos a otras puertas, hablamos con los vecinos. Parecían resignados; había cierta tristeza en sus rostros y voces. Ese mismo día, habían visto a los agentes de policía; habían hablado con los detectives, que les habían formulado muchas de las mismas preguntas que yo les hice entonces. Sabían que la mujer había muerto a manos del Asesino de los Números e intentaban no sucumbir al temor después de lo que había ocurrido tan cerca de ellos.
Era una mujer dulce, amable, decían. Siempre tenía una sonrisa a flor de labios, siempre saludaba amigablemente. Sin embargo, era una mujer que, en general, se ocupaba de sí misma y de su hija. No encontré a nadie en el complejo que fuera su amigo. ¿Recibía visitas?, pregunté. Ninguna, respondió la vecina de al lado, una mujer de mediana edad, con el cabello peinado hacia atrás y recogido con un pañuelo blanco. Su esposo estaba detrás de ella y ambos ocupaban el vano de la puerta, reacios a salir al rellano, como si no quisieran abandonar su santuario. Era callada, dijo el hombre; hablaba poco.
Transcribí sus palabras, decidido a citarlas en la entradilla. Me sentía como si participara en una danza muy refinada, una pieza isabelina llena de saludos, reverencias y floreos. Llamaba a las puertas, anotaba las respuestas. Sabía qué dirían los vecinos; podría haber adivinado sus palabras de antemano. Sin embargo, eso formaba parte del ritual periodístico de la muerte. Los reporteros deben interrogar a los vecinos, que siempre aseguran que las víctimas eran calladas y no hablaban mucho con ellos. Entonces los periodistas incluyen este dato en sus artículos.
Detrás de mí, Porter tomaba fotografías, maldiciendo la iluminación del lugar; el flash resplandecía una y otra vez, otro paso de la danza. No tardamos mucho en localizar al encargado del edificio. Era un hombre mayor; caminaba con lentitud y parsimonia, pasándose la mano por la cabeza para apartar de sus ojos los mechones grises. Me informó de que la mujer pagaba el alquiler con puntualidad, que rara vez se quejaba. Él le había reparado una vez un inodoro obstruido, y ella le había mostrado fotos de su familia, que vivía en la Costa Oeste. Él tampoco había visto nunca que ella recibiese a amigas ni a hombres.
Al principio, se resistió a dejarnos entrar en el apartamento (propiedad privada, decía), pero insistí, intenté engatusarlo y, finalmente, descubrí que lo más eficaz era un billete de veinte dólares.
– Cinco minutos, nada más. Como máximo -nos advirtió mientras se guardaba el dinero en el bolsillo de la camisa-. Lo justo para que echen un vistazo, eso es todo. Y no toquen nada.
Abrió la puerta después de asegurarse de que no hubiese algún vecino en el pasillo. Parecíamos ladrones, ansiosos por robar algunos detalles, un poco de sustancia, para que la mujer pudiera revivir en la mañana, en las columnas impresas del periódico. No bien habíamos entrado, oí el chasquido de la cámara de Porter.
En una pared había una hilera de fotos; la mujer y su hija, bajo un árbol, sobre una extensión de césped. Vi otras, más pequeñas: imágenes de la niña desnuda, gateando; la madre, meciéndola en sus brazos. Había un retrato de la familia: reconocí al esposo y supuse que los demás serían parientes. Todos miraban a la cámara, sonrientes.
Me aparté y examiné el interior del apartamento. Había dos dormitorios pequeños, ambos inmaculados, decorados con encajes y colorines. Un hogar femenino, pensé. Sobre la cuna de la niña colgaba un móvil de animalitos de plástico, leones y elefantes. Junto a la cama de la mujer, había un best seller abierto, un libro de autoayuda. Anoté el título, tomé e! libro y leí la máxima: «Vive cada día como si fuese un nuevo reto.» También escribí esta frase.
El anciano comenzaba a impacientarse. Me dirigí a la cocina. Había potitos y bandejas de comida preparada dentro de la nevera. Pegado a la puerta de ésta, había un papel con un plan de dieta. En la sala vi una cadena de música, cintas y discos. Les eché una ojeada rápida; databan de finales de los sesenta: el sonido de California, rock and roll. Todo estaba ordenado, cada cosa en su lugar. Los muebles eran modernos pero no llamativos, de los que se compran en los almacenes que venden a precio de fábrica. Había dos pósters en las paredes, Con marcos de metal: uno de la activista Carita Kent con el mensaje «Tratad a los demás…» y una reproducción del famoso cuadro de Sacco y Vanzetti pintado por Ben Shahn. Me pregunté si ella sabría quiénes eran.
El encargado estaba en la entrada, haciéndonos señas con las manos para que saliésemos del apartamento. Asentí y crucé la puerta. Porter salió tras él.
– Ha sido difícil -me dijo-, pero he tomado fotos de los retratos de las paredes y de los dos dormitorios. Creo que saldrán bien.
El encargado nos preguntó si deseábamos algo más. Parecía irritado. Le respondí que su noche no había hecho más que comenzar, que pronto sería emitido el comunicado de prensa y que probablemente la gente de televisión invadiría el lugar tratando de llegar antes del plazo de las once de la noche a fin de conseguir material para el último noticiario. Mientras se lo decía, vi que la primera furgoneta de la televisión entraba en el aparcamiento.
Nos marchamos. Sin embargo, antes de subir a nuestros coches, Porter se volvió hacia mí y sacudió la cabeza.
– ¿Te das cuenta -dijo- de que todas las víctimas son gente de lo más común y corriente? Salvo para quienes los conocen, creo.
Agachó la cabeza y se sentó al volante. Cerró de un golpe la puerta, que cortó sus pensamientos como un cuchillo.
Entonces supe por qué el asesino había esperado tanto para llamar. Era una prueba. Quería ver cuánto tardaba la policía en identificar a la mujer.
Esa noche, cuando regresé a la oficina, el plazo estaba a punto de cumplirse; no había tiempo para pulir las palabras. Colocaba una hoja en blanco tras otra en la máquina de escribir. Nolan seguía allí, atento al artículo, revisando cada página que salía de mi máquina con el ordenador. Hablaba poco; sólo me exhortaba de vez en cuando a que me diera prisa.
La víctima más reciente del llamado Asesino de los Números ha sido identificada por la policía como una mujer divorciada que residía en un complejo de apartamentos de la zona este.
Los amigos y vecinos de Susan Kemp la describen como una mujer amistosa y sociable, que vivía un tanto aislada en su apartamento. Se volcaba, según dicen, en el cuidado de su hija Jennifer, de veintiún meses.
El ex marido de la víctima, el empresario de Tampa Martín Kemp, llegó ayer a Miami para hacerse cargo de la niña y proceder a la identificación del cuerpo de la mujer.
La policía sigue investigando los medios de los que se sirvió el asesino para raptar a la señora Kemp y los motivos que condujeron al crimen. Por el momento, el asesino no ha vuelto a telefonear para exponer su versión de los hechos, como hizo después de cada uno de los asesinatos anteriores.
El artículo continuaba con una descripción del apartamento y de las fotos en la pared. Intercalé en el texto citas de los vecinos y del marido. Referí su reacción de angustia en uno o dos párrafos en medio de la crónica. Volví a escribir sobre los esfuerzos de la policía y su frustración. Cité a Wilson, pero no mencioné su nombre, y omití las palabrotas.
Para finalizar, describí en el último párrafo los pósters colgados en la pared del apartamento de la víctima, el colorido brillante sobre fondo blanco en la imagen de Corita Kent, y los ojos severos y negros de los dos trabajadores torturados del cuadro pintado por Ben Shahn. Dejé que esa descripción condujera al mensaje del libro que estaba abierto junto a la cama.
Observé los ojos de Nolan mientras leía el final, la última página que había pasado por la máquina de escribir. Vi que movía la cabeza lentamente, en señal de aprobación. Sus dedos se deslizaron por el teclado para hacer una sencilla corrección y luego pulsaron la tecla que enviaba el artículo electrónicamente a los encargados de diagramación. Levantó la mano, en una especie de saludo militar, y sonreí. Miró el reloj de pared.
– Saldrá en casi toda la tirada -dijo-. Tal vez en toda la final y en toda la local. La de la calle ya ha salido, pero… -Se encogió de hombros. Me acompañó a mi escritorio y posó la mano sobre mi hombro-. ¿Por qué no te vas a casa, a descansar un poco?
"Pensé en mi padre. Cuando yo tenía diez u once años, a veces venía a jugar al tenis conmigo. Yo estaba aprendiendo; él era un experto. Sus robustas piernas le permitían alcanzar una velocidad notable. Tenía los brazos rápidos. Corría sin esfuerzo, me hacía ir de un lado a otro de la pista hasta que cometía un error inevitable. Entonces bromeaba: «¿Necesitas tomarte un respiro?»
Miré a Nolan y negué con la cabeza.
– Él llamará ahora. Tal vez mañana. Tal vez pasado mañana. Después de que lea la crónica.
– ¿Aquí o a tu casa?
– No lo sé. ¿Qué diferencia hay?
– En realidad, ninguna -dijo Nolan-. Pero de todos modos deberías descansar un poco.
Salimos juntos de la oficina, pero no volvimos a hablar esa noche. Me equivocaba. Sí había diferencia.
Entonces yo no sabía que Martínez y Wilson habían recurrido a un juez amigo suyo, ex policía, que les había concedido una autorización para intervenir mi línea telefónica privada. Tampoco sabía que la compañía de teléfonos había desarrollado un sistema lento pero preciso para rastrear las llamadas recibidas por medio de un ordenador en su central principal. Estos hechos me fueron explicados más tarde por Martínez, que me contó algunas cosas que habían ocurrido en mi ausencia. Yo había supuesto tontamente, cuando los detectives me dijeron que no podían rastrear las llamadas realizadas a mi oficina, que esta imposibilidad se extendía a mi teléfono privado. No vi al detective vestido con ropa de trabajo, pantalones color caqui y camisa tejana, que entró detrás de mí en el edificio y se dirigió al sótano, donde se hallaban las terminales telefónicas. Lo conocí más tarde: era un hombre con aspecto de ratón de biblioteca, un técnico con gafas. Él era el escucha; tenía dos cables conectados a la terminal de mi teléfono y uno que lo comunicaba con la jefatura de policía. Otro hombre esperaba en las oficinas de Southern Bell: era el operador que comenzaría a introducir posibles centrales en el sistema informático hasta dar con la correcta. Entonces todo era cuestión de hacer que el ordenador comprobara todas las líneas abiertas en dicha central hasta encontrar la conexión correcta.
Cuando realizaron una prueba, según me dijo Martínez, tardaron poco menos de diez minutos en rastrear un teléfono.
Christine ya no quería atender el teléfono cuando estábamos en casa, por la noche. Alegó que no quería que el asesino supiera que ella estaba allí; no quería que supiese nada. De hecho, apenas toleraba que llamase alguien; en varias ocasiones descubrí que lo había dejado descolgado.
La noche siguiente a la publicación de la última crónica, el asesino telefoneó. Ni siquiera miré a Christine, que, como la vez anterior, estaba sentada a la mesa de la cocina, observando y escuchando la mitad de la conversación, rellenando los huecos que dejaban mis largos silencios con la imaginación. Era casi medianoche cuando sonó el teléfono, y la insistencia de los timbrazos parecía indicar que se trataba del asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular.
– Ten cuidado -me advirtió Christine mientras lo hacía.
– ¿Sí? -contesté.
– Soy yo. Supongo que me esperaba.
– Sabía que llamaría.
– Sí. -Su voz sonaba distante, imprecisa, como si pensara mientras hablaba-. Creo que sí. Así que era divorciada. Me dijo que su marido regresaría pronto a casa, que ella debía estar allí para recibirlo. Casi todo el tiempo estuvo histérica, y sólo recobró la cordura cuando la niña comenzó a llorar.
En el sótano, el detective se puso rígido. Por un momento sintió una oleada de calor. Escuchó durante sólo unos segundos antes de marcar el número de la jefatura. Era un hombre joven, excitable. Marcó mal y maldijo; luego lo intentó de nuevo. Según dijo más tarde, la oscuridad del sótano le parecía más profunda que la de la noche. Al cabo de un segundo, contestó un detective de la jefatura.
– Es él -susurró el hombre del sótano-. ¡Están hablando ahora!
Y siguió escuchando la voz del asesino.
– Ella fue la más difícil de raptar, ¿sabes?
Hablaba en un tono sereno y pausado, desprovisto por completo de su jocosidad habitual. Yo tomaba notas con la mayor rapidez posible.
– Tuve que observarla durante varios días para comprender su rutina. Parecía una persona metódica, limpia y ordenada, de esas que recorren el mismo camino todos los días. A media tarde, sacaba a pasear a la niña. Salían del apartamento y doblaban a la derecha, hacia las pistas de tenis. Allí la esperé. Fingí estar reparando mi automóvil, junto a la acera. Tenía el capó y el maletero abiertos. Recuerdo que era un día tan claro que me pareció que el sol era un reflector que me buscaba, iluminándolo todo… cada pequeño movimiento, con su haz. Ella se acercaba. Miré alrededor y no vi a nadie. Preparé la automática. Ella estaba más cerca. Notaba la tensión en mi boca, respiraba el miedo con cada bocanada de aire. Es que nunca había trabajado en pleno día, ¿sabe? Entonces ella llegó junto a mí, me miró y me dedicó una sonrisa tímida, amistosa.
A continuación hizo una pausa, pero yo no llené el silencio con una pregunta.
En la central telefónica, el detective supervisaba el ordenador. Primero introdujo todas las combinaciones de tres cifras con que comenzaban los números de teléfono de todas las zonas de Miami. Él también sudaba, observando cómo el sistema digería los datos y rechazaba cada serie de tres cifras; luego, introducía una nueva.
Wilson y Martínez también aguardaban en el aparcamiento de la jefatura de policía. El motor del coche patrulla estaba encendido y tenían el aire acondicionado a toda potencia. Esperaban que les hablaran por radio para darles una dirección.
– Ella no gritó al ver la automática. Se tapó la boca con la mano, como para ahogar un grito, pero conservó la calma. Le indiqué que subiera al coche con el bebé. Parecía aturdida, de modo que hube de repetírselo. Pero no tuve que tocarla, eso fue lo más extraño. Enseguida comenzó a cooperar; levantó a la niña del cochecito y subió. Plegué el cochecito y lo puse en el asiento trasero, junto con las provisiones que llevaba. Sin soltar la automática, y procurando que ella no la perdiese de vista, arranqué.
De nuevo se quedó callado.
– ¿Por qué ella? -pregunté.
– Una madre y su bebé -dijo-. Yo quería una madre con su bebé.
Hizo otra larga pausa y yo cerré los ojos.
– Hay una fotografía muy famosa -prosiguió-, tomada al principio de la Segunda Guerra Mundial. En Hong Kong, creo. No, era en Shanghai. Cuando los japoneses bombardearon la ciudad. En el centro de la foto aparece un bebé, cubierto de polvo, con la boca abierta, llorando de miedo y llamando a su madre a gritos. Al fondo, lo único que se ven son restos quemados, escombros; el cataclismo causado por las bombas. Recuerdo que, al ver esa fotografía, me pregunté dónde estaría la madre. Y me pregunté qué habría sido de la criatura. Supongo que ambos murieron. Supongo que los niños siempre mueren.
»Esta mujer, la señora Kemp (¿sabe que yo ni siquiera sabía su nombre?), no fue la primera madre que maté. Hubo otra, que también llevaba un bebé, con la misma actitud protectora y asustada. En Vietnam. Como ya le he dicho, se produjo un incidente, y ella desempeñó un papel importante en él.
»Entonces tomó aliento, con una respiración rápida y ronca.
En la central telefónica el detective maldecía para sí. Eso estaba llevando más tiempo que la prueba.
– ¿Dónde estamos? -gritó a un técnico que estaba sentado ante una hilera de pantallas llenas de los números electrónicos que arrojaban los ordenadores.
– Cayo Vizcaíno -respondió el técnico-. Centrales siete sesenta y cinco.
Sus dedos introducían números en el teclado. De pronto, él se recostó en su silla y se volvió hacia el detective.
– ¡Lo tengo! -exclamó-. Está en el cayo.
El detective se volvió hacia el teléfono y llamó a la jefatura.
– No hablamos -continuó el asesino-. Ella estaba demasiado alterada. Todo el tiempo preguntaba: «¿Qué piensa hacer con nosotros?» Creo que temía que la violase. Intenté decírselo, pero no quiso escucharme. Finalmente, el sol se puso. Entonces la obligué a comer y le indiqué que alimentase a la criatura y le cambiara los pañales. Yo había construido el pequeño refugio para la niña, quien poco después, se durmió. Pero la mujer pasó la noche con los ojos clavados en mí. La luz de la luna le daba en la cara, que parecía inflamada de miedo. Después de mucho tiempo, renuncié a intentar conversar con ella. Me daba igual. Tenía las manos atadas, no podía ir a ninguna parte. Le dije que intentara dormir y la hice apartarse de la niña, hasta el sitio donde ustedes la encontraron. Estaba inquieta, pero el pánico deja exhausta a la mayoría de la gente, y finalmente, de madrugada, se durmió.
»Esperé hasta estar seguro de que ella no sentiría nada. ¿Sabe una cosa? El disparo ni siquiera despertó al bebé. Siguió durmiendo. Sin embargo, las aves levantaron el vuelo de repente, graznando y chillando. En su mayoría eran garcetas y gaviotas; vi sus plumas blancas. -No dijo nada por unos minutos-. Eso es todo -añadió al fin-. Estoy cansado.
– ¡No se vaya! -exclamé.
– ¿Qué? Volveré a llamarlo. Más tarde.
– Quiero que nos veamos -dije-. Cara a cara.
Silencio. Oí que Christine reprimía un grito y susurraba: «¡No!»
– No sea ridículo -espetó el asesino.
Rió brevemente y colgó. Me volví hacia Christine, pero ella ya estaba llorando, de espaldas a mí. Quería explicarle que ésa era la única oportunidad de atraparlo, pero no pude hallar las palabras, de modo que simplemente me senté frente a ella, sintiendo crecer la distancia entre nosotros.
En el sótano, el detective consultó su reloj. -¡Mierda! -dijo-. Ocho minutos.
El automóvil de Martínez y Wilson atravesaba rápidamente la oscuridad. Avanzaban por el centro de la ciudad, saltándose los semáforos en rojo. Martínez conducía; más tarde me contó lo excitado que estaba. Pensaba que todo aquello tocaba a su fin. Mientras Wilson ponía a punto su revólver, casi sin advertir la brusquedad con que su colega doblaba las esquinas. El rugido del motor se intensificó después de que pasaran por la cabina de peaje y tomasen la autopista. A ambos lados, la luna se reflejaba en las aguas de la bahía y más allá las luces de los altos edificios de apartamentos que descollaban sobre la costa brillaban como faros. Martínez aceleró a ciento veinte, luego a ciento cuarenta, y las ruedas chirriaron al pasar sobre el puente, dejando atrás las playas desiertas. En la central telefónica, el detective se enjugó el sudor del rostro.
– Ha colgado -dijo-. ¿Dónde estaba?
El técnico, inclinado sobre la pantalla, observaba la última criba que realizaba el ordenador. Lanzó una pequeña exclamación de alborozo y apretó el puño.
– ¡Lo tengo! -gritó. Marcó los números en el teclado, miró la pantalla que centelleaba y luego introdujo una dirección-. ¡La cabina telefónica de la caseta de información turística!
El detective gritó la dirección al auricular y luego se dejó caer sobre la silla.
– Lo tienen -dijo.
La voz de la radio sonaba débil, incorpórea. Les comunicó la dirección a los dos detectives y luego emitió una llamada a todas las unidades del cayo. Martínez soltó una palabrota e hizo dar al vehículo un giro de trescientos sesenta grados: las ruedas chirriaron y el volante vibró bajo sus manos.
– ¡Maldición! -dijo Wilson-. Nos hemos pasado. Los detectives enfilaron el camino de regreso a la carretera, en sentido contrario por la calzada de cuatro carriles.
La caseta de información turística es una construcción pequeña con una ventanilla. Sólo está abierta durante la temporada de invierno. Detrás de ella, hay un teléfono público, a unos treinta metros de la calle, rodeado de palmeras y helechos. Es un lugar solitario.
Para entonces, el sonido de las sirenas inundaba toda la zona. Los dos detectives llegaron primero: su automóvil patinó y se inclinó a un lado bajo la presión de los frenos. Según me contó Martínez, ya había sacado su arma mientras bajaba y se agazapaba en la oscuridad. Wilson corrió con la pistola en la mano hacia la cabina. Estaba vacía.
– ¡Maldición, el puente! -gritó Wilson.
Corrió al automóvil, tomó la radio y ordenó al operador que mandase cortar el tráfico del puente y no dejase salir los vehículos que circulaban por él. Había ya media docena de coches de policía frente a la cabina: sus luces proyectaban sombras sobre los helechos y las palmeras, despidiendo destellos rojos y azules en la oscuridad.
Los agentes regresaron a sus coches y se dirigieron hacia el puente, situado a casi cinco kilómetros de allí. Martínez avistó la barrera al salir de debajo de los árboles, a la tenue luz de la luna. Había cuatro automóviles detenidos, esperando. Él y Wilson bajaron del coche patrulla, empuñando sus armas, y comenzaron a recorrer la fila lentamente, escudriñando en la penumbra a las personas que ocupaban los vehículos.
En el primero, una camioneta, había una familia: un hombre, una mujer y dos niños dormidos en el asiento trasero, cubiertos con una manta. El hombre bajó la ventanilla.
– ¿Qué sucede? -preguntó-. Venimos de visitar a unos amigos.
Pero ninguno de los dos detectives le respondió. Siguieron caminando hacia el frente: Martínez del lado del conductor y Wilson del lado del acompañante.
En el siguiente automóvil, un Volkswagen, había dos jóvenes. Se quedaron mirando las pistolas de los policías en silencio, asustados. Martínez oyó detrás de sí el sonido de portezuelas que se abrían y se cerraban mientras los demás agentes hacían bajar a la gente. Era vagamente consciente de la presencia de Wilson, que avanzaba al mismo ritmo, como si marcara el paso con él.
En el tercer automóvil había una pareja de personas mayores; los detectives pasaron de largo. La mujer ahogó una exclamación al ver las armas. Más tarde, Martínez me dijo que el flujo de la sangre en sus oídos, constante, palpitante, le recordaba el rumor de las olas. Sentía calor bajo el cuello de la camisa; era un momento de emoción abrumadora.
En el último coche de la fila había una sola cabeza, la del conductor. Mantenía la vista fija al frente. Martínez notó que los músculos de la mano se le tensaban casi hasta acalambrarse en torno a la culata de su revólver. Por un momento, pensó en la pequeña automática suplementaria que llevaba sujeta a la pantorrilla, bajo los pantalones. Se preguntó si le habría quitado el seguro. No podía recordado.
Él y Wilson continuaron avanzando lentamente, con paso vacilante, como si caminaran sobre hielo. A poca distancia de la puerta, Martínez se detuvo.
– ¡Usted! -gritó-. ¡El del coche! ¡Policía! ¡Salga con las manos en alto!
Entonces hubo un momento en que Martínez contuvo el aliento. Vio que la figura comenzaba a moverse despacio. El detective advirtió que el arma de su compañero apuntaba a la cabeza del conductor. Observó, con el revólver levantado, que la puerta se abría y salía primero una pierna y luego un torso. Se esforzó por distinguir algo contra la luz de la luna y las de la ciudad, que resplandecían al otro lado de la bahía. El sudor comenzó a caerle sobre los ojos y parpadeó para aclarar la vista. Tenía una linterna en la mano izquierda. Cuando la figura se volvió hacia él, el detective gritó: «¡No se mueva!» y la encendió. El potente haz de luz atravesó la oscuridad y dio de lleno en la cara del conductor, que se llevó la mano a los ojos. Entonces Martínez oyó la voz de Wilson, atronadora y furiosa:
– Joder, joder, joder. ¡Maldita sea!
El conductor era una mujer; la luz de la linterna brillaba en su cabellera rubia. Martínez dio media vuelta, mientras Wilson comenzaba a dar una explicación, y se acercó al borde del puente. Más tarde me contó que había contemplado las aguas, mareado, afectado aún por la tensión, escuchando el sonido de las olas al romper contra los pilares. Dijo que el sonido se le antojó una risa, las carcajadas del asesino que había escapado y vagaba libre por la ciudad.