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– He leído su artículo, el de las reacciones de la gente -dijo-. Me ha gustado en particular la parte sobre la armería. Me pregunto cuántas de esas personas se las ingeniarán para pegarse un tiro mientras intentan aprender a manejar su arma. Eso es algo que vi en la guerra; a veces, el miedo era tan fuerte que superaba la aversión natural al dolor autoinfligido. Sucedía en los campamentos, esos lugares polvorientos, calurosos y desagradables donde nos sentábamos a esperar la próxima incursión en la selva, que era un sitio aún peor. En los campamentos, el tiempo transcurría muy lentamente; uno siempre tenía la impresión de que tardaba el doble en hacer cualquier cosa, por el calor tan intenso. El sudor me chorreaba por los brazos.

»Como decía, en los campamentos reinaba una especie de quietud militar. Se oían los sonidos comunes: helicópteros que llegaban o partían, voces que protestaban. Periódicamente, sonaba un ruido más claro, más retumbante, más familiar: el disparo de un M-16. Luego gritos de alguien que pedía un médico y, a veces, alaridos de dolor. Siempre encontrábamos al soldado herido con un agujero de bala en el pie izquierdo o con un dedo menos. Yacía en su litera, rodeado de trapos que olían a líquido limpiador. Sus primeras palabras eran: "Estaba limpiando esta jodida cosa cuando se ha disparado sola." Entonces venían los asistentes sanitarios y se lo llevaban. En realidad, todos sabíamos lo que había ocurrido. Pero a nadie le importaba. Al menos, a mí no. Yo cerraba los ojos y escuchaba los sonidos de la base, los gritos y todo eso, y dormía. Nunca llegué a tener tanto miedo.

Mientras él hablaba, yo gesticulaba frenéticamente, simulando escribir en el aire, para que Christine me trajese papel y lápiz con que tomar notas. Ella asintió impasible. Al cabo de unos segundos volvió a mi lado con una docena de hojas y un bolígrafo. Escribí en la primera página:

EL ASESINO

Luego la subrayé tres veces y se la entregué. Christine se llevó la mano a la boca en un movimiento rápido y reflejo, y vi que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se sentó a la mesa, frente a mí, y no dejó de observarme a lo largo de toda la conversación, según me contó más tarde, pues yo me había concentrado en el teléfono y en las hojas en blanco. Comencé a llenarlas cuando el asesino continuó hablando.

– Bueno, como le decía, he leído su artículo con interés. Toda esa gente preocupada… Piense en todo el gasto de energía que inspira el simple temor a lo desconocido, a lo inmanejable. Supongo que todos los aficionados a la psicología y a la criminología piensan que eso me confiere una sensación de poder. Pues bien -rió-, están en lo cierto. Es verdad; me encanta. -Con un deje de furia en la voz, agregó-: Toda esa gente me da asco. Esos tipos presuntuosos de los barrios residenciales que compran armas (como si supieran usarlas), toda esa gente que habló con usted en la calle, todos los tópicos que soltaban, su pánico ante la amenaza que pende sobre sus vidas mediocres y confortables… Ojalá pudiera matarlos a todos… -Vaciló-. Bueno, tendré que conformarme con lo que pueda, ¿verdad? Pero quiero que toda esa gente empiece a sentir en el estómago la peor clase de miedo, ese contra el que no se puede luchar. El miedo perfecto. Quiero que me consideren un cáncer en la sociedad, una lacra que está destruyendo sus vidas. -Inspiró profundamente-. Los odio a todos. Ni siquiera encuentro palabras para expresar lo que siento.

Yo oía su respiración, agitada pero regular, como la de un corredor en mitad de una carrera.

– Usted es escritor. Expréselo usted.

– ¿Y si dejamos de escribir sobre el tema? -pregunté-. ¿Y si el periódico deja de publicar las notas? ¿Qué pasaría si dejáramos de hacernos eco de lo que usted dice?

El asesino hizo otra pausa.

– Bueno -respondió al fin-, estoy seguro de que a los canales de televisión les encantaría emitir mi voz en antena. -Soltó una risotada-. Aunque a decir verdad, prefiero que las noticias sobre mí tengan más sustancia, ver mis pensamientos y mis palabras impresas. El periódico está allí, todo el día, a la vista de todos. No es como un noticiario de televisión, que dura muy poco y se acaba de golpe. Por eso prefiero contar con su cooperación. Pero no es esencial.


Por la ventana de la cocina vi que oscurecía. El teléfono era un modelo de pared con cable largo. Me dirigí al fregadero, para alejarme por un momento del papel y las notas, con la intención de poner en orden mis pensamientos. Atisbé la palidez de la luna a través de las ramas: el árbol estaba bañado en un resplandor tenue.

El asesino prosiguió.

– Mientras leía su artículo se me ha ocurrido otra idea, muy extraña. Me he puesto a pensar en mi niñez, especialmente al leer los párrafos en que usted describía a esas mujeres y los niños en los columpios. Cuando era pequeño, mi madre me llevaba al parque a jugar. Entonces vivíamos en un pueblo y recuerdo que los niños se turnaban para columpiarse, y balanceaban las piernas adelante y atrás lo más rápidamente que podían. Yo también lo hacía, y aún recuerdo que el arco de la parábola que describía mi columpio se hacía más amplio a medida que imprimía más fuerza al movimiento. Las manos, los dedos se me ponían blancos de aferrar las cadenas. Cuando alcanzaba el punto más alto del arco, echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo por un momento, como si volara; luego, cuando el columpio comenzaba a descender, cerraba los ojos. Entonces experimentaba lo más próximo a una sensación de ingravidez, o eso imaginaba yo. A veces revivo esa sensación cuando apunto a la cabeza de alguien con la 45. La tuve por primera vez en Vietnam. Ahora la tengo aquí, en mi país, exactamente la misma sensación de la niñez, el delicioso vértigo que provoca el no estar en contacto con la tierra. ¿Alguna vez ha sentido algo similar?

La pregunta me des concentró y respondí lo primero que me pasó por la mente.

– Quizás al estar con una mujer, a veces.

Soltó una carcajada: un brusco sonido ronco.

– ¿Y por qué no? -dijo-. Con una mujer, sí. La sensación de dejarse llevar, de volar en libertad. No está mal, no está mal en absoluto. ¿Sabe, Anderson? -dijo, y su voz pasó de un tono vagamente jovial a uno de ira-. Estuve con una mujer por primera vez cuando servía en el ejército. Ya había cumplido diecinueve años y era un soldado entrenado para matar. Cuando era niño y vivíamos en la granja, observaba aparearse a los animales con cierta fascinación, de envidia por su falta de pudor, porque simplemente seguían su instinto. Cuando era muy pequeño, había una niña que vivía en la casa de al lado, y a menudo (ya sabe, antes de que tuviésemos conciencia de que hacíamos algo malo) ella y yo jugábamos en el bosque cercano a las casas. En realidad, no era un bosque, sólo un grupo de árboles y arbustos silvestres que habían crecido como una especie de seto a un costado de las casas.

»Allí no había mucho espacio; la maleza estaba muy crecida y formaba matorrales muy densos. Era un lugar perfecto para los niños; nos deslizábamos por debajo y alrededor de los arbustos y los árboles, ocultos a la vista de nuestros padres.

»Ella era adoptada. Yo pensaba que la amaba y que algún día nos fugaríamos juntos. Yo tenía seis años; ella siete, y jugábamos juntos en esa arboleda. Al principio eran simples juegos de niños: el escondite, ese tipo de cosas. Luego ella empezó a traer sus muñecas; tenía dos muñecas de trapo hechas en casa, que siempre estrechaba en sus brazos. Decía que eran nuestra familia y que allí estábamos en nuestro hogar. El sitio se convirtió en una casa imaginaria. En el verano nos tendíamos bajo los árboles, escondidos, y planeábamos nuestra huida para cuando fuéramos un poco mayores.

»Íbamos completamente desnudos. Me acuerdo de cada centímetro de su cuerpo, la piel bronceada de sus brazos y sus piernas, pero rosada en las partes que le cubría el vestido. Nos tendíamos juntos, a veces nos abrazábamos, y no he olvidado la sensación de su cuerpo junto al mío, agradable, cálido, a la sombra de los árboles y arbustos. No me cansaba de mirada, de contemplar todos los rincones secretos de su cuerpo. A veces extendía los dedos y la acariciaba suavemente, procurando no molestarla de ningún modo. Era como tocar la luz, y recuerdo que yo temblaba, de veras, temblaba de emoción, al mirar sus ojos cerrados…

Se interrumpió y la línea quedó en silencio.

– ¿Y qué sucedió? -pregunté.

– Mi madre nos descubrió. Lo recuerdo como una sucesión de fotogramas. Primero yo, incorporándome de pronto al oír un sonido extraño procedente de los arbustos, luego apresurándome por recoger mi ropa. Mi madre gritando, furiosa, con una voz atronador a como un disparo. La niña llorando. Me escabullí entre las zarzas y, esa noche, cuando regresé a casa, mi madre me obligó a quitarme la ropa para que mi padre viese los arañazos y cortes que me había hecho al tratar de escapar de ella.

– ¿Y?

– Me pegaron. -Su voz sonó como si estuviese encogiéndose de hombros-. A ella también. Las dos familias se pusieron de acuerdo para arrancar los arbustos y cortar algunos árboles. «Sacaremos buena leña de aquí», recuerdo que dijo mi padre mientras levantaba el hacha por encima de su cabeza y descargaba un golpe en la base de un abedul.

»La otra familia se mudó a otra parte poco después. Nunca supe por qué. Otro empleo, otra oportunidad. ¿Quién sabe?

– ¿Nunca lo averiguó?

– Yo la amaba -dijo-. No, nunca lo averigüé.

Entonces se impuso el silencio, y mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad. Pensé en los cambios de humor que manifestaba el asesino; su estado de ánimo pasaba de una cordialidad jocosa a un odio oscuro y profundo. Pero cuando hablaba de su familia, de su infancia, adoptaba un tono vago y suave. Era como si hablar de sus recuerdos aplacara su furia.

– Un buen día, poco después de que la niña y su familia se marcharan, mi madre se atragantó. Hacía calor como ahora en esta ciudad, un calor que prácticamente impide pensar en otra cosa y un sol que pega como el estallido de explosivos potentes. Mi padre había salido: tal vez estuviese en la escuela. En general, se llevaba su almuerzo y no regresaba hasta avanzada la tarde, incluso durante el verano, cuando no daban más que clases de refuerzo para los niños que no pasarían de curso.

»Por eso, mi madre y yo estábamos solos en la casa, sofocándonos de calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no corría aire. Era la hora de almorzar, y observé a mi madre levantarse del diván donde había estado descansando. Llevaba una de esas batas de estar por casa pasadas de moda, de las que se abrochan al frente. La tela era floreada.

»Ella había estado tendida en el diván, quejándose del bochorno, con un vaso de agua a su lado y un pañuelo mojado sobre los ojos. A lo lejos se oían los toques de silbato de una estación de ferrocarril que estaba a pocos kilómetros de allí. El sonido parecía flotar suspendido en el aire. Mi madre se había desabrochado la bata. Tenía la piel enrojecida, con algún tipo de sarpullido, supongo. Se había abierto la bata de modo que apenas le cubría los senos. Miré su pecho, que subía y bajaba con el esfuerzo de respirar aquel aire estancado. Vi las gotitas de sudor que se habían formado entre sus senos y se deslizaban hasta su vientre. Cuando ella oyó el primer pitido, bajó las piernas del diván y, por un momento, permaneció sentada, bamboleándose ligeramente como si estuviese mareada. Tomó el pañuelo, lo mojó en el vaso de agua y luego lo escurrió sobre sí; el agua se mezcló con su sudor y goteó sobre su regazo.

»Luego se puso de pie, me lanzó una mirada extraña y se lamentó: "Dios mío, ojalá viviéramos en algún lugar donde soplara la brisa. Cerca de un lago o en las montañas. ¡Te juro que nunca volveré a sentir fresco!" Echó la cabeza atrás, como si buscara alguna señal de viento. Yo permanecí en mi silla, con la vista fija en ella. Me preguntó si me había portado bien. Luego, con el mismo tono infantil, que ella sabía que ya no era adecuado conmigo, dijo que prepararía algo de almorzar. Se dirigió perezosamente a la cocina, y yo la seguí.

»Allí hacía también mucho calor. Nos sentamos a la mesa de la cocina. "Ven aquí", me dijo, "frótale un poco en la frente a tu madre". Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y comencé a acariciarle la frente. Ella murmuró algo y vi que sonreía. Su cuerpo se relajó. Después de un momento, abrió los ojos y me miró. "Serás un chico mejor", dijo, "entonces serás mío para siempre". Para siempre. ¡Qué palabras tan vacías!

»Se puso de pie y abrió la pequeña nevera. Había rosbif que había sobrado de la cena. Ella cortó dos rebanadas, una para sí, la otra para mí y las sirvió frías en un plato. Cortó la suya en grandes trozos y comenzó a llevárselos a la boca Rápidamente, masticando con avidez.

»Por un momento, sus mandíbulas dejaron de moverse, y recuerdo el cambio que se produjo en su rostro, al que asomó una repentina expresión de sorpresa, de asombro. Ella emitió un quejido agudo, mezcla de gorjeo y grito, y se puso más pálida de lo que nunca la había visto. Respiraba con dificultad, y me percaté de que un trozo de carne atascado en la garganta. Echó los brazos hacia atrás como si fuesen alas, tratando de golpearse la espalda para expulsar aquel pedazo de comida. Me indicó por medio de gestos que la ayudara, mientras se metía los dedos en la boca. Yo estaba clavado en la silla.

»Entonces, mientras yo la observaba, ella se levantó de un salto y se arrojó violentamente contra la pared. Sólo cuando cayó al suelo me puse de pie y me acerqué a ella. Le di un puñetazo en el centro de la espalda y esperé un segundo. Su respiración sonaba más entrecortada, así que volví a golpearla. Luego otra vez, y otra y otra más, hasta que advertí que ella aspiraba aire a grandes bocanadas y que el trozo de carne se había desatascado. Cerré los ojos. Ella se quedó tendida en el suelo, con la bata desabrochada, caída hasta la cintura.

»Me arrodillé junto a ella, sin apartar la vista de su cara, esforzándome por no mirar las partes de su cuerpo que habían quedado al descubierto. Ella tomó aliento lenta y profundamente. Nos quedamos así durante un rato. Luego ella abrió los ojos, extendió la mano y me acarició la mejilla. "Gracias", dijo. Supongo que pensó que mis golpes la habían salvado, aunque yo creo que no. ¿Quién sabe? Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza. Entonces sentí que era yo quien, de pronto se ahogaba, quien no podía respirar. Sentía el sudor de su cuerpo contra mis labios. Era como estar en una habitación en la que se apagan las luces inesperadamente. Cerré los ojos y escuché palpitar su corazón. A veces, cuando por las noches el fuego defensivo de artillería, pasaba silbando muy alto y explotaba a cien metros de distancia, la tierra se estremecía. El sonido me recordaba a los latidos del corazón de mi madre.

Noté que estaba bañado en sudor y el auricular se adhería a mi oreja.

– ¿De dónde llama? -pregunté.

Guardó silencio por unos instantes y luego se rió.

– Es sólo un teléfono -respondió-. ¿Sabe cuántas cabinas telefónicas hay en esta ciudad? Cientos. Tal vez miles. Hay docenas de lugares tranquilos desde donde puedo llamar. Claro que podría estar mintiendo. Podría estar sentado en mi propia habitación, acostado en mi cama, con la mirada fija en las marcas familiares del techo mientras hablo con usted. -Hizo una pausa y dijo-: ¿Se ha dado cuenta del silencio que impera aquí? No hay manera de que usted sepa dónde estoy.

– ¿Por qué ha llamado aquí?

– Porque he sentido la necesidad apremiante de hacerlo -dijo-. Quería que usted fuera consciente de que sé dónde está. De que estaba pensando en usted. De que siento estos impulsos en los momentos más extraños.

– ¿Qué impulsos?

– Los dos que le conciernen -contestó-. El impulso de matar y el impulso de hablar.

No supe qué decir. Me invadió la sensación de que las palabras no llegaban a través del teléfono sino que él me las susurraba directamente al oído.

– Yo tenía diecinueve años -prosiguió- la primera vez que estuve con una mujer, y también la primera vez que maté un hombre. La mujer era una prostituta; no, creo que «puta» es una palabra más adecuada. El hombre apenas lo era; más bien era un muchacho, tal vez de mi misma edad. Ella trabajaba en una zona de bares, moteles y cines porno cercana a Fort Bragg, en aquel pueblecito de Carolina del Norte que no recuerdo cómo se llama. Allí hice la instrucción básica. Sólo al final nos permitían ir al pueblo a disfrutar de los placeres que había allí. Como todo en el ejército, eso se hacía de manera ordenada; nos metían en autobuses, a los que subíamos entusiasmados como los adolescentes que éramos.

»Había un maravilloso simbolismo en aquellos permisos. Dudo que los idiotas que estaban al mando tuvieran idea de ello, pero lo que había que hacer para que te concedieran una licencia era pasar la prueba de los M-16 en el campo de tiro. Aprender a disparar con un arma antes de tener la oportunidad de disparar con otra.

Imaginé su sonrisa al otro lado de la línea.

– Recuerdo los rostros de aquellos que no sabían manejar bien sus armas; se ponían en posición, con la mejilla pegada a la culata, los ojos clavados en el blanco, apuntando con el cañón largo, rezando por darle a algo. Para mí eso no suponía un problema. Cuando era niño vivíamos en la granja, mi padre me enseñó a disparar. El tenía un viejo 22, un Remington de un solo disparo y acción de cerrojo. Los sábados íbamos al descampado de al lado y pasábamos una o dos horas practicando. En Fort Bragg, agazapados en aquel campo de tiro, esperando la orden de disparar, me venía a la memoria aquella granja, el blanco clavado a una vieja tabla que se alzaba sobre el horizonte. Tengo los ojos grises. ¿Sabe que dicen que los que tienen los ojos grises son los mejores tiradores? Daniel Boone los tenía, según creo. Y también el sargento Alvin York.

Anoté el dato enseguida: ojos grises. Para la policía, pensé.

– Era extraño -continuó-: tuve la misma visión en el campo de prácticas y me asaltó el mismo recuerdo meses más tarde, cuando encañoné a mi primera víctima. Él estaba corriendo a unos treinta metros de mí, al borde de un arrozal, y su camisa negra se recortaba contra los árboles. Debía de ser joven y bastante inexperto: un verdadero soldado no se habría puesto en peligro de ese modo. Pensé en la granja y en las tardes con mi padre, en su voz áspera y exigente, gritándome: «¡Aprieta, maldita sea!» Entonces apreté el gatillo, sonó un disparo y, cuando levanté la vista, vi la figura trastabillar y caer. En torno a mí, el resto de la patrulla gritaba y aullaba con entusiasmo. No tuve problemas para pasar la prueba del campo de tiro. Me dieron una medalla por mi destreza como tirador antes de que abandonase el campamento. Entonces, un sábado al atardecer, todos nosotros, vestidos con ropa limpia y planchada y con la gorra ladeada sobre la frente, subimos a unos autobuses verde oliva que nos llevaron al pueblo.

»Había un bar: Friendly Spot, se llamaba. Un anuncio de cerveza en la ventana invitaba a entrar. Había una máquina de discos contra la pared y una mesa de billar al fondo, con una larga cicatriz en el centro, donde el tapete estaba rasgado. Sobre la mesa sólo estaba la bola blanca, y no vi ningún taco. En la máquina ponían música country, y de vez en cuando alguna canción de rock and roll. Willie Nelson y los Rolling Stones. Cuando entré estaba sonando Simpathy for the Devil. Tuve que parpadear porque estaba oscuro, y mis ojos tardaron varios minutos en adaptarse. El barman era un tipo grande de aquellos que se ponen el paquete de cigarrillos en la manga enrollada de la camisa. Llevaba barba. No hablaba mucho. Su idioma era el sonido de la caja registradora. Las chicas estaban sentadas a la barra. Cuando atravesamos la puerta, se levantaron de sus asientos y fueron a nuestro encuentro: nos tomaron del brazo y condujeron a algunos de nosotros hacia los taburetes de la barra, y a los demás hacia los reservados del fondo. Éramos cinco, y comenzamos a beber, reír y bromear. Recuerdo que ella era rubia, y que me quedé mirándole la papada durante largo rato. Tenía los senos caídos, como si hubiesen pasado por demasiadas manos. Parecía vieja.

Se quedó callado de nuevo.

– ¿Y qué pasó?

Se rió.

– ¿Usted qué cree?

Su tono había vuelto a cambiar y había recobrado un matiz de furia.

– No lo sé -respondí.

– Use su imaginación.

Más silencio en la línea.

– ¿Por qué me cuenta estas cosas? -pregunté.

– Quiero que lo sepa.

– ¿Por qué?

– Quiero que todos sepan con quién se enfrentan.

– ¿No teme que algo de lo que diga ayude a la policía a rastrearlo?

– No.

– ¿No?

– ¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción? -dijo-. ¿Cómo se puede distinguir entre ambas?

– Suponga que lo pillan…

– No lo harán.

– ¿Por qué no?

– Porque no son lo bastante listos.

– ¿No estará subestimándolos?

– Lo dudo. Pero si es así, supongo que quedaré como un tonto.

– ¿Y eso no le preocupa?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque ya estoy muerto -contestó.

Escribí esta frase textualmente. Alcé la vista y vi que Christine me observaba, a mí y al teléfono. Le alcancé la hoja para que la leyera. Abrió los ojos desorbitadamente.

– ¿A qué se refiere con esto? -pregunté.

– A que me siento como un espectro, como una enfermedad sin sustancia. Mis entrañas están frías, ennegrecidas como si se hubiesen chamuscado. No queda vida dentro de mí. Sólo odio. Que es como la muerte…

– No lo entiendo -dije.

– No espero que lo entienda -replicó-. Al menos, aún no. Tal vez llegue a comprenderlo más adelante.

Empezaba a exasperarme.

– Escuche, maldita sea, usted no hace más que jugar conmigo; me cuenta cientos de recuerdos de su pasado, me habla de incidentes ocurridos durante la guerra. ¿Para qué? ¿Qué intenta demostrar? ¿Por qué hace esto?

– Recuerdo -dijo con mayor dureza- que un día estaba en la selva. Me encontraba con una patrulla a pocos kilómetros del campamento con mi pelotón; éramos media docena, y avanzábamos a duras penas entre los arbustos. Yo iba en cabeza; eso me gustaba, ¿sabe? Todos los demás lo detestaban, porque el que va delante es el primero en atraer la atención de los francotiradores… y el primero en pisar las minas. Todos tenían miedo de las minas, más que de cualquier enemigo. No se podía confiar ni en la tierra que uno pisaba. Nunca se sabía cuándo estaba uno a punto de dar el último paso. Los del Vietcong sembraban unas minas que explotaban con sólo tocarlas y te volaban los pies. Eso no era tan malo; las que más odiábamos emitían un pequeño chasquido y después un rugido ensordecedor. Verá, las minas tenían dos cargas; la primera lanzaba el dispositivo principal, hacia arriba, más o menos a la altura de la cintura, donde explotaba, destrozándote rodillas, muslos, testículos, pene, estómago. Todos los puntos más horribles en los que puedes herir a un hombre. A veces, la explosión partía al tipo en dos, matándolo al instante. Sin embargo, a veces sólo lo mutilaba, lo convertía en carne picada, y él se quedaba sentado en el suelo de la selva, mirando su ingle con incredulidad, viendo manar sangre de donde, segundos antes, estaban sus genitales.

»Pero a mí me gustaba ir en cabeza, más cerca del peligro. Supe que era un hombre afortunado el día que pasé por encima del alambre, sin siquiera verlo; estaba mirando hacia arriba, a través de las copas de los árboles, al cielo gris, y ni siquiera lo rocé. El tipo que me seguía no tuvo tanta suerte. Oí el chasquido, luego el rugido, y sin volverme supe de qué se trataba.

»Era un chico joven; hacía una o dos semanas que estaba allí. Era poco tiempo, y la fatiga no le hubiese arrebatado el ánimo. Lanzó un chillido y luego se sentó, o se cayó a causa de la explosión. Parecía que alguien hubiese derramado un plato de espagueti con salsa de tomate sobre su regazo. El médico corrió hacia él y el encargado de la radio comenzó a pedir ayuda y a gritarle al micrófono de la radio que necesitábamos un helicóptero.

»El chico me miró y murmuró: "Estoy herido", y yo asentí. Entonces dijo: "Voy a morir", y yo volví a asentir. Entonces se puso a proferir alaridos, y el médico le inyectó morfina. Recuerdo que el sargento soltaba obscenidades todo el tiempo. El estampido de la deflagración había hecho que todas las aves remontasen el vuelo y se alejaran por la selva. Yo me senté a observar y esperar, ¿durante cuánto tiempo, diez minutos? Tal vez menos. Se veía claramente que la vida se le escapaba por momentos. Cuanto más frenética era la actividad del médico, peor se ponía el chico: era como si estuviesen descoordinados. Momentos después, el chico murió, justo cuando oímos el zumbido del helicóptero. Los sonidos que producían las aves de la jungla al batir las alas y el del helicóptero no eran muy distintos. El médico también gritaba, golpeando el pecho del chico, intentando que su corazón volviese a latir. Era un día común y corriente, sólo uno de trescientos sesenta y cinco. -Hizo una pausa. Después de un instante, prosiguió-: Déjeme hablarle de la pareja de ancianos. Supongo que le interesará oírlo.

– Sí -dije.

– Muy bien. Fue un momento extraño.

– ¿Por qué ellos? ¿Qué le habían hecho?

– Usted no lo entiende -repuso, irritado-. Ninguna de las víctimas me ha hecho nada. Son inocentes. ¿Es eso lo que quiere oír? ¡Sé que no tienen culpa alguna! De eso se trata, precisamente.

– ¿Por qué la sangre? Estaba por todas partes.

– Para aumentar el horror.

Anoté esto.

– Bien -dije-, si ellos son símbolos para usted, ¿por qué no me explica qué representan? No entiendo el significado.

– Ya lo entenderá -dijo-. Una muchachita. Una pareja de ancianos. Fíjese en las víctimas que elijo. Ya he dicho que se trata de una recreación. Algo ocurrió cuando estaba en el extranjero, un incidente. Eso es lo que estoy reproduciendo aquí. ¿Recuerda, durante la primavera de 1971, cuando los Weathermen se manifestaron en Washington? Corrían por las calles arrojando cubos de basura y desperdicios, gritando imprecaciones, tratando de alterar el orden social. Pensaban que el pueblo estadounidense era demasiado conformista respecto a la guerra, que no comprendía lo que estaba sucediendo allá. ¿Cómo podían identificarse con la destrucción de la sociedad vietnamita si no la habían vivido de cerca? El propósito de las manifestaciones era «traer la guerra a casa», para despertar la conciencia de todos a través de una recreación simbólica. Yo había regresado de Vietnam y caminaba con ellos por las calles, observando y escuchando. Vi que, en realidad, no servía de nada. La gente lo veía como una molestia, no como un símbolo. Bueno, a los Weathermen les faltaba mi determinación. La gente no puede pasar por alto lo que yo estoy haciendo.

– Pero la guerra ya terminó -objeté-. Se acabó. Kaput. Fue un desastre pero ya forma parte del pasado. Todo el mundo está de acuerdo en eso.

– Para mí, nunca terminará. -Hablaba lenta y concienzudamente-. La veo en sueños todas las noches, cada mañana al despertar. A veces miro el sol y me parece que estoy otra vez allá, no aquí. Jamás terminará para mí.

Otro silencio.

– ¿Y esos ancianos? -pregunté.

– ¿Se refiere a los abuelitos? -Soltó una risotada.

– Oiga -dije, clavando la vista en Christine, que me miraba-. Usted necesita ayuda. Hay programas, centros de atención a los veteranos afectados por la guerra. Yo puedo ayudarle…

Era una sugerencia muy poco convincente, y sabía cómo reaccionaría él.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Todo es pura mierda! ¿Ha visto alguno de esos centros? ¿Se ha apuntado a alguno de esos programas? Lo dudo. ¿Sabe cómo es un hospital de ésos por dentro? Se lo diré. Son paredes y más paredes frías, de color verde pálido. A veces me parecía ver cicatrices en las paredes, las marcas de los gritos de todos los hombres que habían pasado por ese corredor. Hileras e hileras de camas y mesitas de noche cubiertas de colillas y cenizas, de desperdicios y de desechos humanos. Lo sé muy bien; yo estuve allí; yo lo sé. Y jamás volveré. Usted piensa que estoy loco; se nota. Leí el artículo en que cita a los psiquiatras. Son muy comprensivos. Enfermo, dicen, perturbado pide ayuda a gritos. No es más que la estúpida palabrería de su inútil profesión. Bueno, tal vez esté enfermo, tal vez esté perturbado, pero estoy mucho más vivo que cualquiera de ellos. -Tomó aire con un prolongado resuello-. Y antes de que acabe mucha gente deseará estar a salvo de mí. No estoy loco. ¡Maldición! ¡El mundo entero está loco!

La gente anda por ahí y actúa como si nada estuviera pasando. No son capaces de ver más allá de su reducido mundo. ¡Pues yo sí! Creo que soy el único cuerdo que queda -dijo, bajando la voz-, la única persona que comprende que a cada acción corresponde una reacción en sentido contrario. Pues bien, la sociedad me envió allí para actuar como un asesino; ahora que he vuelto, la reacción: estoy haciendo lo que mejor me enseñaron.

Se detuvo de nuevo para tomar aliento.

– ¿Y usted? -preguntó.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Estuvo allí? Creo que tenemos más o menos la misma edad, por eso se lo pregunto. ¿Estuvo en Vietnam?

– No -respondí-. No fui a la guerra.

– ¿Por qué no?

Me pasaron por la cabeza varias respuestas, conversaciones con mi padre y con compañeros de la universidad. Recordé que me había dejado crecer el cabello, llevaba vaqueros y lucía símbolos de la paz, me manifestaba y cantaba. Parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces. Pensé en hablarle de la prórroga por estudios, de la inmoralidad de la guerra, de que me oponía a ella, de que habría preferido huir a Canadá. Eso es lo que él esperaba oír.

– Porque tenía miedo -dije sin embargo.

– ¿De qué?

– No estoy seguro. -Titubeé-. De matar. De que me mataran.

– Era nuestra guerra -dijo, con voz serena.

– Lo sé.

Pensé en el retrato de mi abuelo, vestido con su uniforme verde oliva, y el ceñido cuello militar abrochado. Desde la fotografía, él miraba en silencio y en paz, como miembro del Cuerpo Expedicionario norteamericano. Fue teniente a los veintidós años, con el batallón 77. Combatió en Château-Thierry y más tarde en Argonne. Yo lo veía con ojos de niño. Él hablaba poco de la guerra. Cuando regresó, estudió derecho y se convirtió en Juez de las faltas ajenas desde un asiento en el tribunal. Cuando yo tenía ocho años, me llamó a su estudio. Estábamos a principios del otoño, y él comentó que el tiempo le recordaba los días nublados de Argonne. Antes del amanecer el cielo se iluminaba a medias como si fuese a desatarse una tormenta, decía, y entonces comenzaban los cañonazos, unos sonidos retumbantes que hacían añicos el alba. Cuando rompía el día, los destellos del fuego de artillería atravesaban la tierra de nadie hacia las líneas alemanas, y el cielo adquiría una tonalidad más cálida. La tierra entera se estremecía con las detonaciones. Las armas generaban su propio calor y su viento, como si tuviesen más poder que la naturaleza. Mi abuelo, mirándome fijamente desde el otro lado del escritorio, me entregó un regalo. Era su viejo casco de acero, tan pesado que yo apenas podía sostenerlo. Lo colocó sobre mi cabeza, retrocedió un paso y saludó. «La guerra que acabaría con todas las guerras, así la llamábamos entonces», dijo. El casco me ensuciaba el cabello; me lo quité y sacudí la cabeza. «Esa tierra es francesa -señaló-. Llevaba allí cuarenta y tantos años.»

Había otra fotografía en la casa donde crecí; ocupaba un lugar sobre la repisa, junto al retrato de mi abuelo. Era una imagen granulosa, ligeramente desenfocada, de un grupo de hombres arrodillados en la superficie asfaltada de una pista de aterrizaje. Detrás de ellos, asomaba la nariz de un bombardero mediano, un Mitchell B-25. Los hombres parecían relajados; cada uno había escrito su nombre debajo, con tinta blanca. El tercero por la izquierda, situado justo debajo del dibujo de una mujer ligera de ropa con un rayo en cada mano que adornaba el morro del avión, era mi padre. Llevaba una gruesa chaqueta de aviación y la gorra echada hacia atrás. Tenía un brazo sobre los hombros de otro hombre vestido con el mismo uniforme de caqui y cuero. Mi padre llevaba un cinturón con una pistola. Era, tal vez, una 45 como la que usaba el asesino.

– En la primera y segunda guerras mundiales, incluso en Corea, todo estaba muy claro -dijo el asesino-. Pero con nuestra guerra, las cosas no fueron tan simples.

– ¿Cómo podíamos saberlo? -inquirí.

– Tiene razón. ¿Cómo íbamos a adivinarlo? Yo fui. Mi viejo fue. Su padre fue antes que él. Creo que era algo aceptado por todos. ¡Dios mío, qué equivocados estaban!

– ¿Su padre y su abuelo? -pregunté, sorprendido.

– Sí. No es que fuese una familia de militares. Sólo era algo aceptado. Y después me llegó el turno.

Me vino a la memoria una imagen de mi padre. Él estaba hablando, yendo y viniendo por la habitación, intentando mantener la compostura.

– A mí me pasó lo mismo -dije.

– Pero no fue a Vietnam.

– No.

– ¿Participó en manifestaciones?

– Sí. Todos lo hacían. Era fácil.

– Supongo que sí -convino.

Guardamos silencio por un momento. Luego, agregó:

– ¿Sabe? Apuesto a que tenemos más cosas en común de las que usted cree.

Su voz interrumpió mis pensamientos. Volví a ver en mi mente a los ancianos.

– Hábleme de los asesinatos -pedí.

– Fue fácil -respondió, remedando mis propias palabras. Lanzó una carcajada-. Les gustaba salir a pasear por las noches, temprano, para mantenerse en forma. Los observé durante unos días; recorrían siempre el mismo camino al mismo paso. Se detenían en los mismos sitios a tomar aliento. Iban del brazo. Eso me gustó. Mucha gente no demuestra su afecto como lo hacían ellos.

– No entiendo…

– Esa noche los seguí hasta su casa -me interrumpió-. No me vieron hasta que les di alcance en la entrada. No había nadie más en la calle y ellos estaban demasiado sorprendidos y asustados para gritar siquiera. Les dije una frase críptica y aterradora, algo así como: «Al menor ruido os mato»; le tapé la boca a la mujer, los obligué a entrar en la sala de su casa y cerré la puerta detrás de mí. Fue así de sencillo. De pronto, ya no hacía calor y el silencio lo envolvió todo, como si el hecho de cerrar la puerta hubiese cercenado el día como una cuchillada y sólo quedáramos en el mundo ellos y yo.

»Les acerqué la pistola a la cara por un instante. El viejo estaba aterrado. Se interpuso entre su esposa y yo y dijo: "¡Llévese lo que quiera, jovencito, pero deje de asustarnos!" Y luego reunió el poco coraje que le quedaba y me soltó: "Los he visto más rudos que usted." Yo le sonreí y les indiqué por señas que se sentaran en el sofá de la sala. Me dejé caer en un sillón y, sin dejar de apuntar con la pistola, dije: "Ah, ¿sí? ¿Dónde?" y el viejo se estremeció. "En Auschwitz", respondió. Levantó el brazo; la manga se deslizó hacia abajo, dejándole al descubierto la muñeca huesuda, en la que tenía un número tatuado.

»Yo me quedé perplejo, por decirlo suavemente. No podía creer en mi suerte. "Hábleme de eso", le pedí, y el viejo tomó la mano de su esposa. Ella no había abierto la boca hasta ese momento; miraba al frente con los ojos vidriosos. "¿Qué quiere que le diga?", preguntó él. "¿Ha visto las fotografías?" Yo asentí. "Todos entramos. Algunos salimos. No muchos. ¿Qué más se puede decir? ¿A quién le gusta recordar esas cosas? Pero usted no me asusta, ni siquiera con esa pistola." Eso me enterneció. ¿A quién no lo hubiera enternecido? Al cabo de un minuto, dijo: "¿Ha venido a robarnos, o qué? ¿Cree que somos ricos? Si lo fuéramos, no viviríamos aquí." Negué con la cabeza. "Así que no se trata de un robo", dijo, "¿Qué otra cosa puede ser? ¿Un asesinato? ¿Con qué objeto? ¿Una violación? Somos demasiado viejos. ¿Qué otra posibilidad queda?"

»Pero yo no respondí. Era un viejo orgulloso; estaba sentado con la espalda muy recta y no me quitaba la vista de encima. Con un brazo rodeaba los hombros de su esposa, como un ave cubriendo a sus crías con un ala. La había tomado de la mano. Vi que sus ojos se posaban en la pistola. Entonces sonrió. "Una 45, tal vez?", preguntó, y asentí. "Esto empieza a tener sentido", dijo.

»Entonces se volvió hacia su esposa y le habló en voz tan baja que apenas pude oído. "Ruth", le dijo, "sabes que te he amado todos estos años. Ahora todo terminará. Éste es el hombre de los periódicos, el que mató a esa joven tan bonita. Piensa matarnos a nosotros, también." Al oír esto, ella se puso rígida y abrió muchos los ojos. Me recordó un poco a un animal, ya sabe, a un perro o a un conejo. Pero él la calmó enseguida. "Somos viejos. ¿Qué nos importa? ¿Por qué habríamos de tener miedo?" Su voz era maravillosa: suave, tranquila, casi hipnótica. Observé el efecto que producía en su esposa. Ella se relajó perceptiblemente y se arrimó más a él. Cerró los ojos y asintió, y el anciano se volvió hacia mí. "Bien", dijo. "Haga lo que tenga que hacer."

»"Hábleme de su vida", le pedí. Pero él se encogió de hombros y dijo: "¿Qué quiere que le diga? Nacimos. Nos conocimos, nos enamoramos. Sobrevivimos. Seguimos adelante. Y ahora vamos a morir." Sacudí la cabeza. "Por favor. Quiero saber", insistí. Entonces su esposa abrió los ojos. Le dio un ligero codazo en las costillas. "Anda, cuéntaselo", lo animó. "Yo también quisiera oírlo." Entonces el viejo le dedicó una especie de sonrisa y comenzó a contarme la historia de su vida. Debimos de estar allí sentados durante… oh, no lo sé… una hora, dos horas, tres. Cuando uno escucha una historia como ésa pierde toda noción del tiempo…

»¿Sabía que después del fin de la Segunda Guerra Mundial, a los supervivientes de los campos alemanes los encerraron en otros campos de concentración dirigidos por los británicos y los estadounidenses? Campos de internamiento, los llamaban. ¿Sabía que Estados Unidos (sí, nosotros, usted, yo, nuestros padres) fijó un cuerpo de refugiados y no permitió que muchas de las personas desplazadas por la guerra entraran en el país? El viejo me lo contó todo. Me habló de cuando vinieron aquí; fueron de los pocos a quienes permitieron entrar. Eso fue porque él tenía un primo que ya vivía aquí, un hombre a quien no veía desde la infancia y que se responsabilizó de él ante las autoridades. El viejo llegó al puerto de Nueva York un día muy frío; había carámbanos que colgaban de los muelles. Aun así, según dijo, se quitó la chaqueta y aspiró el aire. Me aseguró que podía saboreado, que le hacía sentir vértigo.

»Creo que llevaron una buena vida. Nada excepcional. A sus hijos les fue mejor que a él, y él se enorgullecía de ello. Había visto crecer a sus nietos, si no hasta la edad adulta, al menos hasta la adolescencia. Dijo que había trabajado duro y que había disfrutado cada momento de ello. Confeccionaba y vendía ropa: una profesión honorable. "Vestir a la gente", lo llamaba él. Era ropa de calidad, me dijo; diseños resistentes y prácticos de buena calidad. Cuando la gente le compraba un traje, sabía que las prendas le durarían muchos años. Luego se volvió hacia su esposa y dijo: "Como nosotros. Hemos durado mucho." Ella simplemente apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió, con los ojos cerrados.

¿Sabe? Era obvio que aún estaban enamorados, seguramente tanto como en cualquier momento de todas las décadas que llevaban juntos. "¿Cómo se conocieron?", le pregunté, y la mujer levantó la cabeza. "A la antigua usanza", respondió, "por medio de una casamentera.» Me habló un poco de su noviazgo y de su boda. Estuvieron en campos separados, pero después se reencontraron. Tardaron seis meses, pero ella dio con él. Según me contó, en ningún momento dudó que él había sobrevivido, pues los dos estaban demasiado llenos de vitalidad. Mientras refería su historia, sonreía; de cuando en cuando se inclinaba y tocaba a su marido. Entonces me miró y dijo: "Usted debe de ser un joven muy triste para hacer estas cosas tan terribles." ¿Sabe una cosa? Le di la razón. Hice un gesto de afirmación con la cabeza y noté que se me saltaban las lágrimas. "Es doloroso", les dije, y ambos asintieron sabiamente. Me preguntaron por mis padres, y les hablé de mi niñez. Sólo un poco, para mantenerlos interesados. Les hablé de la granja, de la ciudad y de las diferencias entre ambos lugares.

»¿No le parece notable? Cada segundo, cada minuto que pasaba los acercaba a la muerte y, al mismo tiempo, nos acercaba como personas, a medida que nuestra relación evolucionaba de un trato superficial a la amistad. Sucedió lo mismo con la muchacha. Siento que sólo puedo conocer a la gente, conocerla de verdad, a las puertas de la muerte. Entonces caen las máscaras, se deja de lado toda la hipocresía, y sólo queda algo puro, prístino. Perfecto.

»Entonces los tres lloramos un poco. Finalmente, me enjugué los ojos y les agradecí que compartieran sus recuerdos conmigo. Advertí que el temor asoma a al rostro de la anciana. Tenía el cabello blanco peinado hacia atrás, y se le había soltado un mechón que le caía sobre la frente. Sacudió la cabeza para apartárselo de los ojos. "¿Aún piensa…?", preguntó, y la hice callar. "Nada cambia", le respondí. "No tema." Vi que se estremecía ligeramente y se acercaba más a su esposo. Él me miró. "¿Va a atarnos, o qué?" Entonces yo saqué la cuerda de mi bolsillo.

– ¿Cómo es que estaban desnudos? -lo corté.

– Muy sencillo -contestó-. Simplemente les dije que sería como dormirse, y les indiqué que se prepararan para irse a la cama.

»Ella tuvo que ayudar al viejo a quitarse la camisa. "La artritis", me explicó con una mueca. Él dejó caer sus pantalones al suelo, luego su ropa interior, y quedó desnudo.

»No intentó cubrirse. Tengo que admitir que el viejo se movió con elegancia todo el tiempo. Ayudó a la anciana a despojarse de la blusa y luego la falda. Ella vaciló por un instante antes de quitarse la enagua y luego se la pasó por encima de la cabeza. Las medias, la ropa interior de encaje; todo quedó amontonado en el suelo. Ella miró la pila de ropa por un instante; luego se inclinó, recogió las prendas y las dispuso pulcramente sobre el sofá. Supongo que es difícil desprenderse de los viejos hábitos. El viejo la observaba con una media sonrisa. Yo jamás había visto dos ancianos desnudos. Los estudié con atención. El pene del viejo se había encogido, marchitado. Vi que el vello se le había puesto gris. A ella también; tenía los pechos casi planos y los pezones de color marrón oscuro. Ambos tenían el pecho hundido. Sin embargo, él henchía el suyo de aire y me miraba fijamente. "¿Quiere darse prisa ahora?», me apremió. Les indiqué que se dirigieran al centro de la habitación y en un segundo estuvieron arrodillados el uno junto al otro.

»Les até las manos rápidamente; dudo que fuese necesario, pero me preocupaba que uno de ellos fuera presa del pánico entre un disparo y otro. En ningún momento perdieron la dignidad, aunque percibí un leve temblor en los hombros de la anciana. "Acabe conmigo primero", dijo el viejo, "pero envíenos al otro mundo juntos". Me sentí como en un sueño; ellos cooperaban, sin alzar la voz. Era como si yo no fuese más que el instrumento de un suicidio. "Muy bien, díganse lo que quieran", les dije. Juntaron las cabezas, se dieron un ligero beso en los labios y sonrieron. "Ya no tenemos palabras", dijo el viejo.

»Los dos cerraron los ojos. Tomé un almohadón de un sillón. Era como si yo me mirase desde fuera mientras preparaba la ejecución. Coloqué el cojín contra la cabeza del viejo y contemplé la 45 por un momento. Vi mi dedo apretar el gatillo. Cada micrómetro del movimiento tardaba segundos, minutos. Entonces sonó una detonación y sentí la sacudida familiar que me recorría el brazo. Los dedos me hormigueaban, insensibles. El viejo se desplomo hacia delante. Vi que la mujer apretaba los dientes. Supuse que estaría rezando una oración; se le movían los labios. Me situé tras ella casi antes de que cesaran las convulsiones del viejo en el suelo. Esta vez mis movimientos me parecieron acelerados, como una película proyectada a cámara rápida. Le apoyé el almohadón contra la nuca y la encañoné; luego sentí el retroceso del disparo y ella también cayó de bruces.

»Creo que en ese momento enloquecí y me puse a jugar con la sangre. Fui a la cocina y encontré una esponja: la empapé en la sangre del suelo y escribí los números con ella. No sé cuánto tiempo pasé allí. Tal vez cinco minutos. Tal vez una hora. Bailé alrededor de los cuerpos hasta que la oscuridad inundó la habitación y apenas podía ver. Entonces salí de la casa y dejé la puerta entreabierta. Caminé por la calle hasta mi coche; la sangre brillaba sobre mi ropa. Me había vuelto invisible. Nadie salió de su casa, no había un alma en la calle, no pasó ningún automóvil. Llevaba la 45 en la mano, y la noche parecía haber detenido su avance mientras yo me alejaba de allí. -Vaciló-. Eran totalmente inocentes -agregó.

Completamente agotado, dejé que el silencio creciera en la línea hasta llenar la habitación. Mis ojos se resistían a fijarse en las páginas cubiertas de notas y citas que había garabateado a toda prisa. Mi propia escritura se me antojaba desconocida, extraña.

– Me siento -concluyó el asesino- como un hombre sediento después del primer trago de agua fría. Volveré a llamarlo pronto. Tal vez a su casa, tal vez a su oficina. Depende, todo depende.

Y entonces colgó el auricular.

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