Christine se marchó a la mañana siguiente.
Desde la cama, la observé meter sus cosas en una gran maleta de cuadros. Sus manos se movían con rapidez al sacar las prendas de su cómoda y del armario. La imaginé en el quirófano, trabajando con la misma eficiencia premeditada, realizando los mismos movimientos rápidos y firmes. Habló poco, sólo para preguntarse en voz alta dónde habría guardado algo. Durante todo el tiempo me rehuyó la mirada. Cuando terminó, apretó hacia abajo la tapa ayudándose con el peso de su cuerpo. La maleta se cerró con dos chasquidos que, al resonar, llenaron el espacio que nos separaba. Luego Christine se enderezó, levantó la maleta y la depositó con firmeza en el suelo.
– Pesa -comentó, mirándome al fin.
Logró torcer las comisuras de la boca hacia arriba en un amago de sonrisa. Sacudió la cabeza, como para borrar esa expresión.
– Tengo que irme -dijo-. No puedo quedarme aquí más tiempo. Incluso los detectives me han aconsejado que me vaya.
Asentí en silencio.
Christine consultó su reloj.
– ¿Me llevarás al aeropuerto?
– Claro -respondí, con voz inexpresiva.
En mi memoria, el tiempo se emborrona. La llamada del asesino fue como un disparo de salida, había desencadenado una larga carrera, primero al hospital, luego al apartamento, luego a través de la noche hacia el amanecer, directamente hasta el momento en que Christine entró en la puerta de embarque para tomar su avión.
La confusión se adueñó del apartamento cuando se llenó de policías y detectives. La calma aparente de Christine se había hecho añicos y en cuestión de minutos, incluso antes de que ella supiera lo que había ocurrido, había comenzado a sollozar y a repetir, para sí misma y para mí: «Sabía que algo sucedería. Lo sabía.» No pude explicárselo sino hasta varios minutos después. Me senté junto a ella y la abracé, para ayudarla a controlar sus emociones. Por un instante estuvo al borde de la histeria; se volvió hacia mí, furiosa, y espetó: «¡Te lo dije! ¡Te lo dije!» Me eché atrás ante su arrebato de ira, pero al cabo de un momento, volvió a apoyar la cabeza en mi hombro. Me pregunté por qué no era capaz de consolarla mejor. No obstante, a cada minuto ella recuperaba un poco de serenidad, de su dominio de sí. Finalmente, se tranquilizó y dijo:
– Explícamelo bien. Quiero saber qué ha ocurrido, para comprender a qué me enfrento.
– A qué nos enfrentamos -corregí.
Pero ella negó con la cabeza.
Le hablé de la llamada del asesino y del plan de secuestro que me había descrito; luego le referí la carrera por la ciudad hasta el apartamento. Me pidió que le repitiese varios puntos del relato, en particular la descripción que él había hecho de sí mismo como un hombre disfrazado de médico junto al coche inutilizado.
– Pero… ¡si él estaba allí! -saltó de pronto.
Martínez y Wilson, que se encontraban en otra parte de la habitación, se volvieron al oírla. Al mismo tiempo, Christine clavó la vista en ellos.
– Lo vi. Tal como él lo ha descrito.
Martínez se sentó a su lado y sacó la libreta.
– Piense con cuidado -le indicó- y trate de recordar lo que vio.
Christine respiró a fondo y asintió. Me sonrió por un instante y luego se estremeció.
– Mi automóvil estaba en el aparcamiento, aparentemente averiado. Salí del trabajo un poco temprano, más o menos a las cuatro menos cuarto. Cuando me senté al volante, el motor no arrancaba. Estaba muerto.
– Tal como él advirtió -la interrumpí.
El detective me lanzó una mirada de enfado y Christine prosiguió.
– Estaba sentada al volante, maldiciendo, tratando de poner en marcha el motor, rogando, hablándole al coche como siempre que no arranca a la primera. Entonces, de repente, vi una silueta junto a la ventanilla y una cara que miraba hacia dentro.
– ¿Recuerda qué aspecto tenía? -preguntó Martínez.
Wilson también estaba cerca.
Christine titubeó.
– No exactamente.
– Describa todo lo que recuerde, con el mayor detalle posible.
– Parecía alto; tal vez medía un poco más de un metro ochenta. Cabello castaño, un poco largo; le llegaba al cuello de la camisa, más o menos. Llevaba esas gafas de espejo, con lentes muy grandes. Además, estaba de espaldas al sol. Recuerdo que tuve que tapar la luz con la mano para verlo bien. El sol le caía sobre los hombros. Y cuando mis ojos se adaptaron, sólo pude verme a mí misma reflejada en las gafas.
– ¿Qué le dijo?
– Sólo me preguntó cuál era el problema. Iba vestido exactamente como les dijo a ustedes, con chaqueta blanca, pantalones oscuros, un estetoscopio. Pensé que era alguien del personal del hospital.
– Continúe.
Por un momento, Christine guardó silencio, poniendo en orden sus ideas. De pronto, me sentí excluido. Tuve ganas de intervenir, de hacer un comentario o algo así.
– Quité el seguro del capó y me dispuse a salir del coche, pero él me indicó que permaneciera al volante. Después dijo: «Ya he localizado el problema.» Vi que manipulaba algo y luego gritó: «Pruébelo ahora.» Hice girar la llave en el contacto y el motor se puso en marcha. Recuerdo que él cerró el capó y al mismo tiempo se hizo a un lado.
– ¿Qué dijo? -pregunté.
El detective miró a Christine y la animó a contestar con un gesto de la cabeza.
– Dijo: «Todo arreglado. Ha sido un placer.» Y eso fue todo. -Hizo una pausa-. No, añadió algo más. Dijo: «La vida está llena de misterio, ¿no cree?» Y después se marchó.
– ¿Subió a algún automóvil, o vio usted hacia dónde se dirigía?
– No -respondió-. Simplemente desapareció en la luz del exterior.
Martínez tomó algunas notas más. Oí el roce de su lápiz contra la hoja, un sonido irritante, como el chirrido de un trozo de tiza contra una pizarra.
– ¿Qué había hecho él? -preguntó Christine.
– Tal vez había cortado el cable de la batería, tal como dijo -aventuró el detective.
Christine volvió a estremecerse, con un espasmo a la altura de los omóplatos. Extendió la mano y aferró la mía. Me pregunté por qué el asesino la había dejado marchar. Y aquella llamada telefónica… Cuando miré el reloj, mientras oía su voz, eran las cuatro menos cinco. Ya está hecho, había dicho. Tenía razón.
– Pero ¿por qué estaba el capó levantado cuando llegamos aquí? -preguntó el detective.
Christine lo miró.
– El motor se calentó a causa de los atascos. Últimamente ocurre a menudo. -Se volvió hacia mí-. ¿Recuerdas que el otro día te pedí que lo repararas?
Lo había olvidado.
Llamé a Nolan desde la jefatura de policía para informar de lo sucedido. Él ya estaba dando los últimos toques al artículo, incorporando citas de la última grabación y las amenazas a Christine.
– Vaya lío -dijo-. Y nos estamos atrasando.
Le conté lo que había pasado en realidad.
– Dios mío -dijo-, estuvo cerca.
– No lo sé -repliqué.
– No te entiendo.
– ¿Estuvo cerca? ¿Quién sabe? Quiero decir: ¿qué intentaba hacer? ¿Acaso tenía la intención de llevársela y cambió de idea? ¿O sólo pretendía asustarme? Pues lo ha conseguido.
– Lo sé -dijo Nolan-. ¿Cómo está Christine?
– Se marcha a casa de sus padres.
– ¿Dónde viven?
– En Madison, Wisconsin. Creo que eso queda bastante lejos.
– Eso espero -dijo Nolan.
Oí el tecleo del ordenador mientras Nolan escribía las notas que yo le dictaba. Me invadió la extraña sensación de que estaba violando la intimidad de Christine al citarla sabiendo que sus palabras figurarían en el artículo. Nolan quería que le proporcionara descripciones. Yo me mostraba reacio a hacerlo, y tuvo que insistir hasta que accedí y le conté con pelos y señales lo que había visto.
– Muy bien -dijo finalmente-, lo incluiré todo. Será un batiburrillo, pero es lo mejor que podemos hacer. Te veré por la mañana. Y cuando llegues a casa, desconecta el teléfono.
Antes de que yo colgara, añadió:
– Ah, el artículo aparecerá con tu firma, como siempre.
Meneé la cabeza, pero me quedé callado. No podía resignarme a decir que no quería figurar como el autor, que deseaba perder todo contacto con el caso y con el asesino. No lo dije porque no podía. No habría sido verdad.
Aquella noche, el dibujante de la policía terminó por fin su bosquejo. Los dos detectives estaban sentados a un lado mientras Christine y yo hablábamos con el artista que realizaba el retrato robot del asesino. Christine negaba con la cabeza y decía: «No era exactamente así», pero cuando los pómulos, las cejas y el mentón cobraron forma en el papel, me pareció que la semejanza era cada vez mayor. El dibujante agregó unas grandes gafas de aviador, lo que acentuó el parecido. Christine se encogió de hombros.
– En realidad no lo vi bien. No podría asegurarlo.
Martínez me miró. Yo asentí.
– Es un comienzo -dijo el detective.
Wilson contempló el retrato robot por un momento antes de cerrar el puño y agitarlo ante los ojos inexpresivos que lo miraban desde el papel.
Bien entrada la noche, llevé una copia del retrato a la oficina. Nolan ya se había marchado, pero el redactor jefe nocturno estaba allí. Posó la vista en Christine por un instante, estudiándola y admirándola al mismo tiempo; luego tomó el bosquejo y se dirigió a la mesa de redacción. Quitaron una fotografía de la última edición y colocaron el retrato junto a la noticia con la leyenda: «¿HA VISTO USTED A ESTE HOMBRE?» En la redacción había un ejemplar de la edición anterior y vi en él mi nombre debajo de otro titular, pero los ojos se me nublaron al leer las palabras. Ya no eran mías.
Volvimos a casa en silencio. A esa hora, ya no había gente en las calles, excepto algunos de los marginados de Miami: personas sin ocupación fija, ancianos, jóvenes, algunos en autobuses, otros haciendo autostop, otros que simplemente vagaban por ahí. Muchos vivían bajo las vías de acceso a la autopista; construían chabolas con cajas de cartón y recogían objetos de la basura. Hombres mayores cubiertos de llagas deambulaban en silencio por la oscuridad, buscando, en general, su próximo trago y su próxima borrachera. Se relacionaban a menudo con los jóvenes, los fugitivos que iban hacia el sur por la Interestatal 95, la amplia carretera que llegaba hasta el centro de Miami, desde Maine.
Por las noches, los dos grupos salían a la calle. Nos paramos frente a un semáforo y vimos a un par de adolescentes que le tomaban el pelo a un anciano. Le habían quitado una gorra de béisbol de la cabeza y se la arrojaban el uno al otro; el viejo se retorcía y daba vueltas tratando de recuperarla.
– ¿Por qué hacen eso? -preguntó Christine.
No supe qué responderle. Mientras los observábamos, el viejo finalmente trastabilló y cayó al suelo. Se quedó tendido, jadeando por el esfuerzo y tal vez debido a un enfisema. Los dos jóvenes lo miraron por un momento y luego le tiraron la gorra. El viejo no intentó agarrarla y permaneció tumbado.
Vi que un automóvil se detenía y alguien bajaba una ventanilla. Los dos jóvenes se acercaron a él y, después de un cruce de palabras, uno de ellos se dirigió al otro lado y desapareció por la puerta abierta. El otro adolescente siguió con la mirada las luces que se alejaban y luego se alejó hasta perderse en su propia oscuridad. Nuestro semáforo se puso verde y aceleré para subir por la rampa de acceso a la autopista.
– ¿De qué iba eso? -preguntó Christine.
– Un ligue -respondí-. Un homosexual maduro conduciendo por la ciudad en busca de una pareja para la noche.
Christine emitió un gruñido de desagrado y luego nos quedamos callados.
En el aeropuerto, anunciaron su vuelo por megafonía. Christine me acarició la mejilla.
– Debes de estar cansado -dijo-. Siento mucho que las cosas tengan que ser así.
Me encogí de hombros.
– La verdad es que no hemos tenido mucho contacto últimamente -comentó.
Asentí.
– ¿Me llamarás? -pregunté.
– Claro.
– ¿Regresarás?
Vaciló.
– No lo sé.
Hubo un momento de silencio entre nosotros.
– ¿Y si él decide ir a por ti? -preguntó-. ¿No tienes miedo?
– Creo que no -respondí.
Christine frunció el ceño.
– No. Ése es el problema. Tú lo ves todo. Y sin embargo estás totalmente ciego a lo que sucede en realidad. -Los ojos se le humedecieron-. Lo siento mucho -dijo.
Se dio la vuelta, tomó su bolso, unas revistas y un ejemplar de los cuentos de Hemingway. Con firmeza y rapidez atravesó la puerta de embarque para subir al avión. Levanté la mano para despedirme con un gesto, pero cambié de idea y la bajé. De todos modos, ella no miró atrás.
Luego mis pensamientos se centraron de nuevo en el asesino.
Esa tarde, ante mi escritorio, saqué todas las notas que había escrito sobre el asesino. Las examiné, elaboré una lista de rasgos, pistas y todos los intentos de descubrir la identidad del hombre, y me quedé mirándola. Empezaba así:
Hijo único.
Niñez en Ohio. Adolescencia en la ciudad. Padre: vengativo, débil. Madre: seductora, fuerte.
Ejército.
Crueldad.
Había otras características, extraídas de la conversación más reciente. Debajo de todo, escribí: «¡No hay prórrogas!»
Entonces, uno tras otro, taché todos los renglones. Todos los artículos, todas las palabras y oraciones que habían llenado las columnas del periódico, no significaban nada. Ahora carecían de sentido y de sustancia. Bajé la vista y advertí que había trazado un gran signo de interrogación en la página. Sonreí. «Muy apropiado», dije en silencio, para que no me oyeran los demás periodistas. Después de todo lo que había ocurrido, de todo lo que se había dicho, en realidad yo no sabía nada. Fijé la mirada en el retrato robot y evoqué las conversaciones con el asesino. Recordé algo que él había dicho: estábamos solos él y yo. Ahora lo comprendía.
El dueño de la armería levantó la vista cuando entré. La tienda estaba vacía, salvo por un par de hombres que miraban las pistolas que estaban en exhibición en una vitrina cerrada. El dueño sonrió, y vi que estaba leyendo el Journal. Extendió la mano.
– ¿Sabe? Justamente estaba leyendo su último artículo. Tenía el presentimiento de que lo veríamos por aquí. Quiere estar preparado por si él vuelve a intentado, ¿verdad?
– Correcto -respondí.
Se frotó las manos.
– No vienen por aquí muchos jóvenes como usted -prosiguió-. Es decir, vienen muchos jóvenes, pero no son como usted: educados, con trabajos de oficina. No, en su mayoría, los clientes de su edad son obreros de la construcción, policías, algún bombero a quien le agrada practicar tiro cazando patos o tal vez ciervos en los Glades. Claro que desde que este asesino comenzó a hacer de las suyas en la ciudad vienen personas de todo tipo. Pero no como usted.
Como yo guardaba silencio, continuó:
– Creo que tiene algo que ver con la guerra, usted me entiende. No les apasionan las armas. Pistolas, rifles…, diablos, ni siquiera una buena honda. Claro que es sólo una teoría, una observación. Se aprende mucho de la vida en una tienda de armas.
»Bien. Esta vez no viene por un artículo, ¿verdad? No busca declaraciones, supongo. ¿Qué le interesa? ¿Qué le parece una Magnum 357? Creo que la última vez le mostré una de ésas, ¿no es así? ¿No? Bueno, eso debe de ser lo que usted necesita.
Negué con la cabeza.
– ¿Y una de éstas? -dijo, agarrando una automática de un estante-. Automática, nueve milímetros. Lleva un cargador de trece tiros, expulsa los cartuchos. Es un modelo con un funcionamiento particularmente suave. Nunca se traba; al menos, eso me han dicho.
Volví a sacudir la cabeza.
– Quiero lo que tiene él -dije al fin.
El hombre sonrió.
– Debí adivinarlo. Quiere combatir el fuego con fuego. Para igualar las cosas, ¿eh? Ha decidido que con un poco de cerebro y un poco de suerte puede sacarle ventaja. Bien pensado. -Se inclinó y extrajo una 45 de metal gris de la vitrina-. Aquí está. El modelo básico. Ideal para dejar a ese tipo en la puerta. Nada de adornos, sólo el arma, con sus piezas esenciales. ¿Para qué llevarse algo que no necesita, eh? Me refiero a que esta arma tiene un propósito limitado y específico, ¿correcto?
– Correcto -respondí.
– Tengo muy buen ojo para la gente, sí señor. Eso se aprende cuando uno vende armas. Hay que poder intuir las necesidades del cliente. Adivinar lo que tiene en mente. Una pistola es eso, ¿sabe? Una extensión.
– Me la llevo.
– Un momento -dijo-. Usted sabe lo de las setenta y dos horas. El tiempo necesario para serenarse.
– ¿Cómo dice?
– Usted es periodista, debería saberlo. Nadie puede comprar una pistola y llevársela en el mismo momento. Es una norma del condado. El comprador debe mostrar su identificación, pagar y volver setenta y dos horas después de buscar la pistola. Es para evitar que alguien se enzarce en una discusión con su vecino, su esposa o su cuñado, venga aquí y compre algo para liquidados. La asamblea legislativa supone que tres días bastan para hallar otra solución.
– Eso es un problema -repuse.
Me miró fijamente.
– Es lo que estoy pensando. -Se inclinó y acercó su rostro al mío-. Le diré qué haremos. Si usted me da su palabra de que no me delatará, pondré una fecha atrasada en el recibo de compra y podrá llevarse el arma. Jamás lo he hecho antes, pero supongo que por una vez no me descubrirán. Y me sentiría muy culpable si ese tipo fuera y lo liquidara durante el período de espera. Considérelo un acto de solidaridad, ¿de acuerdo?
– Tiene mi palabra.
No reconocí mi propia voz.
Mientras el hombre se encargaba de los papeles, sopesé la automática. La culata parecía llenar mi mano y cubrir cada poro de mi piel. Tenía un tacto agradable, fresco. Miré la pistola y sentí que el entusiasmo recorría mi brazo hasta invadir mi cuerpo. El asesino también debió de sentir lo mismo alguna vez.
– Somos gente responsable -dijo Nolan.
Sus ojos se paseaban por las páginas y los titulares, y se detenían en las fotografías. Estaba sentado a un escritorio, mirando todos los artículos que habíamos publicado sobre los asesinatos, clavados en la pared de un pequeño despacho.
– Simplemente no lo entiendo -murmuró. Se recostó en la silla y se frotó los ojos-. Hemos obrado de una manera absolutamente ética. Mira los artículos: ningún editorial sensacionalista en primera plana pidiendo venganza, nada de odio, no sembramos el pánico. Intento averiguar en qué nos equivocamos. ¿Qué clase de mensaje le hemos enviado a ese tipo? ¿De qué manera lo hemos alentado? Diablos, el Journal ha sido cuidadoso. Agresivo, sí, pero cuidadoso, en todos y cada uno de los artículos. ¿Acaso el Times o el Washington Post lo habrían manejado de otra manera? No lo creo. Bueno, tal vez habrían decidido explotarlo a fondo y poner a media docena de periodistas a trabajar en la historia, pero aun así yo defendería la decisión de que te encargaras tú solo de cubrir el caso. Gracias a eso hemos mantenido cierta coherencia, un mismo enfoque. Además, diablos, él te llamaba a ti, no a todo el personal. -Hizo una pausa para reflexionar-. Supongo que las cosas habrían sido distintas si el periódico fuera de Hearst… o uno de los tabloides británicos, del tipo de los de Fleet Street. Podríamos haber llamado a videntes y escrito cartas abiertas al asesino. Podríamos haber publicado titulares sensacionalistas todos los días, habernos entregado a un frenesí periodístico, promovido una especie de guerra santa. Podríamos haber publicado las fotos más truculentas a todo color.
»Pero no hicimos nada de eso. Permanecimos calmos; agresivos, como ya dije, pero circunspectos. Actuamos con toda la respetabilidad y la… responsabilidad que cabe esperar del principal periódico de esta ciudad. Nadie puede acusamos de manipular a ese tipo.
Nolan volvió a frotarse los ojos. Parecía estar hablándoles a los recortes de la pared y no a mí.
– ¿Sabes? Incluso pedí a los de la biblioteca que separaran todos los editoriales sobre la guerra de Vietnam. Sólo para repasarlos, para recordar la línea que teníamos entonces. Moderada desde el principio. Un apoyo inicial que, a finales de los años sesenta se transformó en la exigencia de que trajeran a todas las tropas de regreso en 1971 y de que dejaran de apoyar a los regímenes títeres. Creo que no fuimos los primeros, pero estoy seguro de que tampoco fuimos los últimos. -Exhaló un largo suspira-. Estoy envejeciendo -dijo-. Creo que todo esto empieza a afectarme. -Me miró-. ¿Sabes? Envié a mi esposa y mis hijos a casa de mi hermano y mi cuñada, en California. Hace dos semanas.
– ¿Por qué? Frunció el ceño.
– ¿Bromeas? Porque tenía miedo. Mi número telefónico figura en la guía. Él podría ir a por mí, o por Christine o por cualquiera. -Hizo una pausa momentánea-. Supongo que todos somos vulnerables.
Entonces comencé a esperar.
En casa y en la oficina miraba el teléfono, ansioso porque sonara, por que el asesino se pusiera a mi alcance. Creo que no estaba asustado, a diferencia de Wilson o Nolan, que habían enviado lejos a sus familias, y a diferencia de Martínez, que necesitaba distraerse con la bebida o con chicas para apartar su mente del asesino. Yo, por el contrario, intentaba concentrar mis pensamientos en él. Fantaseaba con un encuentro a solas, en algún sitio solitario. Veía las dos armas idénticas en nuestras manos y oía las detonaciones iguales. En mi imaginación, él era siempre el segundo, el más lento. Lo veía retorcerse y caer, destrozado por el impacto. A veces me sentía como una carnada, rebotando en la superficie del agua, con el mortífero anzuelo oculto en mi interior. Yo mismo ya estaba muerto.
A medida que la espera se prolongaba, me dediqué a escuchar las grabaciones de las llamadas del asesino. El sonido frío de su voz llenaba el aire. Estábamos él y yo, solos.
No había artículos que escribir. Sólo la espera.
Entonces recibí la llamada de O'Shaughnessy.
Los timbrazos del teléfono, como siempre, sonaron como el repentino repique de la campana de una iglesia y, como siempre, pensé primero en el asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular diciéndome: «Ha llegado el momento, el principio del fin.» Era como si sólo tuviera que eliminarlo para restituirme al mundo. Permanecí callado hasta que oí la voz en el otro extremo de la línea.
– ¿Hola? ¿Hola? -dijo.
Dejé de apretar el auricular con tanta fuerza.
– Sí -respondí-. Al habla Anderson.
– Señor Anderson -dijo la voz-. Me llamo Meter O'Shaughnessy. Fui teniente en el ejército de Estados Unidos.
Por un instante no pude articular palabra. Después de hablar con el Pentágono, había dado por sentado que los nombres eran falsos.
– Dios mío -dije-, usted existe.
Se echó a reír.
– Eso espero. Al menos, existía esta mañana al despertarme, y creo que aún existo.
– Pero no comprendo. Los del Pentágono me aseguraron que no había ningún O'Shaughnessy.
Me interrumpió.
– Bueno -me interrumpió-, no estoy seguro de ser el hombre que usted busca. Pero dada la similitud de los nombres, bueno, he pensado en llamarle para averiguarlo.
– ¿Dónde está?
– Memphis, Tennessee. Soy abogado. Un amigo mío que vive en Miami me envió una copia de su artículo, en el que menciona mi nombre. He estado un par de días dudando si telefonearle o no. Creo que lo he hecho por curiosidad. La coincidencia era demasiado grande y, de todos modos, no creo que haya habido otro O'Shaughnessy en el ejército al mismo tiempo que yo. En realidad, no es un apellido tan común.
– ¿Dónde combatió? -pregunté.
– Bueno -dijo-, eso es lo más extraño. En realidad, nunca combatí. Al menos no del modo descrito por ese tipo. Verá, yo estaba a cargo de una sección de empleados administrativos, en la base aérea cercana a Da Nang. Lo más parecido a un bautismo de fuego que tuve fue una vez que cayeron algunos proyectiles de mortero sobre la base. A veces se veía el tipo de cosas que los Vietcong sembraban en los caminos: minas terrestres, en general. Pero nunca entré realmente en combate como algunos soldados. Yo me dedicaba a tramitar papeles, formularios, todo lo que el ejército necesita por triplicado.
– ¿Trabajaba con empleados administrativos?
– Correcto. Bueno, no sé cuántos eran; tal vez entre cincuenta y cien tipos distintos pasaron por ahí a lo largo de los dieciocho meses que estuve en ese lugar. Gente muy distinta, pero que tenían una cosa en común.
– ¿Qué cosa?
– Estaban allí para evitar que les volaran el trasero.
– No le sigo -dije.
– Bueno -respondió-, el ejército les ofrecía un trato antes de enviarlos a alguna base de artillería en el interior del país. Se alistaban por uno o dos años más y los enviaban de regreso a la división, donde los ponían a trabajar con una máquina de escribir, archivadores y uniformes limpios.
– Entonces…
– Entonces éramos los cobardes, supongo. Asustados y a salvo.
Conversamos durante casi una hora. Admitió que su descripción física coincidía con la que me había proporcionado el asesino. Me habló de los militares, de la vida entre las alambradas, del complejo de oficinas desde donde, de vez en cuando, él observaba a las oleadas de refugiados como si la valla de tela metálica fuese una barrera que no sólo impedía el paso de los nativos, sino también de los sentimientos. Dijo que nunca pudo distinguir si los soldados estaban atrapados dentro o si los civiles lo estaban fuera. Por primera vez en días, tomé notas con rapidez. Su voz parecía rejuvenecerme. Una alegría malévola se apoderó de mí, y continuamente pensaba: «Ya te tengo.»
O'Shaughnessy también habló de las salidas a la ciudad, de los paseos por las calles atestadas, hombro con hombro junto a los demás estadounidenses que descollaban en altura entre los locales. Habló de bares oscuros, donde no había más luz que la que se reflejaba en la piel desnuda de una bailarina sin nombre. Allí les contaban muchas historias, según me dijo; historias de asesinatos, atrocidades, muertes, todas cometidas bajo la excusa de la guerra; voces apagadas, enturbiadas por la cerveza o el whisky barato, que relataban horrores en la penumbra.
– Todos los escuchábamos. No podíamos evitarlo. Los soldados bebían para olvidar, pero es un proceso lento, ¿sabe? Se desarrolla en etapas. Y llegaba un punto en que ellos estallaban y las pesadillas salían a la luz, como una confesión, como si al contarlas pudiesen hacerlas desaparecer.
Imaginé al asesino allí, escuchando otras voces que alimentaban su imaginación.
– ¿Sabe qué era lo peor? -dijo O'Shaughnessy.
– ¿Qué?
– Que, aunque oíamos tantas cosas, vivíamos en un mundo muy aislado de todo eso. Era muy artificial. Como cuando uno despierta y recuerda lo que acaba de soñar. Es real y, al mismo tiempo, no lo es. A veces estoy en algún lugar, y oigo algo…, una palabra, un tono de voz, tal vez… y me viene a la memoria alguna conversación. Es como tener un fantasma en tu interior.
Me pareció que sacudía la cabeza al otro lado de la línea, intentando librarse de esos recuerdos.
– ¿Por qué cree que aquello le afectaba tanto? -pregunté.
Hizo una pausa.
– No le he explicado a qué se dedicaba mi sección.
– ¿Y bien?
– Nos encargábamos de nuestros muertos. Nombres, identificaciones. Nos cerciorábamos de que los féretros fuesen acompañados de los efectos personales correspondientes. Verá, nuestras oficinas estaban junto a una morgue. Había cadáveres sobre las losas; algunos, reconocibles; otros…, bueno, destrozados. Por eso había tanta rotación de personal en la sección. Era demasiado macabro, demasiado inquietante, trabajar todo el día junto a los cadáveres. Había aire acondicionado, pero a veces aún despierto con el olor a muerto en la nariz. Me pone enfermo, pero no puedo evitarlo. Los médicos dicen que todo está en mi mente. ¿Sabe? Ése era el problema de la guerra. Siempre nos afectaba demasiado a la cabeza.
No se me ocurría nada que decir. Imaginé al asesino sentado ante un escritorio, respirando lentamente, todo el día. Percibiendo el hedor de la muerte en todo momento.
– ¿Le ha servido de algo todo lo que le he contado? -preguntó O'Shaughnessy.
– Más de lo que se imagina -respondí.