15

Fue, claro está, la noticia principal.

El titular, situado justo debajo de la cabecera, al igual que muchos de los que hacían referencia al caso en números anteriores, rezaba:


TESTIGO OCULAR RECUERDA EL «INCIDENTE» DEL ASESINO.


Vestido con mi bata de baño, sentado a la mesa de la cocina, me tomé un café mientras leía a toda prisa la página impresa, con un creciente entusiasmo. Sentía que había logrado sacudir el árbol y que ahora sólo tenía que aguardar a que las vibraciones subieran por el tronco, llegaran a las ramas e hicieran caer los frutos desde lo alto.

Estaba solo. Christine se había marchado temprano; se había levantado de la cama desnuda, en la penumbra de aquel amanecer veraniego. Tenía que ir al quirófano. Había dejado el periódico sobre la mesa, aún plegado como lo había traído el repartidor. La noche anterior, cuando llegué de la redacción, ella estaba levantada, esperándome.

Me paseé por el apartamento describiéndoselo todo; ella escuchaba sentada, pacientemente, con las manos enlazadas. Decía poco; en cambio, yo hacía pausas, me formulaba preguntas a mí mismo, me interrumpía con comentarios. Era como si representase su papel, tratando de adelantarme a las preguntas que podían ocurrírsele.

También le hablé de la discusión que habían mantenido en la redacción sobre si publicar la historia o no. Nolan había escuchado los primeros minutos de la grabación y luego mi reconstrucción de la conversación a partir de mis notas. Él también se había entusiasmado, pero consideraba conveniente contrastar la historia. Me apresuré a llamar a la oficina de información pública del Pentágono, pero era demasiado tarde para confirmar si Hilson u O'Shaughnessy habían estado en Vietnam en esa época. Nolan no las tenía todas consigo.

– ¿Qué ocurre si esperamos un día? ¿Qué podemos perder?

Sacudí la cabeza.

– Una ventaja. Ese tipo podría ir a la policía, o a la televisión. O podría desaparecer. Yo creo que tenemos que publicarla.

Nolan accedió a cambio de que yo ocultase la identidad del informante, describiese la unidad implicada en la operación y mencionase el nombre del oficial al mando. También debía omitir cualquier indicación de que el oficial estaba al tanto del incidente, para no entrar en la cuestión de un posible encubrimiento por parte del ejército.

– Pero conserva esa información -dijo Nolan-. La divulgaremos más adelante.

Me senté ante la máquina de escribir, convencido de que el artículo haría salir al asesino de su escondrijo en la ciudad. El artículo rompería el ritmo de los asesinatos; le ganaríamos al asesino por la mano. Él querría saber de nosotros, y no a la inversa.

Sin embargo, Christine no se había mostrado de acuerdo.

– Con esto sólo conseguiréis que se dé más prisa, que advierta que su tiempo es limitado -dijo.

Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, estaba vacilante, distante, pero aun así exploté en su interior y luego me aparté de su cuerpo. Pocos segundos después, estaba dormido, y ella, acostada de espaldas a mí.


Era media mañana cuando llamó Martínez.

– Salimos para allá -dijo-. Ahora mismo.

Era una llamada que yo había estado esperando.

También esperaba que el asesino se pusiera en contacto conmigo. La mañana había transcurrido rápidamente, entre las felicitaciones de los demás reporteros y de los redactores jefe del periódico. Telefoneé a la oficina de información pública del Pentágono, y me prometieron una respuesta lo más rápida posible a la consulta sobre los dos nombres y el número de unidad. Era, más que nada, cuestión de tiempo.

Nolan acudió a recepción a esperar a los detectives.

La noche anterior, cuando yo había empezado a hablar del hombre de la silla de ruedas, había levantado las manos y meneado la cabeza. «No quiero saber nada -había dicho-. Puedo recibir una citación y encontrarme en un brete. Él es tu fuente, y debes protegerlo. El periódico te respalda. Es así de sencillo. Espero.»

Ahora él tomó un ejemplar del periódico que había sobre mi escritorio. Leyó en voz alta:


Un día tórrido, hace unos cinco años, nueve hombres, mujeres y niños en un pueblo de Vietnam del Sur controlado por el Vietcong fueron ejecutados por tropas estadounidenses en el «incidente» que está detrás de la reciente oleada de asesinatos que azota Miami, según declaraciones de un veterano ahora discapacitado que fue testigo ocular de los hechos.


– Testigo ocular -dijo-. ¡Diablos, es una expresión magnífica para la entradilla de una noticia. Es como si, después de leerla, uno ya no pudiera poner en duda la veracidad de lo que sigue.

Se saltó varios párrafos y luego comenzó a leer otra vez:


«Estoy asustado», ha dicho el testigo al comenzar su descripción de la atrocidad que considera el origen de los recientes asesinatos cometidos en Miami. El testigo, cuya identidad ha decidido proteger el Journal, ha referido el incidente con extraordinaria riqueza de detalles. «No estoy orgulloso de lo que hicimos», ha declarado.


Nolan se interrumpió y me miró.

– Apuesto a que los policías por poco han sufrido un síncope al leer esto.

Asentí.

– Bien -dijo-. Pronto estarán aquí.

Me dejó durante un momento para atender los teléfonos de su oficina.

No me quedaban muchas dudas respecto de lo que ocurriría con el hombre de la silla de ruedas. Ahora que el artículo había aparecido, le haría otra visita y él aceptaría que la policía lo interrogase. Siempre sucedía eso. Una vez que la historia se publicaba, podía repetirse cien mil veces. Era como si se hubiese vuelto inofensiva, corno si ya no fuese un recuerdo que palpita, furioso, en la imaginación.

De la memoria de Hilson saldrían los nombres y direcciones de los hombres de la unidad. Por primera vez tuve la impresión de que la nota casi había cumplido con su propósito. Sólo era, como todo, cuestión de tiempo. La declaración del hombre arrancaría al asesino de su escondite y lo sacaría a la luz. Y todo gracias a mí, pensé. Me sentía como si estuviese restregando mi triunfo en las narices de todos los temores que me habían inculcado en la vida: mi familia, Christine. No pude evitar sonreír.

La voz de Nolan interrumpió mi ensoñación.

– Han llegado.

Cuando nos apartábamos del escritorio, sonó el teléfono. Posé la vista en él, extrañado, y luego en Nolan, que se encogió de hombros.

– Te espero allí -dijo, y se marchó.

Entonces regresé y levanté el auricular y puse en marcha la grabadora simultáneamente. Observé alejarse a Nolan mientras acercaba el auricular a mi oído.


Pienso en ello. Trato de hacer memoria, pero mis recuerdos parecen una mancha borrosa más que un grabado. Me pregunto en qué momento perdí el poco control que me quedaba. Supongo que fue entonces, con esa primera llamada, cuando comencé a tomar conciencia de las paredes de la habitación en que me hallaba, a sentir que la succión del fondo de la piscina tiraba de mis piernas, arrastrándome bajo la superficie.

La llamada era del oficial de información pública del Pentágono. Hablaba en un tono cortante, militar, y empleaba con frecuencia expresiones castrenses.

– ¡Señor! -dijo-. He revisado personalmente esos registros que solicitó.

– ¿Y?

– Negativo, señor.

– ¿Qué quiere decir?

Noté una repentina sensación de calor en la frente.

– Bueno, nosotros conservamos todos los expedientes de hombres y unidades. He comprobado que la tropa que usted citó realmente estuvo llevando a cabo misiones de búsqueda y destrucción en ese sector del escenario de operaciones. Pero no pude hallar ningún documento del tal soldado raso Hilson ni de ningún teniente Peter O'Shaughnessy que operasen con esa unidad.

– ¿Con esa unidad no?

– Correcto. He repasado la lista de hombres heridos en combate durante ese período. La búsqueda de esos nombres ha resultado negativa también.

Se me trabó la lengua.

– ¿Tal vez en otro período?

– Es posible, señor. Pero he revisado a conciencia los archivos correspondientes a los meses cercanos. Es posible, si el año es incorrecto, que me equivoque. Pero dudo que en otro esa unidad haya estado operando en esa zona. Usted recordará, señor, que las unidades eran transferidas con cierta frecuencia.

– Está bien -dije.

Mi mente luchaba por asimilar aquella información. No se me ocurría ninguna otra pregunta.

– ¿Puedo preguntarle algo? -inquirió el oficial.

– Claro.

– ¿Acaso tiene esto algo que ver con los asesinatos que se han producido allí?

– Sí -respondí-. Tiene mucho que ver.

– Bueno -prosiguió-. Ojalá pudiera serle de más ayuda. Si necesita que verifiquemos otros nombres y fechas, sólo llámeme, señor. Me temo que la información que le he dado no resultará muy útil, especialmente para la policía. Pero no es difícil comprobar datos específicos como los que usted nos proporcionó.

– Gracias -dije.

– A sus órdenes -contestó, y colgó el auricular.

Miré el periódico que estaba sobre mi escritorio. Una mentira, pensé. Todo era mentira. Respiré profundamente para combatir la náusea. Me puse de pie y dirigí la vista hacia la sala de conferencias. A través del cristal vi a los detectives, que me esperaban.

Me senté junto a Nolan y le pasé una nota que decía: «Resultado de la búsqueda de Hilson y O'Shaughnessy en el Pentágono: negativo.» Subrayé tres veces «negativo». Nolan abrió mucho los ojos y me miró, consciente del vuelco que había dado la situación. Pero no tuvo tiempo de reaccionar, de salir de allí conmigo, porque Wilson asestó un manotazo a la mesa.

– ¡Hemos jugado limpio con ustedes! -gritó-. ¡Y ustedes consiguen una noticia, una noticia importantísima, y nos dejan al margen! Debería detenerlos a los dos por entorpecer el trabajo de la justicia.

– Escuchad -dije-, ha surgido un problema…

– ¡Claro que hay un problema! ¡Hay un maldito asesino ahí fuera, ustedes tienen la clave para encontrarlo y ni siquiera se dignan llamamos por teléfono! ¡Dios! ¡Qué hatajo de hipócritas! -Volvió a sentarse-. Quiero saberlo -dijo-. ¡Quiero saberlo todo! ¡No me oculten nada! ¡Maldición, podemos atrapar a ese tipo ahora! ¡Hoy mismo! Dígame dónde está ese «veterano discapacitado». ¡Quiero hablar con él! ¡Ahora!

Martínez intervino, también con la voz alterada, pero procurando contenerse.

– Creemos que ese tipo es un testigo material. Si es necesario, podemos regresar dentro de unos treinta minutos con una orden judicial. Pero espero no tener que llegar a eso. Hemos jugado limpio con ustedes -señaló, fijando los ojos en mí y luego en Nolan-. Y creo que ahora es su turno de jugar limpio con nosotros.

– Hay un problema -dijo Nolan.

– ¿Cuál es el jodido problema? -preguntó Wilson, acercando su rostro al mío.

Nolan también me miró.

– Díselo.

Titubeé, buscando las palabras.

– Hemos llamado al Pentágono esta mañana para contrastar la información. No consta en sus archivos el nombre de nuestro informante. Tampoco el del hombre que, según él, era el comandante de la compañía.

Wilson se echó hacia atrás en la silla.

– ¡Joder! -exclamó.

– Explícate -pidió Martínez.

– El tipo me dio un nombre falso. Un par de nombres falsos. No sé qué otras partes de su historia eran falsas.

Martínez asintió.

– ¿Me estás diciendo que no os molestasteis en verificarlo antes?

– Lo intenté.

– ¡Qué bien!

Por un momento se impuso el silencio en la habitación.

– Eso significa -terció Nolan segundos después- que ya no hace falta mantener su identidad en secreto. Es decir, si él mintió, no tenemos por qué protegerlo.

Me hizo una señal con un movimiento de cabeza.

– Cuéntanos -dijo Martínez, mientras extraía una libreta.

Wilson se inclinó hacia delante sobre la mesa y me clavó la mirada.

Comencé a relatarles la historia desde el principio. Les conté que había atravesado la ciudad hasta el gueto céntrico y había subido las escaleras hasta el apartamento del hombre.

– ¡Alto ahí! -me cortó Wilson.

Me interrumpí en mitad de una oración. Martínez se volvió hacia su compañero, como preguntándose qué mosca le había picado.

– El hombre estaba en una silla de ruedas, ¿correcto? -dijo Wilson-. Tiene la médula espinal seccionada, ¿verdad?

Asentí.

– ¿En qué piso vive?

– En el tercero.

– ¿Y dice que va todos los días al hospital?

– Sí, eso dijo -respondí.

Entonces los acontecimientos se precipitaron. Wilson se dejó caer en la silla por un instante, con los ojos clavados en los míos, y se llevó las manos a la cara. De pronto, sin previo aviso, se levantó, se agachó y me agarró de la camisa. Sentí la fuerza de sus brazos cuando me levantó y me atrajo hacia sí sobre la mesa para que lo mirase a los ojos, con el rostro contraído de furia.

– ¡Maldito estúpido! -gritó-. ¡Estúpido, imbécil de mierda! -Su saliva me salpicó la cara-. ¡Maldito idiota!

– ¡Suéltame! -grité.

Martínez y Nolan se habían puesto de pie e intentaban separarnos. Por un segundo, los cuatro nos quedamos forcejando ahí en medio. Entonces, con la misma rapidez, Wilson me soltó. Me desplomé en mi silla y él tomó asiento de nuevo. Tenía los ojos vidriosos. No hacía más que repetir «mierda, mierda», una y otra vez.

Martínez comenzó a sacudido y Nolan se volvió hacia mí.

– ¿Estás bien? -preguntó, con expresión preocupada.

Me arreglé la camisa y la corbata. Asentí. Ambos miramos al detective.

– ¿No se dan cuenta? -preguntó Wilson, con voz inexpresiva.

Entonces nos dimos cuenta.

Nolan suspiró y se dejó caer sobre la silla. Martínez se llevó la mano a los ojos y sacudió la cabeza.

Yo me sentí descompuesto, con ganas de vomitar. Era él, pensé. Habíamos mantenido un encuentro, tal como yo le había solicitado.

Andrew Porter conducía el gran automóvil a través del denso tráfico del mediodía. Al acercamos a una intersección, la luz del semáforo se puso amarilla. Porter pisó el acelerador a fondo y pasamos a toda velocidad; la gente que estaba en la acera se apartó rápidamente. Oí que Nolan mascullaba una obscenidad desde el asiento trasero. Porter echó un vistazo al espejo retrovisor.

– Siguen con nosotros -dijo.

Me di la vuelta y vi que Martínez y Wilson nos seguían a pocos metros en su coche camuflado. Porter dobló una esquina para dejar atrás el bulevar y atravesar la zona céntrica, con sus altos edificios. El sol brilló sobre el techo blanco de un coche patrulla que frenó en una calle lateral y luego se incorporó a la fila, detrás de los detectives.

– Están preparados -dijo Porter-. Pero ¿para qué? -Se rió-. No lo sé, pero me inclino a dudar que él esté allí, esperándonos. Sería como James Cagney en aquella película, Al rojo vivo: «Venid a por mí, polizontes.» No, no lo veo.

Nolan soltó una palabrota.

Aparcamos a una manzana del apartamento. Oí el chirrido de las ruedas cuando los coches de la policía frenaron junto a nosotros. Wilson bajó antes de que el vehículo se detuviese por completo.

– Vamos -dijo.

Nos pusimos en marcha. A medio camino, Wilson se volvió hacia Nolan.

Vi que los otros policías tomaban posición en torno al perímetro del edificio, en sitios que no resultaban visibles desde la escalera. Los observé acercarse mientras desenfundaban las armas. Vi el destello de las pistolas bajo el sol del mediodía. Aquello parecía un campo de batalla; en cualquier momento, la orden de atacar me provocaría una descarga de adrenalina.

– Vamos -me indicó Wilson-. Sólo tú, yo y Martínez.

Comenzamos a atravesar el patio. Sentí el calor que irradiaba el suelo de cemento, envolviéndome como el humo, los pies y los tobillos. Toda la gente que se encontraba poco antes en el patio había desaparecido; sin duda, al presentir los problemas se habían refugiado en las sombras.

Subimos la escalera lentamente; cada escalón requería un esfuerzo mayor.

– Ahora estás realmente implicado en esto -susurró Wilson-. ¿Qué te parece?

No respondí. Martínez me miró con atención.

– ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? -preguntó. Asentí, aunque en el fondo no estaba muy convencido. Los dos detectives se detuvieron en el descansillo y comprobaron que sus armas estuviesen a punto.

– Bien -dijo Wilson-. Es hora.

Intenté recordar las instrucciones que me habían dado. Subí al descansillo y me acerqué a la puerta. Vi la misma muesca profunda que el otro día. Me hice a un lado y llamé.

No se oyó el menor sonido.

Golpeé de nuevo.

No hubo respuesta.

Eché un vistazo a los detectives. Martínez hizo un gesto con la mano izquierda para indicarme que intentase abrir la puerta. Llevé la mano al picaporte y probé.

Se abrió con facilidad.

Abrí la puerta de par en par. El sol penetró en la oscuridad cavernosa del apartamento.

Por un momento me pareció vislumbrar un movimiento en el interior y me arrimé a la pared de un salto, con la boca seca.

Pero reinaba el silencio más absoluto.

Llamé al hombre en voz alta.

Nadie respondió.

Lentamente, miré alrededor, volviendo la cabeza con la mayor cautela posible, tan despacio que me pareció que tardaba minutos en hacerlo.

Entonces vi el reflejo del sol en un objeto colocado en el centro de la habitación. Me llevó un momento comprender qué era pero, cuando lo supe, me pegué de nuevo a la pared, con la respiración agitada, sintiendo que el aire caliente me llenaba los pulmones, como un hombre a quien sacan de pronto a la superficie cuando ha estado a punto de ahogarse.

Era la silla de ruedas. Vacía.

Los dos detectives me apartaron de un empujón y entraron en el apartamento empuñando las armas con los brazos extendidos.

Yo sabía que no encontrarían a nadie. Había captado el mensaje. Oí que Wilson mascullaba obscenidades. Se acercó a la puerta.

– ¿Es ésa? -preguntó.

Asentí.

– Bien -dijo el detective-. Es todo lo que ha dejado.

Pero se equivocaba.

Martínez nos llamó de pronto. Seguí a los detectives hacia el interior.

– ¿Veis eso? -dijo.

Señaló la silla de ruedas. En medio del asiento había una casete. Wilson se quedó mirándola por un momento.

– ¿Llevas el aparato? -me preguntó.

Extraje la grabadora portátil del bolsillo de mi chaqueta.

– Muy bien -dijo Wilson-. Veamos qué tiene que decirnos ese hijo de puta.

Con el extremo de un lápiz, levantó la cinta del asiento y, sin tocarla con los dedos, la colocó en el aparato. Pulsé la tecla de reproducción y, por un momento, lo único que oímos fue un siseo.

Y luego una risa.

Ésta se prolongó, cada vez más fuerte, durante treinta segundos, quizás un minuto, y luego cesó bruscamente. De pronto, la habitación parecía vacía. La cinta giraba en silencio y apagué la grabadora. Salí al rellano y miré al cielo. Divisé la estela blanca de un avión militar que surcaba el azul celeste. En torno a mí, el descansillo se llenó de policías y técnicos. Oí la voz de Nolan y el chasquido de la cámara de Porter, que estaba en la puerta, tomando fotografías de la silla de ruedas abandonada. Pero el sonido de las voces de apagó en mis oídos. Lo único que oía era esa risa hipnótica.

Nolan estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, tecleando con el ceño fruncido mientras observaba las palabras contra el fondo gris.

– Maldición -farfulló.

Corrigió una oración: algunas palabras desaparecieron y otras ocupaban su lugar.

– Maldición -repitió. Se apartó de la pantalla-. No tengo la menor idea de cómo vamos a decir esto.

Sus ojos se desviaron hacia la oficina del jefe de redacción. Una vez más, frunció el entrecejo y se volvió hacia la pantalla.

Yo había redactado un artículo sobre la irrupción de la policía en el apartamento y lo que habían descubierto. En lenguaje periodístico conciso y adecuado, había escrito que el hombre de la silla de ruedas era, con toda probabilidad, el asesino. Habíamos tocado el tema de forma evasiva, tratando de pasar de puntillas sobre lo obvio y de disimular mi propia estupidez. Era con ese texto con el que Nolan estaba batallando.

– El problema -se lamentó- es que no sabemos cuánto de lo que dijo es verdad. Quiero decir: ¿cómo podemos escribir que nos contó una sarta de mentiras si no lo sabemos con seguridad? Aquel hombre, O'Shaughnessy, por ejemplo. Supón que sólo lo modificó ligeramente, que el verdadero teniente se llamaba O'Hara o Malone, o tenía algún otro apellido irlandés. No me extrañaría.

Centró su atención de nuevo en la pantalla y cambió algunas palabras más.

– Aún están esperando -dije.

Martínez y Wilson estaban al fondo de la redacción, sentados a un escritorio desocupado, con la mirada fija en nosotros. Los detectives habían llegado después de interrogar al administrador del edificio de apartamentos y a los vecinos. Nadie parecía saber gran cosa. Un hombre llegó, pagó al contado y por adelantado el alquiler de una semana y nadie volvió a verlo. Llevaba sombrero y gafas de sol. No habló mucho. En aquel edificio se hacían pocas preguntas, especialmente cuando había dinero en efectivo de por medio.

– Lo sé -dijo Nolan-. ¿Por qué no vas con ellos? y trae el bosquejo, para que podamos publicarlo junto con el artículo. Mientras tanto, yo seguiré con esto.

Asentí y lo observé mientras él continuaba dándole vueltas a la historia.

Me asaltó una especie de sensación de pérdida al verlo manipular mis palabras. Era el primer artículo, desde el primer asesinato, que había sido sometido a una corrección tan minuciosa. Sentí que el texto dejaba de ser mío. Me disponía a protestar al ver que introducía un nuevo cambio, pero me contuve. Hice una seña a los dos detectives y extendí el brazo para agarrar mi chaqueta, que estaba colgada sobre la silla.

Entonces sonó el teléfono.

Lo primero que pensé fue «Otra vez no, por favor».

Los incesantes timbrazos me incitaban, tentadores, a contestar. Miré a los dos detectives. Tenían los ojos clavados en mí. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular.

– Hola -dije, en voz baja.

Lo único que oí fue una serie de carcajadas.

– ¡Usted! -exclamé, en voz tan alta que todo movimiento cesó de golpe en la oficina.

Martínez y Wilson se encaminaron hacia mí. Nolan, en su oficina, dejó de trabajar.

– Bien -dijo el asesino, cuando la risa se interrumpió de pronto-. Usted quería un encuentro. Quería una historia de guerra. Ya la tiene.

– ¿Por qué? -pregunté.

No respondió a mi pregunta.

– Ya ve -prosiguió-, usted no es inmune.

– Maldición, ¿por qué? -grité-. ¿Qué está haciendo?

– Nadie está a salvo -dijo-. Usted pensaba que lo estaba. En la universidad. Estudiando. Manifestándose. Bebiendo cerveza, divirtiéndose. Y ahora resulta que no hay prórrogas.

– ¿A qué se refiere? -pregunté. Estaba furioso.

Su voz se suavizó y adquirió un tono muy frío y tranquilo.

– Yo también estudio -dijo-. Hábitos, rutinas, horarios. Es sorprendente lo organizadas, lo regulares que son nuestras vidas en realidad.

– ¿De qué habla?

– Sólo hace falta ponerse una chaqueta blanca. Tal vez un estetoscopio plegado, colgando de un bolsillo. Entonces uno se vuelve invisible, lo que le permite verificar cualquier horario, especialmente uno que está expuesto muy a la vista.

Christine, pensé de pronto.

– Bueno -continuó-, imaginemos que alguien quiere conocer a una persona en particular; una enfermera, digamos. Él sabría cuándo ella sale del hospital, cuándo cruza el gran aparcamiento hasta su plaza reservada. Y suponga que su coche no arranca. ¿Cómo sabría ella que alguien ha cortado el cable de la batería? Y, piénselo, ¿rechazaría ella la ayuda de un joven con aspecto de interno o de residente, que pasara por allí en ese momento y se ofreciera a llevarla a una estación de servicio? Sus intenciones verdaderas, por supuesto, serían muy diferentes.

– ¡Déjela en paz! -le grité-. ¡Ella no ha hecho nada!

– Mire la hora -dijo el asesino-. Ya está hecho.

Colgó bruscamente. La línea quedó muerta.

Me volví hacia el reloj de pared. Faltaban cinco minutos para las cuatro de la tarde. La hora a la que ella salía del hospital.

– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho?

Era Nolan. Wilson estaba a su lado, rebobinando la cinta.

Tomé el teléfono y marqué el número de la enfermería. Me equivoqué y, maldiciendo, volví a marcar.

– ¡Christine! -grité cuando una voz me respondió.

– Creo que ya se ha marchado -fue la respuesta.

– ¡No!

– Lo siento -dijo la mujer-. Se ha ido.

– ¡No! ¡Maldición, deténgala!

– ¿Quién habla? -preguntó la voz, con un deje de suspicacia.

– ¡Que la busquen! -grité-. ¡Está en peligro!

– Lo siento -repitió ella con serenidad, el tono calmo de una enfermera acostumbrada a lidiar con familiares alterados-. Debo saber con quién hablo.

– ¡Por Dios, habla Anderson, su novio! ¡Ahora, por favor, deténgala!

– Ah, señor Anderson, no he reconocido su voz. Espere mientras la mando buscar.

Apreté el auricular con fuerza, intentando ahuyentar las imágenes que me venían a la mente: el aparcamiento, su coche inutilizado, el súbito ofrecimiento de ayuda. Alrededor de mí, oía a Wilson, Martínez y Nolan, que intentaban preguntarme qué ocurría. Entonces la enfermera se puso de nuevo al aparato.

– Lo siento, señor Anderson, pero no contesta. Tal vez ya haya salido del edificio.

Colgué el teléfono de un golpe.

No podía pensar en nada más que en darme prisa.

El tráfico de la tarde parecía interponerse en mi camino. Yo avanzaba zigzagueando por las calles, saltándome semáforos en rojo, dando bocinazos sin parar y haciendo caso omiso de los gritos y las imprecaciones de los peatones y de los demás conductores. Viré bruscamente para evitar una colisión y obligué a otro automóvil a subir al bordillo, pero apenas me percaté de ello. Lo veía todo como una serie de diapositivas. Sabía que los dos detectives me seguían, pero no les prestaba atención. Recuerdo que el sol daba de lleno sobre el parabrisas y me cegaba; levanté la mano para protegerme los ojos, como si así pudiera expulsar todo el terror que había en mí.

El coche dio un bandazo cuando enfilé la rampa del aparcamiento del hospital. Otro vehículo frenó de golpe, con un chirrido de neumáticos, y me obstruyó el paso. El hombre que lo conducía me miró agitando el puño, pero lo ignoré; bajé de un salto y eché a correr. Oía las suelas de mis zapatos golpear el asfalto con el ritmo furioso de un baterista. El calor me envolvía y me agobiaba. Corrí tan deprisa como pude, moviendo los brazos enérgicamente, hacia el sitio donde sabía que ella dejaba su coche. Oí el ulular de las sirenas cuando los coches de la policía comenzaron a descender hacia el aparcamiento.

El sonido llenó mis oídos y mi mente, acrecentando mis temores. Oía otras pisadas detrás de mí; los detectives, supuse. Pero seguí corriendo, sin volverme.

Y luego, nada.

Me detuve con brusquedad, me tambaleé y me apoyé en un automóvil.

Recorrí el aparcamiento con la mirada; mis ojos se movían con la misma rapidez con que momentos antes se habían movido mis piernas.

No había señales de ella.

No había señales de su automóvil.

– ¡Christine! -llamé.

Mi grito resonó en el recinto, inútilmente.

– ¿Dónde? -preguntó una voz.

Era Martínez, que resollaba junto a mí.

– Aquí -respondí.

Él tenía el arma en la mano. Sus ojos se volvieron en la misma dirección que los míos.

– No está aquí -dije, con voz estruendosa.

Martínez dirigió la mirada a Wilson, que estaba recostado contra un vehículo, tratando de recobrar el aliento.

– No está aquí. Se ha ido -dijo-. ¿Y el coche? -me preguntó.

– No está.

Respiré profundamente y luego solté el aire con un resoplido cuando otra idea cobró forma poco a poco en mi mente.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamé-. Él me ha mentido. Sobre el estacionamiento. ¡Está esperando en casa!

Por un momento, Martínez me miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Mierda! -masculló.

Wilson extrajo un transmisor portátil de un bolsillo de su chaqueta y comenzó a hablar por él. Yo eché a correr de regreso a mi automóvil, que se había quedado a la entrada del aparcamiento, pero un coche patrulla le cerraba el paso.

– ¡Quitadlo de ahí! -grité-. ¡Quitad ese maldito trasto!

Uno de los agentes me miró con extrañeza; luego vio que Martínez venía detrás de mí, agitando los brazos. Éste se sentó junto a mí, pisé el acelerador y el automóvil arrancó en marcha atrás.

La caja de cambios emitió un quejido cuando cambié de velocidad y el coche aceleró por la calle, coleando, con escaso control.

Pasamos sin detenernos por la cabina de peaje de la autopista. Me abrí paso por entre el tráfico, dejando atrás una buena cantidad de vehículos que frenaban y conductores que maldecían. Martínez iba aferrado a la puerta pero me apremiaba. «¡Dale gas, dale gas!», repetía. Apunté el morro del automóvil entre otros dos y pasé por en medio. «El arcén», gritó Martínez por encima del ruido del aire que entraba a raudales por las ventanillas. Me desvié hacia el arcén y adelantamos un coche tras otro. «¡Toca la bocina!», gritó. Obedecí, y el sonido se elevó y quedó flotando detrás de nosotros como la estela de un barco.

Cortamos camino por tranquilas calles suburbanas, pasando por alto semáforos en rojo y señales de stop. Yo ya no tenía conciencia de lo que sucedía detrás de mí; mi mente estaba concentrada en lo que nos esperaba. «¡Deprisa! -decía el detective-. ¡Más rápido!» Viré violentamente hacia el pequeño edificio de apartamentos donde vivíamos. Estaba en una calle tranquila, y el chirrido de las ruedas desgarró la quietud que nos rodeaba. Frené y salí del coche de un salto; tropecé, me levanté y arranqué a correr, con la mente llena de ruidos y miedo. Oía que Martínez me seguía a algunos pasos de distancia.

– ¡Allí! -grité.

Era el automóvil de Christine.

– ¡Oh, no!

Me detuve de pronto, con la vista al frente.

Tenía el capó levantado.

– ¡Christine! -grité. Tenía el estómago contraído por la tensión-. Hemos llegado demasiado tarde -dije-. Se la ha llevado.

Martínez se detuvo a mi lado. Él también tenía la mirada fija en el automóvil.

– Mierda -barbotó-. ¿Estás seguro?

Pero entonces me asaltó otro temor. Salí disparado hacia la puerta del apartamento. En mi mente vi la imagen de su cuerpo, torcido, deformado por la muerte, tendido en el suelo de nuestro hogar.

– ¡Arriba! -grité por encima de mi hombro.

Subí los escalones de dos en dos, luego de tres en tres; mis pies pisaban con fuerza los peldaños de madera, y los pasos retumbaban en la caja de la escalera. Me arrojé contra la puerta del apartamento; mi hombro golpeó la plancha al tiempo que hacía girar el picaporte con la mano. Sentí que resbalaba, que entraba en la sala dando traspiés. El suelo se elevó hacia mí y extendí las manos para amortiguar la caída. Martínez, detrás de mí, entró corriendo por la puerta abierta, medio agazapado, sujetando ante sí la pistola con ambas manos.

– ¡No se mueva! -gritó, aun antes de saber si había alguien dentro o no.

Entonces los dos nos detuvimos como paralizados.

Christine estaba de pie en el centro de la habitación. Vi que una repentina expresión de temor y confusión asomaba a su rostro. Una revista cayó al suelo, abierta. En el exterior, el sonido de las sirenas llenaba el aire sofocante, a un volumen cada vez más alto a medida que se acercaban.

Christine soltó una exclamación ahogada y se tapó la boca con la mano.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ocurre?

Por un largo momento me sentí suspendido, incapaz de responder. Martínez se volvió; en su semblante se reflejaba el esfuerzo por comprender. Sacudió la cabeza lentamente, incrédulo. Su mano cayó a su costado, temblando ligeramente, apuntando la pistola hacia abajo. Me di la vuelta y quedé tendido boca arriba, escuchando los sonidos que se intensificaban: las pisadas en la escalera, las portezuelas de los coches al cerrarse, las sirenas, las voces levantadas con apremio inútil. También oí la voz de Christine, que intentaba contener las lágrimas cada vez más abundantes y repetir su pregunta. Aspiré grandes bocanadas de aire, tratando de recuperar mi pulso normal, y luego todos los sonidos parecieron amortiguarse; lo único que podía oír una y otra vez eran las palabras del asesino: «No hay prórrogas.»

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