Capítulo VI

El día siguiente resultó exasperante para la señora Hubbard en todos los aspectos, a pesar de haberse despertado con una considerable sensación de alivio. La duda inquietante de los últimos acontecimientos había sido aclarada por fin, siendo la responsable una jovencita tonta que quiso comportarse según el estilo moderno (que la señora Hubbard no soportaba), y de ahora en adelante volvería a reinar el orden.

Cuando bajaba a desayunar llena de esta seguridad reconfortante, la señora Hubbard vio amenazada su reciente paz. Los estudiantes escogieron aquella mañana para mostrarse especialmente cargantes, cada uno a su manera.

El señor Chandra Lal, que se había enterado del sabotaje de los apuntes de Elizabeth, estaba muy excitado.

—Es la opresión —exclamó—. La opresión deliberada de las razas nativas. Reserva y prejuicios, prejuicios raciales. Aquí tenemos un ejemplo clarísimo.

—Vamos, señor Chandra Lal —replicó la señora Hubbard tajantemente—. No tiene usted derecho, a decir eso. Nadie sabe quién lo hizo ni por qué.

—Oh, pero, señora Hubbard, creí que Celia había ido a verla para confesarlo todo —dijo Jean Tomlinson—. Yo lo consideré magnífico por su parte, y debemos ser todos muy amables con ella.

—¿Es que tienes que ser siempre tan cobista, Jean? —preguntó Valerie Hobhouse enfadada.

—Creo que no haces bien en decir eso.

—Vamos —intervino Nigel estremeciéndose—. ¡Qué término tan revolucionario!

—No veo por qué. El grupo de Oxford lo emplea y…

—¡Oh!, por amor de Dios, ¿es que hemos de oír hablar del grupo de Oxford hasta en la hora del desayuno?

—¿Qué ocurre, Ma? ¿Dice que fue Celia la que tomó esas cosas? ¿Es por eso que no baja a desayunar?

—Por favor, yo no comprendo absolutamente nada —dijo Akibombo.

Y nadie se lo aclaró, puesto que todos estaban demasiado ocupados en hacer sus propias preguntas y comentarios.

—Pobrecilla —continuó Len Bateson—. ¿Es que andaba algo apurada de dinero?

—¿Sabe? A mí no me sorprende mucho —dijo Sally despacio—. Siempre tuve la impresión…

—¿Te atreves a decir que fue Celia la que vertió tinta en mis apuntes? —Elizabeth Johnston le miraba con asombro—. Me parece absurdo e increíble.

—Celia no manchó de tinta sus trabajos, señor —intervino la señora Hubbard—. Y quisiera que dejaran de discutir sobre esto. Mi intención era explicárselo todo tranquilamente más tarde, pero…

—Pero Jean estaba escuchando. Por casualidad iba a…

—Vamos, Bess —exclamó Nigel—. Tú sabes muy bien quién volcó el tintero. Yo, el malo de Nigel, cogí mi tinta verde y la vertí sobre los apuntes.

—No es cierto. ¡Está mintiendo! ¡Oh, Nigel! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?

—Trato de ser noble y protegerte, Pat. ¿Quién cogió mi tinta ayer mañana? Fuiste tú.

—Por favor, no entiendo nada —asintió Akibombo.

—Ni quieras entenderlo —le dijo Sally—. Yo en tu lugar no me metería en eso.

Chandra Lal se puso en pie.

—¿No pregunta usted por qué existen los Mau Mau, o por qué Egipto se ha ofendido por lo del Canal de Suez?

—¡Al diablo! —estalló Nigel, dejando violentamente su taza encima del plato—. Primero el grupo de Oxford, y ahora política. ¡A la hora del desayuno! ¡Me marcho!

Y apartando su silla con energía abandonó la estancia.

—Sopla un viento muy frío. Ponte el abrigo —le gritó Patricia corriendo tras él.

—Cock, cock, cock —le remedó Valerie, burlona—. No tardará en echar plumas.

Geneviéve, la joven francesa, cuyo inglés no era todavía lo bastante bueno como para comprender las frases rápidas, había estado escuchando las explicaciones que musitaba a su oído su amigo René, y ahora empezó a hablar en francés a toda prisa mientras su voz se iba elevando de tono.

—¿Comment donc? ¿C'est cette petite qui m'a volé mon compact? ¡Ah, par exemple! J'irais a la police. Je ne supporterais pas une pareille

Colin Macnabb, que llevaba algún tiempo intentando hacerse oír sin conseguirlo, abandonó su actitud comedida y descargando el puño con fuerza sobre la mesa impuso silencio a todos. El tarro de mermelada cayó al suelo y se hizo añicos.

—Callaos todos y dejadme hablar. ¡Nunca vi tanta ignorancia y falta de caridad! ¿Es que ninguno de vosotros tiene la menor noción de psicología? Os aseguro que esa chica no tiene la culpa. Ha sufrido una serie de crisis emocionales y necesita ser tratada con la mayor simpatía y cuidado… o de lo contrario puede quedar perjudicada para toda la vida. Os lo advierto… lo que ella necesita es mucha comprensión.

—Pero al fin y al cabo —replicó Jean con voz clara—, aunque estoy de acuerdo contigo en lo de ser amable con ella no podemos olvidar ciertas cosas, ¿no te parece? Me refiero a los robos.

—Robos —repitió Colin—. ¡Si eso no fue robar! ¡Bah! Me ponéis fuera de mí…

—Es un caso interesante, ¿verdad, Colin? —dijo Valerie con una sonrisa.

—Para quien le interesan los procesos mentales, sí.

—Claro que a mí no me quitó nada… —empezó a decir Jean—, pero creo que…

—No, a ti no te quitó nada —replicó Colin volviéndose hacia ella con el entrecejo fruncido—. Y si tuvieras la más ligera idea de lo que eso significa, no estarías tan satisfecha.

—La verdad, no comprendo…

—Oh, vamos, Jean —intervino Len Bateson—. Dejémonos de discusiones. Voy a llegar tarde y tú también. Anda, vente conmigo.

—Decidle a Celia que se anime —dijo él por encima del hombro.

—Yo quisiera hacer una protesta formal —dijo Chandra Lal—. Me quitaron el ácido bórico que tan necesario es para mis ojos fatigados por el estudio.

—Usted también va a llegar tarde, señor Chandra Lal —le dijo la señora Hubbard con decisión.

—Mi profesor no suele ser muy puntual —repuso Chandra Lal dirigiéndose, no obstante, hacia la puerta—. Y también se muestra irritado y poco razonable cuando le hago preguntas inquisidoras.

Mais il faut qu'elle me la rende, cette compacte —dijo Geneviéve.

—Tienes que hablar inglés, Geneviéve… nunca aprenderás si vuelves al francés cada vez que te excitas. La cena del domingo entra en la presente semana y todavía no me la has pagado.

—¡Ah!, ahora no tengo aquí el bolso. Esta noche… Viens, René, nous serons en retard.

—Por favor —dijo Akibombo mirando a su alrededor con aire suplicante—. No entiendo nada.

—Vamos, Akibombo —le dijo Sally—. Yo te contaré todo lo que ocurre camino del Instituto.

Y tras dirigir una mirada de aliento a la señora Hubbard arrastró a Akibombo fuera de la habitación.

—Dios mío —exclamó la señora Hubbard suspirando profundamente—. ¿Por qué aceptaría este empleo?

Valerie, que era la única que quedaba, le sonrió con afecto.

—No se preocupe, Ma —le dijo—. ¡Lo bueno es que se haya descubierto todo! Todo el mundo empezaba a ponerse nervioso.

—Debo confesar que me ha sorprendido.

—¿El que haya sido Celia?

—Sí. ¿A usted no?

Valerie repuso con expresión ausente:

—En realidad debiera haberlo supuesto.

—¿Es que lo imaginaba?

—Pues una o dos cosas me hicieron cavilar. De todas formas ahora tiene situado a Colin en el lugar que ella quería.

—Sí, pero no puedo dejar de pensar que hizo mal.

—No puede conquistarse a un hombre con un revólver —rió Valerie—. Pero fingirse cleptómana, ¿no es un buen truco? No se preocupe, Ma. Y, por amor de Dios, que Celia devuelva los polvos compactos a Geneviéve, o de otro modo no volveremos a tener paz durante las comidas.

La señora Hubbard exhaló un profundo suspiro.

—Nigel ha roto su plato y el tarro de mermelada.

—Vaya una mañana infernal, ¿verdad? —dijo Valerie antes de salir, y la señora Hubbard la oyó decir alegremente en el recibidor:

—Buenos días, Celia. No hay moros en la costa. Todos lo saben y todo se olvidará… por orden de la pía Jean. Y en cuanto a Colin, ha estado rugiendo como un león para defenderte.

Celia entró en el comedor con los ojos enrojecidos por el llanto.

—Buenos días, señora Hubbard.

—Baja usted muy tarde, Celia. Buenos días. El café está frío y no le han dejado mucho que comer.

—No quise encontrarme con los demás.

—Eso me figuré, pero ha de verles pronto o tarde.

—Oh, sí. Lo sé. Pero pensé que sería más fácil… por la noche. Y desde luego no puedo quedarme aquí. Me marcharé a fines de semana.

La señora Hubbard frunció el ceño.

—No creo que sea necesario. Debe esperar que estén un tanto molestos… es natural… pero en conjunto son todos generosos y saben perdonar. Claro que tendrá que reparar cuanto antes lo hecho.

Celia la interrumpió, apremiante:

—Oh, sí. Aquí tengo mi talonario de cheques. Es una de las cosas que quería decirle. —Y le mostró un sobre que llevaba en la mano y que contenía el talonario—. Le había puesto unas letras por si no la encontraba al bajar para decirle cuánto lo sentía, y mi intención era llenar un cheque para que usted lo arreglara todo, pero mi pluma no tenía tinta.

—Tendremos que hacer una lista.

—La hice ya… hasta donde es posible. Pero no sé si comprar las cosas o darles el dinero.

—Lo pensaré. Es difícil decidirlo así de pronto.

—Oh, pero déjeme que le entregue un cheque ahora. Me sentiré mucho mejor.

Estaba a punto de responder: «¿De veras? ¿Y por qué va a sentirse mejor?», mas la señora Hubbard reflexionó que lo mejor era resolverlo por aquel medio, puesto que los estudiantes andaban siempre cortos de dinero. Y así también se aplacaría Geneviéve, quien de otro modo podría traer complicaciones con la señora Nicoletis. (Y ya tenían bastante tal como estaban las cosas).

—Muy bien —dijo repasando la lista de objetos—. Es un trabajo bastante difícil calcular exactamente lo que costará.

Celia replicó:

—Le daré un cheque por la cantidad aproximada que usted diga, y luego me devuelve lo que sobre, o yo añadiré lo que haga falta.

—Muy bien. —La señora Hubbard mencionó una cifra que ella consideró daría amplio margen a los gastos y Celia no puso el menor reparo, disponiéndose a abrir el talonario de cheques.

—¡Oh! mi pluma está vacía. —Se acercó a los estantes donde había algunos objetos pertenecientes a los estudiantes—. ¡Aquí no hay más tinta que la de Nigel! Esa horrible tinta verde. ¡Oh!, la utilizaré. A Nigel no le importará. Tengo que acordarme de comprar una botella hoy cuando salga.

Y una vez hubo llenado su pluma volvió para firmar el cheque, y al entregárselo a la señora Hubbard miró su reloj de pulsera.

—Llegaré tarde. Será mejor que no me entretenga desayunando.

—Debe tomar algo, Celia… aunque sólo sea un poco de pan con mantequilla… no es bueno salir con el estómago vacío. Sí, ¿qué ocurre?

Geronimo, el criado italiano, había entrado en el comedor haciendo extraños gestos con sus manos mientras su rostro adquiría una expresión muy cómica.

—La patrona acaba de llegar y desea verla. —Y agregó con un gesto final—: Está furiosa.

—Enseguida voy.

La señora Nicoletis se paseaba muy nerviosa de un lado a otro de su habitación.

La señora Hubbard salió de la estancia en tanto que Celia se apresuraba a cortar un pedazo de pan.

—¿Qué es lo que he oído? —exclamó—. ¿Que ha avisado usted a la policía… sin decirme palabra? ¿Quién se ha creído que es? ¡Cielos! ¿Quién se ha creído que es?

—Yo no he avisado a la policía.

—Miente.

—Vamos, señora Nicoletis, no puede hablarme así.

—¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! Soy yo la que está equivocada, usted no. Siempre soy yo. Todo lo que usted hace es perfecto. La policía en mi casa, tan respetable…

—No sería la primera vez —dijo la señora Hubbard recordando algunos incidentes desagradables—. Recuerde aquel estudiante antillano a quien buscaban por vivir a expensas de una mujer, y el joven agitador que se alojó aquí con nombre falso… y…

—¡Ah! ¿Es que me lo va a echar en cara? ¿Es culpa mía que la gente mienta y falsifique sus documentos y que la policía requiera nuestra ayuda en los casos de asesinato? ¡Y encima me lo reprocha usted, con lo que yo he sufrido!

—Nada de eso, sólo le hago ver que no sería precisamente una novedad que nos visitase la policía. Pero el caso es que nadie «ha avisado a la policía». Dio la casualidad de que un detective particular de gran renombre cenó aquí anoche invitado por mí y dio una charla sobre criminología a los estudiantes.

—¡Como si hubiera alguna necesidad de hablar de criminología a nuestros estudiantes! Ellos ya saben bastante. ¡Lo suficiente para robar, destruir y sabotear! ¡Y nadie ha hecho nada aún nada!

—Yo sí he hecho algo.

—Si, ha contado a ese amigo suyo todos nuestros problemas íntimos. Eso es un abuso de confianza y lo considero intolerable.

—Nada de eso. Yo soy la responsable de lo que ocurre en esta casa, y celebro comunicarle que el asunto está ya aclarado. Una de nuestras estudiantes ha confesado y ella ha sido la causante de la mayoría de lo ocurrido.

—¡Valiente sinvergüenza! —dijo la señorita Nicoletis—. Échela a la calle.

—Está dispuesta a marcharse por su propia voluntad y a repararlo todo.

—¿Y de qué servirá? Mi hermosa Residencia para Estudiantes tendrá mala fama, y nadie vendrá aquí. —La señorita Nicoletis se sentó en el sofá, deshecha en lágrimas—. Nadie se preocupa de mis sentimientos —sollozó—. ¡Es abominable el modo como me tratan! ¡Nadie me hace caso! ¡Siempre me dejan de lado! Si me muriera mañana, ¿a quién le importaría?

La señorita Hubbard, dejando la pregunta sin respuesta, salió de la habitación.

—Dios me dé paciencia —se dijo para sus adentros dirigiéndose hacia la cocina para interrogar a María.

Ésta se mostró adusta y poco comunicativa. La palabra «policía» flotaba en el ambiente sin que la pronunciara nadie.

—Es a mí a quien acusarán. A mí y a Geronimo… el povero. ¿Qué justicia puede una esperar en un país extranjero? No, no pude preparar el risotto como usted quería —dijo contenta, con aire inteligente— enviaron otra clase de arroz. En vez de eso haré spaghetti.

—Ya lo tomamos anoche.

—No importa. En mi país lo tomamos cada día. La pasta es buena siempre.

—Sí, pero ahora está en Inglaterra.

—Muy bien, haré estofado. Estofado inglés. No le gustará, pero se lo haré… pálido… pálido… con las cebollas hervidas con demasiada agua en vez de guisadas con aceite… y huesos recubiertos de carne pálida…

María habló en tono tan amenazador que la señora Hubbard creyó estar oyéndola relatar un crimen.

—¡Oh!, haga lo que quiera —le dijo antes de salir de la cocina.

A las seis de la tarde la señora Hubbard volvió a recuperar la seguridad en sí misma. Había dejado una nota en todas las habitaciones de los estudiantes pidiéndoles que fueran a verla antes de cenar, y cuando se presentaron les explicó lo que Celia le había rogado, que ella lo arreglara todo, y le pareció que reaccionaron favorablemente. Incluso Geneviéve, aplacada por el generoso valor que daban a sus polvos compactos, dijo contenta con aire inteligente:

—Ya se sabe que a veces se pasan crisis nerviosas. Celia es rica y no necesita robar. No, no debe estar bien de la cabeza. En eso tiene razón el señor Macnabb.

Len Bateson se llevó aparte a la señora Hubbard cuando ella bajaba al oír la llamada para la cena.

—Esperaré a Celia en el recibidor para acompañarla a la mesa —dijo—. Así le resultará menos violento.

—Es usted muy amable, Len.

—No tiene importancia, Ma.

A su debido tiempo, mientras se estaba sirviendo la sopa, se oyó la voz de Len que decía en el recibidor:

—Vamos, Celia. Todos los amigos están aquí.

Nigel musitó, dirigiéndose a su plato de sopa:

—¡Hoy ya ha hecho su buena obra! —Pero aparte de esto dominó su lengua y alzó la mano para saludar a Celia cuando entró Len, que había pasado el brazo por encima de sus hombros.

Se inició una conversación general que versó sobre varios tópicos y todos procuraron incluir a Celia. Como era inevitable, esta manifestación de buena voluntad terminó en un silencio violento, y fue entonces cuando Akibombo, volviéndose hacia Celia con el rostro resplandeciente e inclinándose sobre la mesa, dijo:

—Me han explicado todo lo que no comprendía. Es usted muy lista robando cosas. Nadie la ha descubierto durante tanto tiempo. Es muy lista, muy lista.

En este momento Sally Finch exclamó conteniendo la respiración:

—Akibombo, tú serás mi muerte —y le dio tal ataque de risa que tuvo que salir al recibidor. Las risas resonaron de un modo espontáneo y natural.

Colin Macnabb llegó más tarde. Parecía reservado e incluso menos comunicativo que de costumbre. Al término de la cena se puso en pie, diciendo entre dientes:

—Tengo que salir esta noche. Pero primero quiero decirles a todos que Celia y yo… esperamos casarnos el año próximo, cuando haya terminado mi carrera.

Y convertido en la imagen misma del rubor y la vergüenza recibió las felicitaciones y bromas de sus amigos, logrando escapar al fin completamente aturdido. Celia, al otro lado de la mesa, permanecía ruborizada, pero tranquila.

—Otro buen chico que se pasa al otro bando —suspiró Len Bateson.

—¡Cuánto me alegro Celia! —dijo Patricia—. Espero que seas muy feliz.

—Ahora todo es perfecto —dijo Nigel—. Mañana traeremos chianti para beber a su salud. ¿Por qué está tan seria nuestra querida Jean? ¿Es que no apruebas el matrimonio, Jean?

—Claro que sí, Nigel.

—Siempre he pensado que era mucho mejor que el amor libre, ¿no te parece? Sobre todo para los niños; así sus pasaportes tienen mejor aspecto.

—Pero la madre no debe ser demasiado joven —dijo Geneviéve—. Lo dijeron una vez en la clase de filosofía.

—Vamos, querida —dijo Nigel—. No querrás insinuar que Celia sea menor de edad ni nada por el estilo, ¿verdad? Es libre, blanca y tiene ya cumplidos veintiún años.

—Eso —intervino Chandra Lal— es un comentario ofensivo.

—No, no, señor Chandra Lal. Es sólo una especie de… frase hecha. No significa nada.

—No lo comprendo —dijo Akibombo—. Si una cosa no significa nada, ¿por qué decirla?

Elizabeth Johnston exclamó de pronto, alzando un poco la voz:

—A veces se dicen cosas que no parecen tener ningún significado, pero lo tienen y mucho. No, no me refiero a su cita americana. Estoy hablando de otra cosa —miró un instante alrededor de la mesa. Me refiero a lo que ocurrió ayer.

Valerie preguntó en tono seco:

—¿Qué es ello, Bess?

—¡Oh!, por favor —intervino Celia—. Yo creo… muy de veras… que mañana se habrá aclarado todo. De verdad. Lo de la tinta en tus apuntes y la destrucción de la mochila. Y si… si esa persona confiesa, como yo he hecho, entonces todo quedará aclarado.

Habló con calor, enrojeciendo, y un par de rostros se volvieron hacia ella, mirándola con curiosidad.

Valerie lanzó una carcajada breve.

—Y todos viviremos felices hasta el fin de nuestras vidas.

Luego se levantaron para pasar al salón, y hubo cierta competencia para servir el café a Celia. Conectaron la radio y algunos estudiantes se marcharon para acudir a alguna cita o a trabajar, y al fin todos los inquilinos de los números veinticuatro y veintiséis de la calle de Hickory se acostaron.

Había sido un día largo y agotador, reflexionó la señora Hubbard mientras se introducía entre las sábanas con un suspiro de alivio.

—Pero, a Dios gracias —dijo para sus adentros—, ahora ya ha terminado.

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