Capítulo II

La hermana de la señorita Lemon, cuyo nombre era señora Hubbard, tenía un marcado parecido con ella. Era más rolliza, de tez amarilla, e iba peinada con coquetería, siendo menos brusca en sus ademanes. Pero los ojos que le contemplaban desde aquel rostro redondo y amable tenían la misma astuta mirada que los de la señorita Lemon detrás de los lentes de pinza.

—Es usted muy amable, señor Poirot —le decía en aquel momento—. Muy amable. Creo que he comido más de lo que debiera… bueno, tal vez otro bocadillo… ¿Té? Bueno. Sólo media taza. Es un té delicioso.

—Primero —dijo Poirot— terminemos de merendar… y luego hablaremos.

Y sonriendo amistosamente se retorció el bigote mientras la señora Hubbard respondía:

—¿Sabe que resulta usted exactamente igual a como le había imaginado por la descripción de Felicity?

Al cabo de un momento de extrañeza, Poirot comprendió que Felicity era el nombre de la severa señorita Lemon, y respondió que no hubiera esperado menos, dada la eficiencia de su secretaria.

—Desde luego —dijo la señora Hubbard, cogiendo otro bocadillo—. Felicity nunca se ha molestado por los demás. Yo sí. Y por eso estoy angustiada.

—¿Puede explicarme exactamente qué es lo que le preocupa?

—Sí. Sería muy natural que se llevaran dinero… pequeñas sumas… un poco aquí, otro de allí… Y si se trata de joyas lo encontraría lógico; no es que quiera justificarlo…, pero sería lógico, un signo de cleptomanía o mala fe. Pero voy a leerle una lista de las cosas que fueron robadas, y que he anotado en un papel.

La señora Hubbard abrió su bolso, del que extrajo una pequeña libreta de notas. Leyó la lista:


Un zapato de noche (de un par recién estrenado).

Una pulsera (de bisutería).

Un anillo con un brillante (que fue encontrado en un plato de sopa).

Polvos compactos.

Un lápiz para labios.

Un estetoscopio.

Unos pendientes.

Un encendedor.

Unos pantalones viejos de franela.

Bombillas eléctricas.

Una caja de bombones.

Una bufanda de seda (que se encontró hecha pedazos).

Una mochila (ídem).

Ácido bórico.

Sales de baño.

Un libro de cocina.


Hercules Poirot exhaló un profundo suspiro.

—Curioso —dijo—, y muy… muy atrayente.

Y como absorto en sus pensamientos miró el rostro severo y ceñudo de la señorita Lemon y luego el amable y preocupado de la señora Hubbard.

—La felicito —dijo con calor, dirigiéndose a esta última.

—Pero, ¿por qué, señor Poirot?

—La felicito por tener un problema bonito y único.

—Bueno, para usted tal vez tenga sentido, señor Poirot, pero…

—Para mí no lo tiene en absoluto. Y sólo me recuerda un juego al que me obligaron a jugar unos amigos jóvenes durante las vacaciones de Navidad. Creo que se llamaba La Dama de los Tres Cuentos. Cada persona, por turno, decía la siguiente frase: «Fui a París y compré…», agregando algún artículo. La siguiente lo repetía añadiendo otro, y el objeto del juego era recordar los artículos en el orden que eran enumerados. Algunos de ellos debo confesar que eran ridículos. Una pastilla de jabón, un elefante blanco, una mesa con patas de madera, un ánade americano…, la dificultad en recordarlos residía, claro está, en la diversidad de objetos y en que éstos no tuvieran relación alguna entre sí. Y cuando se habían mencionado una docena resultaba casi imposible enumerarlos en el orden debido. Cada equivocación se castigaba con un cuerno de papel y el participante debía continuar el recitado la vez siguiente diciendo: «Yo, una dama con un cuerno, fui a París», etcétera. Cuando se tenían tres cuernos se perdía el juego y el último que quedaba era el ganador.

—Estoy segura que debió ganar usted, señor Poirot —dijo la señorita Lemon con la acostumbrada devoción de una empleada leal.

Poirot se sintió halagado.

—Pues sí, gané yo —repuso—; y con los más diversos objetos que puede usted imaginar, y gracias a un truco ingenuo, que es éste: uno se dice mentalmente «Con una pastilla de jabón lavé a un gran elefante blanco de mármol blanco que estaba sobre una mesita con patas de madera…», etcétera, etcétera.

La señora Hubbard dijo con respeto:

—Tal vez pueda hacer lo mismo con esa lista de cosas.

—Sin duda alguna. Una señora con un zapato en el pie derecho se coloca la pulsera en el brazo izquierdo. Luego se pone polvos y se pinta los labios, y al bajar a cenar se le cae el anillo en la sopa, etcétera… De este modo podría recordar toda su lista; pero no es eso lo que buscamos. ¿Por qué fue robada una colección de objetos tan diversos? ¿Se esconde algún propósito detrás de todo esto? ¿Alguna idea fija? Primeramente tenemos que proceder al análisis. Lo primero que hay que hacer es estudiar la relación de objetos con sumo cuidado.

Se hizo un silencio mientras Poirot se aplicaba al estudio. La señora Hubbard le observó con la atención de un niño que contempla a un malabarista esperando ver aparecer un conejo o cintas de colores. La señorita Lemon, sin impresionarse, se dispuso a considerar las características de su sistema de archivo.

Cuando al fin habló Poirot, la señora Hubbard pegó un respingo.

—Lo primero que me sorprende es esto —dijo el detective—. De todas las cosas desaparecidas, la mayoría son de escaso valor (el de algunas es casi nulo) con la excepción de dos… un estetoscopio y un anillo con un brillante. Dejando el estetoscopio aparte, de momento quisiera concentrarme en particular en el anillo. Usted dice que era de valor… ¿De cuánto?

—Pues… no sabría decirlo exactamente. Era un solitario con un pequeño grupo de diamantitos en la parte de arriba y en la de abajo. Había sido el anillo de prometida de la madre de la señorita Lane, según tengo entendido. Tuvo un gran disgusto cuando desapareció, y todos nos alegramos cuando fue encontrado aquella misma noche en el plato de sopa de la señorita Hobhouse. Todos pensamos que se trataba de una broma de mal gusto.

—Y eso puede haber sido. Pero yo considero que el robo del anillo y su devolución son significativos. Si desaparece un lápiz para los labios, una polvera, o un libro… no es motivo suficiente para llamar a la policía. Pero si se trata de un anillo de brillantes, es distinto. Cabe la posibilidad de que se dé parte a la policía y por eso lo devolvieron.

—Pero, ¿por qué cogerlo para devolverlo luego? —preguntó la señorita Lemon.

—Por el momento dejaremos las preguntas —replicó Poirot—. Ahora estoy ocupado en clasificar estos robos, y he empezado por el anillo. ¿Quién es esa señorita Lane a quien le fue robado?

—¿Patricia Lane? Es una joven muy simpática que estudia para diplomarse, o como lo llamen, en Historia, Arqueología o algo por el estilo.

—¿Goza de buena posición?

—Oh, no. Tiene algo de dinero, pero siempre vigila sus gastos. El anillo, como ya le he dicho, pertenecía a su madre. Tenía una o dos joyas bonitas, pero no se hace muchos vestidos nuevos y últimamente ha dejado de fumar.

—¿Cómo es? Descríbamela a su modo.

—Pues creo que es mestiza. De aspecto limpio y pulcro, tranquila y educada, pero no tiene un temperamento animado. Es lo que podríamos llamar una… bueno, una chica muy formal.

—Y la sortija apareció en el plato de la señorita Hobhouse. ¿Quién es la señorita Hobhouse?

—¿Valerie Hobhouse? Es una muchacha morena e inteligente que tiene una manera de hablar muy sarcástica. Trabaja en un salón de belleza. En «Sabrina Fair»… supongo que lo habría oído nombrar.

—Y esas dos jóvenes, ¿son amigas?

La señora Hubbard reflexionó unos instantes.

—Yo creo que sí. No tienen mucho que ver la una con la otra. Patricia se lleva bien con todo el mundo, sin ser precisamente simpática ni nada de eso. Valerie Hobhouse tiene enemigos por su lengua… pero va tirando, no sé si me comprende.

—Creo que sí —replicó Poirot.

De modo que Patricia Lane era agradable, pero aburrida, y Valerie Hobhouse tenía personalidad. Hizo un resumen de la lista de robos.

—Lo que me choca es las distintas categorías que representan. Hay pequeños hurtos que podrían tentar a una joven vanidosa y falta de dinero: el lápiz para los labios, las joyas de bisutería, los polvos compactos… sales de baño… y tal vez la caja de bombones. Luego tenemos el estetoscopio, un robo más propio de un hombre que sabría dónde venderlo o empeñarlo. ¿De quién era?

—Del señor Bateson. Un joven corpulento y simpático.

—¿Estudiante de medicina?

—Sí.

—¿Se enfadó mucho?

—Se puso lívido, señor Poirot. Tiene uno de esos temperamentos inflamables… que de momento dicen cualquier cosa, pero se les pasa pronto. No es de los que soportan con calma que nadie toque sus cosas.

—¿Y otros sí?

—Pues sí; el señor Gopal Ram, uno de nuestros estudiantes indios, sonríe suceda lo que suceda. Alza la mano diciendo que las posesiones materiales no tienen importancia…

—¿Le han robado alguna cosa a él?

—No.

—¡Ah! ¿A quién pertenecían los pantalones de franela?

—Al señor Macnabb. Eran muy viejos y cualquiera los hubiera dado ya a un trapero, pero el señor Macnabb tiene gran apego a sus trajes viejos y nunca tira nada.

—De modo que llegamos a las cosas que no parecen dignas de ser robadas…: pantalones viejos de franela, bombillas eléctricas, ácido bórico, sales de baño y un libro de cocina. Pueden ser importantes, pero lo más probable es que no lo sean. El ácido bórico tal vez fue cogido por error, alguien pudo haber quitado una bombilla pensando volverla a poner y se olvidó de hacerlo… y el libro de cocina pudo cogerlo alguien «prestado» y luego no devolverlo. Alguna mujer de la limpieza pudo llevarse los pantalones de franela.

—Las que empleamos son de confianza. Estoy segura de que ninguna hubiera hecho una cosa así.

—De acuerdo. Luego está el zapato de noche, nuevo, según tengo entendido… ¿A quién pertenecía?

—A Sally Finch. Es una muchacha americana que vino a estudiar aquí gracias a una beca que ganó en Fullgriht, no hace mucho.

—¿Está usted segura de que el zapato no se le perdió? No puedo imaginar para qué pueda nadie querer un zapato desparejado.

—No se extravió, señor Poirot. Lo buscamos por todas partes. La señorita Finch iba a una fiesta vestida «de etiqueta», como dice ella… en traje de noche diríamos nosotros… y los zapatos le eran de vital importancia… eran los únicos que tenía para semejante ocasión.

—Y se disgustó… Sí, sí, me pregunto… tal vez eso tenga algo que ver…

Guardó silencio por espacio de unos minutos y luego continuó:

—Y aún quedan otras dos cosas…: una mochila, hecha pedazos y una bufanda de seda en el mismo estado. Aquí tenemos algo que no denota vanidad, ni provecho… sino una venganza deliberada. ¿De quién era la mochila?

—Casi todos los estudiantes la tienen… todos van a menudo de excursión, ya sabe. Y la mayoría de mochilas son iguales, y compradas en el mismo sitio; de modo que resulta difícil distinguirlas; pero parece casi seguro que ésta pertenecía a Leonard Bateson o a Colin Macnabb.

—Y la bufanda que también apareció hecha tiras, ¿de quién era?

—De Valerie Hobhouse. Se la regalaron por Navidad. Era de color verde esmeralda y de muy buena clase.

—De la señorita Hobhouse… ya.

Poirot cerró los ojos. Lo que veía mentalmente era ni más ni menos que un calidoscopio. Trozos de bufandas y mochilas, libros de cocina, lápiz para labios, sales de baño y nombres y caricaturas de extraños estudiantes. Todo sin conexión ni forma. Incidentes sin ilación y personas girando en el espacio. Pero Poirot sabía muy bien que en alguna parte y de algún modo debía formarse un dibujo ordenado. O tal vez varios. Cada vez que uno mueve un calidoscopio obtiene un dibujo distinto… y uno de ellos sería el acertado. Lo difícil era por dónde empezar.

Abrió los ojos.

—Es un asunto que requiere reflexión. De veras. Mucha reflexión.

—Oh, estoy segura de ello, señor Poirot —asintió la señora Hubbard muy seria—. Y no quisiera molestarle…

—No me molesta. Estoy extrañado. Pero mientras reflexiono podemos empezar por el lado práctico. Por el zapato… sí, podemos empezar por ahí, señorita Lemon.

—¿Diga, señor Poirot? —La señorita Lemon dejó a un lado sus sistemas de archivo y fue automáticamente en busca de una libreta de notas y un lápiz.

—Quizá la señora Hubbard pueda recuperar el zapato desaparecido. Pregunte en el puesto de policía de la calle Baker, en la estación de objetos perdidos. ¿Cuándo desapareció…?

La señora Hubbard reflexionó unos instantes.

—Pues, no puedo recordarlo exactamente, señor Poirot. Tal vez hará unos dos meses. No puedo precisarlo. Pero quizá Sally recuerde la fecha de la fiesta.

—Sí. Bueno… —se volvió de nuevo a la señorita Lemon.

—No es necesario que precise. Diga que olvidó el zapato en un tren «Inner Circle»… que es lo más probable…, pero que también pudo ser en cualquier otro tren. O tal vez en un autobús. ¿Cuántos hay en los alrededores de la calle Hickory?

—Sólo dos, señor Poirot.

—Bien. Si no obtiene ningún resultado en la calle Baker, pruebe en Scotland Yard y diga que se lo dejó olvidado en un taxi.

—Lambeth —le corrigió la señorita Lemon.

Poirot alzó la mano.

—Usted siempre sabe estas cosas.

—¿Pero por qué cree usted…? —comenzó a decir la señora Hubbard, mas Poirot la interrumpió.

—Primero veamos qué resultados obtenemos. Entonces, si son negativos o positivos, usted y yo, señora Hubbard, volveremos a cambiar impresiones, y me dirá todas esas cosas que es necesario que yo sepa.

—Creo que ya le he dicho todo lo que sé.

—No, no. No estoy de acuerdo. Aquí tenemos reunidos a varios jóvenes de distintos temperamentos y sexos. A ama a B, pero B quiere a C, D y E se odian tal vez por causa de A. Es eso lo que necesito saber. El estado anímico de cada uno. Sus peleas, celos, amistades, odios y resentimientos.

—Estoy segura —explicó la señora Hubbard, molesta— que no sé nada de eso. Yo no me meto en nada. Me limito a dirigir la pensión, la despensa y nada más.

—Pero a usted le interesan las personas. Le agradan los jóvenes, y aceptó este trabajo, no porque le interesara económicamente, sino porque la ponía en contacto con problemas humanos. Debe de haber algunos estudiantes que le sean simpáticos y otros que no le agraden tanto, o tal vez nada. Debe decírmelo… sí. ¡Tiene que decírmelo! Usted está preocupada… y no por lo que ha ocurrido… puesto que podría haber dado parte a la policía.

—Le aseguro que a la señora Nicoletis no le agradaría ver a la policía en su casa.

Poirot continuó, sin hacer caso de la interrupción.

—No, usted está preocupada por alguien… que usted cree puede haber sido responsable o por lo menos estar mezclado en esto. Y, por consiguiente, alguien a quien usted aprecia.

—Es cierto, señor Poirot.

—Sí, lo es. Y creo que hace bien en preocuparse. Porque lo de la bufanda hecha trizas no es agradable. Ni lo de la mochila. En cuanto al resto, parece infantil… y no obstante… no estoy seguro. No. ¡No tengo la menor certeza!

Загрузка...