Capítulo IV
—Aquí tiene, señor Poirot.
La señorita Lemon depositó un pequeño paquete pardo ante el detective. Él le quitó el papel y contempló un plateado zapato de noche.
—Estaba en la calle Baker, como usted dijo.
—Eso nos ha evitado molestias —replicó Poirot—. Y también confirma mis ideas.
—Cierto —dijo la señorita Lemon, que no era nada curiosa por naturaleza. Pero, sin embargo, era muy susceptible a los derechos y exigencias de los afectos personales.
—Si no le causa demasiada molestia, señor Poirot, me permito notificarle que he recibido una carta de mi hermana. Ha habido algunos acontecimientos.
—¿Puedo leerla?
Ella se la entregó y el detective, después de haberla leído, dijo a la señorita Lemon que llamara a su hermana por teléfono; y cuando aquélla le indicó que había conseguido la comunicación, Poirot se puso al aparato.
—¿Señora Hubbard?
—Oh, sí, señor Poirot. Ha sido usted muy amable al llamarme tan pronto. En realidad estaba muy…
Poirot la interrumpió:
—¿Desde dónde me habla?
—Pues… desde la calle Hickory, desde luego. Oh, ya sé lo que quiere decir. Estoy en mi saloncito particular.
—¿Hay alguna otra línea?
—Es ésta. El teléfono principal está abajo, en el recibidor.
—¿Hay alguien en la casa que pueda escuchar?
—Todos los estudiantes están fuera a esta hora, y la cocinera ha salido a comprar. Geronimo, su marido, entiende apenas el inglés. Hay una mujer limpiando, pero es sorda y estoy segura de que no va a entretenerse en escuchar lo que hablamos.
—Muy bien; entonces, puedo hablar con libertad. ¿Por casualidad dan ustedes conferencias, o pasan películas por las noches? ¿O alguna otra clase de entretenimientos?
—Tenemos alguna conferencia de vez en cuando. La señorita Baltrout, la exploradora, vino no hace mucho con sus vistas de paisajes en color. Y recibimos una llamada de las Misiones del Lejano Oriente, aunque me temo que la mayoría de estudiantes salieron aquella noche.
—Ah. Entonces esta noche anuncie que Hercules Poirot, el jefe de su hermana, atendiendo a sus ruegos, acudirá para exponerles algunos de sus casos más interesantes.
—Es usted muy amable. Pero, ¿usted cree…?
—No es cuestión de creer o no creer… ¡Estoy seguro!
Aquella noche, los estudiantes, al entrar en el salón, encontraron una nota en la pizarra de anuncios que estaba detrás de la puerta.
Monsieur Hercules Poirot, el célebre detective particular, ha tenido la gentileza de acceder a dar una charla esta noche sobre la teoría y práctica de detectivismo efectivo, en la que presentará algunos casos de criminales famosos.
Los estudiantes, a medida que iban regresando, hacían sus comentarios.
«¿Quién es ese detective?» «Nunca le oí nombrar».
«¡Oh!, yo sí».
«Hubo un hombre condenado a muerte por el asesinato de una mujer de las que van a limpiar a las casas y este detective le libertó en el último momento, descubriendo al verdadero culpable». «Yo no lo recuerdo». «Creo que será divertido». «A mí no es que me atraiga eso, pero no niego que debe resultar interesante poder interrogar a un hombre que ha estado relacionado tan de cerca con delincuentes».
La cena fue servida a las siete y media y casi todos los estudiantes estaban ya sentados cuando la señora Hubbard bajó de un saloncito, donde se le había servido una copa de jerez al distinguido invitado, seguida de un hombrecillo de corta estatura, sospechosos cabellos negros, y un bigote de proporciones extraordinarias que retorcía con aire satisfecho.
—Éstos son algunos de nuestros estudiantes, señor Poirot. Les presento al señor Poirot, que va a tener la gentileza de hablar para ustedes después de la cena.
Se cambiaron saludos y Poirot se sentó al lado de la señora Hubbard, absorbiéndose en la tarea de no manchar su bigote con la excelente minestrone que fue servida por un activo criado italiano, portador de una enorme sopera, que depositó encima de una mesita auxiliar.
Luego siguió un plato caliente de spaghetti, y albóndigas, y fue entonces cuando una joven sentada a la derecha de Poirot le dirigió la palabra tímidamente.
—¿De veras trabaja para usted la hermana de la señora Hubbard?
Poirot se volvió hacia ella.
—Pues sí. La señorita Lemon es mi secretaria desde hace muchos años. Es la mujer más servicial que conozco, y algunas veces la temo.
—Oh, ya. Me preguntaba…
—¿Qué es lo que se preguntaba, mademoiselle?
Y le sonrió con aire paternal en tanto que mentalmente iba tomando notas.
«Bonita, preocupada, de mentalidad no muy rápida, asustadiza…»
—¿Puedo saber su nombre y lo que estudia? —le preguntó.
—Me llamo Celia Austin, y no estudio. Trabajo en el dispensario del Hospital de Santa Catalina.
—Ah, ¿y resulta interesante su trabajo?
—Pues… no sé… tal vez sí. —Parecía poco convencida.
—¿Y de los de aquí? ¿Podría decirme algo de ellos? Tenía entendido que ésta era una Residencia para Estudiantes Extranjeros; pero la mayoría parecen ingleses.
—Algunos de los extranjeros no están ahora aquí. El señor Chandra Lal y el señor Gopal Ram… son indios… y la señorita Reinjeer, alemana… y el señor Achmed Alí, que es de nacionalidad egipcia y a quien le agrada extraordinariamente la política.
—Y éstos, ¿quiénes son? Hábleme de ellos.
—Pues, sentado a la izquierda de la señorita Hubbard está Nigel Chapman. Un estudiante de Historia Medieval e Italiana en la Universidad de Londres. Luego sigue Patricia Lane, que está a su lado y lleva lentes. Piensa diplomarse en Arqueología. El pelirrojo es Len Bateson, futuro médico, y la joven morena es Valerie Hobhouse, que trabaja en un salón de belleza. A su lado se sienta Colin Macnabb… que está haciendo, un cursillo de psicología para doctorarse.
Hubo un ligero cambio de su voz al describir a Colin. Poirot la observó viendo que se había sonrojado, y se dijo para sus adentros:
«Vaya… está enamorada y no sabe disimularlo».
También observó que el joven Macnabb no la miraba nunca desde el otro lado de la mesa, y parecía muy enfrascado en la conversación que sostenía con una risueña jovencita pelirroja sentada junto a él.
—Es Sally Finch, Americana… vino aquí gracias una beca que ganó en Fullbright. Luego sigue Geneviéve Maricaud, que estudia inglés, igual que René Halle, que está a su lado. Esa rubia menuda es Jean Tomlinson… también trabaja en Santa Catalina. Es fisioterapeuta. El negro es Akibombo… vino del África Occidental y es muy simpático. Luego sigue Elizabeth Johnston, es de Jamaica y estudia leyes, y junto a nosotros y a mi derecha hay dos estudiantes turcos que llegaron hace una semana. Apenas saben nada de inglés.
—Gracias. ¿Y se llevan bien entre ustedes, o tienen desavenencias?
La ligereza de su tono restó importancia a sus palabras.
—Oh, en realidad estamos demasiado ocupados para pelearnos —repuso Celia—, aunque…
—¿Aunque qué, señorita Austin?
—Pues que… Nigel… el que está al lado de la señora Hubbard, disfruta pinchando a la gente y haciéndoles enfadar. Y Len Bateson se enfada. Algunas veces se pone furioso, pero en realidad es muy simpático.
—¿Y Colin Macnabb… se enfada también?
—Oh, no. Colin se limita a enarcar las cejas e incluso le divierte.
—Ya. ¿Y las señoritas, se pelean?
—Oh, no, nos llevamos muy bien. Geneviéve se ofende algunas veces. Creo que los franceses son muy susceptibles… oh, quiero decir… Perdone… Celia era la viva imagen de la confusión.
—Yo soy belga —replicó Poirot con aire solemne, y continuó antes de que Celia recobrara el dominio de sí misma—: ¿Qué quiso decir, señorita Austin, cuando inquirió: «Me preguntaba»? ¿Qué es lo que se preguntaba usted?
—Oh… nada… nada de particular… sólo que hemos tenido algunas bromas tontas, últimamente… y pensé que la señora Hubbard… Pero en realidad es una tontería. No quise decir nada.
Poirot no insistió, y volviéndose hacia la señora Hubbard se enfrascó en una conversación en la que también tomó parte Nigel Chapman diciendo que el crimen era una forma del arte creativo… y que los enemigos de la sociedad eran los policías que ingresaban en el cuerpo sólo a causa de su secreto sadismo. A Poirot le divirtió observar que la joven de los lentes, de unos treinta y cinco años, que estaba a su lado trataba desesperadamente de explicar sus comentarios a medida que él los iba haciendo. Nigel, sin embargo, no le hizo el menor caso.
La señora Hubbard les miraba con benevolencia.
—Todos los jóvenes de hoy en día no piensan más que en política o en psicología —dijo—. En mi juventud éramos mucho más alegres. Bailábamos. Si enrollaran la alfombra de salón tendrían una buena pista, y podrían bailar con la música de la radio, pero nunca lo hacen.
Celia rió, diciendo cono algo de intención:
—Pero tú solías bailar, Nigel. Yo misma he bailado contigo una vez, aunque no espero que en este momento lo recuerdes.
—¿Qué tú has bailado conmigo? ——dijo Nigel con incredulidad—. ¿Dónde?
—En Cambridge… por Pascua.
—¡Oh, Pascua! —Nigel alejó de un manotazo las tonterías de su juventud—. Hay que pasar esa fase de la adolescencia, pero, gracias a Dios, eso termina pronto.
Nigel no tendría mucho más de veinticinco años y Poirot tuvo que esconder una sonrisa detrás de su distinguido bigote.
Patricia Lane dijo con ansiedad:
—Comprenda, señora Hubbard; ¡hay tanto que estudiar! Entre las conferencias y los apuntes no queda tiempo para nada que no tenga valor real.
—Bueno, querida, sólo se es joven una vez —replicó la señora Hubbard.
Un pastel de chocolate siguió a los spaghetti y luego pasaron todos al salón, donde fue servido el café. Poirot se dispuso a hablar. Los dos turcos se excusaron cortésmente y los demás se sentaron en actitud expectante.
Poirot se puso en pie y habló con su aplomo acostumbrado. El sonido de su propia voz le resultaba siempre agradable, y por espacio de tres cuartos de hora estuvo disertando en tono brillante y divertido, recalcando las experiencias propias de un modo un tanto exagerado, pero agradable. Si quiso insinuar que era una especie de… charlatán… no se notó demasiado.
—Así que, como les digo —terminó—, me acuerdo de un fabricante de jabones que conocí en Lieja, que envenenaba poco a poco a su esposa para poder casarse con su rubia secretaria. Se lo insinué muy por encima, pero en el acto conseguí que reaccionara, y me entregó el dinero robado que yo acababa de recuperar para él. Se puso muy pálido y vi el terror reflejado en su rostro. «Entregaré este dinero a los pobres», le dije. «Haga, usted lo que quiera con él». Y entonces le anuncié muy significativamente: «Le aconsejo que ande con mucho cuidado, monsieur.» Asintió en silencio y al salir vi que se enjugaba la frente. Se había llevado un gran susto y yo… le había salvado la vida. Porque aunque esté trastornado por su rubia secretaria, ya no intentará envenenar a su esposa estúpida y antipática. Prevenir es mejor que curar; y nosotros deseamos prevenir los crímenes… y no esperar a que hayan sido cometidos.
E inclinándose extendió las manos.
—Bueno, ya les he aburrido bastante.
Los estudiantes aplaudieron con entusiasmo; Poirot se inclinó, y cuando ya iba a sentarse, Colin Macnabb, quitándose la pipa de entre los dientes, exclamó:
—¡Y ahora, tal vez quiera explicarnos para qué ha venido aquí en realidad!
Hubo un silencio expectante y luego Patricia dijo en tono de reproche:
—Colin.
—Bueno, todos nos lo figuramos, ¿no es cierto? —Miró en derredor suyo—. El señor Poirot nos ha dado una charla muy amena, pero no es a eso a lo que ha venido, sino a trabajar. ¿Usted cree realmente que no nos hemos dado cuenta, señor Poirot?
—Habla por ti mismo, Colin —dijo Sally.
—Pero es cierto, ¿no? —replicó el aludido.
Y de nuevo Poirot extendió sus manos en un gracioso gesto comprensivo.
—Admito que mi amable anfitriona me ha confiado ciertos sucesos que la han… preocupado —dijo.
Len Bateson se puso en pie con rostro sombrío y truculento.
—Oiga —exclamó—, ¿qué es todo esto? ¿Es que nos lo atribuye a nosotros?
—¿Ahora te das cuenta, Bateson? —preguntó Nigel en tono amable.
Celia, asustada, contuvo el aliento y dijo:
—¡Entonces tenía razón!
La señora Hubbard habló refiriéndose al particular, con decisión y autoridad.
—Yo le pedí al señor Poirot que nos diera una charla, pero también quería pedirle consejo acerca de algunas cosas que han ocurrido últimamente. Había que hacer algo y me pareció que la otra alternativa era… la policía.
Entonces se armó un gran alboroto. Geneviéve empezó a hablar acaloradamente en francés. «Era una vergüenza, un desastre, avisar a la policía». Y otras voces se unieron a la suya para apoyarla o contradecirla. Al fin la voz de Leonard Bateson se elevó por encima de las otras autoritariamente:
—Oigamos lo que dice el señor Poirot acerca de nuestro problema.
La señora Hubbard explicó:
—He contado al señor Poirot todo lo ocurrido. Si desea hacer alguna pregunta estoy segura de que ninguno de ustedes tendrá inconveniente en contestarla.
Poirot se inclinó cortésmente.
—Gracias. —Y con el aire de un malabarista sacó un par de zapatos de noche que entregó a Sally Finch.
—¿Son suyos… mademoiselle?
—Pues… sí… ¿los dos? ¿De dónde ha salido el que había desaparecido?
—Pues del Departamento de Objetos Perdidos del puesto de policía de la calle Baker.
—¿Pero qué le hizo pensar que pudiera estar allí, monsieur Poirot?
—Un simple proceso deductivo. Alguien coge un zapato de su habitación, mademoiselle. ¿Por qué? No será para ponérselo, ni para venderlo. Y puesto que la casa será registrada por todos para tratar de encontrarlo, el zapato debe salir de la casa o ser destruido. Pero no es tan sencillo destruir un zapato. Lo más fácil es tomar un tren o un autobús en las horas de más aglomeración y arrojarlo envuelto en un papel debajo de un asiento. Eso es lo que supuse y que resultó ser cierto… de modo que supe que pisaba terreno firme… el zapato fue robado, como dijo un poeta, «para fastidiar, porque sabe que eso molesta».
Valerie lanzó una breve carcajada.
—Esto te señala a ti con dedo infalible, querido Nigel.
—Tonterías —dijo Sally—. Nigel no cogió mi zapato.
—Claro que no —intervino Patricia enojada—. Es una idea absurda.
—Yo no la consideraría absurda —repuso Nigel—. Aunque yo no hice nada de eso… como no dudo que diremos todos.
Fue como si Poirot hubiera estado esperando aquellas precisas palabras. Sus ojos se posaron pensativos en el rostro enrojecido de Len Bateson y luego fueron observando a cada uno de los estudiantes.
—Mi posición es delicada —dijo al fin con un gesto—. Allí soy un huésped más. He venido atendiendo a una invitación de la señora Hubbard… a pasar una agradable velada, y eso es todo. Claro que además he devuelto un par de zapatos de noche a mademoiselle. En cuanto a lo demás… —hizo una pausa—. ¿Monsieur… Bateson?, sí, Bateson… me ha pedido que diera mi opinión acerca de este… problema. Pero sería una impertinencia por mi parte el hablar, a menos de ser invitado no por una sola persona, sino por todos ustedes.
Akibombo sacudió su negra y rizada cabeza en un gesto de vigoroso asentimiento.
—Ése es un procedimiento correcto, sí —dijo—. El verdadero procedimiento democrático es someter el caso a la votación de todos los presentes.
La voz dé Sally se alzó impaciente.
—Oh, no vale la pena —dijo—. Esto es una especie de reunión amistosa. Oigamos lo que nos aconseja el señor Poirot, sin más complicaciones.
—No puedo estar más de acuerdo contigo, Sally —replicó Nigel.
Poirot inclinó la cabeza.
—Muy bien —anunció—. Puesto que todos ustedes me lo piden, les diré que mi consejo es bien sencillo. La señora Hubbard… o mejor dicho, la señora Nicoletis… debiera llamar inmediatamente a la policía. No hay tiempo que perder.