Capítulo III

La señora Hubbard subió apresuradamente la escalera e introdujo el llavín en la cerradura de la puerta. En cuanto hubo abierto, un joven pelirrojo subió corriendo tras ella.

—Hola, Ma —le dijo, ya que era así como Len Bateson solía dirigirse a ella. Era un individuo simpático con acento londinense, libre de todo complejo de inferioridad—. ¿Ha estado callejeando?

—He salido a tomar el té, señor Bateson. No me entretenga ahora. Ya hablaremos.

—Hoy he disecado un cadáver magnífico —explicó Len—. ¡Despachurrado!

—No digas esas cosas tan horribles, muchacho. ¡Un cadáver magnífico! ¡Sólo de pensarlo me da náuseas!

Len Bateson rió de buena gana.

—Pues mire que a Celia… —dijo—. Fui al dispensario y le dije: «He venido a hablarte de un cadáver», y se puso tan blanca como la cera y creí que iba a desmayarse; ¿qué le parece eso, Mamá Hubbard?

—Que no me extraña. ¡Qué ocurrencia! Celia pensaría probablemente que se trataba de un cadáver auténtico.

—¿Qué quiere decir… auténtico? ¿Cómo se cree que son los nuestros? ¿Sintéticos?

Un joven delgado de cabellos largos y descuidados salió de una de las habitaciones de la derecha y dijo en tono irascible:

—¡Oh, son ustedes! Creí que al menos había un pelotón de hombres. La voz es de un solo hombre, pero el volumen de las de diez reunidos.

—Espero no haberte alterado los nervios…

—No más que de costumbre —dijo Nigel Chapman volviendo a entrar en la habitación.

—Nuestra flor delicada —dijo Len.

—Vamos, no se peleen —exclamó la señora Hubbard—. Buen humor, eso es lo que me gusta, y un poquito de buena voluntad.

El hombretón le miró con afecto.

—No me importa nuestro Nigel, Ma —replicó.

Una joven que en aquellos momentos bajaba la escalera, anunció:

—Señora Hubbard, la señora Nicoletis está en su habitación y dijo que deseaba verla en cuanto llegara.

La señora Hubbard se dispuso a subir la escalera con un suspiro, y la joven alta y morena que le diera el recado se apresuró a dejarle paso.

Len Bateson, quitándose la gabardina, le preguntó:

—¿Qué ocurre, Valerie? ¿Quejas de nuestro comportamiento que van a ir a parar a oídos de Mamá Hubbard a su debido tiempo?

La joven acabó de bajar la cabeza.

—Esta casa cada día se parece más a un manicomio —dijo por encima de su hombro, al entrar en la habitación de la derecha. Se movía con la gracia indolente de las maniquíes profesionales.

El número veintiséis de la calle Hickory correspondía en realidad a dos casas, la veinticuatro y la veintiséis unidas. Las dos plantas bajas fueron unificadas, de modo que había un gran salón de visitas y un comedor enorme en dicha planta, así como dos salitas de espera y un pequeño despacho en la parte de atrás en la casa. Dos escaleras distintas conducían a los pisos superiores, que permanecían separados. Las señoritas ocupaban los dormitorios de la parte derecha de la casa y los muchachos la correspondiente al número veinticuatro.

La señora Hubbard subió la escalera desabrochándose el cuello de su chaqueta, y suspirando de nuevo tomó la dirección del dormitorio de la señora Nicoletis.

«Otro de sus arrebatos, supongo», musitó para sus adentros.

Y luego de golpear suavemente con los nudillos la puerta, entró.

En el saloncito de la señora Nicoletis la temperatura era muy elevada. La gran estufa eléctrica tenía todas las resistencias encendidas y la ventana estaba herméticamente cerrada. La señora Nicoletis fumaba en el sofá, rodeada de almohadones de seda y terciopelo bastante raídos. Era una mujer corpulenta y morena, aún bien parecida, de boca que denotaba gran temperamento y unos enormes ojos castaños.

—¡Ah! Es usted —exclamó la señora Nicoletis con aire acusador.

La señora Hubbard, haciendo honor a su sangre Lemon, no se inmutó.

—Sí, soy yo —replicó ásperamente—. Me dijeron que deseaba usted verme con urgencia.

—Sí, desde luego. Es monstruoso. Ni más ni menos; monstruoso.

—¿Qué es lo monstruoso?

—¡Estas facturas! ¡Sus cuentas! —y la señora Nicoletis exhibió un montón de papeles sacándolos de debajo de uno de los almohadones con la gracia de un malabarista profesional—. ¿Con qué estamos alimentando a esos miserables estudiantes? ¿Con foie gras y codornices? ¿Es que esto es el Ritz? ¿Quiénes se han creído que son esos estudiantes?

—Pues gente joven con buen apetito —repuso la señora Hubbard—. Reciben un buen almuerzo y una cena abundante… comida sencilla, pero alimenticia, que resulta sumamente económica.

—¿Económica? ¿Se atreve a decirme eso cuando me estoy arruinando?

—Usted saca un beneficio considerable, señora Nicoletis, de esta pensión. Y para los estudiantes, el precio resulta bastante elevado.

—¿Pero acaso no tengo la casa siempre llena? ¿Cuándo hay una vacante que no haya sido solicitada tres veces por anticipado? ¿No me envía estudiantes el Consulado británico, la Universidad de Londres… y el Liceo Francés? ¿Y no es absolutamente cierto que hay siempre tres Solicitudes para cada plaza?

—Eso es en gran parte porque aquí la comida es apetitosa y abundante. La gente joven debe alimentarse debidamente.

—¡Bah! Esos gastos son escandalosos. Esa cocinera italiana y su marido le roban a usted la comida.

—Oh, no, señora Nicoletis. Le aseguro que ningún extranjero puede engañarme.

—Entonces es usted… quien me roba a mí.

—Puedo permitirle que me diga cosas como ésa —dijo en el tono que una acusada hubiera empleado para defenderse contra un cargo truculento—. Pero no es elegante hacerlo y cualquier día le traerá complicaciones.

—¡Ah! —la señora Nicoletis arrojó al aire las facturas con gesto dramático. La señora Hubbard se inclinó para recogerlas—. Me saca usted de mis casillas —gritó la dueña de la Residencia.

—Permítame decirle que eso la perjudica —replicó la señora Hubbard—. No debe tomarse las cosas así. Los arrebatos son perjudiciales para la presión sanguínea.

—¿Admite usted que estos totales son más elevados que los de la semana pasada?

—Claro que lo son. En los Almacenes Lampson ha habido muy buenas rebajas y me he aprovechado de ellas. La semana que viene los totales resultarán más bajos que el promedio.

La señora Nicoletis la miró ceñuda.

—Usted siempre encuentra una explicación satisfactoria.

—Ahí tiene —la señora Hubbard depositó las facturas ordenadas encima de la mesa—. ¿Algo más?

—Esa joven americana, Sally Finch, habla de marcharse… y no quiero que se vaya. Es una alumna de Fullbright y atraerá a otros estudiantes de allí. No debe marcharse.

—¿Y por qué razón quiere marcharse?

La señora Nicoletis alzó sus hombros monumentales.

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? No dijo la verdad. Puedo asegurarlo. Siempre lo adivino.

La señora Hubbard asintió pensativa.

—Sally no me ha dicho nada —dijo.

—¿Hablará usted con ella?

—Sí, desde luego.

—Y si es por estos estudiantes de color, esos indios, y esos negros… pueden marcharse todos, ¿comprende? La diferencia étnica tiene gran importancia para los americanos… y a mí son los americanos los que me interesan… y en cuanto a los estudiantes de color… ¡que se larguen!

Hizo un gesto dramático.

—No ocurrirá mientras yo continúe de encargada —repuso la señora Hubbard, en tono frío—. Y de todas formas está usted equivocada. No existe esa clase de diferencias entre los estudiantes y desde luego Sally no es así. Ella y el señor Akibombo comen juntos muy a menudo y no hay otro más negro que él.

—Entonces será por los comunistas… Ya sabe lo que los americanos opinan de los comunistas. Y Nigel Chapman… es comunista.

—Lo dudo.

—Sí, sí. Debiera haber oído lo que decía la otra noche.

—Nigel es capaz de decir cualquier cosa por molestar a la gente. Es muy pesado en este sentido.

—Usted les conoce muy bien… ¡Querida señora Hubbard, es usted maravillosa! Me repito una y otra vez… ¿qué haría yo sin la señora Hubbard? Descanso en usted por completo. ¡Es usted una mujer maravillosa, maravillosa! Se hace imprescindible.

—Después del rapapolvo, el jabón —murmuró la señora Hubbard.

—¿Qué?

—No se alarme; haré lo que pueda.

Y salió de la habitación cortando en seco un largo discurso de agradecimiento, mientras murmuraba para sí:

—¡Haciéndome perder el tiempo… es una mujer enloquecedora! —y echando a correr por el pasillo penetró en su salita particular.

Pero allí no habría de tener paz. Una muchacha se puso en pie al entrar la señora Hubbard y dijo:

—Quisiera hablar con usted unos minutos, si me lo permite.

—Desde luego, Elizabeth.

La señora Hubbard quedó muy sorprendida. Elizabeth Johnston era una joven de las Antillas que estudiaba leyes. Era muy trabajadora, ambiciosa y reservada. Siempre le había parecido muy equilibrada y competente, considerándola como una de las mejores estudiantes de la Residencia.

Su aspecto en aquellos momentos era normal, pero la señora Hubbard supo captar el ligero temblor de su voz a pesar de que sus facciones morenas permanecieron impasibles.

—¿Ocurre algo?

—Sí. ¿Quiere acompañarme a mi habitación, por favor?

—Espere un momento. —La señora Hubbard se quitó el abrigo y los guantes y luego siguió a la joven hasta el piso superior, donde tenía la habitación. Abrió la puerta y se dirigió a una mesita cerca de la ventana.

—Aquí tiene mis apuntes —le dije—. Esto representa varios meses de duro esfuerzo… ¿Ve usted lo que me han hecho?

La señora Hubbard contuvo el aliento.

Habían derramado tinta sobre la mesa y los papeles estaban empapados. La señora Hubbard los tocó con la punta del dedo. Todavía estaban húmedos.

Aun sabiendo que la pregunta era una tontería, la hizo.

—¿No se le habrá vertido a usted la tinta?

—No. Lo hicieron mientras yo estaba fuera.

—¿Usted cree que la señora Biggs…?

La señora Biggs era la encargada de la limpieza de los dormitorios de aquel piso.

—No fue la señora Biggs. Esta tinta no es ni siquiera mía. La tengo en el estante de encima de mi cama. No la ha tocado nadie. Esto lo hizo alguien que trajo la tinta y la vertió adrede.

—¡Qué cosa tan malvada… tan cruel!

—Sí, ha sido una mala acción.

La muchacha habló tranquilamente, pero la señora Hubbard no cometió el error de no comprender sus sentimientos.

—Bueno, Elizabeth, apenas sé qué decirle. Estoy sorprendida, asombrada, y haré lo posible por descubrir al autor de una maldad semejante. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede haber sido?

La joven replicó:

—La tinta es verde… ya lo ve usted.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—No es muy corriente emplear tinta verde. Y yo sé quién la usa: Nigel Chapman.

—¿Nigel? ¿Usted cree que Nigel haría una cosa tan mezquina?

—No debiera haberlo pensado… no. Pero él escribe sus cartas y sus apuntes con tinta verde.

—Tendré que hacer muchas preguntas. Siento mucho, Elizabeth, que en esta casa haya ocurrido una cosa así y sólo puedo decirle que haré cuanto pueda para que todo quede aclarado.

—Gracias, señora Hubbard. Ya han ocurrido… otras cosas, ¿no es cierto?

—Sí, es… sí.

La señora Hubbard salió de la habitación y se dirigió hacia la escalera, pero se detuvo de pronto y en vez de bajar, fue hasta el extremo del pasillo y llamó a la puerta de la señorita Sally Finch, quien desde dentro la invitó a entrar.

El dormitorio era agradable y Sally Finch, una alegre pelirroja, muy simpática.

Estaba escribiendo y la miró sonriente. Le ofreció una caja de bombones abierta y dijo con voz clara:

—Bombones de casa. Coma algunos.

—Gracias, Sally, pero ahora no. Estoy muy disgustada. —Respiró—. ¿Se ha enterado de lo que le ha ocurrido a Elizabeth Johnston?

—¿Qué le ha sucedido a la Negra Bess?

El apodo era un apelativo cariñoso que había sido aceptado por la propia interesada.

La señora Hubbard le refirió lo ocurrido y Sally dio muestras de furor compasivo.

—Esto es una mezquindad. No creí que nadie fuera capaz de hacer una cosa así a nuestra Bess. Todos la apreciamos. Es tranquila y no se mete en nada, ni se la ve mucho, pero estoy segura de que nadie la odia.

—Es lo que yo hubiera dicho.

—Bueno… esto concuerda con las otras cosas. Por eso…

—¿Por eso, qué? —preguntó la señora Hubbard cuando la joven se detuvo bruscamente.

Sally repuso despacio:

—Por eso voy a marcharme. ¿No se lo ha dicho la señora Nicoletis?

—Sí. Y está muy angustiada. Al parecer no cree que le haya dicho usted la verdadera razón.

—Desde luego que no lo hice. No quise que se disgustase. Ya sabe usted cómo es. Pero ése es el verdadero motivo. No me agrada lo que está ocurriendo aquí. Fue muy extraña la pérdida de mi zapato, y luego lo de la bufanda de Valerie y la mochila de Len… no es como si desapareciesen cosas… al fin y al cabo eso puede ocurrir siempre… no es agradable, pero sí normal… pero esto otro, no. —Hizo una breve pausa sonriendo y luego hizo una mueca—. Akibombo está asustado. Siempre se muestra muy superior y civilizado… pero existe todavía mucha superstición en el África Occidental y él la lleva en la sangre.

—¡Bah! —exclamó la señora Hubbard, enojada—. No aguanto las supersticiones. Son cosas de seres vulgares que se ponen en ridículo. Eso es todo.

La boca de Sally se curvó en una sonrisa gatuna.

—Usted ha acentuado lo de vulgar —dijo—. Pero yo tengo el presentimiento de que en esta casa hay una persona que no es nada vulgar.

La señora Hubbard bajó la escalera y entró en el salón de visita que los estudiantes tenían en la planta baja y en el que se hallaban cuatro personas. Valerie Hobhouse, tumbada en un sofá con sus elegantes y finos pies colocados sobre uno de los brazos; Nigel Chapman, sentado ante una mesa con un gran libro abierto; Patricia Lane, apoyada contra la repisa de la chimenea, y una joven con impermeable que acababa de llegar y se estaba quitando un gorrito de lana cuando entró la señora Hubbard. Era una jovencita gordezuela y rubia, de ojos castaños muy separados y cuya boca estaba casi siempre entreabierta, dando la impresión de que su poseedora vivía en un perpetuo asombro.

Valerie, quitándose el cigarrillo de la boca, dijo con voz lánguida:

—Hola, Ma. ¡Ya le ha administrado algún calmante a esa vieja endemoniada, nuestra respetable propietaria!

Patricia Lane preguntó:

—¿Es que quería guerra?

—¡Y de qué modo! —rió Valerie.

—Ha ocurrido algo muy desagradable —anunció la señora Hubbard—. Nigel, quiero que usted me ayude.

—¿Yo, señora? —Nigel la miró cerrando su libro, y su rostro delgado y malicioso se iluminó de pronto con una sonrisa dulce y picaresca—. ¿Qué es lo que le he hecho?

—Espero que nada —replicó la señora Hubbard—. Pero han derramado tinta deliberadamente y con toda mala intención sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, y esa tinta es verde. Usted escribe con tinta de ese mismo color, Nigel.

Él la contempló mientras su sonrisa iba desapareciendo.

—Sí, yo utilizo tinta verde.

—Es horrible —dijo Patricia—. Me gustaría que no la emplearas, Nigel. Siempre he dicho que te afectaba considerablemente.

—Me gusta que me afecte —dijo Nigel—. Sería mejor aún la tinta violeta. Trataré de conseguirla. Pero, ¿habla usted en serio, Ma? Me refiero al sabotaje.

—Sí, hablo en serio. ¿Lo hizo usted, Nigel?

—No, claro que no. Me gusta molestar a la gente, como ya sabe usted, pero nunca haría una cosa tan sucia como ésa… y menos a la Negra Bess, que no se mete en nada y podría servir de ejemplo a algunas personas que no menciono. ¿Dónde está mi tinta? Ayer noche recuerdo que llené mi pluma, y suelo guardarla en ese estante de ahí —y levantándose atravesó la habitación—. Tiene usted razón. Está casi vacía, y debiera estar prácticamente llena.

La jovencita del impermeable contuvo el aliento.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío!, no me gusta…

Nigel se volvió hacia ella con aire acusador.

—¿Tienes alguna coartada, Celia?

—Yo no he sido. De verdad. Además he estado todo el día en el hospital. No pude…

—Vamos, Nigel —intervino la señorita Hubbard. No moleste a Celia.

Patria Lane dijo irritada.

—No veo por qué Nigel ha de ser sospechoso sólo porque haya utilizado su tinta…

—Tienes razón, querida —dijo Valerie felinamente—, defiéndele… y defiéndete.

—Pero es tan injusto…

—De verdad que no tengo nada que ver con esto —protestó Celia con energía.

—Nadie dice que lo hicieras tú, pequeña —replicó Valerie, impaciente—. De todas formas —sus ojos se fijaron en los de la señora Hubbard—, todo esto ya pasa de ser una broma, y habrá que hacer algo.

—Sí, hay que hacer algo —dijo la señora Hubbard.

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