Capítulo X

La señorita Tomlinson era una joven de veintisiete años de aspecto serio, cabellos rubios, facciones correctas y una boca ligeramente curvada hacia arriba. Cuando se sentó dijo en tono comedido:

—Y bien, inspector. ¿En qué puedo servirle?

—Me pregunto si podría usted ayudarme a esclarecer este trágico asunto, señorita Tomlinson.

—Es chocante, realmente chocante —dijo Jean—. Ya era bastante desagradable pensar que Celia se había suicidado, pero ahora que creen que la asesinaron… —se detuvo meneando la cabeza, contrariada.

—Estamos casi seguros de que no se envenenó —replicó Sharpe—. ¿Usted sabe de dónde salió el veneno?

Jean asintió.

—Supongo que del Hospital de Santa Catalina, donde ella trabaja. Pero indica que fue suicidio…

—Sin duda alguna eso es lo que quisieron dar a entender —replicó el inspector.

—Pero, ¿quién hubiera podido apoderarse del veneno, aparte de Celia?

—Muchísimas personas —dijo el inspector Sharpe—, si estaban decididas a ello. Incluso usted misma hubiera podido cogerlo, señorita Tomlinson.

—¡Inspector Sharpe! —el tono de Jean denotaba indignación.

—Bueno, usted visitaba el Dispensario bastante a menudo, ¿no es cierto, señorita Tomlinson?

—Iba a ver a Mildred Carey; pero, naturalmente nunca me hubiera atrevido a tocar nada del armario de los venenos.

—¿Pero hubiese podido hacerlo?

—¡Desde luego que no!

—Veamos, señorita Tomlinson. Supongamos que su amiga estuviera atareada preparando las cestas de las salas y la otra encargada en la ventanilla de los pacientes. Durante muchos ratos sólo hay dos encargadas en ese departamento, y usted pudo acercarse como por casualidad hasta el estante central sin que ninguna de las dos encargadas imaginara siquiera lo que acababa de hacer.

—Me duele mucho lo que dice, inspector Sharpe. Es… es… una acusación ignominiosa.

—Pero si no se trata de una acusación, señorita Tomlinson. Nada de eso. No debe interpretarlo mal. Usted me dijo que no era posible que usted hubiera cogido el frasco y yo trato de demostrarle que sí lo es. No es que yo diga que usted lo hiciera. Al fin y al cabo —agregó—, ¿para qué habría de hacerlo?

—Cierto. Recuerde que yo era amiga de Celia, inspector Sharpe.

—Muchísimas personas son envenenadas por sus amigos. Hay una pregunta que debemos hacemos algunas veces. ¿Cuándo un amigo no es amigo?

—No hubo la menor desavenencia entre Celia y yo; nada de eso. La apreciaba mucho.

—¿Tuvo usted alguna razón para suponer que fuera ella la responsable de los robos ocurridos en la casa?

—No. En mi vida tuve una sorpresa mayor. Siempre pensé que Celia tenía buenos principios. Nunca la hubiera creído capaz de una cosa así.

—Claro que los cleptómanos no pueden remediarlo, ¿no es cierto? —le preguntó mirándola de hito en hito.

Jean Tomlinson apretó los labios y al fin los abrió para decir:

—No puedo decir que apoye esta opinión, inspector Sharpe. Mis ideas son un tanto anticuadas y creo que robar es siempre robar.

—¿Usted cree que Celia se apoderaba de las cosas porque quería robarlas, sencillamente?

—Desde luego que sí.

—En una palabra, ¿por falta de honradez?

—Me temo que sí.

—¡Ah! —exclamó el inspector Sharpe sacudiendo la cabeza—. Mala cosa.

—Sí, siempre es triste que en cualquier aspecto nos decepcionen.

—Tengo entendido que se habló de avisarnos… me refiero a la policía.

—Tal vez usted considere que de todos modos debieran haber dado parte a la policía.

—Tal vez hubiera sido lo correcto. Sí, no me parece bien que nadie pueda escapar impunemente después de hacer estas cosas.

—Como el hacerse pasar por cleptómana cuando se es una ladrona… ¿no es eso lo que quiere decir?

—Pues más o menos, sí… eso es lo que quiero decir en realidad.

—Y en vez de eso, todo iba a terminar felizmente y las campanas de boda ya empezaban a sonar por la señorita Austin.

—Claro que no hay que extrañarse por nada de lo que haga Colin Macnabb —dijo Jean Tomlinson con rencor—. Estoy segura de que es un ateo y el hombre más incrédulo, burlón y desagradable que he conocido. Es brusco con todo el mundo. ¡En mi opinión es un comunista!

—¡Ah! —dijo el inspector Sharpe—. ¡Malo! —y meneó la cabeza.

—Si defendió a Celia fue porque no tiene el menor respeto a la propiedad. Y probablemente cree que todo el mundo puede apoderarse de lo que le venga en gana.

—No obstante, la señorita Austin confesó —dijo el inspector.

—Sí, después que la descubrieron —replicó Jean.

—¿Quién la descubrió?

—Pues ese señor… ¿cómo se llama…? Poirot… que vino la otra noche.

—Pero, ¿por qué cree que la descubrió, señorita Tomlinson? Él no lo dijo, sólo les aconsejó que avisaran a la policía.

—Debió demostrarle que lo sabía. Es evidente que ella se vio descubierta y por eso se apresuró a confesar.

—¿Y qué opina usted de la tinta vertida sobre los apuntes de Elizabeth Johnston? ¿Lo confesó también?

—La verdad, no lo sé. Supongo que sí.

—Pues supone usted mal —replicó Sharpe—. Negó categóricamente que hubiera sido ella.

—Bueno, tal vez sea verdad. Pero debo confesar que no lo creo probable.

—¿Le parece a usted más creíble que fuera Nigel Chapman?

—No, no creo que Nigel lo hiciera. Más bien me parece cosa de Akibombo.

—¿De veras? ¿Y por qué había de hacerlo?

—Por celos. Toda esa gente de color es muy celosa e histérica.

—Eso es interesante, señorita Tomlinson. ¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?

—El viernes por la noche, después de cenar.

—¿Quién subió primero a acostarse, ella o usted?

—Yo.

—¿Fue a su habitación enseguida o la vio después de salir del salón?

—No.

—¿Y no tiene idea de quién pudo poner morfina en su café… si es que le fue administrada por este medio?

—En absoluto.

—¿No vio nunca morfina en la casa o en la habitación de algún estudiante?

—No, no, creo que no.

—¿Cree que no? ¿Qué significa eso, señorita Tomlinson?

—Pues, me estaba preguntando… ¿sabe usted? Hubo aquella apuesta tan tonta…

—¿Qué apuesta?

—Uno… o, dos o tres estudiantes discutían…

—¿Qué discutían?

—Acerca del crimen y los medios para cometerlo. Especialmente con veneno.

—¿Quiénes participaron en la discusión?

—Pues creo que la empezaron Colin y Nigel, y luego intervino Len Bateson… Patricia estaba allí también…

—¿Recuerda usted lo más exactamente posible lo que se dijo en aquella ocasión y… cuál fue el proceso de la discusión?

Jean Tomlinson reflexionó unos instantes.

—Pues creo que se empezó discutiendo acerca de los asesinatos por envenenamiento, y se dijo que la dificultad estaba en lograr el veneno, ya que el asesino casi siempre es descubierto o bien por la compra del mismo o por haber tenido oportunidad de apoderarse de él; Nigel contestó que no era de esa opinión y que era capaz de encontrar tres medios distintos de hacerse con un veneno sin que nadie supiera nunca cómo lo había obtenido. Len Bateson le dijo que hablaba por hablar, y Nigel insistió en que no, y se mostró dispuesto a demostrarlo. Pat decía que Nigel tenía razón y que ella misma, o bien Len o Colin, podrían apoderarse de cualquier veneno en el hospital cuando quisieran, y también Celia. Y Nigel replicó que no era a eso a lo que se refería, puesto que todo el mundo habría de enterarse si Celia cogía algo del dispensario. Más pronto o más tarde lo buscarían, descubriendo su desaparición; y Pat dijo que no, si se vaciaba el frasco y se le llenaba con cualquier otra cosa, Colin se echó a reír diciendo que en este caso habría muchas reclamaciones por parte de los enfermos. Mas Nigel insistió en que no se refería a oportunidades especiales, y que él mismo, que no tenía acceso especial ni como médico ni como farmacéutico, podría conseguir tres clases distintas de veneno, por tres sistemas diferentes. Len Bateson exclamó entonces: «Muy bien, ¿pero cuáles son tus sistemas?», y Nigel replicó: «Ahora no voy a explicártelos, pero estoy dispuesto a apostar que en el plazo de tres semanas puedo presentaros tres muestras de tres venenos distintos», y Len Bateson apostó cinco dólares a que no lo conseguía.

—¿Y…? —dijo el inspector Sharpe cuando Jean se detuvo.

—Pues no se habló más de ello durante algún tiempo hasta que una noche, en el salón, Nigel dijo: «Y ahora, muchachos, mirad esto… yo cumplo mi palabra», y arrojó tres objetos sobre la mesa. Un tubo de pastillas de hioscina, un frasquito de tintura de digitalina y otro, diminuto, de tartrato de morfina.

—¡Tartrato de morfina! —exclamó el inspector—. ¿Llevaba etiqueta?

—Sí. La del Hospital de Santa Catalina. Lo recuerdo con toda certeza porque, como es natural, me llamó la atención.

—¿Y los otros?

—No me fijé. Yo diría que no eran de ningún hospital.

—¿Qué ocurrió luego?

—Pues que se hicieron muchos comentarios y al fin Len Bateson dijo: «Vamos, si hubieras cometido un crimen, esto se sabría enseguida», y Nigel respondió: «Nada de eso. Soy un ciudadano cualquiera; no tengo nada que ver con clínicas ni hospitales, y nadie puede relacionarme con estos venenos. No los compré en ninguna farmacia», y Colin Macnabb, quitándose la pipa de la boca, dijo: «No, desde luego no pudiste comprarlo. Ningún farmacéutico te los hubiera vendido sin receta médica». Estuvieron discutiendo un rato, y al fin Len dijo que pagaría. «Ahora no puedo, porque ando un poco mal de dinero —dijo—, pero no hay duda de que has ganado; has demostrado lo que dijiste», y luego le preguntó: «¿Qué vas a hacer con las pruebas delatoras?», y Nigel, sonriendo, dijo que sería mejor deshacerse de ellas antes de que ocurriera algún incidente; así que vaciaron el frasco de tintura de digitalina en el lavabo, arrojaron las pastillas al fuego, y la morfina en polvo también fue quemada.

—¿Y los envases?

—No sé lo que hicieron con ellos… probablemente los tirarían al cesto de los papeles.

—Pero ¿el veneno fue destruido?

—Sí, estoy segura porque lo vi.

—Y… ¿eso cuándo fue?

—Hará unos quince días.

—Ya. Gracias, señorita Tomlinson.

Jean deseaba decir algo más.

—¿Usted cree que puede tener importancia?

—Quizá. Nunca se sabe.

El inspector Sharpe estuvo reflexionando unos minutos antes de volver a llamar a Nigel Chapman, a fin de continuar.

—La señorita Jean Tomlinson acaba de hacerme una declaración muy interesante —le dijo.

—¡Ah! ¿Contra quién le ha predispuesto nuestra querida Jean? ¿Contra mí?

—Me ha estado hablando de ciertos venenos relacionados con usted, señor Chapman.

—¿Venenos…? ¿Qué diablos…?

—¿Niega usted que hace algunas semanas apostó con el señor Bateson a que era capaz de conseguir tres venenos clandestinamente?

—¡Oh, se refiere a eso! —se hizo la luz en el cerebro de Nigel—. Sí, claro. Es curioso que no recordara. Ni siquiera me di cuenta de que Jean estuviera allí. Pero usted no pensará que ese hecho tenga algún significado especial, ¿verdad?

—Pues lo que puedo decir es que nunca se sabe. Entonces, ¿lo admite?

—Oh, sí, estuvimos discutiendo sobre ese tema. Colin y Len se mostraron muy arbitrarios y superiores y yo les dije que estaba convencido de que cualquiera podía apoderarse de una determinada cantidad de veneno… en realidad les aseguré que sabía tres sistemas distintos para obtenerlo, y que iba a demostrarlo poniéndolos en práctica.

—Cosa que hizo usted…

—Cosa que hice, inspector.

—¿Y cuáles fueron esos tres sistemas, señor Chapman?

Nigel ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Me pide usted que me comprometa? —dijo—. ¿No debiera advertírmelo?

—Aún no ha llegado ese momento, señor Chapman; pero, desde luego, no tiene por qué comprometerse, como usted dice. En realidad tiene usted perfecto derecho a negarse a responder a mis preguntas.

—No creo que me niegue —replicó Nigel luego de reflexionar unos instantes y mientras iba apareciendo en su rostro una sonrisa juguetona—, claro —continuó— que lo que hice fue contra la ley, y usted podría detenerme por ello, si quisiera. Por otro lado, nos hallamos ante un caso de asesinato, y si esto tiene algo que ver con la muerte de la pobre Celia, creo mi deber hablar sinceramente.

—Desde luego, ése es un punto de vista muy razonable.

—Muy bien. Entonces hablaré.

—¿Cuáles fueron esos tres sistemas?

—Pues —Nigel se recostó en su asiento—, siempre se lee en los periódicos que los médicos olvidan drogas peligrosas en los automóviles… y se previene a la gente para evitar accidentes.

—Sí.

—Pues se me ocurrió que el medio más sencillo sería ir a las afueras, seguir a un médico que efectuase sus visitas por allí, y cuando se presentara la ocasión… abrir su automóvil, registrar su maletín y sacar lo que deseaba. En esos distritos apartados, el médico no siempre lleva consigo su maletín cuando entra en una casa. Depende de la clase de enfermo que vaya a visitar.

—¿Y bien?

—Pues eso es todo. Es decir, en cuanto el método uno. Tuve que seguir a tres médicos hasta tropezar con uno lo bastante confiado. Y entonces fue sencillísimo. El automóvil estaba parado ante una casa de campo, en un lugar solitario. Abrí la portezuela, registré el maletín, y saqué un tubo de tabletas de hioscina.

—¡Ah! ¿Y el sistema número dos?

—Ese tiene algo que ver con la pobre Celia, la verdad sea dicha. Ella no sospechó nada. Ya le dije que era una chica estúpida que no tenía la menor idea de lo que hacía.

Me limité a hablarle de lo enrevesadas que resultaban las recetas de los médicos escritas en latín, y le pedí que me escribiera una tal como hacen ellos para adquirir tintura de digitalina, cosa que hizo sin recelar nada. Después sólo tuve que buscar un médico en la relación oficial, que viviera en un distrito apartado de Londres y añadir sus iniciales o su firma ilegible. Luego la llevé a una farmacia del centro de Londres donde no era probable que le conocieran, y me entregaron la receta sin la menor dificultad. La digitalina se receta en grandes cantidades para las afecciones cardíacas y yo presenté la receta escrita en un papel que llevaba el membrete de un hospital.

—Muy ingenioso —contestó Sharpe en tono seco.

—¡Me estoy condenando yo mismo! Lo comprendo por la entonación de su voz.

—¿Y el tercer método?

Nigel no contestó enseguida, pero al fin dijo:

—Escuche. ¿Adónde me llevará todo esto?

—El apoderarse de drogas aunque sea en el interior de un automóvil se considera un hurto —replicó el inspector—. Y el falsificar una receta…

Nigel le interrumpió:

—No fue exactamente una falsificación… Quiero decir que yo no obtuve dinero por ella, y ni siquiera traté de imitar la firma del médico. Si yo escribo una receta y pongo debajo H. R. James no puede usted decir que trate de falsificar la firma de ningún James en particular, ¿no es cierto? —y continuó con una sonrisa—. ¿Comprende lo que quiero decir? Estoy arriesgando mi pellejo. Si quiere usted ponerme contra la pared por esto, bueno… sin duda lo merezco. Y por otro lado, si…

—Sí, señor Chapman, ¿y por otro lado… qué?

Nigel exclamó con repentino apasionamiento:

—No me gusta el crimen. Es algo horrible, bestial. Y Celia, la pobre, no merecía ser asesinada. Quiero ayudarle en lo que sea. Pero, ¿le ayudará esto? No creo. Me refiero a la confesión de mis pecadillos.

—La policía es muy comprensiva, señor Chapman, y a ella corresponde mirar ciertas cosas como alocadas travesuras de una naturaleza irresponsable. Yo acepto sus protestas de que desea ayudar a resolver el asesinato de esa joven. Y ahora le ruego que continúe y me cuente cuál fue su tercer sistema.

—Pues estamos llegando al meollo —dijo el muchacho—. Fue algo más arriesgado que los otros dos, pero al mismo tiempo mucho más divertido. Yo había ido al dispensario un par de veces para ver a Celia, y sabiendo dónde estaban las cosas…

—¿Pudo apoderarse de un frasquito por el sencillo procedimiento de cogerlo del armario?

—No, no; no fue tan sencillo. Eso no hubiera sido justo desde mi punto de vista, e incidentalmente, si hubiese habido un auténtico asesinato… es decir, si yo, hubiese robado el veneno con el propósito de matar… es probable que recordaran que yo iba por el dispensario de Celia. No, yo sabía que Celia iba siempre al departamento posterior a las once y cuarto a tomar que llamamos un «tentempié», es decir, una taza de café y unas galletas. Las chicas iban por turnos… dos cada vez. Había una encargada nueva que no me conocía, de modo que lo que hice fue lo siguiente: Entrar en el dispensario con una americana blanca y un estetoscopio alrededor del cuello. Sólo estaba allí la nueva empleada, muy ocupada atendiendo a los pacientes. Fui hasta el armario de los venenos y le pregunté: «¿Qué fortaleza tiene la adrenalina que hay allí?» Me informó. Y luego le pedí un par de aspirinas diciéndole que tenía una «resaca» terrible. Me las tomé y volví a marcharme; ella no tuvo la menor sospecha de que no fuera del personal médico o un estudiante de medicina. Fue un juego de niños, y Celia no supo nunca que yo estuve allí.

—Un estetoscopio —repitió el inspector Sharpe con extrañeza—. ¿Dónde lo consiguió?

Nigel sonrió de pronto.

—Era el de Len Bateson —confesó—. Yo se lo quité.

—¿En esta casa?

—Sí.

—Eso explica la desaparición del estetoscopio. Eso no fue cosa de Celia.

—¡Cielos, no! ¿Se imagina usted a una cleptómana robando un estetoscopio?

—Y después, ¿qué hizo con él?

—Pues tuve que empeñarlo —dijo Nigel en tono de disculpa.

—¿No fue eso una mala pasada para Bateson?

—Sí, muy mala. Pero no podía contárselo sin descubrir mis métodos, cosa que no era mi intención hacer. Sin embargo —agregó Nigel alegremente— una noche le invité a salir conmigo y lo pasó en grande.

—Es usted un irresponsable —dijo el inspector Sharpe.

—Debiera usted haber visto sus caras —continuó Nigel ensanchando su sonrisa—, cuando arrojé los tres venenos sobre la mesa y les dije que los había conseguido sin que nadie se enterase.

—Lo que usted me dice —replicó el inspector— es que conoce tres sistemas para envenenar a quien sea con tres venenos distintos sin que en ninguno de los casos pudiera achacárselo a usted.

Nigel asintió.

—Es bastante exacto —dijo—. Y, dadas las circunstancias, no resulta muy agradable admitirlo, pero el caso es que esos venenos fueron destruidos por lo menos quince días atrás.

—Eso es lo que usted cree, señor Chapman, pero puede que en realidad no fuera así.

Nigel le miró extrañado.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Cuánto tiempo los conservó en su poder?

Nigel reflexionó.

—Pues el tubo de hioscina unos diez días y el tartrato de morfina, cuatro. La tintura de digitalina la había conseguido aquella misma tarde.

—¿Y dónde los guardaba?

—En uno de los cajones de mi cómoda, detrás de mis pañuelos.

—¿Sabía alguien más que los tenía allí?

—No, no. Estoy seguro de que no.

No obstante, hubo una ligera vacilación en su voz que el inspector no pasó por alto, aunque, de momento, no insistió sobre aquel punto.

—¿Le dijo a alguien lo que estaba haciendo? ¿Le habló de sus métodos… del modo como iba a obtener los venenos?

—No. Por lo menos… no, no dije nada a nadie.

—Ha dicho usted «por lo menos», señor Chapman.

—Pues en realidad nada dije. Pensaba decírselo a Pat, pero me pareció que no lo aprobaría. Es muy intransigente, de modo que tampoco se lo conté.

—¿No le dijo nada de cómo había robado esa droga del automóvil de un médico, ni de la receta, ni de la morfina del hospital?

—En realidad, después le hablé de la digitalina; de cómo había escrito una receta para obtener un frasco en la farmacia, y lo de la chaqueta blanca del médico del hospital. Lamento decir que no le divirtió y no le conté lo del robo del automóvil, puesto que se pondría furiosa con tanta reincidencia.

—¿Le dijo que pensaba destruirlos en cuanto ganara la apuesta?

—Sí. Estaba preocupada y empezó a decir que debía devolverlos o algo por el estilo.

—¿Cosa que no se le había ocurrido a usted?

—¡Cielos, no! Eso hubiera sido fatal; y me hubiese acarreado muchos disgustos. No, los tres arrojamos al fuego las pastillas y el polvo y vertimos la tintura por el lavabo. Eso fue todo, y no hubo el menor percance.

—Usted dice eso, señor Chapman, pero es muy posible que lo hubiera y grave.

—¿Cómo es posible, si los venenos le hicieron desaparecer del modo que le digo?

—Señor Chapman, ¿no se le ha ocurrido pensar que alguien pudo ver dónde guardaba esas cosas, o encontrarlas por casualidad, y luego de apoderarse de la morfina reemplazarla inmediatamente por cualquier otra cosa?

—¡Cielo santo, no! —Nigel le miró con los ojos muy abiertos—. Nunca se me ocurrió pensar nada de eso. No lo creo.

—Pero es una posibilidad, señor Chapman.

—Pero nadie pudo saberlo.

—Yo diría —replicó el inspector— que en un lugar como éste se saben muchas más cosas de las que usted pueda imaginar.

—¿Quiere decir que se escucha detrás de las puertas?

—Sí.

—Tal vez tenga usted razón.

—Sí. ¿Qué estudiantes suelen estar normalmente en su habitación?

—Pues la comparto con Len Bateson, y la mayoría de los muchachos han entrado alguna vez. Las chicas no, desde luego. Ellas no pueden entrar en la parte de la casa donde están nuestros dormitorios. Integridad. Moralidad absoluta.

—Se supone que no entran, pero pueden hacerlo, ¿no?

—Sí —replicó Nigel—. Y a cualquier hora del día. Por ejemplo, por la tarde, no hay nadie allí. Nuestros dormitorios están vacíos.

—¿Y la señorita Lane ha ido alguna vez a su habitación?

—Espero que no lo pregunte con mala intención, Inspector. Pat va algunas veces a mi habitación a dejar mi ropa limpia, pero nada más.

El inspector Sharpe se inclinó hacia delante para preguntar:

—¿Se da usted cuenta, señor Chapman, de que la persona que pudo apoderarse del veneno con más facilidad y sustituirlo por cualquier otra cosa fue usted mismo?

Nigel le miró con el rostro macilento y endurecido repentinamente.

—Sí —repuso—. Acabo de comprenderlo hace sólo un minuto y medio. Podría haber hecho exactamente eso. Pero yo no tenía motivos para quitar de en medio a esa chica, inspector, y no lo hice. Sin embargo… comprendo que usted no tiene más que mi palabra…

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