Capítulo XIII
Hercules Poirot se apeó del taxi ante el número veintiséis de la calle Hickory.
La puerta le fue abierta por Geronimo, que le recibió como a un viejo amigo. Había un policía en el recibidor y el criado condujo al detective al comedor y luego cerró la puerta.
—Es terrible —susurró mientras ayudaba a Poirot a quitarse el abrigo—. ¡Tenemos a la policía todo el día en casa! Haciendo preguntas, yendo de acá para allá, registrando armarios, vaciando cajones; o bien entran en la cocina y María se pone furiosa. Dice que le gustaría pegar a un policía con el rodillo de amasar, pero yo le digo que es mejor que no lo haga, que a los policías no les gusta que se les pegue con el rodillo de amasar, y que si María les pegara aún nos causarían más molestias.
—Le aconsejó usted con muy buen sentido —le dijo Poirot—. ¿Podría ver a la señora Hubbard?
—Ahora le acompañaré arriba.
—Un momento —Poirot le detuvo—. ¿Recuerda usted qué día desaparecieron las bombillas?
—¡Oh, sí, lo recuerdo! Pero hace ya mucho tiempo… Uno… dos… o tres meses. La del recibidor y creo que la del salón también. Alguien debió querer gastar una broma, y se llevó las bombillas.
—¿Recuerda en qué fecha fue?
Geronimo hizo memoria.
—No lo recuerdo —repuso—. Pero creo que fue el día que vino un policía… en el mes de febrero…
—¿Un policía? ¿Y para qué vino a esta casa?
—Quería ver a la señora Nicoletis para preguntarle por un estudiante muy malo venido de África. No trabajaba, se acogió a la Ayuda Nacional, y luego vivía a expensas de una mujer. Un caso lamentable, que a la policía no le gustó. Todo esto ocurrió en Manchester, o quizás en Sheffield; por eso se escapó de allí y vino aquí; pero la policía le siguió y hablaron de él a la señora Hubbard. Sí. Y ella dijo que no se había quedado aquí porque no le agradaban los individuos de su calaña y le había echado de la Residencia.
—Ya. Intentaban seguir su pista.
—¿Cómo dice?
—¿Le iban buscando?
—Sí, sí, eso es. Le descubrieron al fin y le encarcelaron porque vivía a expensas de una mujer y eso no debe hacerse. Ésta es una casa respetable. No nos gustan esas cosas.
—¿Y ese día desaparecieron las bombillas?
—Sí; porque yo di la luz, y no se encendió. Fui al salón, y lo mismo, y al buscar en el cajón donde guardamos las de repuesto vi que se las habían llevado. Así que tuve que bajar a la cocina y preguntar a María si sabía dónde había otras… pero se puso furiosa porque no le gusta la policía y dijo que aquello no era de su incumbencia, y que por lo tanto encendiera algunas velas.
Poirot fue digiriendo aquella historia mientras seguía a Geronimo, que le acompañaba a la habitación de la señora Hubbard.
El detective fue recibido calurosamente por la hermana de su secretaria, que parecía cansada e inquieta, y que al instante le alargó un pedazo de papel.
—Señor Poirot, le he escrito todas estas cosas en el orden correspondiente y lo mejor que he podido, pero no me atrevo a asegurar que no me haya equivocado. Comprenda, es muy difícil recordar lo que ocurrió meses atrás.
—Le estoy profundamente agradecido, madame. ¿Y cómo está la señora Nicoletis?
—Le he dado un calmante y espero que ahora se haya dormido. Armó un alboroto terrible por lo del registro. Se negó a que abrieran el armario de su cuarto y el inspector lo forzó, descubriendo un almacén de botellas de coñac vacías.
—¡Ah! —exclamó Poirot chasqueando la lengua.
—Lo cual explica muchísimas cosas —continuó la señora Hubbard—. En realidad no sé por qué no se me ocurrió antes, habiendo visto tantos casos parecidos en Singapur. Pero eso estoy segura de que a usted no le interesa.
—Todo me interesa —replicó el detective.
Y se sentó dispuesto a estudiar el papel que la señora Hubbard acababa de entregarle.
—¡Ah! —exclamó al cabo de unos instantes—. Veo que la mochila encabeza la lista.
—Sí. No fue cosa de gran importancia, pero ahora recuerdo perfectamente que ocurrió antes de que empezaran a desaparecer las otras chucherías. Todo eso sucedía cuando yo andaba algo trastornada por causa de uno de los estudiantes de color. Se marchó de aquí uno o dos días antes de que ocurriera esto y recuerdo haber pensado que tal vez hubiera sido un acto de venganza por su parte antes de marcharse. Había habido… bueno… cierto contratiempo.
—¡Ah! Geronimo me ha contado algo de ello. Creo que vino la policía, ¿es cierto?
—Sí. Al parecer la denuncia venía de Sheffield, Birmingham o algún otro sitio. Había habido un escándalo. Conducta inmoral y todas esas cosas… más tarde le juzgaron. En realidad aquí no estuvo más que tres o cuatro días. No me agradó su comportamiento, ni su modo de vivir y por ello le dije que su habitación estaba comprometida y que tendría que marcharse. No me sorprendió que luego viniera la policía. Desde luego, no pude decirle adónde había ido, pero de todas formas, le detuvieron.
—¿Y eso fue antes de que encontraran la mochila?
—Sí… creo que sí… es difícil acordarse. Len Bateson tenía que ir de excursión; suele hacerlas empleando el procedimiento del auto-stop, y no pudo encontrar su mochila, por lo que armó un escándalo terrible y todos anduvieron buscando por todas partes hasta que Geronimo la encontró detrás de la caldera, y hecha jirones. Fue una cosa extraña e insustancial, señor Poirot.
—Sí —convino Poirot—. Extraña e insustancial. —Y permaneció pensativo unos instantes—. Y el mismo día que la policía vino a preguntar por ese estudiante africano desaparecieron las bombillas eléctricas… o por lo menos eso me dijo el criado, ¿fue ese mismo día?
—Pues en realidad no lo sé. Sí, sí, creo que tiene razón, porque recuerdo que bajé con el inspector de policía para ir al salón y había velas encendidas. Queríamos preguntar a Akibombo si aquel individuo había hablado con él, o le dijo hacia dónde pensaba dirigirse.
—¿Quién más estaba en el salón?
—Me parece que a aquella hora habían regresado la mayoría de los estudiantes. Era por la tarde, ¿sabe?, a eso de las seis. Le pregunté a Geronimo por las bombillas y dijo que las habían quitado. Al preguntarle por qué no había puesto otras, me contestó que tampoco estaban las de repuesto. Me disgusté bastante, pareciéndome una broma muy estúpida. Creía que se trataba de eso, no de un robo, pero me sorprendió que no se encontrasen más bombillas, puesto que siempre teníamos bastantes de reserva. Sin embargo, no lo tomé en serio, señor Poirot, por lo menos entonces.
—Las, bombillas y la mochila —dijo Poirot pensativo.
—Pero todavía creo posible que esas dos cosas no tuvieran relación alguna con los «pecadillos» de la pobre Celia. Recuerde que ella negó haber tocado siquiera la mochila.
—Si, sí, eso es cierto. ¿Cuánto tardaron en producirse los robos?
—Oh, mi buen señor Poirot, no tiene usted idea de lo difícil que es recordar todo esto. Déjeme pensar. Eso fue en marzo; no, en febrero, a finales de febrero. Sí, sí; creo que Geneviéve echó de menos su polvera una semana después de eso. Sí, entre el veinte y el veinticinco de febrero.
—¿Y a partir de entonces los robos se fueron sucediendo con continuidad?
—Sí.
¿Y la mochila era de Len Bateson?
—Sí.
¿Y se marchó muy contrariado?
—Pues ya sabe lo que son las cosas, señor Poirot —replicó la señora Hubbard sonriendo ligeramente—. Len Bateson es un muchacho de buen corazón, generoso, que sabe perdonar una falta, pero posee un temperamento vehemente y dice las cosas tal como las siente.
—¿Y la mochila… era especial?
—Oh, no, de clase corriente.
—¿Podría enseñarme alguna parecida?
—Pues sí, desde luego. Colin creo que compró una igual. Y también Nigel… y en realidad ahora Len tiene una nueva porque tuvo que comprarse otra. Los estudiantes suelen adquirirlas en la tienda que hay al final de esta calle. Es un buen establecimiento donde venden toda clase de artículos para camping y ropas para excursionistas. Calzones cortos, sacos de dormir… toda esa clase de cosas. Y muy barato… mucho más que en cualquiera de los grandes almacenes.
—¿Podría enseñarme una de esas mochilas, madame?
La señora Hubbard le acompañó a la habitación de Colin Macnabb. El joven no estaba allí, pero la señora Hubbard abrió el guardarropa, y luego de inclinarse sacó una mochila que mostró a Poirot.
—Aquí tiene, señor Poirot. Ésta es exactamente igual a la que por aquel entonces desapareció y fue encontrada hecha pedazos.
—Pues debieron necesitar un buen cuchillo —murmuró Poirot mientras tentaba el material para examinarlo—. No sería posible hacerlo con unas tijeritas de bordar.
—Oh, no fue obra de una… bueno, de una jovencita, por ejemplo. Debió emplearse bastante fuerza. Sí, fuerza y… bueno… mala intención.
—Sí, ya sé. No es una cosa que resulte agradable recordarla.
—Luego, cuando más tarde se encontró la bufanda de Valerie también hecha pedazos… me pareció… ¿cómo le diría yo…?, cosa de un loco.
—¡Ah! —replicó Poirot—. Pero creo que en eso se equivoca. No me parece obra de un loco, sino de alguien que lo hizo con intención y digamos… con método.
—Bueno, supongo que usted sabrá más que yo de estas cosas, señor Poirot —dijo la señora Hubbard—. Todo lo que puedo decir es que no me gusta. A mi juicio tenemos aquí a un grupo de magníficos estudiantes y me disgustaría mucho pensar que uno de ellos sea… no quiero ni pensarlo.
Poirot se había aproximado al balcón y abriéndolo se asomó al exterior.
La habitación daba a la parte posterior de la casa, y debajo existía un pequeño jardín descuidado y ennegrecido por el hollín.
—Supongo que esta parte es más tranquila que la de delante… —dijo el detective.
—En cierto modo. Pero en realidad la calle Hickory no es muy ruidosa. Y por esta parte se pasean de noche los gatos, maullando y haciendo caer las tapaderas de los cubos de la basura.
Poirot contempló cuatro grandes cubos abollados y otros bártulos de los que suelen verse en los patios posteriores.
—¿Dónde está la caldera de la calefacción?
—En esa puerta que se ve ahí junto la carbonera.
—Ya.
Y Hercules la contempló, interesado.
—¿Hay alguien más cuya habitación dé a esta parte de la casa?
—Nigel Chapman y Len Bateson ocupan la de al lado.
—¿Y a continuación de la de ellos?
—Viene ya la casa contigua… y las habitaciones de las señoritas. Primero la de Celia, y sigue la de Elizabeth Johnston, y luego la de Patricia Lane. Las de Valerie y Jean Tomlinson dan a la parte de delante.
Poirot entró de nuevo en la habitación.
—Este joven es muy ordenado —murmuró contemplando la habitación.
—Sí. Colin siempre tiene la habitación aseada. Algunos estudiantes viven entre el mayor desorden —dijo la señora Hubbard—. Debiera usted ver el dormitorio de Len Bateson. —Y agregó con indulgencia—: Pero es un muchacho muy simpático, señor Poirot.
—¿Y dice usted que esas mochilas las compran en una tienda al final de la calle?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Pues la verdad, monsieur Poirot, no lo recuerdo. Mabberley, me parece, o tal vez Kelso. No, no se parecen en nada, pero son los únicos nombres que me vienen a la memoria. Claro que podría ser porque conocí a unos Kelso y a unos Mabberley y eran unas personas muy parecidas.
—Ah —replicó Poirot—. Ésa es una de las cosas que me ha fascinado siempre. El lazo invisible.
Volvió a asomarse al balcón para contemplar el jardín, y luego de despedirse de la señora Hubbard abandonó la casa. Fue caminando por la calle Hickory hasta llegar a la esquina y una vez allí no tuvo dificultad de reconocer la tienda descrita por la señora Hubbard. En ella se veía gran profusión de cestas para excursiones; mochilas, termos, cantimploras, equipos deportivos de todas clases, pantalones cortos, camisas de franela, tiendas de campaña, trajes de baño, faros para bicicletas y linternas; en resumen, todo lo necesario para satisfacer a la juventud atlética. Observó que el nombre del establecimiento no era ni Mabberley ni Kelso, sino Hicks. Después de un cuidadoso estudio de los géneros expuestos en el escaparate, Poirot entró en la tienda fingiéndose deseoso de comprar una mochila para un sobrino imaginario.
—Suele ir a le camping, ¿comprende? —dijo Poirot con su mejor acento extranjero—. Se marcha a pie con otros estudiantes y todo lo que necesita lo lleva cargado a la espalda. Los coches y camiones que pasan les llevan de trecho en trecho.
El propietario, que era un hombre servicial, menudo y de cabellos color ceniza, replicó en el acto:
—Ah, el auto-stop. Es muy corriente hoy en día. Aunque los autobuses y las Compañías ferroviarias pierden mucho dinero por esa causa. Algunos jóvenes dan la vuelta a toda Europa por ese sistema. De modo que lo que usted desea es una mochila… ¿De las corrientes?
—Creo que sí ¿Es que hay mucha variedad?
—Pues tenemos un par de modelos de esos ligeros para señoritas, pero ésta es la clase de artículo que vendemos más. Buen material, fuerte, muy resistente, y en realidad muy barato, aunque sea yo quien lo diga.
Y le mostró una mochila de lona gruesa, que a juicio del detective era una copia exacta de la que viera en la habitación de Colin. La examinó, hizo algunas preguntas más innecesarias y terminó por pagar su importe.
—Ah, sí, vendemos muchísimas —dijo el hombre mientras la envolvía.
—Hay muchos estudiantes que se hospedan por este barrio, ¿verdad?
—Está lleno de estudiantes.
—Creo que hay una Residencia en esta calle.
—Sí. He vendido varias mochilas a los jóvenes de esa pensión, y también a las señoritas. Suelen venir aquí a comprar todo lo que necesitan antes de salir de excursión. Mis precios son más baratos que los de los grandes almacenes y siempre se lo digo. Aquí tiene, señor; estoy seguro de que su sobrino quedará encantado del servicio que le prestará esta mochila.
Poirot le dio las gracias y salió con el paquete.
No había dado ni dos pasos cuando alguien puso una mano en su hombro.
Era el inspector Sharpe.
—Es usted precisamente el hombre que buscaba —dijo Sharpe.
—¿Ya ha terminado de registrar la casa?
—He registrado la casa, pero no creo haber terminado nada. Cerca de aquí hay un sitio donde se puede tomar un bocadillo decente y una taza de café. Venga conmigo si no está ocupado. Me gustaría hablar con usted.
El bar en cuestión estaba casi vacío, y los dos hombres se llevaron sus platos y tazas hasta una mesita situada en un rincón.
Allí Sharpe le puso al corriente del resultado de sus interrogatorios.
—La única persona contra la que tenemos alguna evidencia es el joven Chapman —dijo—. Tres venenos pasaron por sus manos, pero no hay razón para creer que tuviera nada contra Celia Austin, y dudo que de ser realmente culpable hubiera hablado con tanta franqueza de sus actividades.
—Sin embargo, eso ofrece otras posibilidades.
—Sí… todo ese veneno rodando por un cajón. ¡Qué chico más estúpido!
Luego pasó a contarle el interrogatorio de Elizabeth Johnston y lo que Celia le había dicho.
—Si fuera cierto, resulta significativo.
—Muy significativo —convino Poirot.
El inspector repitió:
—«Mañana sabré más».
—Y ese… «mañana» no llegó nunca para la pobrecilla. Y el registro… ¿ha descubierto algo?
—Sólo un par de cosas…, ¿cómo podríamos llamarlas…? inesperadas.
—¿Como por ejemplo?
—Que Elizabeth Johnston es miembro del partido comunista. Encontramos su carnet.
—Sí —repuso Poirot pensativo—. Eso es interesante.
—Usted no se lo imaginaría —dijo el inspector Sharpe—. Yo por lo menos ni lo sospeché hasta interrogarla. Esa chica tiene una gran personalidad.
—Debe ser un buen elemento para su Partido —dijo Hercules Poirot—. Es una jovencita de inteligencia extraordinaria.
—Me resultó interesante —continuó el inspector Sharpe—. Además nunca había demostrado esas simpatías en la Residencia. No veo que eso pueda tener relación con el caso de Celia Austin… pero es algo que debe tenerse en cuenta.
—¿Qué más ha descubierto?
El inspector Sharpe se encogió de hombros.
—La señorita Lane tenía en su cajón un pañuelo bastante grande manchado de tinta verde.
Poirot enarcó las cejas.
—¿Tinta verde? ¡Patricia Lane! Entonces fue ella quien cogió la tinta para verterla sobre los apuntes de Elizabeth Johnston y luego debió secarse las manos en ese pañuelo, pero seguramente…
—Seguramente no hubiera querido que sospecharan de su querido Nigel —terminó Sharpe.
—Es lo que cualquiera pensaría. Claro que también pudieron poner el pañuelo en su cajón.
—Es posible.
—¿Algo más?
Sharpe reflexionó unos instantes.
—Pues… parece ser que el padre de Leonard Bateson está hospitalizado en la Clínica Mental de Longwith Vale. No creo que la noticia tenga un interés particular, pero…
—Pero el padre de Len Bateson está loco. Probablemente no tendrá importancia la noticia, como usted dice, pero es otro factor que hay que tener en cuenta. Sería interesante saber cuál es su manía particular.
—Bateson es un chico simpático —dijo Sharpe—, pero tiene un carácter un poco indomable.
Poirot asintió, recordando de pronto con toda claridad a Celia Austin diciendo: «Desde luego que yo no iba a destrozar una mochila. Eso es una tontería. Fue un arranque de furor». ¿Cómo lo supo? ¿Es que acaso vio a Len Bateson destrozando la mochila? Y volvió de nuevo a la realidad al oír que Sharpe le decía con una sonrisa:
—…y Ahmed Alí tenía en su poder literatura y postales pornográficas que explican el porqué de su furor al oír que íbamos a efectuar un registro.
—Sin duda debió haber muchas protestas…
—Sí. Una jovencita francesa casi tuvo un ataque de histerismo, y uno de los indios, Chandra Lal, amenazó con convertirlo en una afrenta internacional. Entre sus cosas encontramos algunos folletos subversivos con las tonterías de costumbre… y uno de los oeste-africanos tenía algunos recuerdos y fetiches bastante terribles. Sí, desde luego, un registro descubre el lado peculiar de cada individuo. ¿Se enteró del contenido del armario privado de la señora Nicoletis?
—Sí, lo sé.
El inspector Sharpe sonrió.
—¡En mi vida había visto tantas botellas de coñac vacías! ¡Estaba furiosa con nosotros!
Lanzó una carcajada y luego se puso repentinamente serio.
—Pero no encontramos lo que buscábamos —dijo—. Ni un pasaporte que no fuera auténtico.
—No iba a esperar que dejaran por ahí alguno falso para que usted lo encontrara, mon ami. ¿No tuvo usted nunca ocasión de visitar oficialmente el número veintiséis de la calle Hickory en la relación con un pasaporte? Digamos… durante los últimos seis meses.
—No. Voy a enumerarle las ocasiones en que tuvimos que ir allí… durante el período de tiempo que usted indica.
Y se las detalló cuidadosamente.
Poirot le escuchaba con el ceño fruncido.
—Todo eso no tiene sentido —dijo Sharpe al terminar.
Poirot meneó la cabeza.
—Las cosas sólo tienen sentido si se empiezan por el principio.
—¿Y a qué llama usted principio, Poirot?
—A la mochila, amigo mío —repuso el detective con calma—. A la mochila. Todo este asunto empezó con una mochila.