Capítulo VII

La señorita Lemon rara vez llegaba tarde, por no decir que nunca. La niebla, las tormentas, las epidemias de gripe, interrupciones en los transportes… ninguna de esas cosas parecían afectar a aquella notable mujer. Pero aquella mañana la señorita Lemon llegó sin aliento a las diez y cinco en vez de hacerlo a la primera campanada de esta hora, deshaciéndose, en disculpas y muy contrariada.

—Lo siento muchísimo, monsieur Poirot… no sabe cuánto lo lamento. Iba a salir del piso cuando me telefoneó mi hermana.

—Ah, supongo que estará bien de salud y mucho más animada, ¿no?

—Pues, con franqueza, no. —Poirot la miró intrigado—. En realidad está muy afligida. Una de las estudiantes se ha suicidado.

Poirot se la quedó mirando de hito en hito en tanto que murmuraba algo entre dientes.

—¿Cómo dice, señor Poirot?

—¿Cuál es el nombre de esa estudiante?

—Celia Austin.

—¿Cómo?

—Creen que tomó morfina.

—¿Pudo ser un accidente?

—Oh, no. Al parecer dejó una nota.

Poirot dijo en voz baja:

—No era esto lo que yo esperaba, no era eso… y no obstante, es cierto que esperaba que ocurriese algo.

Al alzar los ojos, encontró a la señorita Lemon con el bloc y el lápiz en la mano, y suspirando le dijo:

—No, esta mañana despachará usted sola el correo. Archívelo y conteste a lo que pueda. Yo voy a ir a la calle Hickory.

Geronimo abrió la puerta a Poirot, y al reconocerle como el invitado de dos noches atrás, empezó a hablarle en un susurro como de conspirador.

—Ah, signor, es usted. Tenemos buen jaleo… de los gordos. La signorina fue encontrada muerta esta mañana en su cama. Primero vino el doctor y meneó la cabeza. Luego un inspector de policía que está arriba con la signorina y la patrona. ¿Por qué habría de querer matarse, la poverina? Si anoche estaba tan contenta y acababa de anunciar su compromiso…

—¿Compromiso?

—Sí, sí. Con el señorito Colin… ya sabe… el alto moreno, que siempre fuma en pipa.

—Ya sé.

Geronimo abrió la puerta del salón e introdujo en él a Poirot redoblando su aire de conspirador.

—Espere aquí. Cuando se marche la policía le diré a la signora que está aquí. ¿Le parece bien?

Poirot respondió que sí y Geronimo fue a anunciarle. Una vez solo, el detective, que no tenía escrúpulos, hizo un examen de la estancia y dedicó una atención especial a todo lo que pertenecía a los estudiantes, obteniendo un mediano resultado, ya que éstos guardaban casi todas sus cosas y papeles en los dormitorios.

Arriba, la señora Hubbard se hallaba sentada ante el inspector Sharpe, quien la interrogaba con voz suave. Era un hombretón corpulento de modales amables, cuando quería.

—Es muy desagradable y penoso para usted, me hago cargo —decía con aire consolador—. Pero comprenda que tendrá que abrirse una investigación, como ya le ha dicho el doctor Coles, para poner las cosas en claro. Ahora bien, ¿dice usted que esa joven estaba triste y destemplada últimamente?

—Sí.

—¿Asuntos amorosos?

—Exactamente, no —vacilaba al contestar la señora Hubbard.

—Será mejor que me lo cuente todo —le dijo el inspector Sharpe con aire persuasivo—. ¿Existía alguna razón o ella lo creyó así, para quitarse la vida? ¿Cabe la posibilidad de que la hubiera engañado algún hombre?

—No se trata de eso. Si he vacilado, inspector Sharpe, ha sido sencillamente porque esa joven había hecho algunas tonterías y yo esperaba que no fuera necesario sacarlas a relucir.

El inspector Sharpe carraspeó.

—Nosotros sabemos obrar con discreción, y el forense es un hombre de gran experiencia, pero tenemos que saberlo todo.

—Sí —claro. He sido una tonta. Lo cierto es que durante algún tiempo, estos últimos tres meses o más, han ido desapareciendo cosas… pequeñas cosas… nada realmente importante.

—¿Chucherías, quiere usted decir, ropa interior, medias de nylon y demás? ¿Dinero también?

—No, dinero, no, que yo sepa.

Ah. ¿Y esa joven era la responsable?

—Sí.

—¿La sorprendieron?

—No. La noche antepasada… pues… vino a cenar un amigo mío. El señor Hercules Poirot… no sé si le conocerá de nombre.

El inspector Sharpe alzó los ojos de su cuaderno de notas, puesto que sí le conocía.

—¿Monsieur Hercules Poirot? —dijo—. ¿Sí? Eso es muy interesante.

—Nos dio una breve charla después de cenar y surgió el tema de esos pequeños hurtos y, ante todo, me aconsejó que acudiera a la policía.

—¿Eso dijo?

—Poco después, Celia subió a mi habitación y confesó. Estaba muy afligida.

—¿Se habló de castigarla?

—No. Iba a indemnizarles por las pérdidas, y todos se avinieron de buen grado.

—¿Es que andaba apurada de dinero?

—No. Tenía un empleo bien retribuido en el Dispensario del Hospital de Santa Catalina y algún dinero suyo, según creo. Estaba en mejores condiciones que la mayoría de nuestros estudiantes.

—De modo que no tenía necesidad de robar… pero lo hizo —resumió el inspector, tomando nota.

—Supongo que sería cleptómana —dijo la señora Hubbard.

—Así es como suele llamarse. Yo me refiero únicamente a las personas que no necesitan apoderarse de las cosas, pero las roban.

—Me preguntó si no será usted un poco injusto con ella. Comprenda, había un joven…

—¿Y la despreció?

—¡Oh, no! Todo lo contrario. Habló calurosamente en su defensa y, a decir verdad, anoche, después de la cena, nos anunció que se habían prometido.

El inspector Sharpe alzó las cejas con sorpresa.

—¿Y luego se acuesta y se toma la morfina? Parece bastante extraño, ¿no?

—Lo es. No puedo comprenderlo.

La señora Hubbard arrugó el rostro con pesar.

—Y no obstante los hechos son bastante claros. —Sharpe cogió el pedazo de papel que había sobre la mesa cuidadosamente doblado.


—Querida señora Hubbard —leyó—; realmente lo siento mucho, pero esto es lo mejor que puedo hacer.


—No hay firma, ¿pero no tiene usted la menor duda de que es su letra?

—No.

La señora Hubbard habló con cierta vacilación y frunció el ceño al mirar aquel pedazo de papel cortado de cualquier manera. ¿Por qué tendría la sensación de que había algo raro en él?

—Hay una huella dactilar que desde luego es suya —dijo el inspector—. La morfina, estaba en una botella con la etiqueta del Hospital de Santa Catalina y usted me dice que ella trabajaba en el Dispensario de ese Hospital. Seguramente tendría acceso al armario de las drogas y allí es donde debió cogerla. Debió traerla ayer con la intención de suicidarse.

—No puedo creerlo. No sé por qué no me parece natural. Anoche estaba contenta.

—Entonces hemos de suponer que experimentó una reacción al ir a acostarse. Tal vez haya algo más en su pasado de lo que usted sabe, y temiese que saliera a relucir. Usted cree que estaba muy enamorada de ese muchacho… A propósito, ¿cómo se llama?

—Colin Macnabb. Está haciendo un cursillo de psicología en Santa Catalina, para doctorarse.

—¿Un médico? ¡Hum! ¿Y en el Hospital de Santa Catalina?

—Celia estaba muy enamorada de él, más que él de ella, creo yo. Es un muchacho muy reconcentrado.

—Entonces posiblemente sea ésta la explicación. Ella no se creyó digna de él, o debió ocultarle algo de su vida. Era bastante joven, ¿verdad?

—Veintitrés años.

—A esa edad se es idealista y se toman muy en serio los asuntos del corazón. Sí, me temo que fuera eso. ¡Qué lástima! —se puso en pie.

—Los hechos tendrán que ser puestos en claro, pero haremos cuanto podamos para limar asperezas. Gracias, señora Hubbard. Ahora tengo toda la información que precisaba. La madre de la muchacha falleció hace dos años y su única pariente es una anciana tía que vive en Yorkshire. Nos pondremos en contacto con ella.

Y recogió el fragmento de papel escrito por Celia.

—Hay algo raro en esto —dijo la señora Hubbard de pronto.

—¿Raro? ¿En qué sentido?

—No lo sé… pero siento que debiera saberlo —la señora Hubbard se llevó las manos a los ojos—. Me siento tan estúpida esta mañana —dijo a modo de disculpa.

—Ha sido una dura prueba para usted, lo comprendo —dijo el inspector con simpatía—. No creo que necesitemos molestarla más con ninguna otra pregunta por el momento, señora Hubbard.

Cuando el inspector Sharpe abrió la puerta, tropezó con Geronimo, que estaba apoyado al otro lado.

—¡Hola! —exclamó el inspector Sharpe divertido—. ¿Escuchando detrás de las puertas, eh?

—No, no —replicó Geronimo con aire de virtuosa indignación—. ¡Yo no escucho nunca… nunca! Venía a traer un recado.

—Ya. ¿Qué recado?

—Pues que abajo hay un caballero que desea ver a la signora Hubbard —repuso Geronimo muy serio.

—Muy bien. Pase, hijo, y dígaselo.

Y se hizo a un lado para dejar paso a Geronimo y continuó andando por el pasillo, pero luego, dando media vuelta, regresó de puntillas a tiempo de averiguar si el criado había dicho la verdad.

—El caballero que vino a cenar la otra noche —decía Geronimo—, el de los bigotes, está abajo y quiere verla.

—¿Eh? ¿Qué? —la señora Hubbard pareció salir de su abstracción—. Oh, muchas gracias, Geronimo. Bajaré enseguida.

—Un caballero con bigote, ¿eh? —dijo Sharpe para sus adentros con una sonrisa—. Apuesto a que sé quién es.

Y bajó la escalera, penetrando en el salón.

—Hola, monsieur Poirot —saludó—. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos.

Poirot, que estaba de rodillas, se incorporó sin la menor violencia después de examinar el último estante del mueble situado junto a la chimenea.

—¡Ajá! —exclamó—. Pero vaya… si es el inspector Sharpe… Antes no estaba usted en este distrito…

—Me trasladaron hace dos años. ¿Recuerda el asunto de Crays Hill?

—Ah, sí. Pero de eso ha pasado mucho tiempo, y usted sigue siendo un hombre joven, inspector.

—Vamos tirando, vamos tirando.

—Yo soy ya un viejo. ¡Cielos! —suspiró Poirot.

—Pero todavía activo, ¿verdad, monsieur Poirot? Activo en ciertos aspectos, podríamos decir.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que me gustaría saber por qué vino usted a cenar la otra noche para dar una charla a los estudiantes sobre criminología.

Poirot sonrió.

—Pero si la explicación es bien sencilla. La señora Hubbard es hermana de mi valiosa secretaria, la señorita Lemon. De modo que cuando me pidió…

—Cuando le pidió que echara un vistazo a lo que estaba ocurriendo aquí, usted se apresuró a venir. Eso es lo que pasó, ¿no es así?

—Ha acertado usted.

—Pero ¿por qué? Eso es lo que deseo saber. ¿Qué es lo que había aquí para usted?

—¿Quiere decir… que pudiera interesarme?

—Eso es a lo que me refiero. Aquí había una jovencita estúpida que había estado robando algunos objetos sin importancia. Hechos que suceden todos los días. Y me parece poca cosa para usted, monsieur Poirot ¿verdad?

Poirot meneó la cabeza.

—No es tan sencillo como parece.

—¿Por qué no? ¿Acaso hay algo más?

El detective tomó asiento y con el ceño fruncido fue sacudiendo el polvo de sus pantalones.

—Ojalá lo supiera —fue su sencilla respuesta.

Sharpe frunció el entrecejo.

—No comprendo —dijo.

—Ni yo tampoco. Las cosas que fueron robadas… —meneó la cabeza— no tienen relación alguna… carece de sentido. Es como encontrar una pista de huellas en las que todas fueran de distinto pie. Está, y muy clara, la de quien usted ha llamado jovencita estúpida… pero hay más. Han ocurrido otras cosas que alguien ha querido incluir en el haber de Celia Austin… pero que no cuadran con ella. Eran tonterías aparentemente sin fin determinado, pero también existen pruebas de malicia, y Celia no era maliciosa.

—¿Era cleptómana?

—Lo dudo mucho.

—¿Entonces, simplemente una ladronzuela vulgar?

—No en el sentido que usted quiere darle. En mi opinión, todos sus hurtos de objetos insignificantes tuvieron como objeto el atraer la atención de, cierto joven.

—¿Colin Macnabb?

—Sí. Estaba terriblemente enamorada de Colin Macnabb, y Colin no se fijaba en ella; y en vez de mostrarse bonita, atrayente y comportarse como es debido, se dispuso a convertirse en un interesante caso criminal. El resultado fue un éxito, rotundo. Colin Macnabb cayó en el acto en sus redes, ¡y de qué manera!

—Entonces debe ser tonto de remate.

—Nada de eso. Es un psicólogo inteligente.

—¡Oh! —gimió el inspector Sharpe—. ¡Un psicólogo! Ahora lo comprendo —y una ligera sonrisa apareció en su rostro—. Muy inteligente fue la chica.

—Demasiado.

Y Poirot repitió:

—Sí, demasiado.

El inspector Sharpe se puso en guardia.

—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?

—Que me he preguntado… y sigo preguntándome… si la idea no fue sugerida por otra persona.

—¿Por qué razón?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Altruismo? ¿Algún otro motivo? Estamos en la más profunda oscuridad y quisiera poder salir de ella.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo darle ese consejo?

—No… a menos que… pero no.

—Sea como fuere —replicó Sharpe—, no acabo de comprenderlo. Si sólo se fingía cleptómana y tuvo éxito, ¿por qué diablos iba luego a suicidarse?

—La respuesta es que no debiera haberse suicidado.

Los dos hombres se miraron, y Hercules Poirot murmuró:

—¿Está seguro de que se suicidó?

—Está tan claro como la luz del día, monsieur Poirot. No hay razón para pensar otra cosa y…

Se abrió la puerta para dar paso a la señora Hubbard, que llegaba ruborizada y triunfante, con la barbilla erguida.

—Ya lo tengo —exclamó satisfecha—. Buenos días, señor Poirot. Ya lo tengo, inspector Sharpe. Se me ha ocurrido de repente el porqué me parecía extraña la nota del suicidio. Quiero decir que no es posible que la hubiera escrito Celia.

—¿Por qué no, señora Hubbard?

—Porque está escrita con tinta azul corriente, y Celia llenó su pluma con tinta verde… de esa botella que está ahí —la señora Hubbard señaló el estante—. Fue ayer por la mañana a la hora del desayuno.

Un inspector Sharpe completamente distinto al que abandonara bruscamente a la señora Hubbard después de su declaración, exclamó en el acto:

—Es bien cierto. Lo he comprobado. La única pluma que había en la habitación de esa chica y que estaba junto a la cama, está llena de tinta verde. Ahora bien, esa tinta verde… es pues…

La señora Hubbard alzó la botella casi vacía, y luego le puso al corriente de un modo claro y conciso de la escena representada en la mesa del desayuno.

—Estoy segura —concluyó, que ese pedazo de papel fue arrancado de la carta que me escribiera ayer, y que ni siquiera abrí.

—¿Qué hizo usted con ella? ¿Lo recuerda?

La señora Hubbard meneó la cabeza.

—La dejé aquí sola y fui a atender a las cosas de la casa. Creo que ella debió dejarla por allí, y luego se olvidaría de recogerla.

—Y alguien la encontró… la abrió… alguien…

Se interrumpió.

—¿Se da usted cuenta de lo que esto significa? —dijo—. No me ha gustado nunca ese pedazo de papel. Había muchas libretas en su habitación… y era mucho más natural escribir la nota en una de sus hojas. Esto significa que alguien vio la posibilidad de utilizar la frase inicial de la carta dirigida a usted para insinuar algo muy distinto. Para sugerir la idea del suicidio…

Hizo una pausa y luego agregó lentamente:

—Esto significa…

—Que la asesinaron —concluyó Hercules Poirot.

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