Capítulo XIV
I
La señora Nicoletis subía la escalera del sótano donde había conseguido enfurecer a Geronimo y a la irascible María.
—¡Mentirosos y ladrones! —dijo la señora Nicoletis con voz triunfante—. ¡Todos los italianos son mentirosos!
La señora Hubbard, que acababa de salir en aquel momento, lanzó un suspiro breve.
—Es una lástima disgustarles precisamente cuando están preparando la cena —dijo.
—¿Y a mí qué me importa? —replicó la señora Nicoletis—. Yo no cenaré aquí.
La señora Hubbard contuvo la respuesta que acudía a sus labios.
—Regresaré el lunes, como de costumbre —continuó la señora Nicoletis.
—Sí, señora.
—Y haga el favor de encargarse de que arreglen la cerradura de mi armario a primera hora de la mañana del lunes. La factura la presentará a la policía, ¿me ha comprendido? A la policía.
La señora Hubbard la miró con aire incrédulo.
—Y quiero que ponga bombillas nuevas en los pasillos… mucho más potentes. Están demasiado oscuros.
—Usted dijo que las quería de poco voltaje, para economizar.
—Eso fue la semana pasada —replicó la señora Nicoletis—. Ahora… es distinto.
Cuando miro hacia atrás me pregunto: «¿Quién me seguirá?»
¿Acaso la señora Nicoletis tenía miedo de algo o de alguien? Era tal su costumbre de exagerarlo todo que resultaba difícil saber hasta qué punto había que creer en sus palabras.
—¿Está segura de que desea irse sola a casa? —le preguntó la señora Hubbard—. ¿Quiere que la acompañe?
—¡Estaré mucho más segura que aquí, se lo aseguro!
—Pero, ¿de qué tiene miedo? Si yo lo supiera, tal vez…
—A usted no le importa. No le diré nada. Resulta insoportable que continuamente me esté haciendo preguntas.
—Lo siento, estoy segura…
—Ahora se ha ofendido. —La señora Nicoletis le dirigió una sonrisa de desagravio—. Soy brusca y de mal carácter… sí. Pero tengo muchas preocupaciones y recuerde que confío y descanso en usted. Verdaderamente no sé lo que haría sin usted, querida señora Hubbard. Mire, le doy mi mano. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.
La señora Hubbard la contempló mientras abría la puerta de la calle y una vez se hubo marchado exhaló un suspiro de alivio, disponiéndose a bajar al sótano.
La señora Nicoletis, luego de descender los escalones de la entrada, atravesó la verja y torció a la derecha. La calle Hickory era una avenida bastante ancha y las casas estaban separadas de la acera por los jardines respectivos. Al final de la misma, a pocos minutos del número veintiséis, se hallaba una de las principales avenidas de Londres, por la que circulaban autobuses. Había un semáforo en la misma esquina y una taberna: «El Collar de la Reina». La señora Nicoletis caminaba por el centro de la acera y de vez en cuando dirigía una mirada de recelo por encima del hombro, mas no se veía nadie. La calle Hickory estaba desierta aquella noche. Apresuró sus pasos al acercarse a «El Collar de la Reina», y tras dirigir otra ansiosa mirada a su alrededor entró presurosamente en la taberna.
Luego de beber el coñac doble que había pedido, se encontró muy animada. Ya no era la mujer asustada e intranquila de poco antes, aunque su aversión hacia la policía no había disminuido. «¡Gestapo! ¡Yo haré que lo paguen! ¡Sí, lo pagarán!», murmuraba entre dientes terminando de beber su coñac. Pidió otro mientras repasaba mentalmente los últimos acontecimientos. Fue una desgracia, una terrible desgracia, que la policía hubiera tenido el poco tacto de descubrir su oculto tesoro, y sería demasiado esperar que la noticia no corriera entre los estudiantes. Quizá la señora Hubbard fuese discreta, o tal vez no, porque en realidad, ¿acaso puede una fiarse de nadie? Esas cosas siempre se saben. Geronimo lo sabía, y probablemente lo habría dicho a su esposa, y a la mujer de la limpieza… y así poco a poco lo irían sabiendo todos hasta… Se sobresaltó al oír una grave y bien modulada voz, que decía a sus espaldas:
—Vaya, señora Nick, no sabía que usted frecuentara este lugar.
Giró en redondo y luego exhaló un suspiro de franco alivio.
—Oh, es usted —dijo—. Creí…
—¿Quién creía que era? ¿El lobo feroz? ¿Qué es lo que está tomando? Tome otra copa de lo que quiera conmigo.
—Son todas esas preocupaciones —explicó la señora Nicoletis con dignidad—. Esos policías registrando mi casa, y molestando a todo el mundo. Mi pobre corazón. Tengo que tener mucho cuidado con mi corazón… no debiera beber, pero en la calle me sentía desfallecida y pensé que un poco de coñac…
—No hay como el coñac. Aquí tiene.
La señora Nicoletis abandonaba poco después «El Collar de la Reina» sintiéndose reanimada y positivamente feliz. Decidió no tomar el autobús. Hacía una noche espléndida y le haría bien caminar. Sí, el aire le sentaría bien. No era que le flaquearan las piernas, pero andaba con cierta dificultad. Tal vez hubiera sido más prudente tomar un coñac menos, mas el aire fresco no tardaría en despejar su cabeza. Al fin y al cabo, ¿por qué una señora no puede tomar una copita de vez en cuando? ¿Qué tiene eso de malo? Nunca había llegado a intoxicarse. ¿Intoxicarse? Claro que no se intoxicó nunca. Y de todas maneras, si no les gustaba y se lo reprochaban, les echaría a la calle. ¿Acaso no sabía ella más de un par de cosas? ¡Si quisiera hablar! La señora Nicoletis alzó la cabeza con aire retador y esquivó como pudo un buzón de Correos que se le venia encima con gran rapidez. No cabía duda de que la cabeza le daba vueltas. ¿Y si se apoyaba un ratito contra la pared… y cerrara los ojos unos instantes…?
El agente de policía Bott, que estaba de guardia, fue abordado por un empleado de aspecto tímido.
—Agente, ahí va una mujer… parece que se ha puesto mala. Está en el suelo, hecha un ovillo.
El agente Bott dirigió sus pasos enérgicos hacia el lugar indicado y se detuvo para inclinarse sobre una figura caída. Un fuerte olor a coñac confirmó sus sospechas.
—Ha perdido el conocimiento —dijo—. Está bebida. ¡Ah! no se preocupe, señor, yo cuidaré de ella.
II
Hercules Poirot, que acababa de tomar un desayuno dominical, enjugó sus bigotes para limpiar todo rastro de chocolate que pudiera haber en ellos, antes de pasar a su saloncito.
Cuidadosamente colocadas sobre la mesa se veían cuatro mochilas, cada una con su etiqueta… como resultado de las instrucciones que diera a George el día anterior. Poirot cogió la que se comprara él, y tras quitarle el papel que la envolvía la puso junto a las otras. El resultado fue interesante. La mochila que adquiriera en la tienda del señor Hick no parecía inferior en ningún sentido a las compradas por George en diversos establecimientos, pero sí era, desde luego, muchísimo más barata.
—Interesante —murmuró el detective.
Luego las fue examinando con detalle. Por dentro, por fuera, volviéndolas del revés, palpando las costuras, bolsillos, correas… Luego se dirigió al cuarto de baño para regresar con un pequeño cuchillo muy afilado, y asiendo la mochila que comprara al señor Hicks se dispuso a atacar su fondo. Entre el forro interno y el fondo había un trozo de contrafuerte acanalado, y Poirot contempló la mochila despanzurrada con todo interés.
Luego se dispuso a emprenderla con la otra mochila.
Al fin se sentó contemplando el resultado de la destrucción que acababa de efectuar. Luego fue hacia el teléfono; al cabo de una breve espera consiguió hablar con el inspector Sharpe.
—Ecoutez, mon cher —le dijo—. Quiero saber dos cosas.
El inspector lanzó una carcajada.
—«Dos cosas del caballo sé, y una es bastante soez» —recitó.
—¿Cómo dice? —le preguntó Poirot, sorprendido.
—Nada, nada. Es sólo una canción que solía cantar. ¿Cuáles son esas dos cosas que desea saber?
—Usted me habló ayer de ciertas pesquisas que se llevaron a cabo en la calle Hickory durante los últimos tres meses. ¿Podría decirme las fechas y a qué hora del día fueron hechas?
—Pues… sí… eso es muy sencillo. Debe constar en los archivos. Espere a que lo mire.
—La primera fue por un estudiante indio que repartió propaganda subversiva, el dieciocho de diciembre último… a las tres treinta de la tarde.
—De eso hace demasiado tiempo.
—Luego por Montagu Jones, euroasiático, en relación con el asesinato de la señora Alicia Combe, en Cambridge… el veinticuatro de febrero… a las cinco y media de la tarde. Y por William Robinson… nativo de África Occidental, reclamado por la policía de Sheffield, el dieciséis de marzo a las once de la mañana.
—¡Ah! Gracias.
—Pero si usted cree que cualquiera de estos casos puede tener relación con…
Poirot le interrumpió.
—No, no tienen relación alguna. Sólo me interesa la hora del día en que se practicaron esas diligencias.
—¿Qué es lo que está haciendo ahora, Poirot?
—Disecciono mochilas, amigo mío. Es muy interesante.
Y colgó el teléfono.
Sacó de su bolsillo la lista corregida que la señora Hubbard le entregara el día anterior y que era la siguiente:
Mochila (Len Bateson).
Bombillas eléctricas.
Pulsera (señorita Rysdorff).
Anillo de brillantes (Patricia).
Polvos compactos (Geneviéve).
Zapato de noche (Sally).
Carmín para los labios (Elizabeth Johnston).
Pendientes (Valerie).
Estetoscopio (Len Bateson).
Sales de baño (¿?)
Echarpe hecho jirones (Valerie).
Pantalones (Colin).
Libro de cocina (¿?)
Ácido bórico (Chandra Lal).
Broche de bisutería (Sally).
Tinta vertida en los apuntes de Elizabeth.
(Es lo más aproximado que recuerdo, aunque no del todo exacto. L. Hubbard.)
Poirot la estuvo contemplando durante largo tiempo.
Al fin suspiró, murmurando para sí.
—Decididamente… sí… tenemos que eliminar las cosas que no nos interesan…
Y sabía quién podría ayudarle. Era domingo. Probablemente la mayoría de estudiantes se encontrarían en la Residencia.
Marcó el número del teléfono del veintiséis de la calle Hickory y dijo que quería hablar con la señorita Valerie Hobhouse. Una voz un tanto gutural le contestó que ignoraba si se había levantado ya, pero que iría a preguntar.
Al fin oyó una voz grave y algo ronca.
—Al habla Valerie Hobhouse.
—Soy Hercules Poirot. ¿Me recuerda?
—Ya lo creo, señor Poirot. ¿En qué puedo servirle?
—Pues… me gustaría hablar con usted.
—Cuando quiera.
—¿Entonces puedo ir a verla a la calle Hickory?
—Sí. Le estaré esperando. Le diré a Geronimo que le acompañe enseguida a mi habitación. Los domingos no puede hablar uno con tranquilidad.
—Gracias, señorita Hobhouse. Le estoy muy agradecido.
Geronimo abrió la puerta a Poirot con una reverencia y luego empezó a hablarle con su aire de conspirador.
—Le acompañaré a la habitación de la señorita Valerie. Procure no hacer ruido… Chitón…
Y llevándose el dedo a los labios le condujo al piso de arriba hasta una habitación amplia que daba a la calle Hickory, amueblada con gusto y cierto lujo, como una salita de visita en la que hubiera una cama. Ésta, en forma de diván, estaba cubierta por una alfombra persa, bonita, aunque algo gastada, y había un escritorio estilo Reina Ana, de madera de nogal que Poirot consideró que debía de pertenecer al mobiliario original del número veintiséis de la calle Hickory.
Valerie Hobhouse se hallaba de pie dispuesta a saludarle, y le pareció cansada, dado que grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos.
—Mais vous êtes trés bien ici —dijo Poirot mientras estrechaba su mano—. Es muy chic. Tiene personalidad. Es un encanto.
Valerie sonrió.
—Llevo aquí mucho tiempo —repuso la joven—. Dos años y medio. Casi tres, y tengo algunas cosillas mías.
—Usted no estudia ninguna carrera, ¿verdad, mademoiselle?
—Oh, no. Soy muy comercial. Trabajo.
—¿En una… firma de cosméticos?
—Sí. Soy una de las encargadas de «Sabrina Fair»… es un salón de belleza. Ahora tengo parte en el negocio. Tenemos también una sección de accesorios además de los tratamientos de belleza. Cinturones, pañuelos de seda natural… todas esas cosillas. Pequeñas novedades de París, y ése es mi departamento.
—¿Entonces irá usted a menudo a París y también al Continente?
—Oh, sí, una vez al mes, e incluso más a menudo —dijo Valerie.
—Debe usted perdonarme —dijo Poirot— si le parezco demasiado curioso…
—¿Por qué? —le interrumpió ella—. En las circunstancias que nos encontramos debemos soportar esa curiosidad. Ayer contesté a numerosas preguntas que me hizo el inspector Sharpe. Me parece que usted preferiría una silla a una butaca baja, monsieur Poirot.
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. —Poirot se sentó en una silla con brazos, de alto respaldo.
Valerie tomó asiento en el diván, y luego de ofrecerle un cigarrillo, encendió otro mientras Poirot la observaba con cierta atención. Poseía una elegancia nerviosa y personal que le atrajo más que su misma belleza. He aquí una mujer inteligente y atractiva, pensó, preguntándose si su nerviosismo era producto del reciente interrogatorio, o un ingrediente más de su persona. Recordó haber pensado lo mismo la noche que fue allí a cenar.
—¿El inspector Sharpe la ha estado interrogando? —preguntó.
—Sí, claro.
—¿Y le dijo usted todo lo que sabía?
—Desde luego.
—Quisiera saber si eso es cierto —replicó Poirot.
Ella le miró con expresión irónica.
—Puesto que usted no oyó las respuestas que di al inspector Sharpe no puede juzgarme.
—Ah, no. Es sólo una idea mía. Yo tengo algunas ideas pequeñas… Están aquí. —Y se dio unas palmaditas en la frente.
Es de observar que algunas veces Poirot disfrutaba fingiéndose un charlatán. Sin embargo, Valerie no sonrió, sino que, mirándole de hito en hito como tenía por costumbre, le dijo con cierta brusquedad:
—¿Quiere que vayamos al grano, señor Poirot? Sinceramente no sé adónde quiere ir a parar.
—Desde luego, señorita Hobhouse.
Y de su bolsillo extrajo un paquetito.
—¿Adivina usted lo que tengo aquí?
—No soy clarividente, monsieur Poirot. Ni me es posible ver a través de los papeles ni envolturas.
—Aquí está —le dijo Poirot— el anillo que le fue robado a la señorita Patricia Lane.
—¿El anillo de compromiso de Patricia? Quiero decir, el de su madre…, pero ¿cómo lo tiene usted?
—Le pedí que me lo prestara solamente para un par de días.
De nuevo la sorpresa hizo que Valerie arqueara las cejas.
—Vaya —observó.
—Me sentí interesado por este anillo —explicó Poirot—; y por su desaparición y por algo más. Y por ello le pedí a la señorita Lane que me lo dejara, a lo que se avino enseguida. Y yo lo llevé directamente a que lo viera un joyero amigo mío.
—¿Sí?
—Sí, le pedí un informe sobre el brillante. Una piedra bastante grande, no sé si la recordará, rodeada de unos pequeños grupos de brillantes más pequeños. ¿Se acuerda… mademoiselle?
—Creo que sí. Aunque en realidad no lo recuerdo con precisión.
—Pero usted lo tuvo en sus manos, ¿no? Apareció en su plato de sopa.
—Así es como lo encontramos Oh, sí, lo recuerdo muy bien. Casi me lo trago.
Valerie lanzó una alegre carcajada.
—Como le decía, llevé el anillo a ese amigo mío que es joyero y le pedí que me diera su opinión acerca del brillante. ¿Sabe usted cuál fue su respuesta?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Pues que la piedra no era un diamante, sino un simple circón. Un circón blanco.
—¡Ah! —Le miró con los ojos muy abiertos; luego continuó en tono algo inseguro—. ¿Quiere decir que… Patricia pensaba que era un brillante auténtico y sólo era un circón o…?
Poirot meneaba la cabeza.
—No, no quiero decir eso. Según tengo entendido, ese anillo fue el de prometida de la madre de Patricia Lane. La señorita Lane es una joven de buena familia y me atrevo a asegurar que los suyos, antes de las recientes limitaciones, vivían desahogadamente, y en esos círculos, mademoiselle, se gasta dinero en adquirir un anillo de compromiso, un anillo así debe ser bonito… con un brillante o cualquier otra piedra preciosa. Estoy convencido de que el padre de la señorita Lane regaló a su madre un anillo de gran valor.
—En cuanto a eso —repuso Valerie—, no puedo estar más de acuerdo con usted. Creo que el padre de Patricia fue un hacendado.
—Por tanto —exclamó Poirot—, todo parece indicar que la piedra del anillo debió ser reemplazada por otra persona, más tarde.
—Supongo —dijo Valerie, despacio— que Pat debió perder el brillante, y no pudiendo reemplazarlo por otro, hizo poner un circón en su lugar.
—Es posible —replicó Hercules Poirot—, pero yo no creo que fuera eso lo que ocurrió.
—Bueno, monsieur Poirot, ya que todo son suposiciones, ¿qué cree usted que ocurrió?
—Yo creo —repuso Poirot— que el anillo fue robado por mademoiselle Celia y que el diamante fue deliberadamente sustituido por el circón antes de que fuera devuelto.
Valerie se irguió.
—¿Usted cree que Celia robó el brillante deliberadamente?
—No —replicó—. Creo que fue usted quien lo robó, mademoiselle.
—¡Vaya! —exclamó—. Eso me parece una acusación muy grave. Usted no tiene la menor prueba de lo que dice.
—Pues sí —la interrumpió el detective—. La tengo. El anillo apareció en su plato. Ahora bien; yo cené aquí una noche y observé cómo se sirve la sopa. Se van llenando los platos en una mesita auxiliar donde está la sopera; por lo tanto, si alguien encontró un anillo en la sopa sólo pudo ponerlo en el plato la persona que la sirve (en este caso Geronimo) o la persona a quien correspondía el plato. ¡Usted! No creo que fuese Geronimo. Imagino que preparó la devolución del anillo en la sopera porque le resultaba divertido. Usted posee, si me permite el comentario, un sentido demasiado humorístico de las escenas dramáticas. ¡Coger el anillo lanzando exclamaciones! Me parece que se excedió usted, mademoiselle, y no comprendió que con ello iba a delatarse.
—¿Eso es todo? —preguntó Valerie fríamente.
—Oh, no, de ninguna manera. Cuando Celia confesó aquella noche haber sido responsable de los robos, observé tres cosas. Por ejemplo, al hablar del anillo, dijo: «No sabía que fuese tan valioso; en cuanto lo supe, me apresuré a devolverlo». ¿Cómo lo supo, señorita Valerie? ¿Quién le dijo que era un anillo de valor? Y luego, al referirse a la bufanda hecha tiras, la señorita Celia dijo algo así: «Eso no importa. Valerie no iba a enfadarse…» ¿Por qué no iba usted a enfadarse cuando una estupenda bufanda de seda que le pertenecía había sido destrozada? Entonces formé la opinión de que toda aquella campaña de robar cosas y fingirse cleptómana para atraer de este modo la atención de Colin Macnabb le fue sugerida a Celia por otra persona. Alguien mucho más inteligente que Celia Austin y con buenos conocimientos de psicología. Usted le dijo que el anillo era de gran valor, y se lo quedó para disponer su devolución. Y del mismo modo le sugirió usted que hiciera pedazos su hermoso echarpe.
—Todo eso son tonterías —replicó Valerie—, y además muy descabelladas. El inspector ya me preguntó si yo había sugerido a Celia todos esos trucos.
—¿Y qué le contestó usted?
—Le dije que era una tontería.
—¿Y qué me dice a mí?
Valerie le miró fijamente unos instantes, y al fin, lanzando una carcajada, apagó su cigarrillo y reclinándose sobre un mullido almohadón que tenía detrás de su espalda, dijo:
—Que tiene usted razón. Yo le dije que lo hiciera.
—¿Puedo preguntarle por qué?
Valerie repuso impaciente:
—Oh, la pobre era de naturaleza tan dócil… Fue una obra de caridad. La infeliz Celia vagando como un espectro y suspirando por Colin, que ni tan siquiera la miraba. Me parecía una tontería. Colin es uno de esos chicos orgullosos, obstinados, que no piensan más que en la psicología, los complejos y bloques emocionales, y me pareció que sería divertido tomarle el pelo. De todas formas, me daba pena ver a Celia tan triste; de modo que la cogí por mi cuenta, y luego de sermonearla, le expliqué todo el plan, apremiándola para que lo pusiera en práctica. Creo que estaba un poco nerviosa, pero al mismo tiempo emocionada. Entonces, una de las primeras cosas que hizo la muy tonta fue encontrar el anillo de Pat en el cuarto de baño y cogerlo… una joya de verdadero valor por la que habrían de armar gran revuelo y avisar a la policía, dando lugar a que la cosa tomara un giro más serio. Así que le quité la sortija diciéndole que la devolvería como pudiera, y aconsejándole que en el futuro se limitara a apoderarse de cosas de bisutería y cosméticos, y me estropeara alguna cosa mía y así no se vería en ningún apuro.
Poirot lanzó un profundo suspiro.
—Eso es exactamente lo que pensaba —dijo.
—Ahora desearía no haberlo hecho —dijo Valerie en tono sombrío—. Pero mi intención fue buena. Es una atrocidad propia de Jean Tomlinson, pero ahí tiene.
—Y ahora —continuó Poirot— pasemos al anillo de Patricia—. Celia se lo dio a usted, y usted tenía que fingir que lo había encontrado en cualquier parte y devolvérselo a Patricia. Pero antes de devolvérselo… —hizo una pausa—, ¿qué ocurrió?
Observó cómo sus dedos jugueteaban nerviosos con el extremo de un pañuelo que llevaba anudado al cuello, y continuó en tono más apremiante:
—Andaba usted algo apurada de dinero, ¿no es eso?
Sin mirarle hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Dije que sería sincera —confesó con amargura—. Lo malo que tengo, monsieur Poirot, es que soy jugadora. Es una de esas cosas que nacen con uno y no puede hacerse gran cosa por evitarlas. Pertenezco a un pequeño club de Mayfair… ¡Oh, no debiera haber dicho dónde! Y no quiero ser la responsable de que lo descubra la policía, ni nada por el estilo. Bueno, de momento sólo diré que pertenezco a ese club. Hay ruleta, bacará y demás juegos de azar. He tenido una serie de pérdidas importantes. Tenía el anillo de Pat en mi poder y pasé casualmente por delante de una tienda en la que se exhibía un circón y me dije: «Si sustituyera este brillante por un circón blanco, Pat no notaría la diferencia». Nunca se mira con atención un anillo que se conoce bien, y si el brillante parece un poco más apagado que lo natural es pensar que está sucio, y que lo único que necesita es un buen lavado o algo por el estilo. Lo cierto es que tuve un impulso y caí en la tentación. Quité el brillante y lo vendí, reemplazándolo por un circón, y aquella misma noche fingí encontrarlo en mi sopa. Convengo en que fue una estupidez, pero ya estaba hecho. Ahora ya lo sabe todo. Pero sinceramente nunca tuve intención de que Celia cargara con la culpa.
—No, no; lo comprendo —asintió Poirot—. Fue únicamente una oportunidad que se presentó en su camino, le pareció sencillo y lo hizo. Pero cometió un grave error, mademoiselle.
—Lo comprendo —replicó Valerie con sequedad, y luego agregó con pesar—: ¡Pero qué diablos! ¡Qué importa ahora! Oh, enciérreme si quiere. Dígaselo a Pat, al inspector… a todo el mundo. Pero, ¿de qué servirá? ¿Acaso nos ayudará a descubrir quién asesinó a Celia?
Poirot se puso en pie.
—Nunca se sabe lo que puede ayudar y lo que no —dijo—. ¡Hay que limpiar el camino de tantas cosas que no importan y que confunden las huellas! Era importante para mí saber quién había inspirado a la pobre Celia la comedia que representó, y ya lo sé. Y en cuanto a lo del anillo, le sugiero que vaya usted misma a ver a Patricia Lane para decirle lo que hizo y expresarle los sentimientos adecuados al caso.
Valerie hizo una mueca.
—Creo que es un buen consejo —dijo—. De acuerdo, iré a ver a Pat y le pediré perdón. Pat es una buena chica. Le diré que cuando pueda le devolveré el brillante. ¿Es eso, tal vez, lo que usted quiere, señor Poirot?
—No se trata de lo que yo quiera, sino de que eso es lo aconsejable.
La puerta se abrió de pronto, dando paso a la señora Hubbard.
Respiraba trabajosamente, y la expresión de su rostro hizo exclamar a Valerie:
—¿Qué le ocurre, Mamá Hubbard? ¿Qué ha sucedido?
La recién llegada se dejó caer en una silla.
—Es la señora Nicoletis.
—¿La señora Nick? ¿Qué le pasa?
—¡Oh, Dios mío! ¡Ha muerto!
—¿Que ha muerto? —Valerie había enronquecido—. ¿Cómo? ¿Cuándo?
—Parece ser que anoche la recogieron en la calle… y la llevaron a la comisaría.
Creyeron que estaba… que estaba…
—¿Bebida? Supongo.
—Sí… había estado bebiendo. Pero de todas formas… falleció.
—Pobre señora Nick —dijo Valerie con un ligero temblor en su voz.
Poirot dijo en tono amable:
—¿La apreciaba usted, mademoiselle?
—Resulta extraño en cierto modo… A veces era el mismísimo diablo… pero si… yo la… La primera vez que vine aquí… hace tres años, no era tan… tan temperamental como últimamente… Resultaba una compañía agradable… divertida… de buen corazón… Había cambiado mucho… últimamente…
Valerie miró a la señora Hubbard.
—Supongo que era debido al alcohol. Encontraron un almacén de botellas en su habitación, ¿no es cierto?
—Sí —la señora Hubbard vacilaba, pero al fin exclamó—: Yo tengo la culpa… por dejarla salir sola ayer noche… tenía miedo… ¿saben?
—¿Miedo? —exclamaron a la vez Poirot y Valerie.
La señora Hubbard asintió tristemente mientras en su rostro aparecía una expresión angustiada.
—Sí. No cesaba de decir que no se sentía segura. Le pedí que me dijera qué era lo que temía… y me rechazó. Con ella nunca se sabía hasta qué punto exageraba… Pero ahora… quisiera saber…
Valerie intervino.
—¿No pensará usted que ella… que ella también… fuese…?
Se interrumpió con expresión aterrorizada.
Poirot preguntó:
—¿Cuál dicen que fue la causa de su muerte?
—No… no, han dicho nada… Se abrirá una investigación el martes…