Capítulo XV

Cuatro hombres se hallaban sentados alrededor de una mesa en la tranquila habitación del Nuevo Scotland Yard.

Presidía la conferencia el primer inspector Wilding, del Departamento de Narcóticos. Junto a él estaba el sargento Bell, un joven de gran optimismo y energía, cuyo aspecto era muy parecido al de un inquieto lebrel. Reclinado en su silla, tranquilo y alerta, se hallaba el inspector Sharpe. El cuarto hombre era Hercules Poirot, y encima de la mesa se veía una mochila.

El primer inspector Wilding se rascó la barbilla, pensativo.

—Es una idea interesante, monsieur Poirot —dijo con cierta reserva—. Sí, una idea interesante.

—Es, como les digo, simplemente una teoría —replicó Poirot.

Wilding asintió.

—Hemos esbozado la posición general —dijo—. El contrabando se realiza continuamente, desde luego, en una forma u otra. Después descubrimos una serie de agentes y al cabo de un intervalo de tiempo la cosa vuelve a empezar en cualquier otra parte. Hablando por experiencia propia, durante este último año han estado entrando en el país grandes cantidades de drogas. Heroína principalmente… y bastante cocaína. Hay varios depósitos repartidos por el Continente. La policía francesa ha descubierto un par de sistemas de los que se valen para introducirlas en Francia… Pero no están tan seguros de cómo vuelven a salir.

—¿Acierto al decir que su problema puede dividirse en tres? —preguntó Poirot—. Existe el de la distribución, el de cómo entran las mercancías en el país, y el problema de quién dirige realmente el negocio y recibe los mayores beneficios.

—Así es, a grandes rasgos; tiene usted razón. Conocemos a algunos de los distribuidores y cómo realizan la distribución. A algunos les detenemos y a otros los dejamos en libertad con la esperanza de que nos conduzcan hasta el pez gordo. Se reparte de mil maneras distintas, en los clubes nocturnos, en tabernas, farmacias, por medio de algún que otro médico, modistas de moda y peluquerías. Se ofrece en las carreras, en las tiendas de antigüedades; algunas veces en los almacenes atiborrados de gente. Pero no necesito contarle todo esto. No es eso lo que importa. Podemos luchar contra ellos bastante bien, y tenemos sospechas bastante ciertas de quién es el que llamaríamos pez gordo. Uno de esos caballeros ricos y respetables contra los que nunca hay la más leve prueba. Actúa con gran cautela; nunca maneja las drogas él en persona; y sus agentes ni siquiera le conocen. Pero de vez en cuando alguno comete un desliz y entonces le cogemos.

—Es lo que me suponía. La parte que me interesa es la segunda; explíquemelo: ¿cómo entra el contrabando en el país?

—¡Ah! Vivimos en una isla, y el medio más corriente es el sistema anticuado, pero seguro, del mar. Traerlo en un barco de carga, y desembarcarlo tranquilamente en algún lugar de la costa Este, o en una cueva del Sur, por medio de una motora que se desliza calladamente por el Canal. Eso tiene buen éxito durante cierto tiempo, pero más pronto o más tarde damos con la pista del individuo propietario de la motora, y una vez ha despertado sospechas, su oportunidad ha desaparecido. Últimamente se ha hecho contrabando por las líneas aéreas. Ofrecen mucho dinero y alguna que otra vez los pilotos demuestran que son humanos. Y luego están los importadores comerciales. Firmas respetables que importan pianos o lo que sea. Les dura algún tiempo, pero por lo general acabamos descubriéndolos.

—¿Entonces está de acuerdo conmigo en que la principal dificultad para realizar un comercio lícito… es la entrada del género del extranjero al interior del país?

—Decididamente. Y aún diré más. De un tiempo a esta parte andamos desorientados. Se pasa más contrabando del que podemos detener.

—¿Y qué me dice de otras cosas… como, por ejemplo, piedras preciosas?

El sargento Bell tomó la palabra.

—Hay también mucho de eso, señor. Brillantes y otras piedras preciosas llegan ilícitamente procedentes de África del Sur, Australia, y algunas del Far East. Van entrando en el país con regularidad, sin que sepamos cómo. El otro día, en Francia, a una joven… una turista vulgar, le preguntó una persona, que había conocido casualmente, si quería llevar un par de zapatos al otro lado del Canal. No eran nuevos, sino sencillamente unos zapatos que alguien se había olvidado. Ella se avino a ello sin recelar nada, y nosotros nos enteramos por casualidad. Los tacones de dichos zapatos estaban huecos y llenos a rebosar de diamantes en bruto.

El inspector Wilding dijo:

—Pero dígame, señor Poirot, ¿está usted sobre una pista de drogas o de piedras preciosas?

—De las dos cosas. En realidad, de cualquier cosa que tenga mucho valor y un tamaño reducido. En mi opinión, esto es una puerta para lo que pudiéramos llamar «entrada libre» de los géneros que le he descrito, y que pasan de uno a otro lado del Canal. Joyas robadas, piedras arrancadas de sus monturas, pueden ser sacadas de Inglaterra a cambio de entrar nuevas gemas y drogas. Tal vez sea obra de una agencia reducida e independiente, apartada por completo de la distribución posterior, que se limite a pasar la mercancía con una módica comisión y cuyos beneficios serían muy elevados.

—¡Creo que tiene razón! Se pueden ocultar en muy pequeño espacio diez o veinte mil libras esterlinas de heroína y lo mismo ocurre con las piedras en bruto, si son de alta calidad.

—Comprendan —continuó Poirot—, la parte flaca del contrabandista es siempre el elemento humano. Tarde o temprano se sospecha de una persona, de un camarero o de una compañía aérea, de un entusiasta de la navegación que posea un pequeño crucero, de la mujer que va y viene de Francia con demasiada frecuencia, del importador que gana más dinero del que parece razonable, del hombre que vive bien sin que tenga medios visibles que lo justifiquen… Pero si el contrabando entra en el país traído por una persona inocente, y lo que es más, por una persona distinta cada vez, entonces las dificultades para descubrirlo aumentan considerablemente.

Wilding señaló con el índice la mochila que había sobre la mesa.

—¿Y ésta es su suposición?

—Sí. ¿Quién es la persona que despierta menos sospechas hoy en día? El estudiante.

El estudiante laborioso y formal que, falto de dinero, viaja sin más equipaje que el que puede cargar a su espalda, y atraviesa toda Europa por el sistema del auto-stop. Si siempre llevara el contrabando el mismo estudiante, sin duda le descubrirían, ya fuese hombre o mujer, pero lo esencial es que quien lo transporta es inocente y que hay muchísimos estudiantes.

Wilding se frotó la barbilla.

—Pero, ¿cómo cree usted que sería exactamente, señor Poirot?

Hercules Poirot se encogió de hombros.

—En cuanto a eso sólo puedo ofrecerles mi teoría. Sin duda me equivocaré en muchos detalles, pero me atrevo a asegurar que en conjunto se hace así: Primero, se lanza al mercado una serie de mochilas. Son del tipo corriente, como cualquier otra marca, fuertes, resistentes, bien fabricadas y adecuadas al uso para el que se destinan. Bueno, al decir «que son iguales a todas» me salgo de la realidad. El forro de la base es algo distinto. Cómo pueden ver, es muy sencillo quitarlo, y el contrafuerte interior es de una dureza especial y acanalado, de modo que resulte fácil esconder allí una tira de piedras preciosas, o una dosis de polvos, entre los canales. Nadie lo sospecharía a menos que lo anduviese buscando. La heroína o la cocaína puras ocupan muy poco espacio.

—Es muy cierto —replicó Wilding—. Vaya —dijo palpando el fondo con dedos inquietos—, aquí podrían traerse drogas por valor de cinco o seis mil libras sin que nadie sospechara lo más mínimo, la materia contenida entre tela y tela.

—Exacto —repuso Poirot—. ¡Alors! Se fabrican las mochilas, se lanzan al mercado, y se venden… probablemente en más de un comercio. El propietario puede saberlo o no. Tal vez se limite a vender una clase más barata que le resulte más beneficiosa, ya que su precio puede competir ventajosamente con las fabricadas por otros proveedores de artículos para excursionistas. Naturalmente que detrás existe una organización bien definida: que tiene una lista de los estudiantes de medicina, de los de la Universidad de Londres, y de otras instituciones. Alguien que es también estudiante, o se hace pasar por estudiante, es probablemente la cabeza de la banda. Los estudiantes van al extranjero, y en algún lugar determinado, de regreso de su viaje, se les cambia la mochila por otra exactamente igual. Los estudiantes regresan a Inglaterra, y la revisión de Aduanas es superficial. Cuando llegan a su residencia, vacían la mochila y la depositan en el interior de un armario, o en un rincón de su dormitorio. Entonces vuelve a efectuarse otro cambio de mochilas, o tal vez se saque el doble fondo con todo su contenido, volviendo a colocar otro vacío.

—¿Y usted cree que eso es lo que ha ocurrido en la calle Hickory?

Poirot asintió.

—Sí. Eso es lo que sospecho.

—Pero, ¿qué fue lo que le puso sobre la pista, señor Poirot… suponiendo que esté en lo cierto?

—Una mochila fue hecha pedazos —replicó el detective—. ¿Por qué? Puesto que no hay razón evidente, cabe imaginar alguna otra. Hay algo raro en las mochilas que entraron en la Residencia de la calle Hickory. Son demasiado baratas. Ha habido una serie de extraños sucesos en esa pensión, pero la joven responsable de ellos jura que ella no destrozó esa mochila. Puesto que ha confesado lo demás, ¿por qué iba a negarlo, si no era porque decía la verdad? De modo que había que encontrar otra explicación para aquel desafuero… y hacer pedazos una mochila, les aseguro que no es cosa fácil. Es un trabajo duro, y quien lo hiciera debía estar muy desesperado. Conseguí mi pista al descubrir aproximadamente… (sólo aproximadamente, porque la memoria de la gente flaquea al cabo de un período de algunos meses) que la mochila fue destrozada cerca de la fecha en que un policía fue a ver a la persona encargada de la Residencia. El motivo por el cual el policía fue a la casa era muy distinto, pero voy a exponerle mi punto de vista. Supongamos que usted está relacionado con la banda de contrabandistas. Llega a su casa aquella noche y le dicen que acaba de llegar un policía y que está arriba con la señora Hubbard. En el acto supone que han descubierto el contrabando, y están realizando una investigación; supongamos que en aquellos momentos haya en la casa una mochila recién llegada del extranjero conteniendo contrabando o que lo ha contenido recientemente… Ahora bien, si la policía tenía sospechas de lo que estaba ocurriendo, habrían ido a la calle Hickory con el propósito determinado de examinar las mochilas de los estudiantes. Usted no se atreve a salir de la casa con la mochila en cuestión, porque sabe muy bien que alguien pudo quedar de vigilancia en el exterior, y una mochila no es cosa fácil de ocultar o disimular. Lo único que puede hacer es destrozarla y esparcir los pedazos entre la chatarra que hay junto a la caldera de la calefacción. Si contenía alguna droga… o piedras preciosas, pudo esconderlas temporalmente entre las sales de baño. Pero aun en una mochila vacía, de haber contenido alguna droga prohibida, se pueden descubrir restos de heroína o de cocaína al ser analizada. De modo que había que destruirla. ¿Está de acuerdo conmigo en que es posible?

—Es una idea interesante, como ya le dije antes —replicó el inspector Wilding.

—Y también parece verosímil que un pequeño incidente que no se consideró importante, pueda tener relación con la mochila. Según Geronimo, el criado italiano, el mismo día, o uno de los días en que les visitó la policía, desapareció la bombilla del recibidor. Fue a buscar otra para reemplazarla, y descubrió que tampoco estaban las de reserva, y dos días antes las había visto en el cajón. A mí me parece posible… también… aunque es un tanto cogido por los pelos y no me atrevo a decir que esté seguro de ello, sino que es una mera posibilidad… que alguien, que tuviera una conciencia culpable por haber pertenecido anteriormente a la banda de contrabandistas, temiera que su rostro fuera reconocido por la policía si le veían a plena luz. Así que se llevó la bombilla del recibidor y las de reserva. Y como resultado, el vestíbulo quedó iluminado sólo por unas velas. Esto es, como le digo a usted, una simple suposición.

—Es una idea ingeniosa —replicó Wilding.

—Y verosímil, señor —intervino el sargento Bell—. Cuanto más lo pienso más verosímil me resulta.

—Pero de ser así —continuó Wilding—, es algo que abarca más que a la calle Hickory.

Poirot asintió:

—¡Oh, sí! La organización debe abarcar una amplia estela de clubes de estudiantes y residencias, sumando gran número de afiliados.

—Tiene que encontrar un lazo de unión entre ellos —dijo Wilding.

El inspector Sharpe hizo uso de la palabra por primera vez.

—Existe ese lazo de unión, señor —dijo—, o lo había. Una mujer que regentaba diversos clubes y residencias para estudiantes, y que también era propietaria de la Residencia de la calle Hickory. La señora Nicoletis.

Wilding dirigió una rápida mirada a Poirot.

—Sí —replicó el detective—. La señora Nicoletis tenía intereses en todos estos sitios, aunque no los dirigiera ella misma. Su sistema era poner a personas de antecedentes intachables al frente de los negocios. Mi amiga la señora Hubbard es una de ellas. El apoyo económico lo suministraba la señora Nicoletis… pero vuelvo a sospechar que era sólo una autoridad nominal.

—Hum —dijo Wilding—. Creo que sería interesante saber algo más de la señora Nicoletis. Es preciso conocer su vida. ¿No les parece?

Sharpe hizo un gesto de asentimiento.

—Estamos investigando su pasado, su procedencia, y demás, pero hay que hacerlo con sumo cuidado. No queremos alarmar demasiado pronto a nuestros pájaros. También revisaremos su anterior posición económica. Palabra que esa mujer era una arpía de primera fuerza.

—Y descubrió sus experiencias con la señora Nicoletis cuando tuvo que efectuar el registro.

—Conque botellas de coñac, ¿eh? —replicó Wilding—. ¿De modo que bebía? Bien, así será más sencillo. ¿Qué le ha ocurrido? ¿La detuvieron…?

—No, inspector. Ha muerto.

—¿Que ha muerto? —Wilding enarcó las cejas—. ¿Quiere usted decir que la quitaron de en medio?

—Sí… eso creemos. Después de la autopsia lo sabremos con certeza. Yo creo que debió dar señales de flaqueza. Tal vez no contase con un crimen.

—¿Se refiere usted al caso de Celia Austin? ¿Es que la muchacha sabía algo?

—Sabía algo —intervino Poirot—, pero si me permite la intromisión, no creo que ella supiera de qué se trataba.

—¿Quiere usted decir que sabía algo, pero no apreciaba su significado?

—Sí. Eso mismo. No era una chica inteligente, y no es probable que sacara ninguna consecuencia, pero sí que oyera o viera alguna cosa y luego la mencionara sin el menor recelo.

—¿No tiene usted idea de lo que vio u oyó, Poirot?

—He hecho algunas conjeturas —replicó el detective—. No me es posible otra cosa. Se ha mencionado un pasaporte. ¿Acaso alguno de la casa tenía un pasaporte falso que le permitía ir de un lado a otro del Continente bajo otro nombre, y su descubrimiento fuera un grave peligro para la persona interesada? ¿O tal vez vio cómo destrozaban la mochila, o quizá cómo le quitaban el doble fondo, sin comprender qué era lo que estaban haciendo? ¿Vería a la persona que quitó las bombillas? ¿Lo mencionaría ante él o ella, sin comprender que pudiera tener importancia? ¡Ah, mon Dieu! —exclamó Poirot, irritado—. ¡Suposiciones! ¡Suposiciones, y más suposiciones! Hay que saber más. ¡Siempre hay que saber más!

—Bien —dijo Sharpe—; podemos empezar por los antecedentes de la señora Nicoletis, y tal vez salga algo a la luz.

—¿La quitaron de en medio porque temieron que hablase? ¿Habría hablado ya?

—Hacía tiempo que bebía en secreto… y eso significa que tenía los nervios deshechos —explicó Sharpe—. Tal vez se desesperó, lo contó todo, y se volvieron contra ella.

—¿Supongo que ella no dirigiría la banda?

Poirot meneó la cabeza.

—Yo creo que no. Estaba demasiado al descubierto. Claro que sabía de qué se trataba, pero no era el cerebro que se oculta detrás de todo esto. No.

—¿Tiene alguna idea de quién puede ser?

—Si tratase de adivinarlo… pudiera equivocarme. Sí… ¡pudiera equivocarme!

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