Capítulo IX

El inspector Sharpe suspiró, recostándose en su butaca y enjugando su frente con un pañuelo. Había interrogado ya a una jovencita francesa llorosa e indignada; a un francés receloso y poco cooperador; a un alemán impasible, y a un egipcio voluble y agresivo. Había intercambiado también unas breves palabras con dos jóvenes estudiantes turcos, muy nerviosos y que no entendían lo que les estaba diciendo y lo mismo le ocurrió con un simpático iraquí. Estaba casi seguro de que ninguno de éstos tenía nada que ver con el caso, ni podían ayudarle a esclarecer la muerte de Celia Austin. Les había ido despidiendo uno a uno con unas palabras tranquilizadoras y ahora se disponía a hacer lo mismo con Akibombo. El joven africano le miraba con ojos infantiles y suplicantes, y su sonrisa dejaba al descubierto sus bien alineados y blancos dientes.

—Me gustaría poder ayudarle… sí… ya lo creo —dijo—. La señorita Celia siempre fue amable conmigo… una vez me regaló una arquita hecha en Edimburgo, muy bonita y cuyo trabajo yo desconocía. Me dio mucha pena que la asesinaran. ¿Se trata quizá de una venganza familiar? ¿Fueron sus padres o sus tíos los que vinieron a matarla por haber oído falsas historias acerca de su comportamiento?

El inspector Sharpe le aseguró que ninguna de estas cosas era posible, ni aun remotamente, y el joven meneó la cabeza con pesar.

—Entonces no comprendo por qué ha ocurrido —dijo—. No sé quién iba a querer matarla, pero déme un trocito de uñas y un poco de pelo —continuó—, y veré si puedo averiguarlo por un sistema antiguo. No es científico, ni moderno, pero se emplea mucho en mi país.

—Muchas gracias, señor Akibombo, pero no creo que sea necesario. Nosotros… bueno… aquí no hacemos las cosas de esa manera.

—No, señor; lo comprendo muy bien. No es moderno. No está de acuerdo con la Era atómica. No lo hacen los policías… sólo la gente de la selva. Estoy convencido de que los métodos nuevos son superiores y han de tener un éxito completo. —Akibombo se inclinó cortésmente antes de marcharse y el inspector Sharpe murmuró para sí:

«Espero sinceramente que alcancemos el éxito… aunque sólo sea para mantener nuestro prestigio».

La siguiente entrevista fue con Nigel Chapman, quien llevó la voz cantante.

—Es un caso realmente extraordinario, ¿no le parece? —dijo—. Perdone que le diga que ya sabía que se equivocaba al considerarlo suicidio, y debo decir que es muy satisfactorio para mí pensar que todo el asunto gira en realidad alrededor del detalle de que llenara su pluma con mi tinta verde. Es lo único que el asesino no pudo prever. Supongo que ya habrá considerado usted cuál podría ser el móvil de este crimen…

—Soy yo quien pregunto, señor Chapman —replicó el inspector Sharpe en tono seco.

—Oh, claro, claro —dijo Nigel alzando la mano—. Sólo trataba de atajar un poco, eso es todo. Pero supongo que hemos de pasar por todos los formulismos de costumbre. Nombre, Nigel Chapman. Edad, veinticinco años. Nacido, creo que en Nagasaki… en realidad me parece un sitio muy ridículo. No puedo imaginar qué es lo que estarían haciendo allí mis padres. Supongo que debían realizar un viaje alrededor del mundo. Sin embargo, eso no me convierte necesariamente en japonés, según tengo entendido. Estoy estudiando en la Universidad de Londres para diplomarme en la Edad de Bronce e Historia Medieval. ¿Hay algo más que desee saber?

—¿Cuál es la dirección de su casa, señor Chapman?

—No tengo casa. Tengo padre, pero estamos peleados y por lo tanto su casa ya no es la mía. De modo que la única que tengo es la de la calle Hickory y Coutts Bank, en el barrio de Leandenhall, donde siempre me encontrará, como se dice a las amistades que se hacen viajando y a las que no se espera volver a ver.

El inspector Sharpe no demostró la menor reacción ante la impertinencia de Nigel. Había tropezado con muchos «Nigel» durante su vida profesional y sospechaba que aquella impertinencia ocultaba el nerviosismo natural que produce el ser interrogado por causa de un crimen.

—¿Conocía usted bien a Celia Austin? —le preguntó.

—Ésa es una pregunta difícil de contestar. La conocía bien en el sentido de verla cada día, y estar en buena relación con ella, pero en realidad no la conocía en absoluto. Claro que no me interesaba lo más mínimo, y creo que ella más bien me tenía antipatía que otra cosa.

—¿Y esa antipatía era debida a alguna razón especial?

—Pues… no le agradaba mi sentido del humor, aunque, desde luego, yo no era tan molesto y rudo como Colin Macnabb. Esa clase de rudeza es en realidad la técnica perfecta para atraer a las mujeres.

—¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?

—Anoche a la hora de la cena. Todos estuvimos gastándole bromas, ¿sabe? Colin estuvo balbuceando hasta que al fin nos confesó que se habían prometido. Nos metimos con él y eso fue todo.

—¿Fue en el comedor o en el salón?

—En el comedor. Después pasamos todos al salón y Colin se marchó no sé adónde.

—¿Y los demás tomaron café en el salón?

—Si llama usted café al líquido que nos sirven… sí —replicó Nigel.

—¿Tomó café Celia Austin?

—Pues supongo que sí. Quiero decir, que no me fijé que lo tomara, pero es de suponer.

—Por ejemplo, ¿usted no le entregó personalmente su taza?

—¡Qué insinuación más horrible! Cuando dice usted eso y me mira de ese modo tengo el pleno convencimiento de que yo entregué a Celia su café en el que había echado estricnina, o lo que fuese. Supongo que debe ser sugestión hipnótica, pero la verdad, señor Sharpe, es que no me acerqué a ella… y para ser franco, no me fijé si tomaba café, y puedo asegurarle lo crea o no, que nunca sentí la menor atracción por Celia y que el anuncio de su compromiso con Colin Macnabb no despertó en mí el menor deseo de venganza.

—No estoy insinuando nada de eso, señor Chapman —dijo Sharpe sin inmutarse—. A menos que esté muy equivocado, no entra en este caso la cuestión amorosa, pero alguien quiso quitar de en medio a Celia Austin. ¿Por qué?

—No tengo la menor idea, inspector, y en realidad resulta muy interesante, porque Celia era una muchacha inofensiva; no sé si sabe a qué me refiero. Lenta… un poco aburrida, muy simpática, y desde luego, una muchacha incapaz de suicidarse.

—¿Le sorprendió saber que Celia Austin había sido la responsable de varias desapariciones, robos y hechos cometidos en su casa?

—¡Mi querido inspector, hubieran podido tumbarme de un soplo! Lo consideré impropio de ella.

—¿Por casualidad no sería usted quien le aconsejara hacer esas cosas?

La sorpresa de Nigel parecía sincera.

—¿Yo? ¿Aconsejarle semejante cosa? ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pues… ése es el problema, ¿no le parece? Algunas personas tienen un extraño sentido del humor.

—La verdad… puede que yo sea algo duro de mollera… pero no veo que tenga nada de divertido lo que ha estado ocurriendo.

—¿Entonces no fue idea suya?

—Nunca se me ocurrió pensar que se tratara de una broma. Sin duda alguna, inspector, los robos fueron puramente psicológicos.

—¿Considera usted definitivamente que Celia Austin era cleptómana?

—Pero ¿acaso puede haber alguna otra explicación, inspector?

—Tal vez no sepa usted tanto acerca de los cleptómanos como yo, señor Chapman.

—Pues a mí no se me ocurre otra explicación.

—¿No cree posible que alguna persona hubiera animado a Celia Austin a hacer todas estas cosas para… digamos… para atraer la atención del señor Macnabb?

Los ojos de Nigel brillaron maliciosos.

—Eso sí que es una explicación divertida, inspector —dijo—. ¿Sabe?, cuando lo pienso, creo perfectamente posible que el bueno de Colin se tragara el anzuelo, el sedal y todo el aparejo. —Nigel saboreó su comentario por espacio de un par de segundos, y luego meneó la cabeza con pesar—. Pero Celia no se hubiera prestado, a ello —dijo—. Era una chica seria, y nunca se hubiera atrevido a burlarse de Colin. Estaba loca por él.

—¿Tiene usted alguna teoría acerca de las cosas que han estado ocurriendo en esta casa, señor Chapman? Por ejemplo, ¿quién cree usted que vertió la tinta sobre los apuntes de la señorita Johnston?

—Si piensa que fui yo, inspector Sharpe, se equivoca. Claro que lo parece, por culpa de esa tinta verde, pero si quiere saber mi opinión le diré que eso fue despecho.

—¿El qué?

—El emplear mi tinta. Alguien utilizó mi tinta a propósito para que creyeran que había sido yo. Aquí hay mucho rencor y mala voluntad, inspector. Ya llegará usted a convencerse de eso.

El inspector le miró interesado.

—¿Qué es lo que quiere usted decir al hablar de mala voluntad?

Pero Nigel volvió a refugiarse tras su coraza y no quiso comprometerse.

—En realidad no he querido decir nada… sólo que cuando muchas personas viven juntas, se vuelven muy impertinentes.

En la lista del inspector Sharpe, el siguiente era Leonard Bateson, que estaba aún más nervioso que Nigel, aunque lo demostraba de otra manera… con recelo y pesimismo.

—¡Está bien! —exclamó una vez concluidas las preguntas preliminares de ritual—. Yo le serví el café a Celia y se lo di. ¿Qué pasa?

—Usted le dio el café después de la cena… ¿Es eso lo que dice, señor Bateson?

—Sí. Por lo menos, le llené la taza y la dejé a su lado, y lo crea usted o no, no contenía morfina.

—¿Le vio beberlo?

—No, todos íbamos de un lado a otro y poco después de esto estuve discutiendo con alguien, de modo que no me fijé si lo tomaba. Había otras personas a su alrededor.

—Ya. En resumen, lo que usted dice es que cualquiera pudo echar morfina en su taza de café.

—¡Intente usted echar algo en la taza de cualquiera! ¡Todo el mundo le vería!

—Tal vez no —replicó Sharpe.

Len estalló con aire agresivo:

—¿Por qué diablos cree usted que yo iba a envenenar a esa chica? No tenía nada contra ella.

—Yo no he dicho que usted quisiera envenenarla.

—Se suicidó. Debió tomárselo por su propia voluntad. No hay otra explicación.

—Es lo que hubiéramos pensado a no ser por esa falsa nota que anuncia el suicidio.

—¡Qué va a ser falsa! Ella fue quien la escribió, ¿no es cierto?

—Es parte de una carta que ella escribió a primera hora de la mañana.

—Bueno… pudo haber cortado ese pedazo y utilizarlo como nota para anunciar su intención de suicidarse.

—Vamos, señor Bateson. Cuando se quiere hacer eso, se escriben unas letras. No iría usted a buscar una carta que hubiera escrito para otra persona y entretenerse en recortar una frase precisa.

—Tal vez sí. ¡Se hacen tantas cosas raras!

—En ese caso, ¿dónde está el resto de la carta?

—¿Cómo voy a saberlo? Eso es asunto suyo, no mío.

—Porque lo es, me ocupo de ello. Y le aconsejo, señor Bateson, que procure contestar a mis preguntas cortésmente.

—Bueno, ¿qué desea saber? Yo no maté a Celia, ni tenía el menor motivo para hacerlo.

—¿La apreciaba?

Len repuso, con menos agresividad:

—Mucho. Era una chica muy simpática. Un poco tímida, pero agradable.

—¿La creyó usted cuando se confesó autora de los robos que le habían estado preocupando en los últimos tiempos?

—Pues la creí, puesto que lo dijo, pero debo confesar que me extrañó.

—¿No la creía usted capaz de una cosa así?

—Pues no. De verdad que no.

La violencia de Leonard había desaparecido; ya no se mostraba a la defensiva, sino entregado por completo a un problema que evidentemente le interesaba.

—No creí que perteneciera al tipo de cleptómanos, ¿no sé si me entiende? —dijo—. Ni tampoco que fuese una ladrona.

—¿Y no puede imaginar otra razón que le impulsara a hacer lo que hizo?

—¿Otra razón? ¿Cuál podría haber?

—Pues tal vez su intención fuese despertar el interés de Colin Macnabb.

—Eso es un poco descabellado, ¿no le parece?

—Pero consiguió interesarle.

—Sí, desde luego. Colin se vuelve loco por cualquier clase de anormalidad psicológica.

—Entonces, si Celia Austin lo sabía…

Len negó con la cabeza.

—En eso se equivoca usted. Ella no hubiera sido capaz de idear una cosa así. Quiero decir que no se le hubiera ocurrido, por carecer de conocimiento de causa.

—Y usted lo tiene, ¿no es cierto?

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que, llevado de su buena intención, pudo haberle sugerido la idea.

Len lanzó una carcajada.

—¿Me supone usted capaz de hacer una tontería semejante? Está loco.

El inspector continuó el interrogatorio.

—¿Usted cree que Celia Austin vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, o que fue obra de otra persona?

—De otra persona. Celia dijo que no fue ella y yo lo creo. Celia nunca se metía con Bess, como otros.

—¿Quiénes se metían con ella… y por qué?

—Porque daba chascos a todo el mundo —Len reflexionó unos instantes—. A todo el que hiciera un comentario arriesgado. Miraba por encima de la mesa y decía con aire de superioridad: «Eso no se basa en los hechos». «Las estadísticas han dejado bien establecido que…» o algo por el estilo. Bueno, resultaba muy cargante. Especialmente para las personas que suelen hacer declaraciones atolondradas, como por ejemplo, Nigel Chapman.

—Ah, sí. Nigel Chapman.

—Y la tinta era verde también.

—¿De modo que cree usted que fue Nigel?

—Bueno, por lo menos es posible. Es un ser rencoroso, y tal vez tenga algún prejuicio de raza. Aunque será casi el único de nosotros que piense así.

—¿Sabe usted de alguien más que pudiera estar molesto por su abrumadora exactitud y por su costumbre de corregir?

—Pues a Colin Macnabb no le hacía mucha gracia y se enfadaba algunas veces; y en dos ocasiones logró sacar de sus casillas a Jean Tomlinson.

Sharpe le hizo algunas preguntas más, pero Len Bateson no añadió nada que pudiera serle útil. Luego se dispuso a interrogar a Valerie Hobhouse.

Valerie era fría, elegante y cauta, y demostró ser menos excitable que los muchachos. Dijo que apreciaba a Celia… que no era una chica animada, y que a su modo se había enamorado locamente de Colin Macnabb.

—¿Usted cree que era cleptómana, señorita Hobhouse?

—Pues supongo que sí. En realidad no entiendo mucho de eso.

—¿Cree usted que alguien le infundió la idea de hacer lo que hizo?

Valerie se encogió de hombros.

—¿Quiere usted decir que con intención de atraer a ese engreído de Colin?

—Es usted muy rápida para entender las cosas, señorita Hobhouse. Sí, eso es lo que quiero decir. No se la ha sugerido usted, supongo.

Valerie pareció divertida.

—Pues es algo difícil, si se considera que mi echarpe favorito resultó hecha pedazos. No soy tan altruista.

—¿Cree usted que se lo aconsejaría alguien?

—No lo creo. Más bien me parece natural por su parte.

—¿Natural?

—Sospeché que había sido Celia, por primera vez cuando desapareció el zapato de Sally. Celia estaba celosa de ella. Me refiero a Sally Finch. Es la más bonita y atractiva de las mujeres que hay aquí y Colin le dedicaba muchas atenciones. Y la noche que le desapareció el zapato y tuvo que ir a la fiesta con un traje negro viejo y zapatos negros, Celia estaba tan satisfecha como el gato que acaba de zamparse un pajarillo. Pero a pesar de ello no sospeché que fuera la autora de todos esos robos de pulseras y polvos compactos.

—¿A quién consideraba responsable entonces?

Valerie se encogió de hombros.

—Oh, no lo sé. Tal vez a alguna de las mujeres que hacen la limpieza.

—¿Y la mochila destrozada?

—¿Destrozaron una mochila? Lo había olvidado. No sé quién pudo hacerlo.

—Lleva mucho tiempo aquí, ¿verdad, señorita Hobhouse?

—Pues sí. Probablemente soy el huésped más antiguo. Es decir, ahora llevaré aquí unos dos años y medio… sí, sí, ese tiempo.

—Y por lo tanto es probable que sepa más que nadie respecto a esta Residencia.

—Yo creo que sí.

—¿Tiene alguna idea acerca de la muerte de Celia Austin? ¿Sospecha cuál pudo ser el motivo?

Valerie meneó la cabeza y su rostro adquirió una expresión grave.

—No —dijo—. Fue algo horrible y no puedo imaginar que nadie quisiera matar a Celia. Era una chica simpática, inofensiva… acababa de prometerse, y…

—Sí. ¿Y…? —le apremió el inspector.

—Me pregunto si será ése el porqué —repuso Valerie despacio—. Su compromiso… y que ella iba a ser feliz. Pero, eso significa que alguien… está loco.

Pronunció la palabra con un estremecimiento, y el inspector Sharpe la contempló pensativo.

—Sí —dijo—. No podemos descartar la posibilidad de la locura —y continuó—: ¿tiene usted alguna idea de quién pudo verter la tinta y estropear los apuntes de Elizabeth Johnston?

—No. Eso también fue un acto de venganza, y no creo ni por un momento que Celia hiciera una cosa así.

—¿Alguna sugerencia?

—Pues… ninguna razonable.

—¿Pero irrazonable, sí?

—¿No querrá oír lo que es sólo una corazonada, Inspector…?

—Me gustaría muchísimo. La aceptaré como tal, y quedaría entre nosotros.

—Bueno, probablemente estaré equivocada, pero tengo la impresión de que fue cosa de Patricia Lane.

—¡Vaya! Me ha sorprendido usted, señorita Hobhouse. No se me hubiera ocurrido pensar en Patricia Lane… pero una joven tan equilibrada y amable.

—No digo que fuera ella. Sólo tengo la impresión de que pudo hacerlo.

—¿Por qué razón?

—Pues… a Patricia no le es simpática la Negra Bess, que siempre se está metiendo con su adorado Nigel… y corrigiéndole cuando hace comentarios tontos, según su costumbre.

—¿Usted se inclina más por Patricia Lane que por el propio Nigel?

—Oh, sí. No creo que a Nigel le preocupara y además no hubiera utilizado su propia tinta. Es muy inteligente, y en cambio es precisamente la estupidez que Patricia hubiera cometido sin pensar que de ese modo podían recaer las sospechas en su precioso Nigel.

—O también pudo ser que alguien odiara a Nigel Chapman y deseara dar la impresión de que había sido obra suya.

—Sí, ésa es otra posibilidad.

—¿Quién no simpatiza con Nigel Chapman?

—Oh, pues Jean Tomlinson, en primer lugar. Y Len Bateson siempre anda peleando con él.

—¿Tiene alguna idea de cómo pudieron dar la morfina a Celia Austin?

—Lo he estado pensando y pensando. Desde luego lo más sencillo sería echarla en su café. Todos deambulábamos por el salón y la taza de Celia estaba encima de una mesita, ya que siempre esperaba a que el café estuviera casi frío para beberlo, y cualquiera que tuviese el aplomo suficiente pudo haber echado la pastilla o lo que fuera en su taza, aunque me parece que el riesgo de ser visto sería grande. Quiero decir que es una de esas cosas que hubieran podido notarse con facilidad.

—La morfina no le fue administrada en pastillas —dijo el inspector Sharpe.

—¿Cómo entonces? ¿En polvo?

—Sí.

Valerie frunció el entrecejo.

—Eso resulta aún más difícil, ¿no?

—¿No se le ocurre ninguna otra cosa, aparte del café?

—Algunas veces bebía un vaso de leche caliente antes de acostarse. Aunque no creo que lo tomara aquella noche.

—¿Puede usted describirme exactamente lo que ocurrió aquella noche en el salón?

—Pues, como le digo, todos anduvimos por allí charlando; alguien puso la radio… la mayoría de muchachos salieron. Celia subió a acostarse bastante temprano, igual que Jean Tomlinson. Sally y yo nos quedamos hasta bastante tarde. Yo escribiendo unas cartas y Sally repasando unos apuntes. Creo que fui la última en subir.

—En conjunto, ¿fue una noche tan normal como otra cualquiera?

—Por completo, inspector.

—Gracias, señorita Hobhouse. ¿Quiere enviarme ahora a la señorita Lane?

Patricia Lane parecía preocupada, pero no recelosa. Sus respuestas no aportaron nada nuevo, y al preguntarle por los desperfectos ocasionados en los apuntes de Elizabeth Johnson dijo que no cabía la menor duda de que Celia había sido la responsable.

—Pero ella negó categóricamente, señorita Lane.

—Por supuesto —replicó Patricia—. Es natural. Supongo que se avergonzaría de haberlo hecho. Pero concuerda con las demás cosas, ¿verdad?

—¿Sabe lo que ocurre en este caso, señorita Lane? Que nada encaja demasiado bien.

—Supongo que usted pensará que fue Nigel el que estropeó los apuntes de Bess. Por culpa de la tinta —dijo Patricia enrojeciendo—, y eso es una tontería. Quiero decir que si hubiera hecho una cosa así no hubiese utilizado su propia tinta. No es tonto, pero de todas formas no lo hizo.

—No siempre se lleva bien con la señorita Johnston, ¿verdad?

—Oh, algunas veces ella resulta impertinente, pero a él no le importa gran cosa —Patricia Lane se inclinó hacia delante con ansiedad—. Me gustaría hacerle comprender un par de cosas, inspector… acerca de Nigel Chapman. En realidad, Nigel es el mayor enemigo de sí mismo. Soy la primera en admitir que tiene un carácter difícil que predispone a la gente en contra suya. Es brusco e irónico, y le gusta divertirse a costa de los demás, les hace enfadar a todos y ellos piensan lo peor de él. Mas en realidad es muy distinto de lo que parece. Es uno de esos seres tímidos y bastante desgraciados que quisieran ser apreciados por todos, pero debido a una especie de espíritu de contradicción, dicen y hacen todo lo contrario de lo que piensan hacer y decir.

—Ah —replicó el inspector Sharpe—. Ésa es una buena desgracia.

—Sí, pero ellos no pueden evitarlo, ¿sabe? Eso es consecuencia de una infancia desgraciada. Nigel tuvo una niñez muy triste. Su padre era muy duro y muy severo y nunca le comprendió, y además trataba mal a su madre. Después, de que ella murió tuvieron una pelea terrible y Nigel se escapó de su casa. Su padre dijo que nunca le daría ni un céntimo y que se arreglara sin esperar la menor ayuda de él. Nigel replicó que no deseaba su ayuda, y que no la aceptaría aunque se la ofreciera. Gracias al testamento de su madre entró en posesión de una pequeña cantidad de dinero, y nunca escribió a su padre ni volvió junto a él. Claro que eso fue una lástima en cierto sentido, pero no cabe duda de que su padre era un hombre muy desagradable, no me extraña que amargara a Nigel y le hiciera imposible convivir con él. Desde la muerte de su madre no tuvo a nadie que le cuidara. Su salud no ha sido buena, aunque tiene una inteligencia brillante. En esta vida no ha encontrado más que obstáculos y por eso no puede mostrarse como es en realidad.

Patricia Lane, después de su largo y apasionado discurso se detuvo ruborizada y falta de aliento y el Inspector Sharpe la miró pensativo. Había tropezado anteriormente con muchas Patricia Lane. «Está enamorada de ese chico —pensó—. Y supongo que a él le importa dos cominos, pero es probable que se deje querer. El padre, por lo que ha dicho, parece que era un viejo pendenciero, pero me atrevo a pensar que la madre era una tonta que estropeó a su hijo y que con sus mimos fue ahondando la brecha abierta entre él y su padre. He visto muchos casos así». Se preguntó si Nigel Chapman se habría sentido atraído por Celia Austin. No le parecía probable, pero no era imposible. «Y de ser así —pensó—. Patricia Lane debió sentir amargo resentimiento». ¿Tal vez lo bastante como para desearle mal a Celia? ¿Lo bastante como para cometer un crimen? Seguramente no… y en todo caso, el hecho de que Celia se convirtiera en la prometida de Colin Macnabb descartaba aquel posible motivo del crimen. Despidió a Patricia Lane e hizo llama a Jean Tomlinson.

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