Capítulo I

Hercules Poirot frunció el ceño.

—Señorita Lemon —dijo.

—¿Diga, señor Poirot?

—En esta carta hay tres equivocaciones.

En el tono de su voz había un acento de incredulidad, ya que la señorita Lemon, aquella mujer falta de atractivos, pero eficiente, jamás cometía errores. No estaba nunca enferma, cansada, contrariada ni incorrecta. Es decir, en el aspecto práctico no era una mujer… sino una máquina: la perfecta secretaria. Ella lo sabía todo y lo resolvía todo. Gobernaba la vida de Hercules Poirot de modo que también funcionara como una máquina. Orden y método fueron el santo y seña de Hercules Poirot durante muchos años. Con George, el perfecto mayordomo, la señorita Lemon, la perfecta secretaria, el orden y el método rigieron siempre su vida. Y ahora que los bollos para el té tenían forma cuadrada en vez de redonda, no podía quejarse de nada.

Y no obstante, aquella mañana la señorita Lemon había cometido tres errores al escribir a máquina una carta sencillísima y, lo que es más, ni siquiera se había dado cuenta de ello, ¡y los planetas seguían su curso!

Hercules Poirot agitó el documento infamante. No estaba disgustado, sino simplemente asombrado. Aquélla era una de esas cosas que no pueden ocurrir… ¡pero que había ocurrido!

La señorita Lemon cogió la carta y Poirot la vio enrojecer por primera vez en su vida con un rubor que tiñó su rostro hasta las raíces de sus cabellos grises e hirsutos.

—Dios mío —exclamó—. No sé cómo ha sido… vaya, sí que lo sé. Ha sido por culpa de lo de mi hermana.

—¿Su hermana?

Otra sorpresa. Poirot no había imaginado nunca que la señorita Lemon tuviera una hermana, o unos padres, o tan siquiera abuelos. La señorita Lemon era una máquina tan completa… un instrumento tan preciso… que se hacía difícil pensar que pudiera tener afectos, ansiedades o preocupaciones familiares. Era bien sabido que la señorita Lemon, fuera de las horas de trabajo, se entregaba en cuerpo y alma al perfeccionamiento de un nuevo sistema de archivo que iba a ser patentado a su nombre.

—¿Su hermana? —repitió por lo tanto Hercules Poirot con una nota de incredulidad en su voz.

La señorita Lemon asintió con gesto enérgico.

—Sí —repuso—. No creo que le haya hablado nunca de ella. Prácticamente ha pasado toda su vida en Singapur. Su esposo se dedicaba a la explotación del caucho.

Hercules Poirot asintió con aire comprensivo. Le parecía muy apropiado que la hermana de la señorita Lemon hubiera pasado toda su vida en Singapur. Para eso existían los lugares como Singapur. Las hermanas de las mujeres como la señorita Lemon se casaban con hombres de negocios de Singapur para que las señoritas Lemon pudieran dedicarse a atender los asuntos de sus jefes con cartas para hacer a máquina (y, desde luego, a inventar sistemas de archivo en sus ratos libres).

—Comprendo —dijo—. Siga usted.

Y la señorita Lemon continuó:

—Se quedó viuda hará unos cuatro años. No tiene hijos, y yo conseguí encontrarle un pisito pequeño, de alquiler razonable… (Claro que sólo una señorita Lemon podía conseguir semejante cosa).

—Cuenta con una posición razonable… aunque ahora el dinero no valga lo que antes, pero sus gustos no son caros y tiene lo suficiente para vivir cómodamente si tiene cuidado.

La señorita Lemon hizo una pausa antes de continuar:

—Pero la verdad es que se encontraba sola. Nunca ha vivido en Inglaterra y no teniendo viejas amistades disponía de mucho tiempo para aburrirse. De modo que hará unos seis meses me comunicó que pensaba aceptar un empleo.

—¿Un empleo?

—Sí, de directora creo que le llaman, o patrona de una Residencia de Estudiantes. La propietaria era una mujer griega, y deseaba que alguien regentase la Residencia en su lugar. Cuidar de la despensa y de que todo marchara sobre ruedas. Es una casa antigua…, está en la calle Hickory, no sé si la conocerá usted.

Y desde luego Poirot lo ignoraba.

—Antes era un barrio distinguido y las casas están bien construidas. Allí mi hermana podría disponer de un buen dormitorio, saloncito y un pequeño cuarto de baño con una cocinita para ella sola…

La señorita Lemon hizo otra pausa, y Poirot la miró para alentarla, ya que hasta el momento aquello no parecía precisamente una tragedia.

—Yo no estaba muy segura, de si sería conveniente que aceptara, pero al fin comprendí los argumentos de mi hermana. Nunca ha sido mujer para estarse todo el día con los brazos cruzados, es muy práctica y sabe dirigir… y, desde luego, no tenía que arriesgar dinero ni nada por el estilo. Era puramente un empleo retribuido…, el sueldo no era muy elevado, pero ella no lo necesitaba, y no exigía gran trabajo físico. Siempre le han agradado las personas jóvenes, y habiendo vivido tanto tiempo en el Este comprende las diferencias de raza y las susceptibilidades de la gente. Porque los estudiantes de esta Residencia son de todas las nacionalidades; la mayoría inglesa, pero creo que hay también algunos negros.

—Es natural —repuso Hercules Poirot.

—Hoy en día, la mitad de las enfermeras de nuestros hospitales son negras —continuó la señorita Lemon— y tengo entendido que resultan mucho más agradables y atentas que las inglesas. Pero me estoy apartando de la cuestión. Estuve discutiendo el asunto con mi hermana y al fin aceptó. Ninguna de las dos apreciamos mucho a la propietaria, la señora Nicoletis, mujer de temperamento incierto, unas veces encantadora, y otras, lamento decirlo, todo lo contrario… y además con poco sentido práctico. De haber sido una mujer competente no hubiera necesitado ayuda. Mi hermana no se deja impresionar por las intemperancias y extravagancias de nadie. Sabe llevarse bien con cualquiera y no soporta las tonterías.

Poirot asintió, y por la descripción de la señorita Lemon iba formando en su mente una imagen de la hermana de su secretaria… una señorita Lemon dulcificada por el matrimonio y el clima de Singapur, pero al mismo tiempo una mujer con el mismo sentido común y entereza.

—¿Su hermana aceptó el empleo? —le preguntó.

—Sí. Se trasladó, al número veintiséis de la calle Hickory hará unos seis meses, y en conjunto le agradó su trabajo, encontrándolo interesante.

Hercules Poirot seguía escuchando. Hasta entonces las aventuras de la hermana de la señorita Lemon resultaban insustanciales.

—Pero desde hace algún tiempo está muy atormentada. Terriblemente atormentada.

—¿Por qué?

—Pues verá usted, señor Poirot, no le gustan las cosas que están ocurriendo.

—¿Hay estudiantes de ambos sexos? —preguntó Poirot con delicadeza.

—¡Oh, no, señor Poirot, no me refiero a eso! Uno siempre está preparado para esta clase de contratiempos, casi son de esperar. No, ¿sabe usted?… han estado desapareciendo cosas.

—¿Desapareciendo?

—Sí. Y unas cosas tan extrañas… y de una manera tan poco natural.

—Al decir que han estado desapareciendo cosas, ¿se refiere a que fueron robadas?

—Sí.

—¿Avisaron a la policía?

—No. Todavía no. Mi hermana espera que no sea necesario. Aprecia a esos jóvenes… es decir, a algunos de ellos, y a fin de no agravar la cuestión, preferiría arreglar las cosas por sí misma.

—Sí —dijo Poirot, pensativo—; lo comprendo. Pero eso no explica, si me permite decirlo, su propia inquietud, que yo he tomado por un reflejo de la preocupación de su hermana.

—Me desagrada esta situación, señor Poirot. No me gusta nada. Me es imposible sustraerme a la idea de que está ocurriendo algo que no comprendo. Los hechos no parecen tener explicación lógica…

Poirot asintió con aire pensativo.

El punto flaco de la señorita Lemon habla sido siempre su imaginación. Carecía de ella por completo. En los interrogatorios sobre hechos concretos era invencible, pero en las conjeturas se veía perdida.

—¿Se trata de hurtos insignificantes? ¿Obra de un cleptómano tal vez?

—No lo creo. Leí algo sobre ese tema en la Enciclopedia Británica, y en un libro de medicina —dijo la sensata señorita Lemon—. Pero no quedé convencida.

Hercules Poirot guardó silencio durante todo un minuto y medio.

¿Deseaba explicarse la razón de las preocupaciones de la hermana de la señorita Lemon e imaginarse las pasiones y disgustos que puedan tener por escenario una pensión políglota? Era muy molesto que la señorita Lemon cometiera errores en sus cartas, y se dijo que si se entrometía en aquel asunto sería por aquella razón. No quiso admitir que había estado preocupadísimo últimamente, y que la misma trivialidad del caso era lo que le atraía.

—El perejil se hunde, en la mantequilla en un día caluroso —murmuró para sí.

—¿Perejil? ¿Mantequilla? —La señorita Lemon le miró extrañada.

—Es una cita de uno de nuestros clásicos —dijo—. Usted sin duda alguna conocerá las aventuras, las hazañas de Sherlock Holmes.

—¿Se refiere a la calle Baker y todo eso? —replicó la señorita Lemon—. ¡Los hombres mayores son tan tontos! Pero así son todos. Igual que las locomotoras de juguete con que siguen jugando. No puedo decir que haya tenido tiempo de leer ninguna de esas historias. Cuando tengo tiempo para leer, lo cual no ocurre a menudo, prefiero otra clase de libros.

Hercules Poirot inclinó la cabeza graciosamente.

—¿Qué le parecería señorita Lemon, si invitara a su hermana a tomar alguna cosa… tal vez el té de la tarde? Quizá yo pudiera prestarle alguna ayuda.

—Es usted muy amable, señor Poirot. Muy amable. Mi hermana tiene todas las tardes libres.

—Entonces, mañana… si puede usted arreglarlo.

Y a su debido tiempo el fiel George recibió instrucciones para preparar una merienda de bocadillos simétricos, bollitos cuadrados y con mucha mantequilla, y otros complementos de un espléndido té inglés.

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