Capítulo XVI

I


—Decirlo o no decirlo. He ahí el problema —dijo Nigel, sirviéndose una nueva taza de café que llevó a la mesa del desayuno.

—¿Decir qué? —preguntó Len Bateson.

—Todo lo que uno sabe —replicó Nigel con un ademán.

Jean Tomlinson dijo en tono desaprobador:

—La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber. ¡Naturalmente! Si sabemos algo que pueda ser útil debemos decirlo a la policía. Eso es lo que debe hacerse.

—Ya ha hablado la buena de Jean —replicó Nigel.

Moi, je n'aime pas les flics —intervino René, contribuyendo a la discusión.

—¿Decir qué? —volvió a preguntar Len Bateson.

—Las cosas que sabemos unos de otros —explicó Nigel, paseando su mirada maliciosa por los reunidos alrededor de la mesa—. Después de todo —dijo en tono alegre—, cada uno de nosotros sabe muchas cosas de los demás, ¿no es cierto? Quiero decir que no hay más remedio que saberlas, viviendo bajo el mismo techo.

—Pero, ¿quién sabe lo que es importante o no lo es? Hay muchísimas cosas que a la policía no le interesan en absoluto —dijo Ahmed Alí con calor, recordando ofendido los comentarios del inspector al descubrir su colección de postales.

—He oído decir —continuó Nigel volviéndose hacia Akibombo— que han encontrado cosas muy interesantes en tu habitación.

Debido a su color Akibombo no podía enrojecer, pero parpadeó denotando su excitación.

—En mi país hay muchas supersticiones —explicó—. Y mi abuelo me dio algunas cosas para que las trajera aquí. Estoy lejos de sentir por ellas piedad o respeto. Yo, un científico moderno, no creo en brujerías, pero debido a mi poco dominio del idioma me resultó difícil explicárselo al policía de manera comprensible.

—Incluso nuestra pequeña Jean tendrá sus secretos, supongo —dijo Nigel volviéndose hacia la señorita Tomlinson.

Jean declaró indignada que no iba a consentir que la insultaran.

—Dejaré esta casa y me iré a la Y.W.C.A.[1] les anunció.

—Vamos, Jean —replicó Nigel—. Danos otra oportunidad.

—¡Oh, basta ya, Nigel! —exclamó Valerie, cansada—. La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber, dadas las circunstancias.

Colin Macnabb aclaró su garganta disponiéndose a intervenir.

—En mi opinión —dijo con aire sentencioso—, debían aclaramos la situación. ¿Cuál fue exactamente la causa de la muerte de la señora Nick?

—Lo sabremos durante la vista —replicó Valerie impaciente.

—Lo dudo —dijo Colin—. Yo creo que la aplazarán.

—Supongo que debió morir del corazón, ¿no? —intervino Patricia—. Se cayó en la calle.

—Alcoholismo agudo. En ese estado fue llevada a la comisaría —dijo Len Bateson.

—De modo que bebía —reflexionó Jean—. ¿Sabéis que siempre lo sospeché? Cuando la policía registró la casa encontraron en su habitación un armario lleno de botellas de coñac vacías —agregó.

—Nuestra Jean lo sabe todo —dijo Nigel en tono aprobador.

—Bueno, eso explica por qué algunas veces estaba tan rara —comentó Patricia.

Colin volvió a aclarar su garganta.

—¡Ah! Ejem —dijo—. El sábado por la noche, cuando regresaba a casa, la vi entrar en la taberna de «El Collar de la Reina».

—Allí es donde debió emborracharse —exclamó Nigel.

—Entonces supongo que la causa de su muerte fue el alcoholismo —opinó Jean.

—Apuesto a que sí —intervino Sally Finch—. No me sorprendería nada.

—Por favor —dijo Akibombo—. ¿Es que piensan que alguien la mató? ¿Es eso?

—Aún no tenemos motivos para suponer nada de eso —dijo Colin.

—Pero, ¿quién iba a querer matarla? —preguntó Geneviéve. ¿Tenía mucho dinero que dejar? Si era rica tal vez fuera por eso.

—Era una mujer endemoniada, querida —replicó Nigel—. Estoy seguro de que todo el mundo deseaba matarla. Yo lo pensé más de una vez —agregó sirviéndose tranquilamente más mermelada.


II


—Por favor, señorita Sally, ¿me permite una pregunta? Es acerca de algo que dijo durante el desayuno, y he estado pensando mucho en ello.

—Bueno, yo no pensaría demasiado, Akibombo —le dijo Sally—. No es saludable.

Sally y Akibombo estaban comiendo en una terraza de Regent's Park, ya que el verano había llegado oficialmente y el restaurante había abierto sus puertas.

—Toda la mañana he estado muy preocupado —dijo Akibombo con pesar—, y no fui capaz de responder a las preguntas del profesor. Está descontento conmigo. Dice que yo copio largos párrafos de los libros y no pienso por mí mismo. Pero yo estoy aquí para aprender de los libros y me parece que ellos se expresan mejor que yo, porque todavía no domino el inglés. Y además, esta mañana me resulta muy difícil pensar en otra cosa que no sea lo que está sucediendo en la calle Hickory y las dificultades que surgen de todo ello.

—Creo que en eso tienes razón —dijo Sally—. Tampoco yo conseguí concentrarme esta mañana.

—Por eso le ruego que me explique ciertas cosas, porque, como le dije, he estado pensando mucho.

—Bien, oigamos entonces lo que estuviste pensando.

—Pues… es acerca de ese… asido borco.

—¿Asido borco…? ¡Oh, ácido bórico! ¡Sí! ¿Qué hay de eso?

—Pues, no lo he entendido muy bien. ¿Dicen que es un ácido? ¿Un ácido como el sulfúrico?

—Como el sulfúrico, no —replicó Sally.

—¿No se utiliza en los laboratorios para experimentación?

—No imagino siquiera que nadie realice experimentos con él. Es algo completamente inofensivo.

—¿Quiere decir que incluso puede ponerse en los ojos?

—Precisamente ésa es una de sus aplicaciones.

—Ah, entonces eso lo explica. Chandra Lal tiene una botellita con un polvo blanco que echa en agua caliente y luego se baña los ojos con ella. La guarda en el cuarto de baño y el día que le desapareció se puso furioso. ¿Sería eso ácido bórico?

—¿A qué viene esto ahora?

—Se lo explicaré poco a poco, pero ahora no, por favor. Tengo que pensar más.

—Bueno, no te arriesgues demasiado, —dijo Sally—. No quisiera que fueras tú la próxima víctima, Akibombo.


III


—Valerie, ¿no podrías aconsejarme?

—Claro que sí, Jean. Aunque no sé por qué pide nadie consejo, si luego nunca se sigue.

—En realidad se trata de un caso de conciencia —dijo Jean.

—Entonces yo soy la última persona a quien debieras consultar. Yo no tengo conciencia.

—¡Oh, Valerie, no digas esas cosas!

—Bueno, es bien cierto —replicó Valerie apagando su cigarrillo—. Traigo modelos de París de contrabando y a las señoras que vienen al salón les digo las mayores mentiras acerca de su físico. Incluso viajo en los autobuses sin pagar, cuando ando apurada de dinero. Pero, vamos, dime: ¿de qué se trata?

—Es por lo que Nigel dijo a la hora del desayuno. ¿Si uno sabe algo de otro, crees que debe decirlo?

—¡Qué pregunta más tonta! No puede aplicarse una regla general. ¿Qué es lo que quieres decir?

—Se trata de un pasaporte.

—¿Un pasaporte? —Valerie se irguió sorprendida—. ¿De quién?

—De Nigel. Tiene un pasaporte falso.

—¿Nigel? —exclamó Valerie con incredulidad—. No lo creo. No es posible.

—Pero es cierto. Y, ¿sabes, Valerie?; creo que tiene algo que ver con todo esto. Oí decir a la policía que Celia había mencionado un pasaporte. Supongamos que ella lo descubriese y él la matara.

—Me suena a melodrama —replicó Valerie—. Pero, con franqueza, no creo ni una palabra. ¿Qué es esa historia del pasaporte?

—Yo lo vi.

—¿Cómo lo viste?

—Pues, por pura casualidad —repuso Jean—. Estaba buscando algo en mi cartera, hará una o dos semanas, y por error debí coger la de Nigel. Las dos estaban en un estante del salón.

Valerie lanzó una risa desagradable.

—¡Cuéntaselo a otra! —exclamó—. ¿Qué es lo que estabas haciendo en realidad? ¿Espiando?

—¡No, desde luego que no! —Jean protestó, indignada—. Lo único que no he hecho nunca es mirar los papeles privados de nadie. No soy de esa clase de personas. Sólo fue que estando distraída abrí la cartera y empecé a buscar en sus departamentos.

—Escucha, Jean, a mí no puedes engañarme. La cartera de Nigel es mucho más grande que la tuya y de un color completamente distinto. Puesto que admites ciertas cosas, debes admitir también si eres de esa clase de personas. Muy bien. Tuviste ocasión de curiosear los papeles de Nigel y la aprovechaste.

Jean se puso en pie.

—Mira, Valerie, si continúas siendo tan antipática y tan injusta, yo…

—¡Oh, vamos, pequeña! —dijo Valerie—. Continúa. Ahora me siento interesada y quiero saber.

—Pues bien, había un pasaporte, —replicó la joven—. Estaba en el fondo de la cartera y el nombre que constaba en él era Stanford, Stanley, o algo por el estilo, y pensé: «Qué extraño que Nigel tenga el pasaporte de otra persona», y al abrirlo vi que la fotografía era de Nigel. ¿No comprendes que debe llevar una doble vida? Y lo que me pregunto es si debo decírselo a la policía. ¿Tú crees que es mi deber?

Valerie se echó a reír.

—Mala suerte, Jean —le dijo—. A decir verdad, yo creo que tiene una explicación bien sencilla. Pat me lo contó. Nigel recibía dinero, o cierta herencia, con la condición de que cambiara de nombre, y él lo hizo legalmente, eso es todo. Creo que su verdadero nombre era Stanfield o Stanley, algo parecido.

—¡Oh! —Jean parecía avergonzada.

—Pregunta a Pat, si a mí no me crees —se revolvió Valerie.

—Oh, no… bueno, si es como tú dices, debo haberme equivocado.

—Te deseo mejor suerte la próxima vez.

—No sé a qué te refieres, Valerie.

—¿Te gustaría complicar a Nigel, no es cierto? ¿Y ponerlo a mal con la policía?

Jean se irguió.

—Tal vez no me creas, Valerie —le dijo—, pero lo único que deseo es cumplir con mi deber.

Y dicho esto salió de la habitación.

—¡Oh, diablos! —exclamó Valerie.

Llamaron a la puerta y entró Sally.

—¿Qué te ocurre, Valerie? Pareces abatida.

—Es por esa antipática de Jean. ¡En realidad es terrible! ¿No crees que pueda haber la más remota posibilidad de que Jean quitara de en medio a la pobre Celia? Me alegraría muchísimo verla en el banquillo.

—Opino como tú —replicó Sally. Pero no me parece probable. No creo que Jean se arriesgara nunca hasta el punto de asesinar a nadie.

—¿Qué opinas de la señora Nick?

—Pues no sé qué pensar. Pero pronto sabremos a qué atenernos.

—Apostaría diez contra uno a que también la asesinaron —dijo Valerie.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que ocurre aquí?

—Ojalá lo supiera, Sally. ¿No te has sorprendido alguna vez observando a los demás?

—¿Qué quieres decir con eso de observar a los demás, Val?

—Pues, mirarles preguntándote: «¿Serás tú?» Tengo el presentimiento de que aquí hay algún perturbado. Realmente loco. Loco de remate… quiero decir, no de esos que se creen Napoleón.

—Es posible —dijo Sally estremeciéndose.

—¡Hum! —replicó Valerie—. Te aseguro que tengo mucho miedo.


IV


—Nigel, tengo que decirte una cosa.

—Bien, ¿qué es ello, Pat? —Nigel rebuscaba frenéticamente en uno de los cajones de su cómoda—. No sé qué diablos hice de esos apuntes. Yo creí que los había puesto aquí.

—¡Oh, Nigel, no revuelvas de ese modo! Luego lo dejas todo por en medio y yo tengo que recogerlo.

—¡Bueno, qué diablos!; tengo que encontrar mis apuntes, ¿no es verdad?

—¡Nigel, tienes que escucharme!

—Está bien, Pat, no te pongas así. ¿Qué ocurre?

—Tengo que confesarte algo.

—Supongo que no se trata de un crimen —replicó Nigel en su acostumbrada ligereza.

—¡No, desde luego!

—Bien. Oigamos cuál es ese pecadillo.

—Fue un día que te zurcí los calcetines y vine a guardarlos en el cajón de la cómoda…

—¿Sí?

—Y encontré el frasco de morfina. El que tú me dijiste que habías cogido del hospital.

—¡Sí, y valiente alboroto que armaste!

—Pero, Nigel, si estaba ahí en tu cajón, entre los calcetines y cualquiera hubiera podido encontrarlo.

—¿Por qué? Nadie viene a revolver entre mis calcetines excepto tú.

—Bueno, me pareció mal dejarlo ahí, y ya sé que dijiste que te desharías de él después de ganar la apuesta; pero entre tanto seguía estando ahí.

—Naturalmente. Aún no había conseguido el tercer veneno.

—Pues bien, a mí me pareció muy mal y cogí el frasco, saqué el veneno y lo llené de bicarbonato. El efecto era el mismo.

Nigel dejó de buscar sus apuntes.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿De veras hiciste eso? ¿Quieres decir que cuando juraba a Len y a Colin que aquel polvo era sulfato de morfina, o tartrato, o lo que sea, lo único que contenía el frasco era bicarbonato?

—Sí. Comprende…

Nigel la interrumpió con el ceño fruncido.

—No estoy seguro de que eso anule la apuesta. Claro que yo tenía idea…

—Pero, Nigel, era realmente peligroso tenerlo ahí escondido entre la ropa.

—Por Dios, Pat, ¿es que siempre tienes que complicar las cosas? ¿Qué hiciste con la morfina?

—La puse en el frasco del bicarbonato sódico y lo escondí en el cajón de mis pañuelos.

Nigel la contempló con franco asombro.

—Realmente, Pat, tus procesos mentales y tu lógica están más allá de todo calificativo. ¿Por qué lo hiciste?

—Creí que allí estaría más segura.

—Mi querida Pat, o bien la morfina se encerraba bajo llave, o si no, ¿qué más daba que estuviera entre mis calcetines o entre tus pañuelos?

—Bueno, sí importaba. En primer lugar, yo duermo sola, y no comparto mi habitación con nadie.

—Vaya, no pensarás que el pobre Len iba a quitarme la morfina, ¿verdad?

—No pensaba decírtelo, pero ahora debo hacerlo… porque… ha desaparecido.

—¿Quieres decir que lo ha cogido la policía?

—No. Desapareció antes.

—¿Quieres decir? —Nigel la miró consternado—. Pongamos esto en claro. Hay una botella con la etiqueta de «Bicarbonato Sódico», pero conteniendo sulfato de morfina, que rueda por ahí y que en cualquier momento alguien puede tomarse una cucharada si le duele el estómago… ¡Dios santo, Pat! ¿Y tú has hecho eso? ¿Por qué diablos no la tiraste, si es que tanto te preocupaba?

—Porque la consideré valiosa y creí que debía devolverse al hospital en vez de tirarla. Tan pronto como hubieras ganado la apuesta pensaba dársela a Celia y pedirle que la devolviera.

—¿Y estás segura de que no se la diste?

—Claro que estoy segura de que no se la di. ¿Y si la tomó ella para suicidarse, fue culpa mía?

—¡Cálmate! ¿Cuándo desapareció?

—No lo sé exactamente. Yo la busqué el día anterior a la muerte de Celia y no pude encontrarla, pero creí que tal vez, por distracción, la hubiera dejado en otro sitio.

—¿El día anterior a su muerte ya había desaparecido?

—Supongo que he sido muy estúpida —repuso Patricia con el rostro muy pálido.

—Y algo más —replicó Nigel—. ¡Hasta qué extremos puede llegar una inteligencia corta y una conciencia activa!

—¿Crees que debo decírselo a la policía?

—¡Oh, diablos! —exclamó Nigel—. Supongo que sí. Y todo por mi culpa.

—Oh, no, Nigel, la culpa fue mía, querido. Yo…

—En primer lugar yo fui quien se apoderó de ella —dijo el muchacho—. Entonces me pareció simplemente divertido, pero ahora… oigo ya los acerbos comentarios como si estuviera en el banquillo.

—Lo siento. Cuando la cogí, mi intención era…

—Tu intención era bonísima. Lo sé. ¡Lo sé! Escucha, Pat, apenas puedo creer que la morfina haya desaparecido. Habrás olvidado dónde la pusiste. Ya sabes que algunas veces uno se confunde…

—Sí, pero…

Vacilaba mientras la sombra de una duda iba apareciendo en su rostro.

Nigel se levantó con presteza.

—Vamos a tu habitación y hagamos un registro a fondo.


V


—¡Nigel, ésta es mi ropa interior!

—Vamos, Pat, no me vengas ahora con tonterías. Precisamente aquí es donde pudiste esconder el frasco, ¿no te parece?

—Sí, pero estoy segura de que yo…

—No podemos estar seguros de nada hasta que hayamos mirado en todas partes. Y estoy dispuesto a hacerlo con todo detalle.

Llamaron a la puerta y entró Sally Finch, cuyos ojos se abrieron por la sorpresa de ver a Pat sentada sobre la cama, con un montón de calcetines de Nigel en la mano, mientras Nigel, con todos los cajones de la cómoda abiertos y revolviendo en ellos como un perrito, iba sacando jerseys, medias y prendas interiores así como otros accesorios del atuendo femenino.

—Por todos los santos —exclamó Sally—, ¿qué es lo que ocurre?

—Estamos buscando el bicarbonato —replicó Nigel en tono seco.

—¿El bicarbonato? ¿Para qué?

—Me duele el estómago —dijo Nigel haciendo una mueca— y sólo el bicarbonato puede calmarme.

—Creo que yo debo tener en alguna parte.

—No me sirve, Sally, tiene que ser el de Pat. Es el único que puede curar mi dolencia especial.

—Estás loco —dijo Sally—. ¿Qué es lo que busca, Pat?

Patricia meneó la cabeza con pesar.

—¿No habrás visto mi frasco de bicarbonato, Sally? —le preguntó—. Sólo quedaba un poco en el fondo.

—No —Sally la miró con curiosidad, y luego frunció el ceño—. Déjame pensar. Alguien de aquí… no, no lo recuerdo… ¿Tienes un sello, Pat? Quiero echar una carta y se me han terminado.

—En ese cajón de ahí.

Sally abrió el pequeño cajón del escritorio, y sacando un pliego de sellos, cogió uno que pegó en la carta que llevaba en la mano, guardó de nuevo los restantes y puso dos peniques y medio sobre la mesa.

—Gracias. ¿Quieres que al mismo tiempo eche esta carta tuya?

—Sí… no… No. Creo que esperaré.

Sally asintió con un gesto de indiferencia antes de salir de la habitación. Pat dejó los calcetines que tenía en la mano y se retorció los dedos, nerviosa.

—Nigel.

—¿Qué? —el joven había trasladado su atención al armario y estaba registrando los bolsillos de un abrigo.

—Tengo que confesarte algo más.

—Dios santo, Pat, ¿qué has hecho?

—Tengo miedo de que te enfades.

—Estoy ya más que enfadado. Si Celia fue envenenada con la morfina que yo cogí, probablemente pasaré años y años en la cárcel, eso si no me ahorcan.

—No tiene nada que ver con todo esto. Se trata de tu padre.

—¿Qué? —Nigel giró en redondo con la sorpresa e incredulidad reflejadas en su rostro.

—¿Sabes que está muy enfermo, no es cierto?

—No me importa lo enfermo que esté.

—Eso dijeron anoche por la radio. «Sir Arthur Stanley, el famoso investigador químico, se encuentra gravemente enfermo».

—Es agradable ser célebre. Todo el mundo se entera cuando uno está enfermo.

—Nigel, si se está muriendo deberías reconciliarte con él.

—¡Al diablo, no lo haré!

—Pero si se está muriendo.

—¡Será el mismo muriéndose que cuando estaba vivito y coleando!

—No debes ser así, Nigel. Tan rencoroso y falto de caridad.

—Escucha, Pat… ya te lo dije una vez: él mató a mi madre.

—Ya sé que lo dijiste, y que tú la adorabas, pero yo creo que algunas veces exageras, Nigel. Muchísimos maridos son antipáticos e intransigentes y hacen desgraciadas a sus esposas, pero decir que tu padre mató a tu madre es una extravagancia y en realidad no es cierto.

—Tú sabes mucho de eso, ¿verdad?

—Sé que algún día te arrepentirás de no haberte reconciliado con tu padre antes de su muerte. Por eso… —Pat hizo una pausa para tomar ánimos—. Por eso he escrito a tu padre… diciéndole…

—¿Que le has escrito? ¿Es esa carta que Sally quería echar? —se dirigió al escritorio—. Ya.

Y cogiendo con dedos nerviosos el sobre ya franqueado lo hizo pedazos y visiblemente disgustado lo arrojó al cesto de los papeles.

—¡Ya está! —Y no te atrevas a volver a pedir nada semejante.

—Nigel, realmente eres una criatura. Puedes romper la carta, pero no impedirme que escriba otra, y la escribiré.

—Eres una sentimental incurable; ¿no se te ha ocurrido pensar que, cuando, digo que mi padre asesinó a mi madre, lo declaro basándome en un hecho indiscutible? Mi madre murió por haber ingerido una dosis excesiva de vernal. En el juicio dijeron que la tomó por error, pero fue mi padre quien se la dio deliberadamente. Quería casarse con otra, ¿comprendes?, y mi madre no quiso concederle el divorcio. Es la historia de un crimen vulgar. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿Denunciarle a la policía? Mi madre no hubiera querido eso… De modo que hice lo único que podía hacer… decirle a él que lo sabía… y marcharme para siempre. Incluso he cambiado de nombre.

—Nigel… lo siento… Nunca imaginé…

—Bueno, ahora ya lo sabes… El respetable y famoso Arthur Stanley con sus investigaciones y antibióticos… retozando como el verde laurel. Pero aquella pájara no se casó con él. Se escapó. Creo que debió adivinar lo que él había hecho…

—Querido Nigel… qué horror… Lo siento…

—Está bien. No volveremos a hablar de esto. Ahora dediquémonos a la búsqueda del bicarbonato. Piensa exactamente lo que hiciste con la morfina; apoya la cabeza entre las manos, y piensa, Pat.


VI


Geneviéve entró en el salón en un estado de gran agitación, y se dirigió a los estudiantes allí reunidos en voz baja y excitada.

—Ahora estoy segura… completamente segura… de saber quién mató a la pobre Celia.

—¿Quién fue, Geneviéve? —preguntó René—. ¿Qué ha sucedido para que estés tan segura?

Geneviéve miró cautelosamente a su alrededor para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada, y bajando aún más la voz dijo:

—Fue Nigel Chapman.

—Nigel Chapman, pero, ¿por qué?

—Escuchad. Acabo de pasar por el corredor para dirigirme a la escalera y oí voces en la habitación de Patricia. Era Nigel quien hablaba.

—¿Nigel? ¿En la habitación de Patricia? —exclamó Jean en tono de censura, mas Geneviéve sin desviarse del particular continuó:

—Y le estaba diciendo a ella que su padre había matado a su madre, que pour ça, ha cambiado de nombre. ¿De modo que está bien claro, no? Su padre fue un asesino convicto y Nigel lo lleva en la sangre como herencia…

—Es posible —dijo Chandra Lal, reflexionando complacido sobre aquella posibilidad—. Es muy posible. Nigel es tan violento, tan desequilibrado. No tiene dominio de sí mismo. ¿No estáis de acuerdo conmigo? —Y se volvió con aire condescendiente hacia Akibombo, que asintió con entusiasmo inclinando la cabeza morena y rizada, al tiempo que exhibía sus blancos dientes en una sonrisa.

—Siempre he pensado —intervino Jean— que Nigel no tiene sentido de la moral… Es un carácter completamente degenerado.

—Puede ser un crimen pasional —comentó Ahmed Alí—. Seduce a Celia y luego la mata porque es una buena chica que espera que se case con ella…

—Majaderías —estalló Leonard Bateson.

—¿Qué has dicho?

—¡Digo que son majaderías! —gritó Len.

Загрузка...