Capítulo XI

La historia de la apuesta y de la destrucción de los venenos fue confirmada por Len Bateson y Colin Macnabb, y Sharpe retuvo a este último cuando los otros se hubieron marchado.

—No quisiera causarle más dolor del que ya siente, señor Macnabb —le dijo—. Y comprendo lo que debe ser para usted que su novia fuera envenenada la misma noche de su compromiso matrimonial.

—No es preciso mirarlo según ese aspecto —replicó Colin con el rostro inmutable—. No tiene usted por qué preocuparse por mis sentimientos. Pregúnteme lo que quiera y crea que pueda serle de utilidad.

—En su opinión, muy respetable, ¿el comportamiento de Celia Austin era de orden psicológico?

—No cabe la menor duda —repuso Colin Macnabb—. Si quiere usted que le exponga la teoría del caso…

—No, no —se apresuró a contestar el inspector—. Acepto su opinión como estudiante de psicología.

—Su niñez fue muy desgraciada y levantó un bloque emocional…

—Claro, claro —el inspector Sharpe procuraba desesperadamente evitar el relato de otra niñez desafortunada. Con la de Nigel tuvo suficiente.

—¿Hacía tiempo que se sentía atraído por ella?

—Yo no diría eso precisamente —replicó el joven, considerando el asunto a conciencia—. Algunas veces hacen su aparición. Sin duda me atraía inconscientemente, pero yo no me daba cuenta. Puesto que no tenía intención de casarme joven, sin duda presentaba una resistencia considerable a aceptar la idea de forma consciente.

—Sí. Eso mismo. ¿Y Celia Austin estaba contenta por haberse convertido en su prometida? Quiero decir, ¿no expresó dudas? ¿Incertidumbre? ¿No hubo nada que creyera conveniente confesarle?

—Hizo una confesión completa de todo su pasado. En su mente no quedó nada que la preocupara.

—…¿Cuándo pensaban casarse?

—Hubiéramos tenido que esperar algún tiempo. De momento no tengo posición para mantener una esposa.

—¿Tenía Celia algún enemigo? ¿Alguien que no la quisiera bien?

—Me cuesta creerlo, inspector. He estado pensando mucho en ello. Aquí todos la querían, y considero que no fue una cuestión personal la que puso fin a su vida.

—¿Qué quiere usted decir con eso de «cuestión personal»?

—No quisiera precisar demasiado, de momento. Es sólo una idea vaga que se me ha ocurrido y aún no lo veo con claridad.

Y el inspector no pudo insistir.

Las dos últimas estudiantes que faltaban por interrogar eran Sally Finch e Elizabeth Johnston. Sharpe se entrevistó primero con Sally.

Era una joven atractiva, con un mechón de cabellos rojizos que le caía sobre sus ojos brillantes e inteligentes. Después de las preguntas de rigor, Sally Finch tomó de pronto la iniciativa.

—¿Sabe usted lo que me gustaría hacer, inspector? Pues decir lo que pienso. Mi opinión personal. Hay algo raro en esta casa, algo muy raro. Estoy segura.

—¿Se refiere a que Celia Austin fue envenenada?

—No, me refiero a antes de eso. Ya hace tiempo que tengo esa impresión. No me gustaron las cosas que han venido ocurriendo. No me agradó que destrozaran aquella mochila ni que hicieran pedazos el echarpe de Valerie. Ni tampoco que empaparan de tinta los apuntes de Negra Bess. Pensaba marcharme de aquí cuanto antes, y eso es lo que haré en cuanto ustedes me lo permitan.

—¿Quiere decir que tiene usted miedo de algo, señorita Finch?

Sally asintió.

—Sí. Tengo miedo. Aquí hay alguien despiadado, y este lugar… bueno, ¿cómo diría yo…? no es lo que parece. No, no, inspector, no me refiero a los comunistas. Veo la palabra temblando en sus labios. No me refiero a los comunistas. Tal vez no sea siquiera nada criminal. No lo sé. Pero le apuesto lo que quiera a que esa horrible vieja lo sabe todo.

—¿Qué vieja? ¿No se referirá a la señora Hubbard?

—No. Mamá Hubbard es un encanto. Me refiero a la vieja Nicoletis. Esa bruja.

—Eso es interesante, señorita Finch. ¿No puede precisar un poco más? Me refiero con relación a la señora Nicoletis.

—No. Todo cuanto puedo decirle es que cada vez que pasa por mi lado me estremezco. Algo extraño está ocurriendo aquí, inspector.

—Me gustaría que pudiera, ser un poco más explícita.

—A mí también. Creerá usted que tengo mucha imaginación. Bueno, tal vez tenga, pero otras personas piensan igual que yo. Akibombo, por ejemplo. Está asustado. Y creo que la Negra Bess también, aunque no quiera confesarlo. Y creo, señor inspector, que Celia sabía algo de todo esto.

—¿Que sabía algo de qué?

—Ése es el caso. ¿De qué? Pero dijo algunas cosas el último día… que quería aclararlo todo. Ella había confesado su parte en las desapariciones, pero debió sentir la corazonada de quién era el autor de otras cosas y deseaba que también se aclarasen. Creo que sabía algo, inspector. Por eso la asesinaron.

—Pero si era algo tan serio…

Sally le interrumpió:

—Yo no digo que ella supiera que se trataba de algo serio. No era muy inteligente y sí muy despistada. Debió de enterarse de algo sin comprender que era peligroso. De todas formas ésa es mi opinión, si le sirve de algo.

—Ya. Gracias… ¿La última vez que vio a Celia Austin fue anoche en el salón, después de cenar?

—Sí. Aunque, a decir verdad, la vi después.

—¿La vio usted después? ¿Dónde? ¿En su habitación?

—No. Cuando subí a acostarme, ella salía por la puerta principal.

—¿Qué salía por la puerta principal? ¿Fuera de la casa, quiere usted decir?

—Sí.

—Eso es bastante curioso. Nadie más me ha hablado de ello.

—Me atrevo a asegurarle que no lo saben. Ella dio las buenas noches a todos y dijo que iba a acostarse, y si al salir del salón yo no la hubiera visto abrir la puerta de la calle hubiese supuesto que estaba en su habitación.

—Mientras que en realidad subió, se puso alguna ropa de abrigo y salió de la casa. ¿No es eso?

Sally asintió.

—Y creo que salió para encontrarse con alguien.

—Ya. Alguien ajeno a la casa. ¿O tal vez alguno de los estudiantes?

—Pues yo creo que debía ser uno de los estudiantes. Comprenda, si ella deseaba hablar privadamente con alguien, era difícil hacerlo en la casa, y tal vez quedaran en encontrarse en otro sitio.

—¿Tiene idea de cuándo regresó?

—En absoluto.

—¿Lo sabrá Geronimo, el criado?

—Si vino después de las once, sí, porque a esa hora hecha la cadena a la puerta. Hasta entonces cada uno puede abrir con su propia llave.

—¿Recuerda qué hora era cuando la vio salir de la casa?

—Yo diría que eran cerca de… las diez. Tal vez un poco después, pero no mucho.

—Ya. Gracias, señorita Finch, por todo lo que acaba de decirme.

Y por último el inspector habló con Elizabeth Johnston, quedando impresionado por la serena inteligencia de la joven, que contestaba a sus preguntas con decisión y claridad, esperando luego a que continuara.

—Celia Austin —le dijo el inspector— negó categóricamente el haber estropeado sus apuntes, señorita Johnston. ¿La creyó usted?

—Yo no creo que lo hiciera Celia, desde luego.

—¿Sabe quién fue?

—La respuesta más evidente es Nigel Chapman, pero me resulta demasiado evidente. Nigel no es tonto, y no hubiera utilizado su propia tinta.

—Y… Y si no fue Nigel, ¿quién fue entonces?

—Eso ya es más difícil. Pero creo que Celia sabía quién… o por lo menos se lo figuraba.

—¿Se lo contó ella?

—Exactamente no; pero la noche antes de su muerte vino a mi habitación cerca de la hora de la cena, para decirme que a pesar de ser la responsable de los robos, no había estropeado mi trabajo. Yo le dije que la creía y le pregunté si sabía quién lo hizo.

—¿Y qué le contestó?

—Me dijo: «En realidad no puedo estar segura porque no veo el motivo… Pudo ser una equivocación o un accidente… Estoy convencida de que el que lo hizo lo lamenta muchísimo y le agradaría confesarlo». Celia continuó: «Hay algunas cosas que no comprendo, como la desaparición de las bombillas el día que vino la policía

Sharpe la interrumpió:

—¿Qué es eso de la policía y las bombillas?

—No lo sé. Todo lo que Celia dijo fue: «Yo no las quité» y, luego agregó: «Me pregunto si tendrá algo que ver con el pasaporte». Yo le pregunté, «¿De qué pasaporte estás hablando?» y me dijo: «Creo que alguien tiene un pasaporte falso».

El inspector guardó silencio unos instantes.

Al fin algunas ideas vagas iban tomando forma. Un pasaporte…

—¿Qué más le dijo? —preguntó.

—Nada. Sólo: «De todas formas, mañana sabré algo más».

—¿Eso dijo? «Mañana sabré algo más». Es una observación muy significativa, señorita Johnston.

—Sí.

El inspector volvió a reflexionar en silencio.

Algo referente a un pasaporte… y a una visita de la policía… Antes de ir a la calle Hickory había revisado cuidadosamente los archivos. Se vigilaban muy de cerca las Residencias que albergaban a estudiantes extranjeros, y el número veintiséis de la calle Hickory tenía buen informe, aunque constaban los sucesos ocurridos en él. Un estudiante del África Occidental había sido requerido por la policía por vivir a expensas de una mujer, y dicho estudiante había estado unos días en la calle Hickory, marchando luego a otro sitio, y siendo detenido a su debido tiempo y luego deportado. Hubo también una inspección en todas las pensiones y residencias en busca de un eurasiático reclamado para ayudar a la policía a esclarecer el asesinato de la esposa de un tabernero de cerca de Cambridge. Todo quedó aclarado cuando el joven en cuestión se presentó en el puesto de policía confesándose autor del crimen. Hubo también una investigación sobre el reparto de folletos subversivos entre estudiantes. Todos estos sucesos habían ocurrido algún tiempo atrás y no era posible que tuvieran nada que ver con la muerte de Celia Austin.

Con un suspiro alzó la cabeza, encontrándose con la mirada inteligente de Elizabeth Johnston, y llevado de su impulso le dijo:

—Dígame, señorita Johnston, ¿tiene usted o ha tenido alguna vez la impresión… de que en esta casa ocurría algo extraño?

Pareció sorprenderse.

—¿Raro… en qué sentido?

—No sabría decirle. Estaba pensando en algo que me dijo la señorita Sally Finch.

—Oh… Sally Finch.

La entonación de su voz le resultó difícil de interpretar, y sintiéndose interesado continuó:

—La señorita Finch parece ser buena observadora, inteligente y práctica. Insistió en que había algo… algo extraño en esta casa… aunque no supo explicar en qué consistía.

Elizabeth replicó vivamente:

—Ése es su modo de pensar. Ésas americanas, todas son iguales. Nerviosas, aprensivas, sospechan de cualquier tontería. Fíjese cómo se ponen en ridículo con sus presentimientos, su manía de espiar, su histerismo, y su obsesión por el comunismo. Sally Finch es un caso típico.

El interés del inspector fue aumentando. De modo que a Elizabeth le desagradaba Sally Finch. ¿Por qué? ¿Porque Sally era americana? ¿O acaso a Elizabeth le desagradaban las americanas únicamente por serlo Sally Finch, o había alguna otra razón para que la atractiva pelirroja no le fuera simpática? Tal vez fuesen simples celos femeninos.

Intentó echar mano de un recurso que algunas veces le había dado buenos resultados: el de halagar su vanidad, y por ello dijo en otro tono de voz:

—Como puede usted apreciar, señorita Johnston, en una Residencia como ésta, el nivel de cultura varía muchísimo. A algunas personas… a la mayoría, sólo les preguntamos hechos concretos, pero cuando tropezamos con alguien de inteligencia superior…

Hizo una pausa. El comentario era halagador. ¿Respondería?

Tras una breve pausa obtuvo su recompensa.

—Creo comprenderle, inspector. Aquí el nivel intelectual no es muy alto, como bien ha dicho usted. Nigel Chapman tiene ciertamente un cerebro rápido, pero su mentalidad es muy superficial. Leonard Bateson es trabajador… pero nada más. Valerie Hobhouse posee una fina capacidad de percepción, pero sus miras son únicamente comerciales, y es demasiado perezosa para emplear su cerebro en algo que no merezca la pena. Y lo que usted desea es la ayuda de una mentalidad disciplinada.

—Como la suya, señorita Johnston.

Ella aceptó el cumplido sin protestar, y el inspector comprendió, interesado, que tras sus modales modestos y amables se ocultaban la arrogancia y el convencimiento de sus propias cualidades.

—Me siento inclinado a participar de su opinión con respecto a sus compañeros estudiantes, señorita Johnston. Chapman es inteligente, pero aniñado. Valerie Hobhouse tiene cualidades, pero adopta una actitud blasé ante la vida. Usted, como acaba de decir, tiene una mentalidad disciplinada, y por eso valoro sus puntos de vista… los puntos de vista de una inteligencia poderosa y destacada.

Por un momento creyó haberse excedido, pero no tenía por qué temer.

—No hay nada raro en esta casa, inspector. No haga caso de lo que le diga Sally. Es una residencia muy decente y bien dirigida. Estoy segura de que aquí no encontrará el menor rastro de actividades subversivas.

El inspector quedó un tanto sorprendido.

—En realidad ahora no pensaba en esa clase de actividades.

—Oh… ya… —Elizabeth se desconcertó—. Yo me refería a lo que Celia contó de un pasaporte, pero mirándolo con toda imparcialidad y pesando toda la evidencia, parece casi seguro que la muerte de Celia fue debida a un motivo particular… tal vez a alguna complicación amorosa. Estoy segura de que no tuvo nada que ver con la Residencia, como Residencia, ni «que aquí ocurra nada extraño». Estoy convencida de que no pasa nada. De ser así me habría dado cuenta; poseo una sensibilidad muy fina.

—Ya. Bien, gracias, señorita Johnston. Ha sido usted muy amable prestándome su ayuda.

Elizabeth Johnston se marchó y el inspector Sharpe quedó con la vista fija en la puerta, que acababa de cerrarse. El sargento Cobb tuvo que hablarle dos veces para sacarle de su abstracción.

—¿Eh?

—He dicho que ya no queda nadie más, Inspector.

—Sí, ¿y qué hemos conseguido? Poquísimo. Pero voy a decirle una cosa, Cobb. Mañana vendré aquí con una orden de registro. Ahora nos marcharemos para reflexionar. Pero aquí ocurre algo. Mañana lo registraremos de arriba abajo… cosa nada fácil cuando se ignora lo que se busca, pero existe la posibilidad de que encuentre algo que me dé una pista. Esa joven que acaba de salir de aquí es muy interesante. Posee el «yo» de un Napoleón, y sospecho que sabe algo.

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