Carta a mi asesino

Señor. Usted no quiere matarme. Su «broma», si de eso se trata, estriba precisamente en todo lo que sucede «antes». Le interesa observarme sometida a su lamentable amenaza, estudiar mi reacción ante ese destino supuestamente cierto. Y, mientras tanto, le apasiona filosofar, fingir, esconderse, seguirme, vigilarme hacerse el modisto, el poeta y el loco.

Concedamos que quiere ganar tiempo, pero para qué? ¿De qué manera funciona una burla que no hace efecto? Si yo he decidido prolongar este juego con mis propias cartas es porque quiero, así que ¿qué satisfacción encuentra usted en obedecerme? Ni siquiera la idea de mí asesinato resiste la más elemental de las deducciones, ¿Matarme usted? ¿Y matarme por qué? Incluso un loco tiene motivos, por absurdos que sean, para hacer lo que hace. ¿Cuáles son los suyos? No seguiré indagando, que me da usted más pena que un niño pobre.

En sus cartas me anima a preguntarle; pero sin ofrecerme respuestas, tal costumbre se extingue por sí misma.


* * *

Estimada señorita. Soy un asesino de pueblo pequeño. Quiero decir, que carezco de motivos. Si los tuviera, aunque sólo fuera uno, probablemente ni siquiera la mataría: me bastaría con odiarla en silencio. ¡No sea fatua! ¿Qué motivos podrían explicar su muerte? ¿Qué motivos pueden explicar la muerte de nadie? Usted se asombra de mis intenciones, y no se lo reprocho. Pero todo se reduce a un sencillo problema lingüístico -siendo traductora, me entenderá-:

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