Escribo esto a la salida del pueblo, junto a la carretera, y a ratos me recuesto en la hierba, apoyo la cabeza en las manos y contemplo el polígono azul de cielo que me despejan los olivos. Silbo una canción. Me divierte pensar que usted me toma por algo más complejo que todo lo que me rodea: el lodo lleno de grietas que labran las hormigas, el césped teñido de estiércol, las arrugas blancas de las nubes.
Pero soy uno como su inexistencia, señorita. Recorremos la misma senda. Llegará el momento y la mataré. Y la senda continuará. Ese final que buscamos es tan sólo su final: usted se desplomará por el camino y nadie la sentirá caer, porque su puesto en la fila será inmediatamente ocupado. Y las nubes continuarán moviéndose milimétricamente.
«La astilla» me parece un título adecuado para la tragedia de Eulogia. En cuanto a la enseñanza a extraer, queda, como siempre, a su entera discreción. Yo aceptaré cualquier moraleja.
Juan Hernández me ha hablado de Amparo Mohedano. Fue toda una sorpresa para él verme aparecer esta mañana por entre las cortinas de la farmacia (le compré somníferos la semana pasada, y nunca lo visito por otro motivo): casi se cuadró, abandonó el mostrador con torpeza pueril, incluso titubeó un instante antes de cederme el paso cuando le dije que deseaba, a ser posible, hablar «a solas» -el chaval que le ayuda. de pelo rubio rizado y rostro encendido de acné, me contempló con ojos desmesurados-. No me reí, porque no suelo hacerlo cuando huelo a medicinas, pero la excesiva atención de Juan, al menos en un primer momento, se hizo casi cómica. Me introdujo en la trastienda con mucho apuro. Un perro que hacía muy bien su papel de perro se levantó, ladró en mi dirección y volvió a sentarse. Una señora a lo lejos, irreal como un personaje de óleo debido al sol, regaba las plantas de un patio cegador; no era su mujer, pero poseía la misma complexión robusta. Nos sentamos en sillas plegables instaladas en un minúsculo cuchitril que no parecía ni farmacia ni casa: supuse que sería su pequeño sanctasanctórum, a medio camino entre el negocio y el hogar. Había una mesa de madera de las antiguas, de patas sinuosas, y varias estanterías metálicas repletas de medicamentos, pero no dejé de advertir, salpicados aquí y allá, varios cuadernos de notas y resmas de folios. «Para escribir», pensé. «Porque su trabajo es como el mío: escribir y leer; o como el de Fernando y Manolo; o como el de mi asesino Negro. En Roquedal todo el mundo es escritor.» La excusa que había utilizado con Fernando surtió el mismo efecto con Juan. Mientras yo hablaba, él me observaba con la concentración de quien intenta descifrar un complicadísimo jeroglífico: volcado hacia adelante, las cejas muy juntas sobre el puente de las gafas, la boca apretada bajo el pulcro bigotito negro. De nuevo me entraron ganas de reír, pero pensé: «¿Y si estás fingiendo? ¿Y si resulta que mi querido Juan Hernández se dedica a componer mensajes, quizá desde esta misma mesa de su "refugio" particular, y a dejarlos en el muro de mi casa durante sus noches libres? ¿Acaso posee dos caras contradictorias, como su forma de hablar?»
– La historia de Amparito la conozco bien, aunque apenas sé nada -dijo, muy serio-. Es que mi padre fue amigo de Matías Mohedano, sabe usted, el droguero, hermano de Amparito. Pero cuando todo esto sucedió, Matías era muy pequeño, así que a Matías se lo contaron también. Total, que de lo sucedido con Amparito nadie sabe realmente nada. Pero yo voy a contarle lo que sé.
Su relato, resumido y trasquilado en lo posible de contradicciones, fue así: