Si no podemos razonar, tampoco podemos equivocarnos. Es decir, si no hay razonamiento posible, no hay error posible. Por tanto, todo aquello en lo que podríamos fallar es intrascendente, y lo único importante y cierto (su muerte) es infalible.
Contemplado el tema desde esta perspectiva, se impone emplear nuestra relación, o su preámbulo, en lo que más le agrade: escríbame o deje de hacerlo; rompa mis cartas o léalas con avidez; juegue a buscarme o ignóreme por completo; crea, si le apetece, que yo soy usted. Haga algo, señorita, que la consuele por fin de lo inevitable. Recuerde que «perder el tiempo» es una justísima metáfora de la muerte.
Manolo: eres un cabrón. Me has dado un susto terrible. Soy muy miedosa para todo lo que atañe a la realidad, ¿no lo sabías? Cuando descubrí ayer tu carta en el lugar exacto del muro donde dejaba las que me escribía a mí misma casi me desmayo. Afortunadamente, te había visto la noche anterior rondando por los alrededores, y no me fue difícil resolver el misterio tras algunas horas de tila y prudente reflexión. Pero que sepas que el peor susto te lo hubieras podido llevar tú, ya que al principio me entraron ganas de coger tu anónimo y presentarme en comisaría, ¡tan horrorizada estaba de que mi fantasía se hubiera hecho realidad!… Ahora me parece una idiotez, pero en aquel momento no podía ni siquiera pensar en lo que estaba haciendo, porque el miedo nos traiciona la razón. ¡Te has vengado de mi cinismo con mis propias armas! Ya sé que no puedo reprocharte nada, pero dime, por favor, quién te mandaba espiar mis sueños por el ojo de la cerradura. Es verdad que los sobres, que sin duda hallarías por casualidad cualquier noche pasada en el muro, no tenían remite ni destino. También reconozco que, hablando estrictamente, no se encontraban en el interior de mi propiedad sino en el límite. Pero aun así, dime cómo has podido cogerlos, leerlos y dejarlos en el mismo lugar, una y otra vez, sin decirme nada. Oh, Manolo, cabronazo. La lectura atenta de tu carta me permite deducir que llevas fisgando en mis locuras desde hace bastante tiempo, incluso has logrado imitar con mérito el estilo inexorable de mi asesino Negro. No me atrevo a pensar en todas las cosas que sabrás sobre mí y que no me dices a la hora de las cañas en la Trocha, ni siquiera con oíos ensopados de cerveza.
Bien, ¿quieres que formemos pareja en es-:e diálogo subterráneo? ¡De acuerdo! ¿Quién mejor que tú para completar el tándem? ¿Y qué pensabas la otra noche, cuando distinguí tu pelo blanco como un catadióptrico de carretera y tu figura rechoncha pero a la vez quijotesca recortada por la cancilla del huerto? (¡llegué a creer que, conociendo mi horario laboral, venías a visitarme a las dos de la madrugada!). ¿Qué ideas cruzaban por la reliquia de tu cerebro? ¿Quizá pensabas: «Llevo días sin ver el sobre. Vamos a ver qué hace cuando encuentre uno que no recuerda haber dejado. A ver cómo se toma esta nueva carta». Y tu conciencia, muy tranquila, por supuesto: quien deja sus blancas intimidades puestas a secar en el muro de su casa tiene que arriesgarse a que un extraño las contemple, ¿no? Además, seguro que te ha parecido un sistema cojonudo para cantarnos las cuarenta cuando queramos. Expresar las opiniones íntimas como avisos de faro; el otro las ve desde lejos y contesta con las suyas; después, frente a frente, a disimular. Pues bien, como suele decirse, Manolo: será más divertido entre dos Disimularé, y seguiremos escribiéndonos enigmas.
Dejo esta carta en el lugar de costumbre. Confío en que usted sea un asesino de palabra -nunca mejor dicho- y no me abandone.
Estimada señorita. La vi hace dos tardes, al mediodía -una hora del todo desusada en sus costumbres-, subiendo por la Trocha hacia la plaza. Hacía bastante calor, no podía ser menos teniendo en cuenta la hora y el abril que hemos sufrido, y llevaba lo que me pareció un mono azul marino de tirantes y zapatos deportivos. El mono, con ser vulgar, no le sentaba mal a su figura estilizada de pelo castaño cortado casi al rape por detrás. Sin embargo, pensé que tal atuendo no hacía sino acentuar la ya excesiva sobriedad de su silueta, con esa ostensible estrechez de caderas. Me permito indicarle que un vestido holgado y unos zapatos de tacón alto la favorecerían más. Lo cierto es que la seguí hasta verla vacilar al final de la calle Principal. Entonces me percaté de que no quería dar a entender que vacilaba: se acercó a la mente de la plaza y simuló entretenerse contemplando a los obreros que colocaban la iluminación para las fiestas de los Reyes de Mayo. Permaneció un instante abstraída, tomó bruscamente por Palomares, volvió a recorrer Mazo tal como hizo el Viernes Santo y regresó a su casa solitaria de la playa. Caminaba con tal parsimonia que me distraje por un momento con el espejismo de que me invitaba a seguirla, pero cuando la vi penetrar en el huerto y cerrar la puerta la ilusión se desvaneció. Aguardé tras un árbol. Pasó el tiempo sin que nada más sucediese, Las ramas de los naranjos temblaron con la brisa y las avispas llenaron los aleros del techo. El mar terminó imponiéndose. Atardeció más, y ladró un perro.
Mi inestimable señor. ¿Y a usted qué le importa lo que hago o dejo de hacer, o si voy vestida de una forma u otra?
Bueno, ahora en serio. Te deslizas con pies de en la oscuridad, oh Manolo. Pero no me sorprende: la noche del mar, temible como el mundo de un ciego, ciñe mi casa por completo y cualquiera puede camuflarse en su interior. Además, mi amoroso insomnio deja de seducirme a las cuatro o cinco de la madrugada, hora en que me zampo dos hipnóticos y me muero hasta las ocho o las nueve, cuando vuelvo a resucitar, así que todo es posible. No obstante, el hecho de no haberte sorprendido ni una sola vez delinquiendo en el muro con tus cartas (ni en esta última ocasión ni en la precedente) me ha parecido poco divertido, y me han entrado ganas de romper la baraja y terminar con el juego (no me gustan los misterios de verdad), Pero esta mañana, cuando quise comunicarte mi decisión, sucedió algo que excitó mi cobardía y cambié de idea. Nada más llegar al bar de la Trocha te sorprendí chismorreando de política con Joaquín, que te soporta con toda su santa paciencia, el pobre; sostenías un botellín de cerveza aunque parloteabas como si tu cuerpo sostuviera muchísimos más, y tardaste en advertirme; entonces me saludaste con un horrísono «¡Doña Carmen!», provocando la risa boba de tu comparsa. Te devolví el espantoso saludo con la mano, en un silencio más que significativo, pero al mismo tiempo pensé: «¿Y si no eres tú quien creo que eres?».
Tu aspecto de borrachín mañanero, soltando coces contra la política del gobierno, no me cuadró con el extraño lenguaje de tus cartas. ¿Y si es otro el que creo que eres tú, y tú no eres el que creo que eres? ¿Quién me escribe entonces? Después hiciste algo que me alivió: te marchaste con enigmática rapidez y ni siquiera quisiste compartir la primera caña conmigo. Parecías opinar: «Ahora que ya podemos escribir lo que pensamos, ¿para qué hablar?».
He optado por continuar con la farsa, ya que me siento fecunda en el buen sentido de la palabra, quiero decir, en el más abstracto. Tus anónimos me han arrancado de la vida vegetal que soportaba, y ahora me dedico con todas mis fuerzas a perfilar la traducción de Light in August y a esbozar mi novela, cuyo tema es el siguiente: