Historia de Amparo Mohedano

Antes del horror, era una niña celestial: no y guapa, pero con cierto candor que la hermoseaba. Su pelo era negro, lo que gustaba de verse porque realzaba su piel lechosa. Sus ojos, sin ser azules, poseían una vislumbre de azul cuando se admiraban de lejos, y en eso se parecía a su abuela paterna y al mar: su abuela tenía el mismo color de iris, negro de cerca, azul lejano, y el agua del mar ya se sabe que jamás es azul cuando uno se arrima. Nació, además, con un gemelo de alma, como lo llama la gente, uno de esos amores predestinados como el que tuvo Eva, que dicen que vino al mundo ya casada. Se llamaba Javier, y era hijo de Jaime López, el de la vieja pescadería. Amparito y Javier se conocían desde pequeños y formaban buena pareja. Jugaban con los demás niños, pero siempre juntos, y cuando uno no podía, por la razón que fuera, el otro tampoco; y si uno enfermaba, el otro pasaba los días junto a su cama hasta que la dolencia concluía. El padre de Javier, el pescadero, se complacía de verlos tan siameses, y lo mismo ocurría con el padre de Amparito, el droguero.

Por eso, cuando una predestinación se quiebra, tanto peor.

Sucedió de manera tan inesperada que se dijo, años después, que había sido una maldición. Y maldición parece, porque cayó como un rayo sobre un tallo verde.

Una mañana de domingo, un poco después de los Reyes de Mayo, Amparito -que ya tenía once o doce años pero no más- salió temprano de su casa a comprar el pan. Llevaba una bolsa grande de tela, un monedero, un vestido suelto azul oscuro estampado con flores blancas muy pequeñas y unos zapatos rojos. Se recuerdan esos detalles, como suele suceder cuando acontece algo terrible. Apenas demoraba quince minutos en el recado, por ello la familia se inquietó un poco cuando transcurrió media hora sin que volviera. Otra media hora después, y el padre, que salió a buscarla, halló la bolsa de tela fláccida como una medusa muerta en una esquina; alguien encontró el monedero con el dinero intacto a la salida del pueblo; unos chavales descubrieron los pequeños cadáveres de los zapatos rojos en el camino del bosque; por fin, un cabrero advirtió, ahorcado en un árbol y vacío como la piel de un gato desollado, el vestido suelto azul oscuro estampado con flores blancas muy pequeñas.

La tarde del día siguiente, la guardia civil, alertada por la familia, sorprendió a Amparito caminando de regreso al pueblo, desnuda, descalza, hecha una maraña de bosque, tierra y sangre. Se mostraba tan feliz que creyeron que había enloquecido. La llevaron a una clínica, donde se confirmó lo que el padre más temía, y la interrogaron con suavidad para saber quién había sido, pero en vano. Ella lo contó más tarde, pero su cuento no tuvo lógica ninguna y nadie pudo entenderla, ni siquiera varios años después, cuando se descubrieron las cartas que escribía a escondidas de sus padres, destinadas Dios sabe a quién. Estas cartas se hicieron tan célebres que sus frases corrían de boca en boca, aunque cada vecino las recuerda de manera diferente. Juan, por ejemplo, repetía éstas:

«Me miraba como una fiera, como un demonio animal Su cabeza, cuajada de pelo espeso y negro como jamás fue la noche; sus mandíbulas fuertes como máscara de Rey de Mayo; sus labios de mujer hermosa, y sus ojos, ay Dios mío, que permites unos ojos como ésos».

Por las declaraciones fragmentarias de Amparo se supo que todo había comenzado con un carro de gitanos. Los gitanos solían trasladarse al alba de pueblo en pueblo, y aquel domingo Amparito vio pasar un carro con una familia gitana que se marchaba de Roquedal, y, asomado como una golondrina por el borde, un chavalín no mucho mayor que ella, un gitanillo desgreñado, que le causó no poca impresión. En otra carta escribía:

«Su mirar era de lobo. Un lobo negro y hambriento que los gitanos llevaban de aldea en aldea para mostrarlo y hacerse ricos, Pero no podían, porque, al verlo, mucha gente huía de miedo mientras que otros, como yo, se volvían locos y se dejaban comer. Así que los gitanos no ganaban dinero y tenían que huir de cada pueblo al que llegaban».

Pero después se supo que nadie había tenido la culpa, al menos al principio. Sucedió que Amparito vio pasar aquel carro y soltó la bolsa del pan, que aún estaba vacía, y se fue caminando tras él; y cuando lo perdió de vista echó a correr; y a la salida del pueblo dejó caer el monedero al suelo; y en el camino del bosque se desprendió de los maltrechos zapatos; y ella misma, o algún desconocido, colgó de la rama de un pino su precioso vestido de domingo. En otro párrafo de otra carta proclamaba este enigma:

«¿Quién soy?, me pregunta el espejo. ¿Quizá la vida? Soy tu consorte real. ¿Quién me conoce? El señor que viene a besarme, ¿Quién es? El señor de la espada. ¿Qué quiere? Usar la balanza. ¿Por qué? Por justicia. Porque pequé. Pequé en el bosque, con un lobo joven. Y ahora viene, es justicia que venga, el señor de la espada, a usar su balanza».

La guardia civil se apresuró a arrestar a varios gitanos, pero no pudo saberse quién había estado con la niña aquella noche -si es que se trataba de uno de ellos- y le había hecho lo que le había hecho, pese a que muchos fueron condenados en juicios sumarísimos -para aplacar la ira paya- por otros cargos que nada tenían que ver con lo sucedido. El caso nunca se cerró; menos aún el dolor de los padres.

Amparito, sin embargo, parecía feliz, pero su dicha -en el sentir de Juan, que la recordaba- era como la de los gatos, «vuelta hacia dentro, como una lámpara cubierta por un paño negro que sólo iluminara para ella misma». Y añadía: «Ahora imagínese que a ese paño le cortamos dos agujeros: así fueron los ojos de Amparito desde entonces». Se dice que su abuela paterna se asomaba al fanal de aquellos ojos íntimos y repetía un desagradable estribillo:

– Los hombres son malos, pero la Natura es peor.

Y lo repetía día tras día, sin hacer caso de Matías, el padre, que le rogaba que se callara, que ya era suficiente tragedia como para que ella viniese a glosarla.

Sucedió otra amargura: Amparito, a partir de la noche del bosque, rechazó por completo la compañía de Javier, su gran amigo, su predestinado. Al principio, como es natural, lo que le importaba a todo el mundo era que ella se recuperara, así que nadie percibió el cambio, menos aún el interesado, que dicen que decía después que la veía rara con él, pero lo atribuía a la terrible experiencia por la que había pasado. Sin embargo, transcurrido un año, ya no había quien no lo supiese: la niña rehuía a Javier e inventaba mil excusas para eludirlo; pronto, ni siquiera hicieron falta las excusas; y por fin Javier experimentó la tristeza inmensa de comprobar que ella no necesitaba eludirlo para ignorarlo.

Amparo creció, regresó a la escuela -que había abandonado debido a lo ocurrido-, siguió siendo amable v buena con todo el mundo y aprendió mucho y bien, porque era una chica inteligente. Incluso se dice que frecuentó algo a los chavales, pero, eso sí, siempre lejos de Javier, que padeció en silencio aquel incomprensible desdén. Y una tarde -ella tendría diecisiete o dieciocho años, pero no más- la madre la sorprendió escribiendo en su cuarto, sobre la cama, y advirtió su esfuerzo por ocultar el papel.

– ¿Qué haces? -le preguntó.

– Le escribo a mi novio.

Así se llegaron a conocer las cartas, que la propia familia difundiría años después, asombrada por el misterio. Pero nadie sabía quién era el afortunado ni desde cuándo se conocían, y ante las preguntas de sus padres la chica contestaba nimiedades o leves sonrisas, como si un amigo secreto le hubiera aconsejado: punto en boca. Si acaso, sus ojos se prendían más con la llama que había empezado a arderle la noche del bosque y que ya no se había apagado nunca, y zanjaba el tema afirmando que su novio era cosa suya y que sólo se relacionaban a través de aquellas cartas. Fue entonces cuando la abuela, la madre de Matías, muy vieja y muy enferma, comenzó a decir:

– La rondan.

Matías protestaba, pero lo mismo murmuraban los más viejos cuando la veían pasar, incluso antes de verla, incluso después de haberla visto, como si olieran su olor desde lejos:

– La rondan a la Amparito.

– La rondan.

– La rondan.

Su padre no pudo aguantar más, temeroso de una nueva tragedia y resolvió desordenar los papeles de su cuarto hasta dar con las misteriosas cartas; pero no pudo hallar las de su novio, ésas no, sólo las de puño y letra de su hija, que escribía muy bien. En otra decía:

«Hay algo que rodea mi cuello. Un garrote vil que estrecha mi vida. Hay algo que eres tú, unas veces mujer, otras hombre, otras mujer y hombre, siempre hermoso y hermosa, siempre hermosa y hermoso, que vienes a pedirme el cuerpo en matrimonio con tu espada y a medir mis pecados terribles con tu balanza, Ven, porque hice daño. Ven, porque gocé. Ven, porque gocé del daño. Ven, que visto mi desnudo blanco. Ven, que mis cabellos son un velo de luto. Ven, que la boda es en el bosque. Ven, que las campanas te llaman».

Y en otra, este verso íntegro:

«Troqué los amores blancos por el placer zarzal. Coseché el pan del verano en una sola espiga negra. En una sola espiga negra, todo el pan. Troqué los amores blancos por el placer zarzal».

Matías, aliviado -porque la realidad lo acobardaba más que las visiones-, se alegró de comprobar que el supuesto «novio» de su hija era un sueño adolescente, Pero las voces de los viejos, encaramados en las sillas e inmóviles como grajos, le inquietaban de continuo con advertencias malas:

– A la Amparito la rondan.

– La rondan.

Un día, la muchacha se encerró en su cuarto y no apareció hasta el anochecer. Y a su madre le costó trabajo reconocerla, porque se había pintado la cara como la de una ramera que acabara de morir y lucía un angosto vestido rojo, un pañuelo blanco al cuello y unos zapatos altos que nunca se había puesto.

– Amparo, así no sales a la calle -le dijo.

Pero su hija la ignoró y ella no se atrevió a insistirle, ya que algo en su mirada le hizo comprender que sería inútil toda palabra. El viejo Matías y el hijo mayor se hallaban cerrando la droguería y no la vieron, pero fueron los únicos en no advertirla, porque Amparo se enseñoreó por las calles hasta bien entrado el anochecer, enfiló después hacia el bosque y regresó desafiante en las horas muertas de la madrugada. Matías, que, al tanto ya de su extravagancia, había estado buscándola -con el recuerdo puesto en aquella otra mañana espeluznante de domingo-, no quiso abrirle la puerta.

– No es mi hija -dijo, repugnado.

En cierto modo no le faltaba razón, porque durante aquella única noche la crisálida de niña candorosa y modales buenos había acabado de destrozarse, y una mujer de pelo muy negro y repeinado y rostro de duende había desplegado la envergadura de su oscuro cuerpo dentro de ella. Y lo que dijo aquella mujer no fueron poesías. Lo que dijo, vociferando en medio de la calle, perturbó más a la familia que su aspecto. Nadie recuerda muy bien las palabras -a diferencia de las cartas, y pese a que fueron escuchadas por muchos-, pero Juan tradujo algunas:

– ¡Miradme! ¡Soy yo! ¡Qué miedo puedo daros, si soy yo! ¡Por qué cerráis las ventanas, si soy yo, que vengo del bosque!…

Una lluvia torrencial comenzó a enturbiar las aceras, pero la voz no se rompió bajo aquella perdigonada.

– ¡Qué os da miedo de mi cuerpo de mujer! ¡Qué os da miedo de mi carne!…

Dentro de la casa, a oscuras, los padres lloraban sin decir nada, como si velaran su defunción. Sólo la abuela, sentada junto a la ventana, era capaz de hablar:

– Oye cómo la rondan -repetía, como señalando relámpagos.

Algunos cuentan que la voz no cesó; que se desgarró hasta hacerse vieja pero siguió oyéndose cuando la garganta ya no estaba. Y siempre los mismos gritos, u otros más extraños:

– ¡Qué os da miedo del amor de mi muerte, si ya he conocido el amor de mi vida!

La hallaron al día siguiente. La tormenta había borrado las huellas pero se sospechó que había regresado al antiguo camino del bosque. Y sus zapatos perdidos, su vestido roto y el cuajaron de su pañuelo embarrado fueron los rastros que condujeron a la sorpresa temible de su cuerpo, que se hallaba al fondo de un pequeño terraplén con los brazos separados y las manos abiertas. La máscara pintada del rostro, que la lluvia y la muerte habían convertido en una atrocidad, sonreía como preparada para recibir un beso. Se había tronchado el cuello al caer. Su muerte se achacó a un accidente de su locura.

Y esto es todo lo que se sabe sobre Amparo Mohedano.

– ¿Y qué ocurrió con Javier, su predestinado? ¿Sigue en el pueblo?

– Pues no. Se marchó a estudiar a la capital hace mucho tiempo. Creo que es abogado, si es que no ha muerto ya. Nunca volvió a Roquedal, ni siquiera cuando falleció su padre, lo cual no me parece bien, dicho sea de paso. Aunque quizá haya hecho bien al no venir, no sé si me entiende lo que le digo…

– Perfectamente.

– Los recuerdos son como el vino: apetecen de vez en cuando pero no se puede vivir de ellos.

– Es cierto -sonreí-. ¿Y las cartas de Amparito? ¿Las tendrá todavía su hermano?

Juan se ajustó las gafas sobre la nariz con un gesto delicado.

– Pregúntele, pero no lo creo. Es más: estoy seguro de que no, porque Matías también quiso olvidar pronto. Pero pregúntele, vayamos a que tenga alguna…

El niño de la farmacia asomó la cabeza por el pasillo -un rostro del color blancuzco de los botijos decorado con motas de acné-, inquiriendo sobre el paradero de cierto medicamento. Aproveché para despedirme.

Visité a Matías Mohedano en la droguería -hombre apacible y mesurado, de mirada grande, muy avejentado-, y accedió gustoso a enseñarme un cuaderno donde, según me dijo, había copiado con letra de colegial algunas de las frases de las cartas de su hermana -escribir y leer, siempre-, cuyos originales lamentaba no poseer. Con ellas y los recuerdos de Juan y Matías he reinventado a la Amparito de mi historia anterior.

Ahora bien, el enigma crece. ¿Qué quiere que piense de las leyendas de Amparo y Eulogia?

¿Existió usted hace cien años y escribió cartas de amor y de muerte a Eulogia? ¿Acaso también le escribió a Amparito y después la empujó por un terraplén en una noche lluviosa? ¿Fue usted quien la violó cuando tenía doce años? Hay algo que son cartas y algo que es un pañuelo blanco atado al cuello y algo más que es usted, una persona cualquiera, un listillo transmutado por la magia del pueblo y mi propia imaginación (que aún desgrana febrilmente la oscura prosa de Faulkner y medita en la trama de una novela que quizá nunca llegue a escribir). Es verdad que estoy elaborándolo, señor mío, y sospecho que lo único que me podría matar de usted sería comprobar que mi elaboración no es la correcta. Se me ocurre un cuento.

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