Ahora, por ejemplo, me distrae una mosca que golpea obcecadamente el cristal de mi ventana. Buen símbolo. Si no desea adoptar el papel de víctima, adopte al menos el de insecto: observe el ineludible vidrio contra el que se decapita una y otra vez, la luz mortal hacia la que se abalanza hipnotizada. Percíbase mínima, reacia y luchadora, y así comprenderá la vanidad de sus esfuerzos. Y cuando mi mano la aplaste -como hago ahora con su avatar-, agradecerá la anestesia del golpe final: el dolor no cabe en un cuerpo tan pequeño.
Venga, venga, reconozca que soy divertido. Piense un poco en mí. Le ayudaré con un pequeño test.
Test
¿Puedo ser Manolo Guerín?
¿Puedo ser Juan Hernández?
¿Quién podría ser si no fuera ninguno de ellos?
¿No le tienta resolver mi enigma? Haga cábalas: es la mejor forma de aguardar la muerte en la vida.
Respuestas
a) Manolo Guerín es un individuo trágico, pero si mi asesino Negro es él, entonces es que no conozco a las personas: odia la improvisación, según creo, y no lo dejaría todo al arbitrio de mi santa voluntad; tampoco aguardaría bajo el relente para dejar o coger cartas en el muro que rodea mi casa, no es ése su estilo de riesgo ni creo que se halle en forma para llevarlo a cabo con frecuencia, y si me está leyendo, que me contradiga. No obstante, si él es usted, tendré que perdonarle: sus intenciones de sorprenderme son genuinas, aunque posea las dudosas virtudes de la palabra inoportuna, la pesadez moral y la crítica apresurada. Yo creo que Manolo juega a ser mayor, lamentarse de serlo, obligar a los demás a que lo admitan y conseguir el respeto de la edad a base de rechazarlo; muy sutil lo suyo. Sin embargo, su introversión no le impide tener fama de mujeriego, y él contribuye con un aspecto intrigante: pelo blanco y lacio con mechones amarillo-orín; tupidas cejas negras sobre los ojos azul oscuros, muy brillantes al fondo del todo, como túneles; ropa sencilla pero al mismo tiempo chocante, siempre un jersey y una camisa, haga el tiempo que haga, y unos tejanos desteñidos. Es un viejo rey cíclope en el país de los ciegos, pero me admite como la subdita más importante, lo que no debió de serle fácil al pobre, porque aquí se le tenía por el único intelectual con denominación de origen, y ello, pese a todas las connotaciones negativas que conlleve tal reputación en un pueblo, es un título que se ostenta con demasiado orgullo para que venga una advenediza madrileña -una mujer- a disputárselo de buenas a primeras.
b) Juan Hernández es más serio, pero quizá no tan aficionado como Manolo a las especulaciones metafísicas. Naturalmente que le agrado, me lo ha dicho en más de una ocasión y no es ningún secreto. Sin embargo, conmigo es aún menos osado, a su modo, que el propio Guerín, y pertenece a ese grupo de caballeros que se ríen con los hombres y se entristecen con las mujeres. Mucho me sorprendería que hubiese elegido este retorcido sistema para que nos conociéramos, pero los caminos del machismo son insondables. Además, en su mirada de andaluz noble se esconde un cuarto de Barbazul que me hace sospechar que sería capaz de las más abyectas perversiones. No obstante, cultiva un miedo sincero por su mujer, que es esférica y se viste con blusas de lunares cosmogónicos todos los domingos y festivos; la evita al dirigirse a mí, y su actitud pierde un miligramo de seriedad cuando ella se ausenta, como si su peso, no sólo corporal, le abrumara de continuo. En la farmacia se vuelve consejero, y, al igual que todos los consejeros que sólo lo son en un mismo lugar, pretende tiranizar: le hace mal efecto que me lleve somníferos, que para él son «perjudiciales, sabe usted» (aunque al mismo tiempo afirme que «mejoran mucho los nervios»), pero ha depositado la confianza de Abraham en la aspirina Bayer, y es de los que piensan que un «salicilato» arregla casi cualquier cosa. No, no: a Juan lo descarto, a menos que haya un segundo Juan dentro del primero, amargo y duro como el hueso del albaricoque.
c) ¿Quién más me queda? Como la gracia de todo esto (si es que la hay, que yo no la veo) estriba, señor mío, en que pueda desenmascararlo, las posibilidades se agotan por sí mismas: ¿Roberto Torres, el médico? ¿Fernando, el párroco? ¿Quizá don Baltasar, el loco de la carretera del cementerio? Prefiero descubrir sus ideas, que no su identidad, la cual, me temo, llegaría a frustrarme si la conociese. Eso de «todo intento es fútil» de su carta anterior me parece pesimista pero auténtico: llevo veinte páginas de mi frustrado manuscrito intentando expresar el mismo pensamiento. Y me pregunto: ¿qué queda del sentido de las cosas a los cuarenta años de edad? Hablemos de esto, no de quién pueda ser mi Negro. Según sus propias palabras, siempre perderemos el tiempo, pero ésta es la forma que yo elijo de perderlo.
Tiene RAZÓN, como siempre; yo apenas poseo otra cosa que DESEOS DE MATARLA. Me dice: «Hablemos de esto y no de lo otro»; le respondo: «Adelante, es una intención loable». Pero… ¡descubrir mis ideas! Imagíneme como un enorme abismo: si me pregunta, oirá su propia voz devuelta con el eco. No avance hacia mí sino hacia usted. Y, si quiere, inténtelo: descubrirá que camina en círculo. Soy insignificante. Mi único valor, si alguno poseo, reside en su afán de vivir, no en mi intención de matarla, que es cierta pero invisible como la razón de la lluvia. Por lo mismo, me hallo inseparablemente unido a su persona. Que la abandonen los que más la aman resulta doloroso pero comprensible, porque el tiempo es capaz de extinguirlo todo. Sin embargo, yo, que busco su muerte, ¿cómo podría dejarla antes de que ésta se produjera? Le aseguro, señorita, que pretendo serle fiel hasta la muerte.
Le propongo nuevos ejercicios.
Ejercicios románticos II
Ayer hubo procesiones y me consta que las contempló. Recuerde a los nazarenos; piense en el destello de sus miradas a través de las capuchas; razone que anteayer eran rostros conocidos pero ayer fueron extraños cuyas identidades sólo podemos conjeturar. Ahora, encapirote con su fantasía a sus amigos; estudie detenidamente sus ojos; y enmudézcalos: que sus palabras se asemejen a una oración murmurada. Obsérvelos caminar con lentitud por la calle, abrumados por la procesión cotidiana. Transfórmelos en un abstracto de ojos y silencios, y comprenderá hasta qué punto el rostro oculta mucho mejor que las capuchas. Diseque las miradas de los seres que la rodean, señorita, y comprenderá que cualquiera puede ser cruel.
¿Pensó algo semejante ayer, frente al paso de la Virgen? ¿Y qué motivó su repentina huida? ¿El aburrimiento? Lo dudo: se hallaba a la sazón en la plaza, cerca de la iglesia, y en un parpadeo retrocedió hacia las callejuelas del este, tomó por Palomares y después por Mazo, pero siempre con prisas. ¿Qué buscaba?
Mi inestimable señor. Es usted un repugnante curioso. En efecto, el viernes decidí presenciar la salida del paso. Podrá parecer idiota, pero jamás había contemplado una procesión de Semana Santa en un pueblo y quería vivir esa experiencia, observe mi ingenuidad de guiri. Aguardé hasta la del viernes porque Manolo me había asegurado que era especial y no podía perdérmela por nada del mundo. Escogí un diminuto poliedro en la esquina de Vicario, nevado de pipas de girasol. Hacía una tarde magnífica, y el último sol acotaba -merced a una de esas coincidencias que refuerzan la fe- el área exacta donde aguardaban los nazarenos la salida de la imagen, frente a la iglesia; sus túnicas moradas refulgían en aquel espléndido corral amarillo. Un sobresalto de clarines mal afinados y el estruendo militar de los tambores me anunciaron que la religión comenzaba. No había traído cámara, pero, como todos los turistas bien entrenados, enfoqué con mis ojos el amplio portal y las escalinatas por las que tendría que aparecer la figura.
Y sucedió algo. O, mejor dicho, sucedieron dos cosas casi simultáneas que me dieron en qué pensar.
A veces, la realidad me desconcierta porque parece un sueño. Supongo que se trata de algo semejante a la deformación profesional, ya que los escritores vivimos de intentar que nuestros sueños se conviertan en una realidad desconcertante para los demás. Sin embargo, los astrólogos afirman que, en ocasiones, determinadas masas celestiales se agrupan en línea o en triángulo y se opera un misterioso cambio en nuestras entrañas sin que lo percibamos a flor de conciencia. Una sensación similar a esa metamorfosis íntima fue la que experimenté con aquel desdoblamiento de hechos.