Escribo esto a las cuatro y media de la madrugada. No es para usted, aunque usted lo leerá. Su amenaza y mi tranquilidad no son respuestas sino monólogos. Ninguno de Jos dos espera que el otro reaccione, sólo que sepa lo que pensamos. Quizá ahí reside el secreto: que usted suena con matarme; yo, con ignorarle. Como ambos debemos soñar, usted no puede matarme ni yo ignorarle, y por eso escribimos. Pero no sé por qué hoy, a estas horas y con el torbellino del alcohol y el baile encima -quizá por esto mismo-, se me ocurre que la nuestra es la mejor comunicación a la que pueden aspirar dos personas: Lejos entre sí, sabiendo que el encuentro es imposible pero llenando el vacío con palabras que no tienen destino. Cuando escribimos para alguien escribimos mentiras (discúlpeme si es ahora la novelista la que le da clases al respecto); sólo decimos la verdad frente a las sombras. Así que miro hacia las sombras y me dirijo a ellas. Estimadas sombras.
¿Por qué no un pañuelo también? Tacones altos, maquillada, un pañuelo al cuello. El pañuelo podría ser blanco, si usted guarda siquiera el más ligero afecto por mí, o negro, atado al brazo, si me odia. Hablemos mediante símbolos sin significado; escribamos mentira tras mentira hasta llegar, por pura probabilidad, a una verdad involuntaria. Sobre todo, imagine. Supongamos que soy Manolo Guerín, como usted cree. ¡Piense en mi diversión cuando la vea salir dócilmente vestida según mis instrucciones! ¿Quiere percibir el peso de un pañuelo atado al cuello? Úselo ahora mismo y recuerde que lo hace por obedecerme. ¿Quiere probar la altura exacta de sus tacones, medir cada paso? Salga con ellos ahora. Pero mejor aún: no me obedezca, imagine que se rebela, que no los usa porque pretende desafiarme; reconocerá que es otra forma de usarlos; notará la ausencia del pañuelo como un suave frío de serpiente en el cuello; el espectro de sus zapatos de tacón le alzará los talones. Negar es también afirmar. El sólo hecho de que yo estoy, ¿acaso no influye en sus decisiones? Si elige ignorarme, ¿logrará olvidarme? Si me olvida, ¿podrá impedir que mi recuerdo llame alguna vez a su puerta? Incluso si no le escribo más, ¿dejará por ello mi insignificante presencia de influir en su camino? De no haberse dado mi existencia, señorita, la suya sería otra. Ni siquiera me preocupa ser un asesino tan inútil: la vida de una víctima también es insignificante. Suponiendo, en contra de toda evidencia, que yo no la matara, que sólo le escribiera cartas como ésta, fácilmente olvidables, usted ganaría la muerte de igual forma. Soñando con asesinarla, la asesino. A diferencia de los zapatos de tacón, desobedecerme en esto sería únicamente postergar su obediencia. He aquí una verdad evidente. La única.