Historia de Paca Cruz

Fue la dueña del «Hostal Enrique», la casa de huéspedes más visitada de Roquedal. Su marido, Enrique, había fallecido de cáncer cuatro años después de emprender aquel negocio, y Paca decidió hacer frente en solitario a las inmensas dificultades de continuar su labor, negándose a vender el hotelucho. No habían tenido hijos y la única hermana de Paca había muerto joven, pero ella no parecía conceder importancia a aquella absoluta soledad. No vestía de luto, a diferencia de las demás viudas, y se negó a que la calificasen así -«viuda»- al enterarse de que había arañas que recibían el mismo nombre. No es que no hubiera amado a su marido: sus ojos brillaban al mencionarlo y mantenía la casa repleta de su rostro orlado por los marcos, atrapado en retratos al carboncillo o en daguerrotipos viejísimos donde ambos aparecían sonriendo tímidamente después de la boda o abrazados con quietud frente al portal de la pensión recién inaugurada. Pero rechazó el luto enseguida y prefirió seguir vistiendo la ropa que ella misma confeccionaba, de colores agradables al ojo, elegante a su manera, pese a que jamás salió del pueblo ni vio otra moda que la de las mujeres de los turistas que formaban su variable clientela. Su filosofía era sencilla y firme: la vida es un azar continuo pero las personas son responsables de su destino y pueden modificarlo, Manolo (que mantenía con ella una terca amistad proveniente de antiguas relaciones familiares y basada en visitas tranquilas, tardes de aceitunas y finos, sillas de enea y largas conversaciones en el patio del hostal) le discutía aquella aparente contradicción, y Paca se explicaba con ejemplos. Una vez le señaló un lustroso timón de barco de tamaño natural con un barómetro en el centro, el inesperado regalo de unos turistas extranjeros que quedaron muy complacidos con su atención, y que adornaba como una margarita monstruosa una de las paredes del patio, moteadas de macetas.

– Manolo -porque nunca lo llamaba «don Manuel», a diferencia de casi todo el mundo-: si te echas a la mar en un barco, tienes el timón para llevarlo adonde quieras, aunque no sepas lo que te aguarda. Las olas aparecen de casualidad, y lo mismo se estrellan contra un barco pequeño que contra uno grande, pero el timón lo llevas tú.

También echaba las cartas del Tarot. Para algunos era más célebre por este oficio que por el de dueña de hostal.

– Pero Paca, mujer -se extrañaba él-, si afirmas que el destino lo decidimos nosotros, ¿por qué crees en las cartas?

– Porque las cartas me dicen lo que debemos y no debemos hacer. Son como la voz de Dios.

– ¿Las órdenes del capitán del barco?

– Eso es -sonreía ella con aires de inmenso secreto, como titubeando ante la confianza que él le inspiraba. Una tarde, sin embargo, decidió honrarlo con otra revelación:

– Manolo, el tema de las cartas es serio. Dios nuestro Señor las usa para decirnos cosas. ¿Sabías que todo el pueblo está en las cartas? -Y cuando él le pidió que se explicase-: Roquedal, en realidad, es un tarot. «La torre» es la torre de la costa; «El ermitaño» soy yo, que vivo sola…

– O yo -la embromó Manolo.

– «El loco» es don Baltasar -prosiguió ella, inexorable-; «El emperador» y «La emperatriz» son los Reyes de Mayo; «La rueda de la fortuna» es este timón que tengo en el patio, aunque no te lo creas; «El sumo sacerdote» es don Fernando, el párroco, sentado en su «trono»…, -Manolo soltó la carcajada, pero el trance de Paca no se rompió-; «Los enamorados» es lo que sucedió con Eulogia Ramírez, que de niña le clavaron una flecha en el corazón; «El carro» es el carro de gitanos que

volvió loca a Amparito Mohedano, la hija del droguero…

Y así continuó desgranando símbolos ante la seriedad creciente de Manolo, que admiraba su vivida fantasía, Al llegar a «La sacerdotisa» la vio titubear:

– ¿Qué pasa?

– Pues que «La sacerdotisa» no está en el pueblo todavía: es una mujer que lee muchos libros.

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