No me hallaba sola: otra figura paseaba con lentitud por las alamedas de sepulcros, adelantando un pie, luego el otro, con un ritmo calculado que parecía tener algo de desfile. Reconocí a don Baltasar, el loco de la carretera del cementerio. No me sorprendió mucho su presencia, ya que me habían asegurado que frecuentaba el camposanto porque vive cerca (en una casa de las afueras) y porque toda su familia está enterrada aquí. Nos hemos cruzado, pero sólo las miradas. Es un hombre recio, de rostro fuerte y voluntarioso herido por un descuidado bigote oscuro. Vestía un arrugado traje gris paloma manchado de nubes negras y una camisa abierta, y llevaba un bastón en forma de cayado. Su atuendo era un absurdo híbrido de elegancia y suciedad. A pesar de su intenso bronceado creo que enrojecía, pero no me pareció que fuera debido a mi presencia: era el rubor de quien camina entre una muchedumbre que lo observa en silencio. Me estremecí y dejé de mirarlo. ¿Es usted el loco del pueblo? No; su locura es demasiado razonable.
Hallé las tumbas. En la de Amparo Mohedano sólo su nombre y unas fechas, pero hay claveles rojos encima. ¿Quién los renueva? Quizá su hermano, que, a pesar de todo, no puede olvidar. Pero sería románticamente delicioso, y también inquietante, que fuera Javier, su «predestinado». A decir verdad, lo menos extraño de la historia de Amparito era aquella sencilla lápida con claveles frescos: yo misma hubiera podido llevarle flores. En la de Eulogia Ramírez, sin embargo, nada de nada: sólo los datos que la identificaban escritos sobre un mármol pequeño. Sin duda tendría algunos ahorros, propios de una vieja soltera, pero no los suficientes como para comprar la atención de unas flores mensuales. Ni siquiera le habían grabado un corazón traspasado por un dardo. Eulogia «la de la flecha» seguía sola y rara, como en vida.
La visita me ha hecho reflexionar: la gente de Roquedal tiene razón al creer que la muerte es amorosa. Yo he podido comprobar a lo largo de mi vida que lo contrario también es cierto.
Breve reflexión sobre el amor y la muerte
Los besos, a veces, saben a muerte; el simple hecho de querer es ya una pequeña pérdida; los abrazos, en ocasiones, son intentos vanos de retener lo que se nos va. La posesión, por ello, es falaz: muy al contrario, hay un desposeimiento siempre. Es como si sólo pudiéramos amar aquello que nos han robado y el amor fuera el deseo de que algún día nos lo devolvieran. Pero llega un momento en que la pérdida resulta infinita: amamos tanto que amamos sólo a un cadáver. Y como la pérdida siempre se cumple, el cadáver permanece. Naturalmente, si el amor tiene ese regusto inevitable a muerte, no debería sorprendernos que el cementerio posea cualidades amorosas. Las cosas guardan equilibrio.
Usted, que asegura ser mi muerte, ¿acaso no es mi verdadero amor?