Mi inestimable señor. Sus amenazas nunca me asustaron, pero ahora ni siquiera me preocupan. Usted sigue siendo anónimo e insignificante como los malos recuerdos o el naipe de la muerte. Sé que me visitará algún día (la certeza de este hecho es incuestionable, como a usted le gusta decir), pero advierta que yo no lo llamaré. Deberá invitarse a sí mismo cuando le
plazca. Me hallará tranquila, casi feliz, probablemente escribiendo (pero no a usted, se lo aseguro). Su insignificancia es tal, señor mío, que ni siquiera voy a despedirme ahora: bastará un punto final, un leve punto final, el gesto de alzar la pluma en este momento, y usted desaparecerá. Porque el único remedio que encuentro ante su insistencia es ignorarle. Se merece usted algo mucho peor que mi desprecio: se merece, estimado señor, mi aburrimiento. Ya no quiero escribir más sobre usted.