Ayer salí temprano de casa por cumplir con el ritual del café de los sábados, olvidando que éste era Santo y el bar de la Trocha se hallaba cerrado debido a la muerte de Dios. Deambulé entonces por las calles empinadas, percibiendo una confusa simbiosis de olas y campanas y comprobando, como siempre, que en Roquedal no existe la soledad exacta pues sobra siempre un resto de presencias: un ladrido suelto de perro invisible desde un patio, el maternal desorden de unas gallinas o las sombras aristadas y fugaces de las palomas. Remontaba una costanilla sin nombre, un trayecto que da a los solares por un lado y a las ruinas por otro y que en su misma cúspide no parece sino que alcanza la cima absoluta de la nada, cuando vi venir desde su altura al mago adolescente de mi tarde anterior.
Huelga decir que lo reconocí de inmediato: melena azabache de gitana; chaleco cuajado de pins pantalones ceñidos como calzas renacentistas de un raro color calostro; botas polvorientas de soldado. Llevaba aún la delgada rama con la que había dispensado alegría el día previo. Al pasar junto a mí, se detuvo y me sonrió: la brisa le embozó aquella sonrisa artera con su propio pelo. Extendió la mano izquierda abierta.
– ¿Me das algo? -dijo.
– ¿Cómo te llamas? -indagué con cautela.
– Como tú quieras. -Se azuzaba el muslo con la vara.
Por extraño que le parezca, su respuesta no me intrigó. En la ciudad he podido comprobar que la gente vende cosas más íntimas que el nombre. Decidí no bautizarlo en aquel momento.
– ¿Vives en Roquedal?
– No.
– ¿De dónde eres?
– Del lugar que más te guste.
Sonreí. Apenas le veía el rostro: él no se apartaba el antifaz vivo del pelo,
– ¿Y por qué te voy a dar algo? ¿Qué es lo que sabes hacer?
– Soy mago. -Y repitió, con honda gravedad-: Mago.
Una repentina ráfaga de escalofríos fusiló mi espalda.
– ¿Y qué trucos conoces? -dije, azorada por la coincidencia.
– Me hago invisible. Tú dame algo y ya verás.
Me brotó la espadañada de una risa nerviosa.
– Seguro que sí. ¡Seguro que te harás invisible en cuanto te dé algo!
Hizo refulgir una hilera de sorprendentes y compactos dientes blancos. Saqué unas monedas de mis tejanos.
– Pues venga. Aquí tienes.
Las guardó en el chaleco y se despejó la cara por primera vez.
– Cuando sea mayor -dijo con otra voz y otro acento que me helaron la sangre-, aprenderé a tocar la flauta y pintaré cuadros muy raros. Después me mataré con mi moto en la carretera.
Y desapareció en el aire.
La hierba alta del solar frontero -hendida un momento antes por el obstáculo de su cuerpo- osciló como un péndulo de reloj de pared contando los segundos que estuve paralizada. Cuando pude moverme y reanudé mi camino, esta vez de regreso a casa, pensé: «Era un recuerdo de Luis. Los fantasmas no existen, pero los recuerdos sí, y poseen idéntica apariencia. He venido a este pueblo a olvidar cosas muertas, pero sólo he conseguido resucitarlas». Usted opinará, sin embargo: «Como buena escritora, ha inventado esta historia para inquietarme». Yo le respondo: «Es cierto en parte (sólo en parte, porque lo que se escribe pertenece por derecho propio a la realidad; de lo contrario, ¿cómo podría creer en usted, si sólo lo conozco a través de lo que escribe?), pero no pretendo inquietarle sino exorcizarle, porque si usted es únicamente sus palabras, entonces es que puede ser borrado. Una palabra no posee más peso que un papel, y cuando se abre la ventana la brisa del mar hace volar los papeles. Así ocurre con mi Mago Negro, que vuela y desaparece de la misma forma que ciertos recuerdos. Nada pueden las hojas frente a
Estimada señorita. Jugamos un juego infinito que carece de ganadores. Yo podría decirle que
Bueno, basta. Hasta aquí llegó mi paciencia. Ya me aburre inventarme, con nocturnidad y alevosía, las respuestas atormentadas de un misterioso «señor» que busca mi muerte, abandonarlas en el muro que rodea mi casa y fingir sorpresa cuando «encuentro», por la mañana, una carta sin remite en el lugar de siempre. El juego ha tenido su motivo y su deleite, pero cuando un juego cansa, deja de serlo.
La idea se me ocurrió hace cuatro meses, paseando solitaria por el pueblo mientras pensaba en el argumento de mi próxima novela: una solterona recibe misivas anónimas de un individuo que amenaza con matarla. Lo intrigante es que la protagonista no denuncia al psicópata; por el contrario, inaugura con él una especie de epistolario surrealista. Imaginé entonces el aparente desatino de escribirme cartas a mí misma imitando ambas voces, verdugo y víctima, y experimentar en carne propia lo que la solitaria mujer de mi historia tendría neesariamente que sentir. ¿Cómo sería esa correspondencia? ¿Qué cosas podría contarle a un desconocido que quisiera matarme? Pensé que equivaldría a dialogar con mi propio miedo, una especie de descabellado psicoanálisis: Bellow dice en Herzog (cuyo protagonista, por cierto, también inventa cartas) que un asesinato mental diario lo libra a uno del psiquiatra; habría que inferir de ello que el suicidio mental nos cura por completo. Sin embargo, escrúpulos de cordura me impidieron hacer realidad el proyecto hasta dos días después, una noche como la de hoy aunque mucho más fría, encandilada por un Faulkner seductor que se me acercaba con pasos de Negro.
Mi estado de ánimo y mi conocimiento del mundo proceden casi por completo de la palabra impresa; según qué libro esté leyendo en un momento dado, así será mi respuesta a los misterios de la vida. Cuando no escribo, soy traductora, lo que también significa que soy médium: sesiones de espiritismo sobre una mesa, prestando mi voz a las palabras muertas. Pero a veces, al calor del lenguaje, el ánima que me posee no me abandona del todo cuando finalizo mi tarea. La noche a la que me refiero me hallaba repasando el libro en el que trabajo -Light in August-, cuando de repente percibí la existencia fuerte, el tibio aliento de las criaturas de este gran caballero del Sur.
La casa que he alquilado en Roquedal posee un cuarto pequeño cuya ventana, de marco blanco, se abre a la línea de playa. Por la noche el cristal exhibe un rectángulo negro con cuerpos celestes débiles que reconozco como barcas de pescadores. He atiborrado la habitación de libros; me asedian por las cuatro esquinas. Trabajo en una mesa de madera artificiosa, de ésas que venden por piezas con los orificios de los tornillos preparados, que traje sin armar desde Madrid. Ocupo una silla del color de las heridas cicatrizadas que no conseguí por piezas porque ya estaba en la casa cuando la alquilé, y que no es excesivamente cómoda ni incómoda. Uso una estilográfica ni conocida ni lujosa, pero sí buena, de punta afilada como una aguja (evento raro y doloroso es dañarme con mi propia pluma). Escribo vestida tan sólo con mi bata de baño, después de ducharme; es bermellón y llega hasta mis tobillos -una túnica-, pero cruzo las piernas y la aparto. Existe, por lo general, un silencio asombroso cuando trabajo (me mudé a este pueblo porque venía buscándolo; ahora me impone), tan profundo que no puedo pensar en él: tampoco sería capaz de asomarme a un abismo. Sin embargo, el silencio es una forma de sonido helado, y el calor lo derrite y se oye. Ahora que comienza mayo y la ventana está abierta, escucho la estropeada gramola del mar y el diminuto suicidio de los insectos contra la bombilla del flexo, que es la única luz que me permito. Aquella noche, sin embargo, la ventana se hallaba cerrada, enero agonizaba y hacía frío y llovía incluso aquí, en esta aldea blanquiazul del sur. Pero yo me encontraba tendida bajo el sol de agosto, en los jadeantes establos de William Faulkner.
Fue entonces, exactamente entonces, cuando tuve aquella -¿azarosa?- tentación. Principiaba la traducción de los capítulos en los que se narra la relación entre la señorita Burden, solterona abolicionista, y el híbrido Joe Christmas, con su blancura manchada de antepasados negros, a quien ella llama «Negro» en sus frenesíes. La señorita Burden vive sola, enjaulada en su memoria, perdida como una isla en un océano de esclavos y amos. Con ella se extingue la estirpe. El Negro Christmas llega a su casa con pasos de león africano, también solitario, sinuoso, esbelto, trágico; lleva en sus ojos el destino sureño como una marca de fuego en la espalda de un esclavo; su silencio es de campo de algodón. Ambos se parecen en algo: lo Negro arde en su interior. Son negros íntimos. Ella se relaciona de forma extraña con él: le deja comida en la cocina como lo haría con un gato grande; no renuncia a su contacto pero tampoco lo reclama; le escribe cartas que esconde en un poste hueco cerca del establo, y que le ofrecen pistas sobre dónde podría hallarse ella, como en un juego del escondite. El la busca por toda la casa, a oscuras, y a veces la encuentra oculta en un armario, waiting, panting, her eyes in the dark glowing like the eyes of cats, y a veces en el campo de los alrededores, con la ropa desgarrada, esperándole.
La soledad es una extraña compañera de cama. Vivir con ella es como caminar sonámbula. No sé en qué momento de aquella noche, ni por qué razón -los ojos ardiéndome de Faulkner-, alcé la pluma con la mitad de una palabra interrumpida y dirigí la húmeda -negra- punta hacia otro cuaderno, iniciando la primera carta de mi asesino Negro, que ya sólo conservo en la memoria, aunque implacable:
«Estimada señorita. Voy a matarla. No le diré cuándo ni cómo, pero confíe en que lo haré. Usted no me conoce, yo a usted tampoco. Pero hemos coincidido de esta forma: habrá una colisión, y mi cuerpo, más fuerte, la destruirá. No me mueve la codicia, ni siquiera el placen Mi deseo de matarla tampoco ES intenso. Pero es puro. Yo estoy hecho sólo de su muerte; soy una veta profunda de su crimen. Acepte Esta misiva como el comienzo de nuestra relación. Denunciarme sería tan inútil como denunciar que Algún día morirá».
Naturalmente que no fue una tragedia. Nada es trágico en la soledad: todo lo que hacemos cuando estamos solos nos hace reír en el fondo. Cogí un sobre de la estantería y guardé la carta sin leerla. Entonces salí de casa. Envuelta tan sólo en mi bata de baño, la sensación fue como si me arrojase al mar: el sonido, el frío, incluso el vértigo. Mis ojos traspasaron la profundidad.
La casa donde vivo aquí en Roquedal posee dos plantas, tres dormitorios, un espacio para el perro o el gato en la parte trasera y un huerto en la delantera con varios naranjos enfermizos. La cancilla del huerto se prolonga con una tapia, un muro de piedra de baja altura que nada protege, nada oculta y nada previene. Abandoné la carta en una esquina del muro, asegurada con una pequeña piedra, en la posición en que se dejan los regalos, a conciencia, mostrada como algo blanco y rectangular que alguien colocara con el único propósito de que otra persona lo advirtiera. Deseaba recibir al día siguiente el impacto del hallazgo ficticio.
Dio resultado. Por la mañana me encontré, me leí y soporté un escalofrío. Contemplé el mar, que ya lo era, quiero decir, que ya no era parte de la oscuridad sino una autonomía turquesa más allá de la pequeña línea de árboles secos, y pensé: «Así que incluso aquí puedo sentir temor». Pero fue como si el temor cobijara otras emociones, aún indefinibles.
A partir de aquel día adquirí la costumbre de escribirme y responderme, al menos, un par de cartas a la semana. Conforme conocía a las gentes del pueblo, gustaba de especular con la identidad oculta de mi asesino. La primavera comenzó muy divertida gracias a esta lúdica manera de elaborar un diario. Cuando me asaltaba de nuevo el sentido de la realidad y frenaba la pluma con la voz de mi Negro, me agradaba pensar, con la señorita Burden: Don't make me have to pray. Dear God, let me be damned a little longer, a little while, no me obligues a rezar, déjame en pecado un poco más, Dios mío, y comenzaba otra carta:
«Soy un tren imposible, una máquina negra que trepa velocísima por la vertical de un precipicio: y usted cae por él hacia mí».
Pero vinieron malos tiempos: la muerte en accidente de Luis Blasco, por ejemplo, el pintor que aún creía en el LSD. Fue extraño, porque apenas lo conocía, pero al enterarme de la trágica noticia -hace ahora dos meses- sólo pude escribir con la voz de mi Negro y amordacé a la señorita Burden. «En Roquedal nadie debe morir», pensaba. «Todo lo que suceda aquí, todo el ruido y la furia, ha de ser ficticio. He venido a Roquedal para iniciar una crónica fantástica de mi vida. Aquí sólo debe ocurrir aquello que se escribe.» Pero no pude dominar mi aprensión a partir de la muerte del pobre Luis.
Después regresaron los recuerdos.
El mar, que es una vacilación constante, te contagia. Anoche ya no quise escribir más cartas anónimas. Tampoco quise la luz, y apagué el flexo. Penetraba un poco de resplandor lunar por la ventana, pero no me permitía leer. Sin embargo, mi pereza me impidió devolver los libros a la estantería y permanecí sentada ante ellos, asombrada de lo misteriosos que parecían, apilados en un inútil montón sobre la mesa, cerrados. Pensé: «No. No puedo huir de los recuerdos con fantasías». Y hoy
Estimada señorita, A pesar de su falacia, el juego de la identidad puede resultar interesante en algún momento. Yo no la engaño, pero no puedo impedir que usted se engañe conmigo. Razones tendrá para ello y yo ninguna para desmentirla, ya que su error puede no concluir (es posible que muera equivocada con mi identidad), así que, ¿qué importancia tiene un error que dura toda la vida? Si existen verdades breves, ¿por qué no errores eternos? El hecho ineludible es que va a morir: yo la mataré. Y, sobre esto, ¿qué se puede razonar? He aquí un sencillo ejercicio de lógica.