Cómo debería ser mi asesinato

Llaman a la puerta, por ejemplo, ahora mismo; yo taconeo hasta ella para abrir; abro y me muerdo sin querer el carmín de mi labio inferior -quede bien claro que no se trata del inferiorinferior, que sería harto difícil que pudiera morderme, créame; digamos, para que no interprete usted mal mi jabberwocky, del labio intermedio-; lo veo a usted en el umbral, el Negro Christmas, el Rey de Mayo; antes de que yo pueda articular una sola palabra, usted me mata (probablemente, sólo tendrá que apretar un poco más este tosco pañuelo que me he atado al cuello). Yo muero. Y ya está.

En las novelas, sin embargo, esto no basta. No se puede escribir sobre el momento de la muerte. No existe tal momento. Se puede hablar de la agonía, de la pérdida de visión, de la desnudez, de la violación, de la hemorragia. Todo eso existe. Pero la muerte no. Usted me matará pero yo no me moriré. Es una cuestión de lenguaje, como todas; jamás podré morirme

porque el acto de morir no es un acto, es el final de la obra, está fuera de la obra y fuera de mí queda más allá del borde y de la descripción. Yo jamás me moriré cuando usted me mate: habrá un instante de agonía y de terror, quizá de morboso placer, pero nada más. Y cuando usted diga: «Ha muerto», yo ya no podré comprobarlo. Matar no es hacer morir, como usted pensaba. Matar es «matar algo» -a un jabberwocky, por ejemplo-, dejar esa sonrisa de cadáver al desvanecerse un cuerpo que ya no seré yo. «La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte.» ¿Dónde leí eso? ¡Ya sé!

La solución al acertijo de la tumba «W»

Ahora comprendo por qué en Roquedal le consideran insignificante: de usted es imposible hablar, ya que sobre «una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe expresar una pregunta», y porque «de lo que no se puede hablar, hay que callar». ¡Ahora sé a quién pertenecía la tumba «W»! ¡A Wittgenstein, claro! Wittgenstein nació y murió en Roquedal, lo que ocurre es que le sucedió como a Manolo: que casi toda su vida la pasó en el extranjero. Pero los circuitos lógicos de Wittgenstein proceden de aquí.

No he sabido si fue Wittgenstein, o el recuerdo de la energía insobornable de Paca Cruz. No lo supe, no lo he sabido nunca, no lo sabré nunca.

Era tarde, eso sí lo sé. El día desfilaba por las ventanas mostrando su espalda, como el Rey de Mayo. Yo me hallaba en el baño con la punta de mi estilográfica apoyada en los latidos de mis venas. Ya le he dicho en una carta anterior que poseo una estilográfica peligrosa, afilada, terrible. Pensé que sería un detalle poético y deseché el cuchillo de cocina que había cogido, me dirigí a mi despacho, desnudé la pluma y regresé al cuarto de baño. «Un escritor debe morir escribiendo», pensé. «Escribir hasta la muerte, hasta el mismísimo final, las últimas palabras con sangre.» Una imagen de extraña y terrible belleza me sobrecogió; firmar, rubricar mi novela sobre la muñeca izquierda presionando con fuerza, como se hace con un bolígrafo que no funciona, hasta que las arterias destrozadas formaran mi nombre y huyera la sangre. Así pasaría a la leyenda de este pueblo mágico. Carmen del Mar «la de la pluma».

Tampoco sé si fue pensar esto, querido, inestimable señor, usted me entiende. Puede que fuera llorar como lo hice, así de maquillada, frente al espejo del cuarto de baño, así de guapa, frente al espejo, con mi muñeca izquierda levantada y apoyada en mi pecho -una muñeca acunada en mi regazo-, la pluma a punto de arañar la última palabra.

Ahora que lo pienso, quizá fuera llorar. ¿Desde cuándo no había llorado? ¿Desde cuándo me había limitado a traducir mi veneno en esta triste novela epistolar en vez de verterlo, derramarlo hacia la realidad? ¿Sería, quizá, la posición de mi rostro, mi boca absurdamente abierta como si gritara «auxilio, me matan», aunque en silencio? ¿Quizá, querido señor fue el llanto?

Posiblemente fuera la risa. A veces la ridiculez es salvadora. Verme llorar así, maquillada, el pañuelo blanco al cuello, desnuda bajo el vestido que compré para la boda de Eloísa, la muñeca izquierda dispuesta como un papel y la pluma a punto de escribir sobre ella, lo transformó todo en lo que realmente era -porque las actividades solitarias siempre nos hacen reír, por graves que sean-; y mi llanto se deshizo en risa sin transición. De igual manera el odio se vuelve amor; la desesperación, esperanza; la muerte, vida. «Mírame», pensé. «Oh, por favor, mírame. Mírame de nuevo renacida, mi cuerpo desnudo y vestido, mis facciones estropeadas, pero el calor de nuevo conmigo, porque llorar es volver a ser joven, el tibio calor de las lágrimas y de la risa otra vez conmigo.»

Y en lugar de rubricar sobre mis arterias, he dirigido la pluma hacia el papel y le he escrito, señor mío, la última carta.

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