Capítulo IX



El Doctor Roberts

Buenos días, superintendente Battle. El doctor Roberts se levantó del sillón y alargó una mano grande y sonrosada que olía a una mezcla de jabón y ácido fénico,

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

Battle dio una ojeada a la confortable sala de consulta antes de contestar.

—Pues verá, doctor Roberts; hablando con propiedad, no van. Están paradas.

—Los periódicos no se han ocupado mucho del caso. Me alegro de que haya sido así.

—Sí; sólo aquello de: «Fallece repentinamente el conocido señor Shaitana, en una reunión que se celebraba en su propio domicilio.» Lo hemos dejado así, de momento. Se ha hecho la autopsia y he traído el informe... por si pudiera interesarle...

—Ha sido usted muy amable... me interesa... hum... hum... Sí, muy interesante.

Devolvió el papel.

—Nos hemos entrevistado con el abogado del señor Shaitana para enterarnos de las disposiciones de su testamento. No hay nada de particular en él. Por lo visto, tiene unos parientes en Siria. Después, como es lógico, hemos investigado todos sus documentos particulares.

Fue una ilusión o una realidad, aquella cara ancha y bien afeitada pareció estirarse un poco, endureciéndose sus rasgos.

—¿Y qué han encontrado? —preguntó el médico.

—Nada —replicó Battle sin apartar la vista de él.

No hubo ningún suspiro de alivio. Nada tan llamativo. Pero toda la persona de Roberts pareció descansar un poco más confortablemente en el sillón.

—Y por lo tanto, acude usted a mí.

—Ni más ni menos.

Las cejas del médico se levantaron ligeramente y sus astutos ojos se fijaron en los de Battle.

—Quiere dar un vistazo a mi documentación privada, ¿no es eso?

—Tal es mi idea.

—¿Trae una orden de registro?

—No.

—Bueno; de todas formas puede usted procurarse una fácilmente. No quiero crear dificultades. No es muy agradable ser sospechoso de asesinato, pero supongo que no puedo echarle las culpas a usted por llevar a cabo lo que indiscutiblemente es su deber.

—Muchas gracias, señor —replicó el policía verdaderamente agradecido—. Aprecio muchísimo su actitud y espero que los demás serán tan razonables como usted.

—Lo que no puede curarse debe sufrirse —dijo el médico con jovialidad.

—Ya terminé mi consulta aquí y estaba a punto de salir para empezar las visitas. Le dejaré las llaves y avisaré a mi secretario. Después puede usted revolver cuanto le plazca.

—Es usted muy amable —dijo Battle—. Pero antes de que se vaya, quisiera hacer algunas preguntas.

—¿Sobre lo de la otra noche? Creo que ya se lo dije todo.

—No. Referente a usted mismo.

—Muy bien; pregunte. ¿Qué desea saber?

—Sólo un ligero bosquejo de su vida. Dónde nació; cuándo se casó y cosas por el estilo.

—Eso servirá para que se refieran a mí en el «Quién es quién» —dijo el médico con sequedad—. Mi carrera ha sido perfectamente recta. Nací en Ludlow, en el Shropshire. Mi padre practicaba la medicina allí. Murió cuando yo tenía quince años. Me eduqué en Shrewsbury y estudié medicina, como hizo mi padre antes. Pertenezco a la Facultad de San Cristóbal... pero supongo que todos estos detalles relativos a mi profesión los habrá recogido usted ya.

—Sí; ya me informé, señor. ¿Es usted hijo único, o tiene otros hermanos?

—Fui hijo único. Mis padres murieron y yo no me he casado. ¿Tiene esto algo que ver con lo que tratamos? Vine aquí y me asocié con el doctor Embery. Se retiró hace unos quince años y ahora vive en Irlanda. Le daré su dirección si lo desea. Vivo en esta casa con una cocinera, una doncella y una criada. Mi secretario viene a diario. Tengo buenos ingresos y solamente mato a un número razonable de mis pacientes. ¿Qué le parece?

El superintendente hizo un leve gesto.

—Un bosquejo bastante amplio, doctor Roberts. Me alegro de que no haya perdido el sentido del humor. Y ahora, voy a preguntarle sobre otra cosa.

—Soy un hombre de ética profesional muy rigurosa, superintendente.

—No quería referirme a eso, no; solamente quería preguntarle si puede usted darme los nombres de cuatro amigos que le conozcan íntimamente desde hace tiempo. Una especie de referencia, como comprenderá.

—Sí, ya sé. Déjeme recordar. ¿Prefiere usted gente que viva ahora en Londres?

—Eso facilitará las cosas; pero no importa que vivan en otros sitios.

El médico recapacitó durante unos momentos y luego escribió cuatro nombres y dirección en una hoja de papel que entregó a Battle.

—¿Valdrán éstos? Son los mejores en que he podido pensar de momento.

El superintendente leyó con atención la lista, hizo un gesto aprobatorio de satisfacción y se guardó el papel en un bolsillo interior de la americana.

—Como se habrá dado cuenta —dijo—, esto es solamente cuestión de ir eliminando sospechosos. Cuanto más pronto consiga eliminar a uno de ellos como tal, y empezar a investigar el siguiente, mucho mejor para todos los interesados. Ahora tengo que asegurarme definitivamente de que usted no estaba indispuesto con el señor Shaitana; que no tenía relaciones ni negocios privados con él y que, con anterioridad, no le ocasionó ningún perjuicio por el cual pudiera usted guardarle rencor. Yo puedo creerle cuando me dice que sólo lo conocía ligeramente... pero no es cosa de que yo crea o no. Tengo que estar completamente seguro de ello.

—Le comprendo perfectamente. Tiene usted que pensar que todos son unos mentirosos, hasta que cada cual pruebe que está diciendo la verdad. Aquí tiene las llaves, superintendente. Éstas son de los cajones de la mesa; éstas del buró y... esta pequeña, es del armario donde guardo los venenos. Cuide de cerrarlo bien. Tal vez será preferible que avise a mi secretaria.

Apretó un botón que había sobre la mesa.

Casi inmediatamente se abrió una puerta y apareció una joven de aspecto eficiente.

—¿Llamó usted, doctor?

—Ésta es la señorita Burguess... El superintendente Battle, de Scotland Yard.

La señorita Burguess dirigió una fría mirada al policía. Pareció decir: «¡Dios mío! ¿Qué clase de bicho es éste?»

—Le agradeceré, señorita Burguess, que conteste a cualquier pregunta que le haga el superintendente Battle y le ayude en lo que necesite.

—Como usted ordene, doctor.

—Bueno —dijo Roberts levantándose—. Me marcho.

¿Ha puesto la morfina en el maletín? La necesitaré en el caso Lockaert.

Continuó hablando mientras salía de la habitación y la señorita Burguess lo siguió.

Al cabo de un rato volvió a entrar la joven y dijo:

—Cuando me necesite, apriete ese botón.

Battle le dio las gracias y le aseguró que así lo haría. Luego se puso a trabajar.

Su búsqueda fue cuidadosa y metódica, aunque no tenía grandes esperanzas de encontrar nada importante. La rápida aquiescencia de Roberts daba motivo para creerlo así. El médico no era tonto y podía haber previsto aquel registro y tomar las medidas oportunas. Existía, sin embargo, la ligera esperanza de que Battle pudiera dar con un indicio de la información que realmente buscaba, puesto que Roberts no conocía el objetivo verdadero del detenido registro.

El superintendente Battle abrió y cerró cajones; escudriñó casilleros; repasó un libro de cheques; contó por encima el importe de las facturas pendientes de pago y anotó sus conceptos. Revisó el pasaporte de Roberts, revolvió sus historiales clínicos y, por fin, no dejó documento escrito sin revisar. El resultado fue pobre en extremo. Después echó una ojeada al armario de los venenos; tomó nota de las firmas que los vendían al médico y del sistema que seguía éste para controlarlos. Cerró el armario y dedicó su atención al buró. El contenido de este último era de una naturaleza más personal, pero Battle no encontró nada relacionado con su búsqueda.

Sacudió la cabeza, tomó asiento en el sillón de Roberts y apretó el botón de la mesa.

La señorita Burguess apareció con encomiable rapidez.

Battle le rogó cortésmente que se sentara y una vez que la muchacha lo hizo, la contempló durante un momento, antes de decidir la forma en que la abordaría. Se había dado cuenta inmeditamente de su hostilidad y no sabía si provocarla, para que hablara irreflexivamente, incrementando dicha hostilidad o utilizar un método más suave de aproximación.

—Supongo que estará enterada de la causa de todo esto, señorita Burgess —dijo al fin.

—Me lo ha dicho el doctor Roberts —contestó la joven con presteza.

—Es un asunto muy delicado —contestó Battle.

—¿De veras?

—Sí; algo desagradable. Cuatro personas son sospechosas y una de ellas debió cometer el crimen. Necesito saber si vio usted en alguna ocasión a ese señor Shaitana.

—Nunca.

—¿Y no oyó hablar de él al doctor Roberts?

—Tampoco... No, espere. Estoy equivocada. Hará cosa de una semana, el doctor Roberts me dijo que anotara una cita para comer en su libro de visitas. El señor Shaitana, a las ocho y cuarto del día dieciocho.

—¿Y ésa fue la primera vez que oyó hablar del señor Shaitana?

—Sí.

—¿Nunca vio su nombre en los periódicos? A menudo aparecía en las «Notas de Sociedad».

—Tengo otras cosas mejores que hacer, en lugar de perder el tiempo leyendo «Notas de Sociedad».

—No lo dudo, no lo dudo —dijo el superintendente dócilmente—. Bueno —prosiguió—. Eso es lo que hay. Cada una de esas cuatro personas admite que sólo conocía al señor Shaitana muy superficialmente. Pero una de ellas lo conocía lo bastante para matarlo. Y mi trabajo consiste en desenmascararlo.

Se produjo una pausa. La señorita Burguess parecía no tener ningún interés respecto a la forma en que el superintendente debía llevar a cabo su trabajo. El suyo se reducía a obedecer las órdenes de su jefe, oyendo lo que el policía tuviera que decirle y contestando cuantas preguntas le hiciera directamente.

—Compréndame usted, señorita Burguess —el superintendente se dio cuenta de que era una empresa ardua, pero perseveró—. Dudo que llegue a hacerse cargo ni de la mitad de las dificultades que encontramos en nuestro trabajo. Por ejemplo, la gente dice cosas. Pues bien; no podemos creer ni una palabra, pero debemos tomar nota de ello. Esto es más susceptible en un caso como el que nos ocupa. No quiero decir nada contra su sexo, pero no hay duda de que una mujer, cuando empieza a hablar, es capaz de dejar que su lengua se desmande un poco. Hace acusaciones infundadas, insinúa esto, aquello y lo de más allá; y saca a relucir toda clase de escándalos pretéritos que probablemente no tienen nada que ver con el caso.

—¿Quiere usted dar a entender que una de esas personas ha estado hablando mal del doctor? —preguntó la señorita Burguess.

—No ha hablado mal, precisamente —respondió Battle con precaución—. Pero de todas formas, estoy dispuesto a enterarme de lo que sea. Circunstancias sospechosas en la muerte de un paciente. Seguramente serán todo tonterías. Tengo reparos en molestar enojosamente al doctor con todo esto.

—Supongo que alguien se habrá hecho eco de esa historia acerca de la señora Graves —dijo la señorita Burguess coléricamente—. Es vergonzosa la forma con que la gente habla de cosas sobre las cuales no sabe nada. Muchas señoras ancianas se vuelven así... creen que todos tratan de envenenarlas... sus parientes, los criados y hasta su propio médico. La señora Graves tuvo tres médicos antes de que llamara al doctor Roberts y luego, cuando tomó las mismas manías acerca de él, mi jefe le indicó espontáneamente que buscara al doctor Lee. Según dijo, es la única cosa que se puede hacer en estos casos. Y después del doctor Lee, llamó al doctor Steele, y después al doctor Farmes... hasta que murió, la pobre.

—Quedaría usted atónita si supiera de qué forma las cosas insignificantes dan pie a un rumor —dijo Battle—. Siempre que un médico sale beneficiado por la muerte de un paciente, alguien tiene que esparcir alguna calumnia. Y sin embargo, ¿por qué no puede un paciente agradecido dejar un recuerdo pequeño o grande, al que lo atendió en su enfermedad?

—Son los parientes —comentó la señorita Burguess—. Siempre he creído que no hay nada mejor que la muerte para sacar a relucir toda la bajeza de la naturaleza humana. Antes de que se enfríe el cadáver ya disputan sobre quién se llevará lo mejor. Afortunadamente, el doctor Roberts no se ha visto mezclado en ningún caso de ésos. Dice siempre que tiene la esperanza de que sus pacientes no le dejen nada. Creo que una vez heredó cincuenta libras, con las que se compró dos bastones y un reloj de oro. Pero aparte de ello, nada más.

—Es difícil la vida de un facultativo —suspiró Battle—. Está expuesto siempre al chantaje. Los hechos más inocentes dan lugar muchas veces a suposiciones escandalosas. Un médico debe evitar hasta la sensación de maldad, lo cual quiere decir que debe vigilar con sus cinco sentidos todo lo que hace.

—Tiene usted mucha razón —convino la señorita Burguess—. Una de las preocupaciones de los médicos son las mujeres histéricas.

—Mujeres histéricas. Eso es. Para mí, a eso se reduce todo.

—¿Supongo que se referirá a lo ocurrido a la señora Craddock?

Battle hizo como si recapacitara.

—Déjeme que recuerde. ¿Fue hace unos tres años? No; más.

—Cuatro o cinco, me parece. ¡Era una mujer chiflada por completo! Me alegré cuando se fue al extranjero y creo que el doctor Roberts también. Le contó a su marido una sarta de mentiras... siempre hacen lo mismo. El pobre hombre pareció que ya no era el mismo... enfermó. Como usted sabe, murió de un ántrax producido por una brocha de afeitar infectada.

—Me había olvidado de ese detalle —mintió tranquilamente Battle.

—Luego ella se marchó al extranjero y murió poco después. Siempre la tuve por un mujer un tanto impúdica... se volvía loca por los hombres.

—Sí; conozco ese tipo —dijo el superintendente—. Son peligrosas. Un médico debe alejarse de ellas todo lo posible. ¿Dónde murió...? Creo que lo recuerdo...

—En Egipto. Contrajo una enfermedad de la sangre... una infección indígena.

—Otra cosa que puede ser un inconveniente para un médico —dijo Battle variando de tema—, es cuando sospecha que uno de sus pacientes está siendo envenenado por uno de sus parientes. ¿Qué hacer? Tiene que asegurarse de ello... o, en otro caso, cerrar la boca. Y si hace esto último, luego se sentirá embarazado si se habla de juego sucio. Me preguntaba si algún caso de esta índole se le había presentado al doctor Roberts.

—No creo que haya tenido ninguno —contestó la secretaria, como si estuviera recordando algo—. Nunca oí hablar de nada parecido.

—Desde un punto de vista estadístico, sería interesante saber cuántas defunciones ocurren anualmente entre la clientela de un médico. Por ejemplo, usted ha trabajado con el doctor Roberts durante algunos años...

—Siete.

—Siete. Bien. ¿Cuántas muertes imprevistas han ocurrido en ese período de tiempo?

—Es difícil de decir.

La señorita Burguess pareció abstraerse haciendo cálculos. Había desaparecido su hostilidad y no se veía que tuviera sospecha alguna.

—Siete, ocho... desde luego, no puedo recordar exactamente... diría que no han ocurrido más de treinta en ese tiempo.

—Entonces supongo que el doctor Roberts es mucho mejor que otros médicos —dijo Battle jovialmente—. Supongo también que la mayoría de sus pacientes pertenecerán a la alta sociedad. Tienen suficiente medios para cuidarse bien.

—Es un médico muy popular. Casi nunca se equivoca en sus diagnósticos.

Battle suspiró y se levantó.

—Temo que me he desviado de mi deber, el cual me obliga a encontrar una conexión entre el doctor y el señor Shaitana. ¿Está usted segura de que no era uno de los pacientes de su jefe?

—Completamente segura.

—¿Tal vez bajo otro nombre? —Battle le entregó una fotografía—. ¿Lo reconoce?

—¡Qué aspecto tan teatral! No; nunca lo vi por aquí.

—Bueno; eso es todo —volvió a suspirar Battle—. Le estoy muy agradecido al doctor por todas sus amabilidades. ¿Se lo dirá? Dígale también que ahora me voy a ocupar del número dos. Adiós, señorita Burguess, y muchas gracias por su ayuda.

Le estrechó la mano y se marchó. Mientras caminaba por la calle sacó del bolsillo una agenda e hizo dos anotaciones en la letra R.

«¿La señora Graves? No parece probable.

»¿La señora Craddock? No ha heredado.

»Es soltero. (Lástima.)

«Investigar la muerte de sus pacientes. (Difícil.)»

Cerró el librito y entró en la sucursal urbana de Lancester Gate, del London & Wessex Bank.

La presentación de su tarjeta oficial le permitió celebrar inmediatamente una entrevista privada con el director.

—Buenos días, señor. Tengo entendido que un tal doctor Geoffrey Roberts es cliente suyo.

—Eso es, superintendente.

—Necesito ciertos datos de la cuenta de ese caballero, que abarquen un período de varios años.

—Veré lo que se puede hacer,

Siguió una complicada media hora, al final de la cual, Battle, dando un suspiro, se guardó una hoja de papel cubierta de números hechos a lápiz.

—¿Encontró lo que quería? —preguntó el director del Banco con curiosidad.

—No, no lo he encontrado. Ni un indicio. Pero de todas formas le quedo muy reconocido.

En aquel mismo momento, el doctor Roberts, que estaba lavándose las manos en su sala de consultas, preguntaba a la señorita Burguess:

—¿Qué ha pasado con nuestro estólido sabueso? ¿Lo ha mirado todo y la ha vuelto a usted del revés?

—Le aseguro que de mí no consiguió nada —contestó la muchacha apretando los labios.

—No tenía necesidad de ser una ostra. Le dije que le contara cuanto quisiera saber. Y a propósito, ¿de qué quería enterarse?

—Estuvo insistiendo sobre la cuestión de si conocía usted a Shaitana. Sugirió que pudo haber venido aquí como un paciente, bajo distinto nombre. Me mostró su fotografía. ¡Qué hombre tan teatral!

—¿Shaitana? Sí, desde luego. Le gustaba mucho parecer un Mefistófeles moderno. Y hasta creyó que lo era en realidad. ¿Y qué más le preguntó Battle?

—Pocas cosas más, en realidad. Excepto... sí, alguien le ha estado contando algunas tonterías sobre la señora Graves... ya sabe usted lo que ocurrió con ella.

—¿Graves? ¿Graves? ¡Oh, sí, la anciana señora Graves! ¡Es divertido! —el médico rió con evidente satisfacción—. Sí, es divertidísimo.

Y con un excelente humor entró en el comedor.

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