Capítulo XX



El testimonio de la señora Luxmore

La criada que abrió la puerta de la casa donde vivía la señora Luxmore, en South Kensington, miró a Poirot con franca reprobación. No mostró ninguna disposición a dejarlo pasar al interior. Poirot le entregó su tarjeta sin inmutarse.

—Déle esto a su señora. Creo que querrá hablar conmigo.

Era una de sus más ostentosas tarjetas. Las palabras «Detective Privado» estaban impresas en una de las esquinas. Las había encargado expresamente, con el fin de conseguir entrevistas con el llamado sexo débil. Toda mujer, se considerara inocente o no, deseaba con ansiedad ver cómo era un detective privado y enterarse de lo que quería.

Como la criada cerraba ignominiosamente la puerta ante sus narices, Poirot se dedicó a estudiar con evidente disgusto el llamador de latón que estaba falto, a todas luces, de un buen pulido.

—Necesita un poco de limpiametales y una bayeta —murmuró para sí mismo.

La criada volvió, respirando con excitación, y dejó pasar a Poirot.

Le condujo hasta una habitación del primer piso. Un salón algo oscuro que olía a flores mustias y a ceniceros sin vaciar. Había gran cantidad de cojines de seda, de calores exóticos. Las paredes estaban recubiertas de papel verde esmeralda y el alto techo pintado de color cobrizo.

Una mujer alta y de aspecto distinguido estaba de pie junto a la chimenea. Avanzó unos pasos y habló con voz profunda y ronca.

—¿Monsieur Hércules Poirot?

Poirot hizo una reverencia. Sus modales no eran los que empleaba generalmente. No sólo tenía aspecto extranjero en aquella ocasión, sino que lo exageró cuanto pudo. Los gestos eran barrocos a más no poder. Muy ligeramente, recordaba las maneras del difunto señor Shaitana.

Poirot volvió a doblar el espinazo.

—¿Para qué desea verme?

—¿Podría sentarme? Nos llevará un poco de tiempo...

La mujer le indicó un sillón con gesto impaciente y se sentó al borde de un sofá.

—¿Y bien?

—Pues sucede, madame, que estoy haciendo unas investigaciones... investigaciones privadas, ¿comprende?

Cuanto más deliberada hacía su exposición, más avidez mostraba ella.

—Sí... Sí.

—Estoy haciendo investigaciones acerca de la muerte del profesor Luxmore.

Ella dio un respingo. Su consternación era evidente.

—¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué tiene usted que ver con ello?

Poirot la observó atentamente antes de proseguir.

—Sepa usted que se está escribiendo un libro. La vida de su esposo. El escritor, como es natural, tiene mucho interés en conocer exactamente todo lo que se relacione con él. Cómo murió, por ejemplo...

La mujer no le dejó continuar.

—Mi marido murió de fiebres... en el Amazonas.

Poirot se recostó en su asiento. Lenta, muy lentamente, movió la cabeza de un lado a otro, en enloquecedor y monótono gesto.

—Madame... Madame... —reconvino.

—¡No me lo han contado! Estaba yo presente.

—Ah, sí. Estaba usted allí. Eso dicen los informes que me han dado.

—¿Qué informes? —exclamó ella.

Mirándola con fijeza, declaró:

—Los informes que me proporcionó el difunto señor Shaitana.

La mujer hizo un movimiento de retroceso, como si la hubiera golpeado con un látigo.

—¿Shaitana? —musitó.

—Un hombre que sabía muchas cosas —dijo Poirot—. Un hombre extraordinario, que estaba enterado de muchos secretos.

—Supongo que así sería —murmuró ella pasándose la lengua por los resecos labios.

Poirot se inclinó hacia delante y se dio un golpecito en la rodilla.

—Sabía, por ejemplo, que su marido de usted no murió de fiebres.

Ella lo miró fijamente. Sus ojos tenían una expresión fiera y desesperada.

El detective volvió a recostarse en el sillón y aguardó el efecto de sus palabras.

La mujer se recobró haciendo un esfuerzo.

—No sé... no sé a qué se refiere.

Pero lo dijo con un tono que notoriamente sonaba a falso.

—Madame —observó Poirot—. Voy a hablarle con franqueza —sonrió—. Voy a poner mis cartas sobre la mesa. A su marido no lo mataron las fiebres. ¡Lo mató una bala!

—¡Oh! —exclamó ella. Se cubrió la cara con las manos y empezó a oscilar de un lado a otro. La sobrecogía una angustia terrible, pero era evidente que en lo más íntimo de su ser estaba saboreando las emociones que sentía en aquel instante. Poirot estaba completamente seguro de ello.

—Y, por lo tanto —continuó el detective con tono positivo—, hará usted muy bien si me cuenta todo lo que sucedió.

Ella apartó las manos de su cara y dijo:

—No fue, ni mucho menos, como usted se figura.

Poirot volvió a inclinarse hacia delante y de nuevo se dio un golpecito en la rodilla.

—No me ha entendido bien... no ha acabado de entenderme —dijo—. Yo sé muy bien que no fue usted quien disparó. Fue el mayor Despard, pero usted fue la causa de ello.

—No lo sé. No lo sé. Supongo que fui yo. Aquello fue horrible. Parece que me persigue la fatalidad.

—Eso sí que es verdad —exclamó Poirot—. Cuántas veces se ven estas cosas. Hay algunas mujeres a las que persigue la tragedia donde quiera que vayan. Ellas no tienen la culpa, pues las cosas suceden a su pesar.

La señora Luxmore dio un profundo suspiro.

—Usted lo comprende. Ya veo que lo comprende. Todo ocurrió de la manera más natural.

—Viajaron ustedes juntos hacia el interior, ¿verdad?

—Sí. Mi marido estaba escribiendo un libro sobre unas plantas raras. Nos presentaron al mayor Despard y nos dijeron que era un hombre que conocía el terreno y se ocuparía de preparar la expedición. A mi esposo le agradó mucho y partimos.

Hubo una pausa. Poirot murmuró, como si hablara consigo mismo:

—Sí; puede uno figurarse lo que pasó. El sinuoso río... la noche tropical... el zumbido de los insectos... un hombre fuerte y apuesto... una mujer hermosa...

La señora Luxmore suspiró.

—Mi marido tenía muchos más años que yo. Me casé siendo una niña; sin saber lo que estaba haciendo...

—Ya sé, ya sé. Eso pasa muchas veces.

—Ninguno de nosotros quería reconocer lo que estaba ocurriendo —prosiguió ella—. John Despard nunca dijo una palabra sobre ello. Era la personificación del honor.

—Una mujer se da cuenta en seguida de esas cosas —insinuó Poirot.

—Tiene usted mucha razón... Sí; una mujer lo sabe... Pero yo jamás le demostré que lo sabía... Para mí fue siempre el mayor Despard, y yo para él, la señora Luxmore. Estábamos dispuestos a jugar la partida hasta el final.

Guardó silencio, como si admirara tan noble actitud.

—Es cierto —murmuró Poirot—. Debe uno jugar al cricquet. Como tan primorosamente dijo uno de sus poetas: «No puedo amarte, vida mía, más de lo que quiero al cricquet»[3].

—Al honor —corrigió la señora Luxmore frunciendo ligeramente el ceño.

—Eso es... eso es... al honor. «Más de lo que quiero al honor.»

—Tales palabras podían haber sido escritas para nosotros —comentó ella—. No importaba lo que nos costara, estábamos ambos determinados a no pronunciar la palabra fatal.

—Y entonces... incitó Poirot.

—Aquella noche espantosa... —la señora Luxmore se estremeció.

—¿Sí?

—Supongo que se pelearían, me refiero a John y Timothy. Salí de mi tienda... salí de mi tienda...

—¿Sí... sí?

La mujer, con los ojos muy abiertos, parecía estar viendo la escena, como si se repitiera ante ella.

—Salí de mi tienda —continuó—. John y Timothy estaban... ¡Oh! —se estremeció de nuevo—. No puedo recordarlo con claridad. Me interpuse entre los dos... y dije: «No... no; no es verdad.» Timothy no quiso escucharme. Se abalanzó sobre John y éste tuvo que disparar... en defensa propia. ¡Ah! —dio un grito y se cubrió la cara con las manos—. Estaba muerto... murió en seguida... la bala le traspasó el corazón.

—Un momento verdaderamente terrible para usted, madame.

—Nunca lo olvidaré. John era noble. Estaba dispuesto a entregarse a las autoridades. Yo me opuse. Estuvimos discutiendo toda la noche «Hágalo por mí», le dije. Por fin se convenció. Como es natural, no quería que yo padeciera. Pensó en la publicidad que se daría al asunto. Puede figurarse lo que hubieran dicho las cabeceras de los periódicos: «Dos hombres y una mujer en la selva. Pasiones primitivas.» Le dije a John lo que debíamos hacer y al final accedió. Los indígenas que nos acompañaron no habían oído nada. Como Timothy había tenido accesos de fiebre, dijimos que murió de ella y lo enterramos al lado del Amazonas.

Un profundo y afligido suspiro sacudió toda su persona.

—Y luego... la vuelta a la civilización... y la separación definitiva.

—¿Era necesaria, madame?

—Sí, sí. La muerte de Timothy nos separaba tanto como si mi marido hubiera estado vivo... o más. Nos dijimos adiós... para siempre. Encontré a John varias veces... por ahí. Sonreímos... cruzamos algunas palabras corteses, pues nadie debe sospechar que hubo algo entre nosotros dos. Pero yo veo en sus ojos... y él en los míos... que nunca olvidaremos...

Se produjo un largo silencio. Poirot calló, como si rindiera tributo al final de aquel drama.

La señora Luxmore sacó una polvera y se dio unos toques en la nariz... el encanto estaba roto.

—¡Qué tragedia! —comentó Poirot en tono corriente.

—Se habrá dado usted cuenta, monsieur Poirot —dijo la mujer apresuradamente—, de que no debe saberse nunca lo que en realidad ocurrió.

—Sería doloroso.

—No puede ser. Su amigo, ese escritor... no querrá, seguramente, arruinar la vida de una mujer, ¿verdad?

—O llevar a la horca a un hombre inocente por completo —añadió Poirot.

—¿Opina usted así? ¡Cuánto me alegro! John era inocente. Un crimen pasional no es, en realidad, un crimen. Y, de todas formas, fue en defensa propia. Tuvo que disparar. Por lo tanto, ya ve usted, monsieur Poirot, que el mundo debe continuar creyendo que Timothy murió de fiebre.

Poirot murmuró:

—Los escritores son a veces particularmente insensibles a esas cosas.

—¿Su amigo aborrece a las mujeres? ¿Quiere que suframos? Pero usted no debe permitirlo. Yo no lo permitiré. Si es necesario cargaré con toda la culpa. Diré que fui yo quien disparó.

Se levantó y echó la cabeza hacia atrás.

Poirot también se levantó.

—Madame —dijo, tomando la mano que ella le ofrecía—, tan espléndido sacrificio es innecesario. Haré todo lo que pueda con el fin de que nunca lleguen a saberse los verdaderos hechos.

Una sonrisa muy femenina distendió la cara de la señora Luxmore. Levantó lentamente la mano de forma que Poirot se vio obligado a besarla.

—Una infeliz mujer le da las gracias, monsieur Poirot —dijo ella.

Eran las últimas palabras de una reina perseguida a uno de sus cortesanos favoritos... Con ellas le indicaba claramente que podía retirarse, y Poirot siguió al pie de la letra la indicación.

Una vez en la calle, aspiró profundamente el aire fresco.

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